Boris Buden
Introduciré el problema
citando una pregunta: "Cada cinco años tiene lugar en Kassel una de las
exposiciones de arte moderno y contemporáneo más importantes. ¿Cómo se llama?”.
Las personas interesadas en la cultura y el arte (en su mayoría miembros de la
clase media bien educada que en Alemania se denomina Bildungsbürgertum)
pueden, por supuesto, responder a esta pregunta con facilidad. Pero no es a
este grupo a quien la interrogación se dirige. En realidad se trata de la
pregunta número 85 del test que hay que superar en el estado federal de Hessen
para obtener la ciudadanía alemana. Hay en efecto muchas otras preguntas, cien
en total, la mayor parte relativas a la Historia alemana, la Constitución
alemana, los derechos civiles, el sistema jurídico y político alemán, la
cultura alemana, el deporte, los símbolos nacionales, etcétera. Algunas de las
preguntas son bastante peculiares. Por ejemplo: "A una mujer no se le debería
permitir salir en público ni viajar sola sin la compañía de familiares de sexo
masculino. ¿Cuál es su opinión al respecto?”, "Por favor, explique Ud. el
derecho de Israel a existir” o "Si alguien dice que el Holocausto es un mito o
un cuento, ¿Ud. qué respondería?”.
Dejemos a un lado el
contenido de estas preguntas y cuestionemos en cambio cuál es su propósito
real; para ser más precisos, cuál es el propósito de las cien respuestas
correctas. Se supone que en su conjunto constituyen una respuesta a una
cuestión en particular: "¿Qué es lo alemán?”. En otras palabras, se supone que
describen el contenido de la noción de "identidad alemana”. Son, si se quiere,
un tipo de canon rápido y apretado, instantáneo, de asuntos que supuestamente
dibujan una clara separación, una línea fronteriza entre lo alemán y lo no
alemán, con el fin de excluir de los alemanes al Otro.
En efecto, estas cien
preguntas están construidas como una suerte de canon de cánones. Hay un canon
de la literatura alemana: los notables Goethe, Schiller y los ganadores de
premios Nóbel como Heinrich Böll, Thomas Mann, etcétera; hay además un canon de
los mayores ríos alemanes o de las montañas más altas; un canon de los eventos
históricos más prominentes, así como un canon de los científicos alemanes más
famosos. Hay también, por supuesto, un canon de los valores culturales más
importantes los cuales definen la identidad cultural alemana en términos de un
"modo de vida” alemán (el modo en que "un verdadero alemán”, se dice, trata a
las mujeres, a los niños, a las diversas religiones, a las opiniones
diferentes, etcétera).
Tanto en su contenido como
en su aplicación práctica este test es un perfecto ejemplo de la contradicción
fundamental de un discurso identitario: la contradicción entre sus pretensiones
esencialistas y su carácter en tanto que constructo.
No es difícil caer en la
cuenta de cuán arbitraria es la manera en que dicha autoconstrucción se
realiza. Su motivación política real se revela claramente: se trata de excluir
una identidad en particular, la llamada islamista, a partir del manejo
de un puñado de valores que abiertamente se identifican (vale decir: se
esencializan) con el carácter pretendidamente único y original de ser alemán.
¿Es cierto que el hecho de saber qué pasa con el arte contemporáneo cada cinco
años en Kassel hace de alguien un verdadero alemán? En el contexto de este
test, por estúpido que suene, la respuesta para la ciudadanía alemana no es
otra que: ¡sí! Entonces, ¿cómo enfrentarnos a este sinsentido que, no obstante,
ha de ser tomado muy en serio, dado que sus resultados –que a alguien se le
conceda o no la ciudadanía en una sociedad democrática, relativamente rica y
estable– pueden decidir no sólo la calidad de vida de alguien, sino también su
misma suerte?
Más aún, este sinsentido –para
ser más precisos, la contradicción que lo respalda y a la que antes me he
referido– nos proporciona una información fundamental acerca de cómo percibimos
nuestra realidad política actual, dado que crea la base y el sustrato humano de
nuestra sociedad: decide directamente quién pertenece y quién no a la sociedad
en la que vivimos, modelando así las fuerzas que conforman nuestra realidad
política. El ejemplo de este test de ciudadanía alemana es, por tanto, sólo una
manifestación, si bien de las más visibles, del siguiente principio: nuestras
sociedades y, por consiguiente, nuestra percepción de la realidad política
están culturalmente enmarcadas. Lo cual ilumina uno de los fenómenos más
llamativos de la "condición posmoderna”, el llamado giro cultural. No es que la
cultura, como frecuentemente se piensa, haya simplemente desplazado la noción
de sociedad fuera del escenario político adoptando un papel predominante en los
debates teóricos y en los asuntos prácticos de los sujetos políticos. El cambio
es aún más radical. Lo cultural se ha convertido propiamente en ese escenario,
la mismísima condición de posibilidad de la sociedad y de nuestra percepción de
lo que es hoy la realidad política. Ésta es la razón por la que la democracia,
es decir, la búsqueda de la libertad, la igualdad, la justicia social, el
bienestar, etc., se nos muestra hoy como culturalmente determinada.
Es en este contexto que la
noción de traducción, o dicho de forma más precisa, la traducción cultural, ha
cobrado una importancia inmensa, ya que se puede aplicar a ambos aspectos de la
contradicción. Esto es, tanto a una comprensión esencialista como a otra
constructivista de la cultura, es decir, se puede aplicar tanto a construir
relaciones entre diferentes culturas como a subvertir, en una suerte de
universalismo reconstruido, la propia idea de identidad cultural original. En
otras palabras, el concepto de traducción cultural se puede entender y aplicar
de manera general al servicio de ambos paradigmas de la teoría posmoderna y de
ambas visiones de la política posmoderna que están en contradicción: el
multiculturalismo y la deconstrucción.
Como es bien sabido, el
multiculturalismo se basa en el concepto de singularidad y originalidad de las
formaciones culturales. Asume que hay una conexión esencial entre la cultura y el
origen racial, sexual o étnico. El multiculturalismo, tras adoptar esta
perspectiva, desafía la propia idea de universalidad dado que entiende como
culturalmente relativo todo concepto universal. No hay una cultura universal
sino una pluralidad de diferentes culturas que pueden reconocerse mutuamente
con tolerancia o excluirse entre sí con violencia. Para los y las
multiculturalistas nuestro mundo no es más que una suerte de agrupación de
diferentes identidades que nunca podremos negar. Por dar un ejemplo: el
multiculturalismo desafiaría en el campo de la literatura la noción de
literatura mundial, esto es, la idea de un canon de obras maestras que, como
Goethe afirmó una vez, articularían de la mejor manera lo que hay de universal
en la naturaleza humana. Desde el punto de vista multicultural lo que hay en su
lugar es una pluralidad de cánones específicos, cada uno de los cuales se
origina en una especie de identidad esencial. Por tanto, no podemos hablar de
literatura mundial, sino solamente sobre literatura "alemana”, "francesa”, o
"blanca”, "negra”, o "masculina”, "femenina”, "gay”... incluyendo también
combinaciones de esos valores identitarios como lo son la literatura o cultura
"masculina blanca”, "femenina negra” o femenina-negra-latinoamericana”, etcétera.
El multiculturalismo es la
base de lo que llamamos las políticas de la identidad: una práctica política
que todavía modela de forma decisiva nuestro mundo. Aunque enfatiza los
derechos de las minorías y las comunidades marginales al interior de un Estado
nación homogeneizado, legitima también (al mismo tiempo) el derecho que una
comunidad nacional o étnica tiene de proteger, en tanto mayoría en el marco
político de un Estado nación, una identidad cultural que dice ser propia, única
y original. Incluso muchas de nuestras principales visiones políticas sobre el
desarrollo de la democracia y la prosperidad, como es el caso del proyecto de
integración europea, siguen básicamente el mismo patrón multicultural.
La deconstrucción desafía el
concepto de multiculturalismo en su propio núcleo: su esencialismo; es decir,
desafía la idea de que toda identidad se origina de algún modo en una esencia
preexistente. Una cultura es, para los y las deconstruccionistas, un sistema de
signos, una narrativa sin ningún origen histórico o físico. Los signos están
sólo en relación unos con otros. Esto se aplica incluso a la diferencia entre
signos y no-signos, lo que constituye aún otro nivel del sistema de signos. De
acuerdo con este punto de vista, no existen en absoluto los orígenes sino sus
rastros, sólo copias. La progresión o la regresión de los signos en el espacio
y en el tiempo no tiene final.
Esto significa que tampoco
las culturas, en efecto, son nunca el reflejo de ningún estado natural de las
cosas; al contrario, constituyen o construyen su propio origen más allá de
cualquier esencia racial, sexual, étnica o genética. Por tanto, ser "alemán” o
ser "negro”, "mujer”, "gay”, etc., es sencillamente el producto de una
actividad cultural específica, una suerte de construcción cultural. Para la
deconstrucción, toda identidad está culturalmente construida desde su mismo
origen.
En el caso de las naciones,
repitámoslo, existe la creencia de que una nación es algo dado, que las
naciones persisten en el tiempo como una especie de esencia intemporal y eterna
y que, por lo mismo, pueden distinguirse claramente de otras naciones, tener
fronteras estables, etcétera.
Esto significa que son,
utilizando la bien conocida frase acuñada por Benedict Anderson, comunidades
imaginadas, lo que implica que la llamada unidad de la nación ha sido
construida mediante ciertas estrategias discursivas y literarias. Nación es
narración, escribe Homi Bhabha. Una nación emerge en la historia humana en
ciertos momentos y como consecuencia de determinado desarrollo económico y
sociocultural. Para Gellner, se tienen que dar una serie de condiciones para
que se produzca una alta cultura estandarizada, homogénea y centralizada: el
comercio libre de mercancías y de la fuerza de trabajo, por ejemplo, o el surgimiento
de una sociedad civil que se pueda diferenciarse lo suficiente del Estado como
para que se logre desarrollar una esfera cultural autónoma. Las llamadas
culturales nacionales que los nacionalistas dicen defender y revivir son en
realidad, de acuerdo con Gellner, un mero invento.
Todo esto es de
extraordinaria importancia para comprender el fenómeno de la traducción. Su
papel político y social se muestra con claridad sólo sobre la base de los
procesos históricos de construcción nacional. Sólo en este contexto la
traducción adquiere un significado que trasciende el horizonte puramente
lingüístico y se convierte en un fenómeno cultural y político, lo que hoy
llamamos "traducción cultural”.
¿Pero qué es en realidad la
traducción?
La teoría tradicional de la
traducción la comprende como un fenómeno binario, habiendo siempre dos
elementos en un proceso de traducción: un texto original en una lengua y una
producción secundaria en alguna otra lengua. Es por tanto su relación con el
original lo que determina decisivamente toda traducción. Esta relación puede
ser de naturaleza diversa. Para Schleiermacher, por ejemplo, una traducción
tiene principalmente dos posibilidades: puede empujar al lector hacia el autor,
es decir, seguir estrictamente el original; o puede más bien empujar al autor
hacia el lector, es decir, hacer que el texto original sea, en la traducción,
lo más comprensible que se pueda. Schleiermacher prefería la primera opción,
que implica que la traducción provoque en el lector un cierto sentimiento de
extrañeza (das Gefuehl des Fremden), o, como afirma literalmente, "la
impresión de que se confronta con algo extranjero” (dass sie Auslaendisches
vor sich haben).
Este pensamiento es típico
de la temprana teoría romántica de la traducción. En realidad no es un
pensamiento que tenga miedo de la alienación (Verfremdung); al
contrario, da la bienvenida a lo extraño, diferente y extranjero. Humboldt
incluso urge a los traductores a ser fieles a la extrañeza de una lengua y una
cultura extranjeras, y a articular esta extrañeza en sus traducciones. De otro
modo traicionarían no al original, como se podría pensar, sino a su propia
lengua, a su propia nación. ¿Por qué? Porque para Humboldt la fidelidad de la
traducción es una virtud patriótica. El propósito de la traducción no es
facilitar la comunicación entre dos lenguas y culturas diferentes, sino
construir el lenguaje propio, y, dado que Humboldt hace equivaler lengua y
nación, el propósito de la traducción consiste en realidad en construir la
nación.
Sin embargo, el concepto de
traducción cultural, tal y como hoy lo entendemos, no ha surgido de la teoría
tradicional de la traducción sino de su crítica radical articulada por vez
primera a comienzos de los años veinte en el ensayo seminal de Benjamin La
tarea del traductor[1].
Lo novedoso de este texto radica en que Benjamin se deshace de la idea del
original y, por tanto, del binarismo de la teoría tradicional de la traducción.
Una traducción, para Benjamin, no se refiere a un texto original, no tiene nada
que ver con la comunicación; su propósito no es portar significado. Benjamin
ilustra la relación entre el llamado original y la traducción utilizando la
metáfora de la tangente: la traducción es como una tangente que toca el círculo
(o sea, el original) en un solo punto, sólo para continuar su propio camino.
Ni el original ni la
traducción, como tampoco la lengua del original ni la lengua de la traducción,
son categorías fijas y persistentes. No tienen ninguna cualidad esencial, sino
que son constantemente transformadas en el espacio y en el tiempo. Ésta es la
razón por la que el ensayo de Benjamin llegó a ser tan importante para la
teoría deconstruccionista, ya que cuestiona vehementemente la idea misma de
origen esencial.
De la misma traducción
deconstruccionista emerge también el concepto de traducción cultural, el cual
ha sido acuñado por uno de los más prominentes teóricos de la llamada condición
poscolonial, Homi Bhabha[2].
Su motivación original era criticar la ideología multiculturalista, la
necesidad de pensar sobre la cultura y las relaciones entre diferentes culturas
más allá de la idea de que existen identidades culturales esenciales y
comunidades que se originan en estas identidades. Nota Bene: hay también
una concepción multiculturalista de la traducción cultural. Tiene como objetivo
político la estabilidad del orden liberal, que se puede lograr sólo sobre la
base de relaciones de interacción no conflictuales entre diferentes culturas en
términos de lo que se denomina cohabitación multicultural. Es por esta razón
que los multiculturalistas liberales entienden siempre la traducción cultural
como una "traducción inter-cultural”.
De acuerdo con Bhabha, ello
sólo nos llevaría al punto muerto de las políticas identitarias, inútilmente
obsesionadas con la diversidad cultural. Por tanto, Bhabha sugiere en su lugar
el concepto de "tercer espacio”[3].
El tercer espacio es el espacio de la hibridación, un espacio para la
subversión, la transgresión, la blasfemia, la herejía. Cree que la hibridación –así
como la traducción cultural, la cual considera sinónimo de hibridació– es, en
sí misma, políticamente subversiva. La hibridación es también el espacio en el
que todas las divisiones y antagonismos binarios que caracterizan a los
conceptos políticos de la modernidad, incluyendo la vieja oposición entre
teoría y política, dejan de funcionar. En lugar del viejo concepto dialéctico
de negación, Bhabha habla de negociación y traducción como la única manera
posible de transformar el mundo y provocar algo políticamente nuevo. Así, desde
su punto de vista, la extensión de una política emancipatoria en el campo
cultural sólo es posible siguiendo la lógica de la traducción cultural.
La filósofa feminista
estadounidense Judith Butler utiliza el concepto de traducción cultural de
Bhabha para resolver uno de los problemas más traumáticos del pensamiento
político posmoderno: el problema antedicho de la universalidad[4].
Para Butler, el hecho de que ninguna cultura pueda proclamar su validez
universal no significa que no haya nada universal en el modo en que
experimentamos el mundo hoy. La universalidad a la que se refiere se ha
convertido también en el problema de la traducción entre culturas. Es un efecto
de los procesos de exclusión/inclusión.
La fórmula de Butler es: la
universalidad puede ser articulada sólo como respuesta a su propia exterioridad
excluida. Lo que ha sido excluido del concepto existente de universalidad
somete a este concepto a una presión que proviene de su propio exterior, ya que
ese exterior quiere ser aceptado e incluido en el concepto. Sin embargo, esto
no sucederá a no ser que el propio concepto cambie tanto como sea necesario
para incluir lo excluido. Esta presión finalmente conduce a una rearticulación
del concepto de universalidad existente. El proceso por el cual lo excluido de
la universalidad es readmitido en tales términos es lo que Butler llama
traducción. Empuja sus límites, provoca el cambio social y abre nuevos espacios
de emancipación. Lo hace mediante prácticas subversivas que cambian las
relaciones sociales cotidianas.
Subrayémoslo de nuevo: la
manera en que se provoca el cambio social de acuerdo con esta fórmula no es
dialéctica. Es, antes bien, transgresiva. No sucede como resultado de
colisiones entre antagonismos sociales mediante un proceso de negación, sino
mediante una transgresión sinfín de los límites sociales y culturales
existentes, mediante negociaciones de traducción no violentas y democráticas.
La manera en que Butler concibe el cambio político mediante el proceso de
traducción cultural aún no trasciende el marco liberal. Gayatri Spivak ha ido
un paso más allá –un paso que articula bajo similares premisas de reflexión
posmoderna y/o poscolonial, operando igualmente con la noción de traducción–
con su concepto de "esencialismo estratégico”.
Spivak sabe muy bien que por
medio de la reflexión teórica actual podemos deconstruir radicalmente casi
cualquier identidad posible y descubrir su esencialismo como algo simplemente
imaginado, construido, etcétera. Sin embargo, la política funciona todavía
manejando estas identidades esenciales –como la "nación”, por ejemplo– como si
no supiera que se trata de meras ilusiones. Por tanto, Spivak sugiere que, si
queremos provocar algún cambio social real, hemos de hacer "un uso estratégico
del esencialismo positivista con objetivos políticos escrupulosamente claros”[5].
Es por esta razón que el
concepto de "esencialismo estratégico” debería entenderse también como un tipo
de traducción, ya que la situación histórica que vivimos se articula en dos
lenguajes diferentes: el de la teoría antiesencialista posmoderna y,
paralelamente, el de la vieja práctica política esencialista. El concepto de
"esencialismo estratégico” formulado por Spivak simplemente acepta que no hay
correspondencia directa entre estos dos lenguajes: no pueden ser negados
mediante el viejo método dialéctico por un tercer término universal que pudiera
operar como unidad dialéctica de ambos. Por tanto, el único modo posible de que
se comuniquen es una especie de traducción.
¿Pero cómo opera en realidad
esta traducción? Parece que la respuesta correcta nos ha sido ya dada en 1943
por Bertolt Brecht:
"Compareció en Los Ángeles, ante el juez que examina a quienes quieren
convertirse en ciudadanos de Estados Unidos, el dueño de un restaurante
italiano. Habiéndose preparado seriamente pero con dificultades para aprender
su nueva lengua, a la pregunta ‘¿cuál es el octavo Mandamiento?’ respondió
inseguro: ‘1492’. Puesto que la ley exige que los solicitantes conozcan la
lengua, fue rechazado. Regresó tras haber estudiado aún más durante tres meses,
todavía ignorante de su nueva lengua, y se vio enfrentado esta vez a la
pregunta: ‘¿Quién fue el general que venció en la Guerra Civil?’. Su respuesta
fue: ‘1492’ (dicho afablemente en voz alta). De nuevo expulsado. Y regresando
una tercera vez, respondió a una tercera pregunta: ‘¿Por cuántos años elegimos
a nuestros Presidentes?’. Una vez más: ‘1492’. En esta ocasión el juez, que
simpatizaba con el italiano, se dio cuenta de que éste no era capaz de aprender
la lengua. Quiso saber el juez cómo se ganaba la vida el italiano, y éste
respondió: ‘trabajando duro’. Así que, cuando apareció por cuarta vez, el juez
le brindó la pregunta: ‘¿Cuándo se descubrió América?’. Y en cuanto contestó
claramente ‘1492’, se le concedió la ciudadanía”.
[1] Walter Benjamin, "La tarea del
traductor”, Angelus Novus, Edhasa, Barcelona, 1971; Ensayos escogidos,
Editorial Sur, Buenos Aires, 1967, reeditado por Ediciones Coyoacán, México,
2006 [NdT].
[2] Véase Homi K. Bhabha, "Espacio
posmoderno, tiempos poscoloniales y las pruebas de la traducción cultural”, El
lugar de la cultura, Manantial, Buenos Aires, 2002. Dicho capítulo comienza
justamente con una cita de Walter Benjamin: "La traducción rige espacios
continuos de transformación y no abstractas regiones de igualdad y semejanza”
("Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”, Angelus
Novus, Edhasa, Barcelona, 1971; "Sobre el lenguaje en general y sobre el
lenguaje de los humanos”, Para una crítica de la violencia y otros ensayos.
Iluminaciones IV, Taurus, Madrid, 1991; "Sobre el lenguaje en general y
sobre el lenguaje de los hombres”, Ensayos escogidos, Editorial Sur,
Buenos Aires, 1967, reeditado por Ediciones Coyoacán, México, 2006) [NdT].
[3] Véase Homi K. Bhabha, "El compromiso con
la teoría”, El lugar de la cultura, op. cit. [NdT].
[4] Véase por ejemplo el pasaje "Lo
particular y lo universal en la práctica de la traducción”, a cargo de Butler,
en Judith Butler, Ernesto Laclau y Slavoj Zizek, Contingencia, hegemonía y
universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda, Fondo de Cultura
Económica, Buenos Aires, 2003 [NdT].
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