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Del erotismo a la seducción: en torno a Kant y Kierkegaard I parte
Del erotismo a la seducción: en torno a Kant y Kierkegaard I parte
  Mag. Sebastián González Montero
Universidad Javeriana, Bogota - Colombia

 
 

Desde el ‘porno’ hasta las revistas de farándula existe un flujo publicitario que captura, por medio de signos de diversa índole, nuestras representaciones más subjetivas, así como las más compartidas y generalizadas. Las imágenes recuerdan incesantemente los anhelos que las personas tienen en relación con el dinero, la fama, el éxito, el sexo. Igualmente, ponen en evidencia las connotaciones que tiene una cierta ‘belleza’ en el marco de las representaciones sociales asociadas a la constitución fisiológica de los cuerpos: una espalda bien formada junto con unos pectorales amplios; unas piernas afiladas y una cadera diminuta señalan que se tiene ‘cierta condición’ que nos incluye en un segmento social al que pertenecen las personas de la farándula, los adinerados, los ejecutivos, las modelos. Parece que la individualidad humana pasa por un conjunto de significaciones culturales expresadas preponderantemente en la imagen y en los formatos foto-cine-video-gráficos. Y la razón de eso tiene que ver con ‘algo’ más que la hegemonía de unas clases frente a otras.

Las tendencias en los medios publicitarios se relacionan con las distinciones sociales y, sin embargo, no es posible dar cuenta de la lógica de la imagen como fenómeno social suponiendo que se trata de la expresión de las luchas por el prestigio, la reputación; ni siquiera la autoridad. Se podría aceptar –por lo menos a manera de hipótesis preliminar– que la imagen no sólo remite al dominio de lo cool publicitario, sino a formas de organización social en el sentido de que tiene efectos sobre la manera en la que los sujetos se relacionan entre sí. El simulacro de la imagen –siempre banal y efímero– nos incluye, desde hace cierto tiempo, en la tiranía y el despotismo de un régimen que centraliza lo que queremos de nosotros mismos y de los otros en representaciones simbólicas audiovisuales. La preponderancia y la hegemonía de las apariencias, dada por su constante reiteración en el flujo de los signos, es más que una expresión de diferenciaciones de clase emplazadas en las sociedades actuales. Como dirá Baudrillard, la imagen está montada en una economía política de los signos que hay que pensar en la publicidad, el cine, el video; también en el arte y la literatura. Los mass-media señalan más que una lucha de clases; reflejan una individualidad marcada por simulacros y sucedáneos que materializan múltiples dimensiones de la existencia política de los sujetos: la lógica del consumo2, los procesos de personalización.3

Nosotros nos instalamos en esa perspectiva, pero no podemos ser tan ambiciosos como para dedicarnos a los complejos lazos que existen entre los sujetos y su entorno mediático. En cambio, decidimos ocuparnos de la pornografía como un régimen semiótico partiendo de la idea de que en él se pone al cuerpo y al sexo en exhibición de forma muy particular. En efecto, lo que nos interesa de la pornografía no es simplemente su insistencia por mostrar hombres y mujeres fornicando; más bien tiene que ver con el sesgo que impone entre el placer y el deseo.

Por vía de la mostración directa de escenarios sexuales, la pornografía no tiene otra opción que hacer del sexo una instancia privilegiada del deseo: la imagen pornográfica ‘deja ver todo lo que hay por mirar’. Tal y como se la entiende habitualmente, su carácter perverso está dado por el hecho de que es impúdica. Esa sería la razón por la que el espectador puede estar tan atento: él que sólo mira objetos que son la condición para la excitación sexual. De modo que la pornografía reduce la mirada al encuentro con lo real en una dimensión discreta puesta radicalmente al servicio del realismo en las escenas. Pese a todos sus esfuerzos, la pornografía conduce frecuentemente a una cierta indiferencia porque encarna la pulsión libidinal pura, sin deseo. Eso quiere decir que la obscenidad de las imágenes no hace más que revelar una demanda sin el menor rasgo de transacción. Estrictamente hablando, la demanda es sólo por el placer de ver iluminado un escenario con la mirada y por la posibilidad de obtener satisfacciones. Y el resultado es que la pornografía entrona un arquetipo de la carencia del objeto real: el sexo.

La pornografía es un régimen semiótico que pone al cuerpo y al sexo en exhibición de forma muy particular. Lejos de circunscribirse a una experiencia del deseo, la imagen ‘porno’ anuncia que el sexo ha quedado detenido en una relación simbólica que se caracteriza por la promesa del fetiche, por la posibilidad de la excitación y por la compulsión de ver. La imagen pornográfica es un simulacro que introduce un exceso irrealizable e imposible de la sexualidad: el hiperrealismo pornográfico indica que ‘algo’ falta en la ‘normalidad’ cotidiana de la vida sexual que puede ser conjurado mediante un modelo idealizado del sexo. Las grandes orgías sexuales de mujeres y hombres cuyo interés primordial es el de copular largamente, muestran escenarios que parecen ser fiestas de las que estamos excluidos como humanos corrientes: los grandes pechos casi ‘anormales’ de las modelos, los prominentes falos de los actores, las interminables jornadas de sexo que no fatigan; todo eso parece pertenecer a un mundo que sólo puede realizarse en la imagen. La exhibición de la desnudez del cuerpo es una actividad que hace posible un proceso en el que las pulsiones sexuales se resuelven en el placer del orgasmo, esto es, la contemplación consiste en una fuente activa que permite que las pulsiones sexuales alcancen su satisfacción en el placer del órgano sexual. En ese sentido, la imagen pornográfica es una fuente de las pulsiones que permite suprimir la demanda en la que están apoyadas por medio de su satisfacción en el orgasmo. Hacemos énfasis en el ‘porno’ como simple fuente de pulsiones sexuales porque en el hecho de que en la imagen se pongan los enlaces simbólicos por medio de una estrategia visual en la que sólo se muestran los cuerpos en contacto, indica que las relaciones de intercambio de los signos y el deseo pasan a otro plano: el de la obscenidad y el placer. Puede decirse, en términos generales, que la razón de ello es que la pornografía comporta un exceso de realidad que trae consigo una ausencia de signos que seducen: en la imagen ya no hay juego de las apariencias; en ella, todo se muestra: los cuerpos, los órganos, los fluidos. Sin juegos ni rituales, sin transgresiones ni provocaciones, la sexualidad queda confinada al brevísimo instante del orgasmo.

La imagen ‘porno’, dice Baudrillard, no hace más que recordar la forma en la que el cuerpo es fetichizado por un proceso de erotización que consiste en fijar en él todo aquello que está por fuera del falo (1993: 118). En síntesis, la pornografía supone una relación entre el cuerpo-signo y el espectador-mirón en la que el fetiche no sólo conjura la castración sino que ocupa todo el lugar de la contemplación: la imagen de una doble felación o de un rostro salpicado de semen son signos de que el sexo queda radicalmente detenido en las zonas erógenas y de que el placer se obtiene de la contemplación de esas imágenes. Con la pornografía, se reduce las relaciones de intercambio con los signos a partir de una dimensión centralizada de la imagen en el fetiche, esto es, el ‘porno’ hace que las relaciones simbólicas se agoten en la contemplación y el realismo con el que se muestra los cuerpos copulando. Hay que insistir en que la obscenidad de los signos ‘porno’ no hace más sustraer de las posibilidades simbólicas las relaciones eróticas respecto del cuerpo y los signos. La pornografía supone un desencantamiento de la sexualidad puesto que está centrada en la ‘pura obscenidad’ del sexo. La desnudez es la inmovilidad del intercambio simbólico porque los gestos, el cuerpo, los atuendos, las joyas o el maquillaje, tienen una única función designativa anclada a las pulsiones y sus destinos (placer-displacer). En el ‘porno’ ya no se celebra el ritual de las significaciones; sólo se instituye una dinámica del placer. La imagen de la play girl o la porno-star es, en un cierto sentido, asignificante: sólo representa una inscripción del sujeto con la imagen por la vía de la desnudez.

Con todo, aquí se trata de algo más que una lamentación relacionada con la función designativa del ‘porno’. Recalcamos, no es una queja sobre la indecencia de las imágenes o la literalidad de las descripciones visuales. Lo que cuestionamos es el hecho de que la pornografía centralice la atención en signos que llevan a la estimulación erógena, como si fuera la única posibilidad de la sexualidad. La pornografía resalta un cierto aspecto de los seres humanos que conduce a la simplificación de la sexualidad. En las cintas que presentan hombres y mujeres que se entregan plenamente al coito como un medio para la satisfacción de una necesidad fisiológica (el orgasmo), el sexo se manifiesta como una actividad de complacencia. El hecho de que el ‘porno’ presente el coito hace desaparecer aquello que tiene que ver con una experiencia que está más allá de los placeres de los órganos. En la pornografía no importa si los actores sienten atracción como tampoco interesa si experimentan sentimientos de seducción, erotismo, o algo así entre ellos; lo que cuenta es que la actividad del sexo tenga como fin las eclosiones seminales. Visto así, el sexo está ligado copiosamente a la satisfacción de las necesidades a través de la cópula: derramar el esperma para encontrar el placer. La pornografía promete placer porque es sexo en acción; el sexo en acción permite la satisfacción del deseo en el vacío de un éxtasis físico atado a la constantemente repetición de las limitadas variaciones de la copula. Pero lo que resulta odioso de la pornografía es el enlace que constantemente propone entre deseo y placer. Hay que ser claros en que no pretendemos quejarnos por el hecho de que en las películas ‘porno’ se presenten descaradamente cuerpos desnudos copulando; el problema es que la literalidad de la imagen ‘porno’ reduce la dimensión del deseo a la realidad del sexo como objeto de placer

Creemos que hay un error al identificar la sexualidad con la exposición literal del sexo en imágenes o en descripciones. Una cosa es que en la pornografía se asocie la dimensión sexual con la posibilidad de la excitación libidinal; otra es que la satisfacción en el placer/displacer sea la única coordenada del deseo. Nuestra hipótesis es que el deseo no sólo corresponde a nuestras relaciones sexuadas con objetos que, en el fondo, representan la atención fetichista hacia signos de un vacío que constantemente pretendemos llenar. Más bien, el deseo se constituye en la intensidad de nuestros gestos, afectos y percepciones cuyo resultado conduce a regímenes semióticos mixtos y heterogéneos.

En la primera parte del análisis, nos ocupamos de los conceptos de voluntad, ley moral, placer y deseo en términos que pasan de la crítica kantiana a la filosofía de Sade. De un lado, en la Crítica de la razón práctica, Kant introduce esos conceptos para determinar la posibilidad de la regulación moral. Pero nos interesa mostrar hace algo más. En el momento en el que Kant afirma que la voluntad se juega entre principios de determinación de distinta índole (las máximas subjetivas y la ley moral) ha puesto en escena una facultad inherente de los seres humanos: la de desear. De otro lado, la literatura de Sade remite a una dimensión que colinda con los juegos sexuales y con la dedicación a las oberturas corporales, y sin embargo, deja ver un registro del deseo definido en la naturaleza de las pasiones. Veremos que el libertino sadiano se deja excitar por los cuerpos, las caricias, las oberturas y cómo sus acciones están determinadas por los imperativos del goce; pero sobretodo, haremos notar la insistencia de Sade en la posibilidad latente de la determinación por la potencia del deseo: al privilegiar sus instintos naturales, muestra que el deseo es un principio igualmente regulativo que la ley moral –en sentido kantiano. Entre Kant y Sade, creemos, se puede deducir el concepto de deseo al matizar una ambigüedad que es propia de la voluntad cuando se trata de las regulaciones de la conducta.

La segunda parte se centra en Bataille ya que sus reflexiones permiten dar cuenta de una sexualidad que, a pesar de estar vinculada estrechamente con las funciones fisiológicas del cuerpo, no está reducida a las complacencias en el placer. En el concepto de transgresión, el sexo ‘sin vergüenza’ y lujurioso aparece atado a la posibilidad erótica de encontrar los modos de ir más allá de sí. Pero hay que tener cuidado de simplificar el concepto: poner la transgresión en función de las prescripciones de los instintos lleva a una fórmula esquemática de la realización del sexo que, además, está limitada por las condiciones físicas de los cuerpos. Las posiciones de la cópula son restringidas; los orificios corporales son pocos. Nos interesa mostrar que aunque Sade insiste constantemente en aproximarse a las leyes de la naturaleza, termina sumergiendo las descripciones al tedio de la repetición del sexo y del placer en el orgasmo. En Filosofía se nota que los actos sexuales resultan en una especie de ‘callejón sin salida’ dadas las posibilidades del deseo. Sade es consciente de la cuestión y, para él, es claro que el libertino no debe restringir la potencia de los afectos de la naturaleza a la reproducción de las jornadas sexuales.

La tercera parte está dedicada al Diario de un seductor de Kierkegaard sobre la base de la tesis de Baudrillard en De la seducción. Con eso, se busca establecer la heterogeneidad del concepto de deseo en la medida en que el personaje que escribe las cartas dedicadas a Cordelia hace emerger, en cada una de sus palabras, la reciprocidad del intercambio simbólico como un régimen autónomo de la instancia sexual real (cfr. 1989: 41). El seductor opera en la circulación del deseo por medio de múltiples signos que nada tienen que ver con la voluptuosidad física del Cordelia (o la ‘belleza’ de su cuerpo) ni con la única intención de llevarla a la cama. La seducción es de otro orden; "la seducción opera bajo esa forma de una articulación simbólica, de una afinidad dual con la estructura del otro –el sexo puede ser un resultado por añadidura, pero no necesariamente”.4 Al tomar la seducción como bisagra de provocación y flujo del deseo instalado en los signos, podemos describir los estadios eróticos entendiendo que se trata de inflexiones y modulaciones de la apetencia (voluntad) respecto del objeto.

Finalmente, en las conclusiones dejamos claro cuál es el problema de concebir la sexualidad en términos de la cópula y cómo es que el concepto de placer conlleva a una incesante necesidad de enfrentar una realidad fantasmática irresoluble. En contraste con el deseo –y la seducción o la perversión licenciosa como un par de sus opciones–, en la pornografía siempre se trata de la satisfacción de la demanda en los signos fetichizados del cuerpo. Su pretendida liberalidad no hace más que brindar acceso a un cuerpo desnudo junto a otro en una proyección de lo sexual. De allí el simulacro: por intermedio de la técnica de mostración videográfica, el ‘porno’ revela el secreto seductor al erigir al Falo como centro significante. En la simple desnudez no es posible distinguir el deseo del placer ya que la imagen absorbe la elaboración simbólica y hace desembocar la apetencia en la realización de los intereses libidinales por la cosa. Eso implica que la pornografía supone una sustracción de la multiplicidad de los signos porque reduce el registro simbólico al plano de lo real. El porno reduce lo Real o lo real. En definitiva, lo que tratamos de decir es que el ‘porno’ encarna una carencia fundamental: la imagen enfatiza en la ausencia de un exceso mediante signos fetichizados, lo que significa que los sujetos no hacen más que girar en torno a sustitutos. Nuestro argumento es que la pornografía supone una perdida conjurada mediante la ilusión del simulacro ya que pretende, sin mediaciones, mostrar un estado sexual ideal que excede la ‘normalidad’ de la vida en pareja, los encuentros placenteros ­(de cualquier tipo), los besos, las caricias, etc. Es como si la pornografía hiciera emerger un ‘plus’ que no está lo cotidiano de las rutinas en la vida sexual. Las cintas ‘porno’ están llenas de clichés: hombres con caudales de dinero que pueden fornicar con tantas mujeres como es posible, mujeres y hombres ‘portada de revista’ en lugares paradisíacos, alucinógenos, grandes mansiones, autos, piscinas, etc. Nuestra queja se localiza en el hecho de que la imagen es reiterativa al exponer una ausencia, un vacío que debe ser llenado con signos que representan un ‘sexo perfecto’, una ‘feliz sexualidad al fin lograda’.

Naturaleza y Voluntad

En Kant, la crítica y la fundamentación de la moral responden a la necesidad de expulsar la potencia de los afectos del curso de las acciones morales. En la postura kantiana de la Crítica de la razón práctica hay una oposición entre dos aspectos primordiales de la voluntad: de un lado, el afecto asociado al contenido material de las máximas5 que sirve como impulso de las acciones y, del otro, el respeto hacia los principios incondicionados que la razón práctica puede darse a sí misma. La crítica kantiana es la condena de los afectos, el reposo de las pasiones. La tesis de la ley moral como fundamento determinante de la praxis humana es una manera de responder a la pregunta de cómo puede hallarse una forma superior que determine las acciones.

La facultad de desear es propiamente hablando la voluntad, porque encuentra su determinación en sí misma. El problema para Kant es que los motivos de esa determinación pueden ser empíricos-subjetivos y, por lo tanto, particulares e inferiores, como también pueden ser objetivos y, en consecuencia, universales y superiores. Su respuesta a la ambigüedad de la razón práctica es que existe un plano superior de la voluntad que se refiere a la posibilidad de encontrar las regulaciones morales en intereses prácticos incondicionados. La ley moral es la salida para una voluntad patológicamente determinada. Kant afirma que al analizar "el juicio que los hombres formulan sobre la legalidad de sus actos” es posible mostrar que la razón práctica, por encima de sus inclinaciones, se ve obligada a actuar conforme a la ley moral (1961: 37). Eso significa que la voluntad siempre puede atenerse a principios puros determinantes. Allí está la base de una moralidad que, además, sirve para todo ser racional a causa de que supone una legislación que siempre es posible aceptar (cuando el motivo determinante es incondicionado).

Lo que se sigue del argumento kantiano es esencial en lo que nos toca aquí puesto que presenta la doble posibilidad del sujeto de jugarse en las determinaciones racionales objetivas: para Kant, el hecho de que los hombres sean capaces de determinarse a partir de la ley moral se explica por el concepto de libertad. Según él,

"como la mera forma de la ley sólo puede ser representada por la razón y, en consecuencia, no es objeto de los sentidos, […], su representación como motivo determinante de la voluntad es distinta de todos los motivos determinantes de los acaecimientos de la naturaleza”; y además, dice él, "como para la voluntad no puede servir de ley ningún otro de sus motivos determinantes que no sea aquella forma legislativa universal, esa voluntad debe concebirse como completamente independiente de la ley natural de los fenómenos, o sea de la ley de causalidad” (1961: 34).


La independencia de la voluntad respecto de los fenómenos de la naturaleza y las leyes que los rigen hace que ella sea libre en un sentido radical, es decir, que se puede servir de autodeterminaciones que tienen origen en principios objetivos. Existe una subordinación de los intereses empíricos (sacados de nuestra relación con la naturaleza) a la ley moral basada en un particular nexo entre la voluntad y la razón práctica: la ley moral supone una obligación que hay que entender como la imposición de la razón práctica pura sobre el arbitrio, esto es, cuando la razón práctica legisla quiere decir que el sujeto se somete a sí mismo porque es libre. Es eso a lo que se refiere el término ‘subordinación’: el sujeto es al mismo tiempo súbdito y legislador. La Moral, dice Kant, "en cuanto está fundada sobre el concepto de un hombre como un ser libre que por el hecho mismo de ser libre se liga él mismo (el subrayado es mío) por su Razón a leyes incondicionadas, no necesita ni de la idea de otro ser por encima del hombre para conocer el deber propio, ni de otro motivo impulsor que la ley misma” (1981: 19). Para Kant, los hombres tienen la facultad de ir más allá de las imposiciones de las pasiones puesto que pueden forzar su voluntad a la ejecución activa de la razón. Es por eso que los hombres no están necesariamente condicionados –a nivel de las acciones– por las leyes que gobiernas los fenómenos naturales. Aquí es donde hacemos énfasis: Kant reconoce, en la formulación del concepto de libertad, que en la determinación de la ley moral se necesita una resistencia de la razón práctica intrínseca a una voluntad autónoma. La imposición moral sobre la voluntad supone el contenido de las máximas subjetivas o ‘aquello que se desea’; de lo contrario sería una voluntad santa (Kant, 1981: 38).

En los hombres se presenta una ambigüedad, radicalmente humana, entre la ley moral y el contenido material de las máximas subjetivas (deseo por el objeto). Y es por eso que la determinación de la razón práctica es moral. Kant acepta no sólo la posibilidad de una voluntad correctamente determinada, sino también la necesidad del hecho de desear. Sólo así la ley moral tiene sentido: es porque los hombres tienen motivos bajos, inferiores o deseos que la determinación a partir de principios objetivos tiene un contenido moral. En definitiva, hacemos énfasis en que la concepción kantiana de la corrección moral supone un antagonismo irreductible entre la razón práctica y la voluntad, entre la ley y el deseo. El motivo de insistir en ello es que en Kant opera una oposición entre la formalización de los principios morales y la realización de una ética de la naturaleza. La ley moral es una interdicción porque supone una corrección autónoma de la conducta que opera contra el movimiento que impulsa a los hombres hacía los objetos de su deseo; la ley moral es la manera de evitar la precipitación de la voluntad hacia la naturaleza entendida como el deseo de fijarse en la realidad de los objetos, los motivos y el placer que hay en ella. No hay que olvidar que la voluntad es en el fondo facultad apetitiva (cfr. Kant, 1961: 23-32)

Desde el punto de vista kantiano, un hombre es libre porque conduce su comportamiento a partir de principios objetivos dados por la razón práctica. Como vimos, ese es el fundamento de la posibilidad de una dirección autónoma y racional (o conforme a la ley moral). En oposición, Sade propone que dejarse llevar por las pasiones implica que se está liberado radicalmente de la tutela –de la Moral, de Dios, de la Iglesia, de sus leyes y representantes, etc–. Esa es la tesis del Diálogo entre un sacerdote y un moribundo (cfr. Sade, 1969: 33-43). Los impulsos naturales no poseen ninguna categoría moral, por lo que azotar un amante, buscar el placer en jornadas de descontrol, ofrecerse a las prostitutas son actos-límite incondenables6. En efecto, la moral ‘se baja’ hasta el impulso primario gracias a la desinhibición de los principios regulativos en los actos. El acto lujurioso y el perverso llevan así a lo que impone la Naturaleza. De allí que la concepción sadiana del hombre virtuoso tiene que ver con la idea de privilegiar las pasiones en acuerdo con su potencia directriz y no tanto con la idea de sacrificar los propios impulsos bajo los preceptos de principios más respetables. Como dice el moribundo: "la naturaleza sólo tiene leyes para nuestra condición y no hay que buscar en estas leyes ningún otro principio ajeno a su realidad” (Sade, 1969: 37).

Creemos que la consecuencia que se deriva de esa concepción es que los principios objetivos fijados por la razón práctica sirven de regulaciones morales en un nivel artificioso, en el sentido de que se oponen al influjo natural de las apetencias. Sade está interesado en mostrar que la libertad humana consiste en el triunfo de las inclinaciones naturales de la voluntad. Conducirse de acuerdo a lo que impone la naturaleza radica en darle crédito a lo que cada uno tiene en el interior en términos de las afecciones que nos atan con las cosas y con los cuerpos. Esa es una necesidad que se refiere al enlace causal que existe entre el mundo y las pasiones de él derivadas: si alguien me toca, diría Sade, mi voluntad se ve compelida a una pasión (sublime o lujuriosa), al igual que si me quemo siento repulsión o algo por el estilo. Finalmente, Sade supone, al afirmar que las acciones deben obedecer al libre impulso de los apetitos, que el propio disfrute es lo que me une al otro y que me hace estar en igualdad con él. La universalidad de las pasiones es la condición de la igualdad humana. La voluptuosidad, el placer, la lujuria, son ‘cosas’ que compartimos en igual medida: ¿qué te apetece para gozar? ¿Un golpe, un lance con fuerza? ¿Penetrar o ser penetrado? Allí, en el sexo, no hay amo ni esclavo; sólo la lógica del deseo7.

Ahora bien, la razón por la que enfatizamos en Kant y Sade es porque entre sus posturas se puede hacer notar una irreductible ambigüedad, un constante paralelismo entre la Naturaleza y la Voluntad. Kant conjura la fuerza de la Naturaleza expresada en el grado de afección de las pasiones sobre la voluntad, haciendo que las necesidades relativas a las pasiones queden sujetas a la instancia normativa de la razón práctica. Sade opera mediante una inversión de la determinación moral justo en el interior del mecanismo regulador. La ley moral aplica a partir del reconocimiento de lo que hay de particular en la voluntad: ni nuestros intereses e intenciones sublimes ni nuestros vicios más pueriles sirven de motivo moral determinante por las connotaciones subjetivas que suponen (o, cómo diría Kant, el interés práctico subyacente tanto a las ideas de lo adecuado y lo justo como a las ideas del placer y el vicio).

En términos de kantianos, las máximas subjetivas sólo son validas para una voluntad, aún si coinciden con lo que generalmente es considerado ‘bueno’. Los motivos prácticos singulares pueden ser confundidos con principios objetivos por el hecho de que son razonables. Las ideas de la felicidad o la conmiseración son buenos ejemplos. Pero las contingencias asociadas a esas ideas como justificación de las acciones son tan numerosas como concepciones de lo ‘bueno’ hay. Los principios incondicionados deben ser independientes de las condiciones patológicas de la voluntad, esto es, deben responder a la objetividad de la ley en el sentido de que son incondicionados (Kant, 1961: 24). De allí que Kant afirme que el valor moral de toda acción está en la máxima según la cual fue determinada, y a su vez , el valor moral de dicha máxima está en el principio universal del querer según el cual se determina y no tanto en su objeto o propósito. Como dice él, "si en una ley se hace abstracción de toda materia, es decir, de todo objeto de la voluntad como principio determinante, no queda más que la simple forma de una legislación universal” (1961: 38).

Y aquí proponemos un deslizamiento entre Kant, Sade y Bataille que puede ser admitido por la complicidad en la oposición que se halla entre la superioridad de los principios prácticos y el deseo de la transgresión.

Estamos de acuerdo con Bataille cuando afirma que Sade opone a la conducta normal una desenfrenada vida erótica, aunque creemos necesario aceptar que la lapidación de los preceptos morales por vía de una incrementación del placer –como en la pornografía– conduce a una formula esquemática de la ejecución sexual (cfr. Bataille, 2005: 174). Puede decirse que en el puro beneficio del placer, los hombres y las mujeres de Sade están radicalmente ajustados a los abusos de una práctica que se expone como peligrosa, pero que en el fondo envía a escenarios de sometimiento del deseo al "arte de hacer todo lo que oz plazca” (Sade, 1977: 87). El exceso es la forma ruinosa, pero simple, del deseo. Los propósitos de la actividad sexual sadiana suponen una concepción que, ante los preceptos moralistas, termina por privilegiar el placer de los órganos. Pese al coraje de Sade para exponer la hipocresía dominante de las consignas de la discreción y el pudor de la época victoriana, sus escenas eróticas son fórmulas de la repetición, la prolongación y la estimulación en el sexo –únicamente limitadas por las condiciones naturales de los cuerpos. En ese sentido, el orgasmo no es más que el máximo de goce en un brevísimo momento y, la licenciosidad, la complacencia en las diversificaciones perversas del sexo. Por más que insiste Sade en la riqueza del goce, la arbitrariedad de las perversiones queda circunscrita al beneplácito de los caprichos en el que se trata de dejarse llevar por los gustos y los deleites, pero también –y no hay que olvidarlo– por "las pulgadas de la circunferencia o el largo del pene” (Sade, 1977: 22). Desde ese punto de vista, la atracción del sexo, con todos sus posibles juegos físicos, se afirma en la consumación: el desorden voluptuoso sadiano está vinculado, aunque no dominado, a la descripción literal del performance sexual. Y allí no hay más salida que la apatía. Veamos.

Eugenia pregunta a Mme de Saint-Ange, "¿qué es lo más extraordinario que has hecho en tu vida?” Ella responde: "he estado con quince hombres; fui jodida noventa veces en veinticuatro horas, tanto por delante como por detrás”. En un desesperado intento por encontrar ‘algo’ más en las descripciones, Eugenia nuevamente dice: "Esas son sólo orgías, exageraciones. Apuesto a que has hecho cosas más singulares” En seguida Madame alega: "he estado en un burdel […]. Estuve allí como una puta; durante una semana completa satisfice las fantasías más libertinas y conocí los gustos más singulares”. Otra vez Eugenia: "Conozco tu cabeza, reina, seguro que has ido todavía más lejos” (Sade, 1977: 68). ¿Acaso es posible? ¿Es que la libertad de franquear los límites está inmersa solamente en los extravíos del sexo? Parece que por la vía de la reiteración de los actos sexuales sólo se pueden hallar el tedio. La intuición de Eugenia lo indica: ‘has follado con quince, ‘¿eso es todo?’; ‘has follado con treinta’, ‘¿eso es todo?’; ‘has sido una puta’, ‘¿eso es todo?’.

Puesto de esa manera, el sexo no es más que la repetición de un acto: repetir las penetraciones, repetir las posturas, repetir los manoseos. Cuantitativamente, el sexo tiene algunas opciones en los acoples; cualitativamente permanece similar en las sensaciones que da. Eso significa que existen, sin duda, variaciones en el acto sexual –tantas como físicamente sean posibles–, pero permanecen como repeticiones unidas por el fin al que conducen: el placer. Como dice Deleuze en Diferencia y repetición, "cada vez que tratamos de repetir según la naturaleza, como seres de la naturaleza (repetición de un placer, de un pasado, de una pasión), nos lanzamos a una tentativa demoníaca, maldita de antemano, que no tiene otra salida que la desesperación o el tedio” (2006:25). El acto sexual, en todas sus posibles variaciones y combinaciones, no es más que la ocasión de la repetición del placer.

La monotonía de algunas de las páginas más desvergonzadas de Sade viene de la interminable referencia a los actos sexuales. Por más que él insiste en la infamia de los actos sin freno de sus personajes, termina sumergido en la literalidad de las descripciones: Eugenia manoseando a Dolmancé; éste último acariciando las nalgas de Madame de Saint-Ange. Luego, Madame besando lo genitales de Eugenia mientras Dolmancé hace de las suyas entre los senos de Eugenia (cfr. 1977: 18-40). De modo que el libertino permanece adherido a su objeto haciendo de su deseo una energía que se resuelve en el orgasmo. Esa es una redundancia de Filosofía que sólo desaparece en el momento de las disertaciones: después de dadas las instrucciones a Eugenia sobre las artes del placer y una vez consumadas las relaciones sexuales, los participantes de la orgía se sientan a discutir filosóficamente8. Al precipitarse –aunque sea durante largo tiempo– en el cuidado de los órganos en el sexo, Sade muestra el agotamiento al que conduce el libre disfrute del libertino. En Filosofía pronto se nota –alrededor de la mitad del tercer diálogo– que el placer exige variación, pero también, que ella está limitada ‘a lo que el cuerpo puede’. En palabras de Sade, "mientras dura el acto sexual no hay duda de que necesito la participación en él del objeto; pero cuando dicho acto ha sido satisfecho, ¿qué queda entre ambos?, pregunto”. Un gran aburrimiento, diría él (1977: 36).

Esa sería la razón de especular acerca de Dios, la Naturaleza, la virtud. Sade lo entiende bien: el triunfo de la filosofía sería arrogar luz sobre el modo en que actúa la naturaleza, lo que implica el privilegio de las pasiones propias del cuerpo –aunque no sólo eso. El libertino, muestra Sade, debe encontrar provecho de su deseo de ir más allá de la sumisión a las órdenes morales y de la providencia porque atentan contra su voluntad de entregarse a las pasiones. La lección de Sade es que el vicio no sólo remite a los caprichos de una conducta impropia. Las halagadoras recompensas de la perversión vienen de la corrupción de los principios ilustres de la moral. Quizá esa es la razón del crimen. Ante el tedio y por la radicalidad de la postura de obedecer las leyes de la naturaleza, el libertino no se contenta con las complacencias en el sexo; debe reafirmar su voluntad de gozar en el deseo de la transgresión (cfr. 1971: 22)9.

Tomado de:
 

http://www.observacionesfilosoficas.net/antropologia.htm
Categoría: Textos | Ha añadido: esquimal (11.07.02)
Visiones: 1238 | Tags: KANT, seducción, Kierkegaard, Erotismo | Ranking: 0.0/0

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