Yasumasa Moriyuma
De creer a Roland Barthes, la aparición de la fotografía habría estado
desde sus inicios marcada por la inquietud que sobre ella ejercía la
pintura. Según él, "el primer hombre que vió la primera foto (...) debió
creer que se trataba de una pintura". Desde entonces, la fotografía
habría vivido siempre "atormentada por el fantasma de la pintura",
obsesionada por ella, "como si hubiese nacido del cuadro". Pero también
la pintura intuía en la fotografía un fuerte potencial de corrosión
contra todo lo que ella significaba. Las conocidas palabras de
Baudelaire a los espectadores del Salón de 1859 reflejan bien ese
sentimiento de amenaza, y aún de rechazo: "si se permite a la fotografía
suplir al arte en alguna de sus funciones, bien pronto lo habrá
suplantado o corrompido por completo, gracias a la alianza natural que
encontrará en la estupidez de la multitud. (...) Es pues preciso que
vuelva a su verdadero deber, que es el de servir como criada a las
ciencias y a las artes".
La evolución progresiva de ambas formas artísticas ha propiciado una
interminable sucesión de encuentros (y desencuentros), al extremo de
cuya cadena ha querido recientemente verse motivo de convergencia
pacificada -hasta el punto de querer presentar el reciente desarrollo de
las prácticas fotográficas como puesta en escena aggiornada de "los
géneros de la pintura". La consigna baudeleriana que destinaba la
fotografía a la esclavitud servil de la pintura se habría con ello
cumplido: la fotografía no sería sino un mero instrumento técnico puesto
al servicio de una forma artística preexistente, incapaz de encontrar y
desarrollar su forma narrativa propia.
Pero este esquema interpretativo de las nuevas prácticas fotográficas es
tremendamente miope y conservador, y no da cuenta leal sino de
justamente aquellos ejemplos más académicos y rancios -o de aquello que,
en general, es más académico y rancio en algunos de los desarrollos
contemporáneos de la práctica fotográfica. Es preciso, más bien al
contrario, seguir la huella de la tensión mutua que fotografía y pintura
se ejercen desde su origen -para poder percibir que la fotografía es,
todavía, un potencial no colmado de trastorno radical del orden de la
representación. E incluso, que en el seno del campo fotográfico está
teniendo lugar, recientemente y todavía, la más revolucionaria de las
contemporáneas transformaciones de las formas artísticas visuales
-ligada justamente a una espeluznante transformación tecnológica.
Ponerla al servicio de un marco estrechamente academizado de comprensión
de los órdenes de la representación y de las formas artísticas -en los
términos de una obsoleta taxonomía de "géneros"- es justamente el más
flaco favor que puede entonces hacérsele a la comprensión del sentido y
alcance de sus desplazamientos actuales.
A Walter Benjamin le fascinaba descubrir que la mejor intuición de los
potenciales de una forma artística naciente se daba siempre entre
aquellos que más se alarmaban de su aparición, para advertir contra ella
como catastrófica y temible: así cuando reconocía la clarividencia de
Schopenhauer para intuir el carácter -deplorable a juicio del romántico-
escritural de la alegoría, así también cuando recordaba las feroces
palabras de Baudelaire contra la fotografía -las mismas arriba citadas.
La finesse de Benjamin le permitía reconocer el extremo acierto del
detractor -pero justamente para invertir el signo de su premonición.
Donde aquél ve una cualidad desastrosa y corrosiva -es justamente donde
el agudo genio de Benjamin acierta a reconocer el alto potencial
revolucionario de la fotografía. Así, en efecto, Benjamin nos deja
entender que donde resulta ciertamente tan peligrosa contra la forma
establecida de todo aquello que antes de su aparición se llamaba arte
-es justamente donde radica toda su potencialidad específica. Y aún,
posiblemente, su genuina cualidad artística: la capacidad de
desarrollar, a partir de una novedad técnica, una forma narrativa y un
lenguaje propios, lejos ya de la atormentada obsesión del barthesiano
"fantasma de la pintura".
El desarrollo del discurso artístico de la fotografía está estrechamente
ligado al programa de crítica de la representación puesto en juego por
la vanguardia. La cualidad primera que le otorga a la fotografía
capacidad para hacerlo con singular eficacia se refiere a su
peculiaridad técnica -la de constituirse como una forma de "reproducción
mecánica". La pretendida autenticidad de la obra de arte es entendida
como remisión al origen, y aun al original; como referencia a un aquí y
ahora irrepetible del signo que, supuesta presencia inmóvil y eterna,
administra la representación. El atentado que contra esa pretensión de
autenticidad "esencial" perpetra la naturaleza infinitamente
reproducible de la fotografía, su condición inmediata y natural de
"copia", induce la pérdida del aura de la obra de arte: el
desplazamiento de su experiencia fuera de los límites del ritual de
culto que durante siglos, desde su absorción de los caracteres asociados
a la imagen por su origen religioso, había regulado la experiencia
artística.
El sentido de esta transformación "psicológica" del modo de darse la
experiencia artística -referida, en última instancia, a la propia
disposición del espectador, a su capacidad de dejar atrás la distancia
con que el objeto en su exigencia de culto le interpelaba- se resuelve
entonces en los términos positivos de una secularización de la
experiencia, que progresivamente habrá de acabar por transformarse en
mera experiencia de conocimiento, exenta ya de toda la significación
cultual que entre otras cosas reclamaba la presencia quasimágica del
original para poder cumplirse. En ella quiebra el ordenamiento
ontológico que establecía una jerarquía vertical del orden de la
representación sobre el de los objetos del mundo: la irradiación de la
copia infinita rompe esta estructura que ponía las obras de arte en el
cielo remoto de las ideas esenciales y eternas -vigilando desde allí el
buen orden moral de este mundo sublunar.
La fotografía convierte al arte en "cosa de este mundo".
A esa gran transformación de la experiencia artística que la
reproductibilidad técnica propicia se añade la que se va a producir al
nivel de la distribución social del conocimiento artístico, de la
estructuración de las formas colectivas de la experiencia artística, en
el orden de la recepción social. Es a este nivel donde la fotografía
induce un desplazamiento más fuerte del sentido de la experiencia
artística. Siendo los beneficios de este proceso evidentes -lo que se ha
llamado, quizás de forma a menudo demagógica, la "democratización" del
conocimiento artístico- tampoco los peligros que se le asocian son
desconocidos: la banalización misma de la experiencia artística no es el
menor de ellos. Como tampoco lo es el que esa transformación sentencie
irrevocablemente el desplazamiento de toda la esfera de la producción
artística al seno de una industria de masas -cuyos intereses no
necesariamente han de coincidir con los de la crítica de la
representación, sino antes bien, y en primera instancia, con los de una
industria del entretenimiento que no persigue otra finalidad que la
amplificación de sus audiencias.
Si hay una alianza de la fotografía -de los medios de reproducción
técnica de la imagen, en el más amplio sentido- con la estupidez de las
masas como la que repugnaba a Baudelaire, ella tiene que ver
probablemente con ésto, y no con alguna fantasmagórica capacidad de
encandilarlas con su presunta potencia superior de "reproducir la
naturaleza", de producir mejores mímesis de la "realidad". Induciendo
una generalizada estetización difusa del mundo, los medios de
reproducción técnica de la imagen se constituyen en el más poderoso
instrumento organizador de consenso, el más capaz de instrumentar y
reducir cualquier presencia de la humanidad a lo que Siegfried Kracauer
denominaba "ornamento de masas". En realidad, era éste el extremo de la
transformación en curso que, secreta o implícitamente, más inquietaba a
Benjamin en su celebre ensayo sobre la obra de arte. Como es evidente,
ese poder no ha dejado de crecer con la propia evolución tecnológica de
los medios de producción y reproducción técnica de la imagen -ellos
mismos constituidos ya, precisamente, en medios de masas, en literales
"industrias de masas".
Entretanto, se cumple otro desplazamiento que no debería pasarnos
desapercibido: el que lleva al medio de producción de la imagen a
constituirse en el lugar mismo de su distribución y recepción social, en
medio de reproducción. En su difuminado del original, la fotografía
permite el borrado progresivo de toda distancia entre los distintos
momentos del proceso de circulación pública de la obra de arte: la
producción se sitúa, modificándolo, en el canal mismo de su reproducción
y recepción social, y la obra acaba por coincidir con la noticia que de
ella se extiende por el tejido público. La creación es, en sí misma,
acción comunicativa -y la "obra" no acontece ya en algún lugar
preservado de la mirada general, sino precisamente en el lugar de su
recepción, en esas últimas extensiones nerviosas del tejido comunicativo
que distribuyen su absoluta circulación social. Bajo la eficacia del
medio técnico de producción-reproducción de imagen, el original mismo
está ubicuamente presente en cada uno de los lugares en que comparece su
re-producción. La obra y la "noticia" que de ésta se distribuye acaban
por coincidir -y la virtualidad técnica de la fotografía, su cualidad
ontológica de copia, es la que lo hace posible. La obra misma alcanza a
identificarse con su efecto de recepción, con su propio eco en el tejido
social -y de hecho hace tiempo que muchos artistas centran su trabajo
de cuestionamiento de la institución-Arte sobre esta problematización de
los canales de distribución pública: revistas, espacios museísticos y
públicos, galerías de arte, etc-. La obra es su propio impacto, en el
lugar mismo de su recepción pública.
Yasumasa Morimura
En ese sentido, la "desmaterialización de la obra" perseguida por el
arte conceptual nunca hubiera podido cumplirse sin el apoyo de la
fotografía, del medio técnico capaz de dejar memoria y registro de su
acontecimiento social, de su recepción pública. La posterior
identificación de la obra -performance, intervención, construcción
dramatúrgica, etc.- con esa su reproducción técnica, fundamenta todo el
desarrollo del arte posconceptual -y no en vano la veta más rica de todo
el conceptualismo contemporáneo es precisamente el fotoconceptualismo.
Es ésta entonces la línea interpretativa con que debemos aproximarnos a
la contemporánea proliferación de usos de la fotografía por parte de los
artistas, no aceptando ningún menosprecio del potencial crítico que
late en el actuar problematizador de los procesos de distribución y
recepción social del conocimiento artístico, que es propio del arte de
vanguardia y respecto al cual la propia naturaleza técnica del medio
fotográfico ostenta una cualidad específica e irreductible.
Consecuentemente, habremos de defender que, en el fondo, los mejores
aprovechamientos críticos de las posibilidades ofrecidas por los avances
técnicos se han dado hasta ahora a este nivel -el de la reproducción,
el de la estructuración de las formas de la recepción pública. Por
expresarlo a través de la comparación de un par de ejemplos: el
auténtico interés artístico de las innovaciones tecnológicas en el
desarrollo de "paletas gráficas" -hallazgo que apenas da para otra cosa
que el campante y paupérrimo "neoacuarelismo electrónico", en el que por
desgracia se anega casi todo el actual experimentar "futurista" con
nuevas tecnologías- es infinitamente inferior al que tales innovaciones
poseen en el desarrollo de nuevos modelos (como por ejemplo Internet) de
distribución y recepción social de la información y la imagen -y por
ende del propio conocimiento artístico.
A ese nivel, menospreciar la amenaza que sobre el paradigma clásico del
orden de la representación ejercen todavía tales medios técnicos de
captura y (re)producción de imagen resultaría un grave error que
descuidaría su auténtica significación crítica. Máxime en la era de la
computerización exhaustiva de esos medios -en que tal potencial no ha
hecho sino multiplicarse, crecer exponencialmente.
Las transformaciones que los modos de la reproducción técnica inducen en
la forma de la experiencia artística afectan al núcleo mismo de los
postulados ontológicos -y entonces gnoseológicos- sobre los que ésta se
prefigura. Toda la economía de la representación que regulaba la
relación vertical entre la idea y los singulares como expresión ejemplar
del régimen de estabilidades del sentido presupuesto a la circulación
de los signos -se derrumba. La ilusión de presencia plena del sentido en
el signo, la ilusión de su capacidad de representar universales
estables e inmóviles, la de su capacidad de regular la diferencia desde
la identidad -que él, el signo artístico, expresaría- se revela
exactamente eso: pura ilusión. Del lado de lo simulácrico, la fotografía
introduce en la economía de la representación occidental -templada por
el presunto pacto palabra / mundo- el elemento de distorsión, de
revocación radical, que Nietzsche proclamaba como "más alta potencia de
lo falso". Lo que se fotografía no se deja someter al dominio regulado
de la representación, y cualquier aproximación a la fotografía que la
imagine dominada por el impulso de mímesis descuida su principal
virtualidad: la de revocar el orden de la representación presupuesto por
una metafísica de la presencia. Tensada por la posibilidad de su
repetición infinita, la fotografía sólo comparece para atraer al espacio
de la representación el aparecer evanescente e irregulable de la
diferencia pura. La fotografía no "re-presenta", tan sólo acontece,
acaricia la superficie absolutamente externa de las apariencias, roza la
piel leve de la diferencia, captura y retiene ese humor infraleve que,
en forma de luz pura, exhala el ser -para hacer cierta la doctrina que
le asimilaba a su posibilidad de ser percibido.
Yasumasa Morimura
El ojo de la fotografía es también, y en primera instancia, el mecánico
de la cámara, no sólo el estructurado por la conciencia que mira desde
detrás -de ahí que lo que ella nos entrega no sea sólo lenguaje, sino
también huella, rastro de acontecimiento, justamente aquello que resiste
al lenguaje. Es ese ojo óptico-químico el que es capaz de percibir el
acontecimiento, de capturar el tiempo-ahora al ritmo de su paso
instantáneo -y en última instancia de resistir a la regulación
interesada del orden de la representación. Lo que Walter Benjamin
describía como "inconsciente óptico"consciencia". Obviamente, el empleo
de la expresión "inconsciente óptico" es muy diferente en la obra de de
Rosalind Krauss The Optical Unconscious, 1993, MIT Press. Para ella, en
efecto, el espacio fotográfico está estructurado como un lenguaje, al
modo de un inconsciente lacaniano -siendo entonces preciso su
"psicoanálisis". Resultará claro, espero, que en nuestro uso del término
nos remitimos más bien a la origina, y para nosotros más sugerente,
insinuación benjaminiana. se refería precisamente a esta capacidad de la
cámara, del ojo técnico, para aprehender en su inconsciencia lo que al
ojo consciente, educado en el dominio de la representación, le resulta
inaprehensible: el registro mismo de la diferencia, del acontecimiento.
Es ello lo que el incosciente óptico desvela: por un lado, la presencia
de la diferencia en la absorción del detalle, en la explosión ilimitada
del fragmento, en la captura de la multiplicidad. Por otro, la
instantaneidad del acontecimiento, la fugacidad inaprehensible del
tiempo-ahora, la misma insuperable temporalidad del ser -no en vano el
propio Benjamin alude a ese infinitesimal salto que se produce en la
descomposición del movimiento, pensando tal vez en las cronofotografías
de Muybridge. Si el impulso que movilizaba el quehacer de la pintura en
el espacio de la representación -como paradigma de una concepción
simbólica del signo- podría enunciarse como dur désir de durer, el que
alienta tras la fotografía es un impulso melancólico, aquél en el que se
expresa la certidumbre de la insuperable fugacidad de todo. Es por ello
que toda fotografía es memento mori, "objeto melancólico" -y es también
por ello que su territorio genérico, si alguno, no puede ser otro que
el de la vanitas, pues toda fotografía es aliada de la conciencia de
fugacidad del ser. En ello se hace también cómplice de lo que no existe y
no existiendo es -cómplice de ese poder comprender el ser como
justamente "algo que se sustrae", el comprender propio de la era de la
superación de la metafísica. Por debajo de todo lenguaje (la fotografía
no es sólo lenguaje, sino, a la vez y contra ello, escritura, huella),
la fotografía revela la sustancia movediza e inapresable de lo que es.
La dulce levedad con que todo se va, de vuelta a lo oscuro. Fotografiar
es -como Rilke quería que el arte hiciera- contribuir al deseo de la
tierra de hacerse invisible. Lo fotografiado, en efecto, deja de estar,
de permanecer. Salvo agazapado en una memoria oscura que lo retiene,
desde un impenitente abandono a su duración en lo efímero, silenciado
por la eternidad -mientras acontece, transcurre, pasa.
Lo más sorprendente no es ya que ello, el acontecimiento, se pueda
fotografiar -siendo justamente lo inapresable desde el orden de la
representación- sino que, en realidad, sólo ello pueda ser fotografiado.
Es preciso entonces reconocer en el ascenso contemporáneo del uso de la
fotografía -y en general de los sistemas técnicos de apropiación y
tratamiento de la imagen- la sistemática puesta en juego en los nuevos
lenguajes artísticos de una intencionalidad abiertamente deconstructiva.
El empleo de nuevas tecnologías permite el desarrollo de un nuevo nivel
de procedimientos enunciativos que combina las potencias críticas de la
apropiación y el montaje. Por su propio carácter, la apropiación que se
produce en el uso de la fotografía supone ya una fragmentación
inorgánica de la representación. La captura fotográfica toma a la misma
realidad como readymade, sobre el que actúa apropiándose algo que es
importado como segmento irrevocablemente fragmentario. Tanto en cuanto
al espacio -la fotografía lo es siempre de un aspecto local, de un
fragmento no totalizable-, como en cuanto al tiempo -lo que la
fotografía capta pertenece a un instante igualmente fragmentado, al
corte de un ahora fugitivo-, el material con el que la fotografía
trabaja pertenece al orden del fragmento.
Las posibilidades que de reordenar los materiales así capturados ofrecen
las modernas tecnologías visuales -incluyendo la modificación por
ordenador- multiplican el potencial deconstructivo del procedimiento, al
cruzarlo con las potencias del montaje. En su recomposición de los
fragmentos, en efecto, el artista se agencia la capacidad de dotar a la
imagen producida de un "sentido otro", potencialmente político por ser
capaz justamente de desenmascarar el orden de relaciones que estructura
"lo real". El propio Derrida ha insistido en la relevancia del aporte de
las altas tecnologías de cara a este ejercicio deconstructivo en el
campo de las artes visuales.
Algunos trabajos de artistas actuales han mostrado la eficacia de este
procedimiento, que actualiza y expande las posibilidades de la vieja
técnica del fotomontaje -en el fondo, demasiado dependiente todavía del
rudimentario collage. Desarrollando estas estrategias enunciativas, el
artista actual no elabora representaciones orgánicas "de la realidad",
sino que más bien activa la deconstrucción sistemática de tales
representaciones. De hecho, no puede atribuirse a su juego de lenguaje
intención de "representación" alguna: no se trata de "representar" la
supuesta realidad, sino de poner en escena segmentos enunciativos que
arrojen una duda sobre el orden de la representación establecido. La
importancia que en los lenguajes visuales de los años 90 cobra esta
familia de procedimientos enunciativos constituye, sin duda, uno de sus
más inconfundibles rasgos.
La potencia político-subversiva de la fotografía se relaciona entonces
con su capacidad de desmantelamiento del orden de la representación -que
se resuelve a un doble nivel. De un lado, su capacidad para conjugar,
como forma artística, los recursos enunciativos de la apropiación y el
montaje le permiten elaborar "imágenes críticas" del mundo. Al
fragmentar y recomponer -sea a través de la estrategia más tradicional
del fotomontaje, sea a través de los nuevos desarrollos constructivos y
narrativos posibilitados por el avance de su computerización actual- los
materiales con que trabaja, la fotografía no simplemente "representa"
lo real, sino que elabora imágenes capaces de desvelar la arquitectura
oculta de su organización -sus relaciones jerárquicas, de dominación. La
potencia político-subersiva de la fotografía se expresa justamente
entonces como la eficacia de su inconsciente óptico: él es capaz de
poner de manifiesto todo aquello que una economía interesada de la
representación pretende mantener oculto, forcluso.
Al hacerlo, la fotografía se pone del lado de aquello que resiste a la
pretensión simbólica que ordena la economía occidental del signo -en
tanto ella es, antes que lenguaje, huella, escritura, la producción
inintencional de un inconsciente maquínico, pura materialidad. El
trabajo de la fotografía se cumple precisamente en el margen de un orden
de la representación a cuya deconstrucción entonces contribuye. La
pretensión simbólica que da soporte a una forma generalizada de
organización del mundo -la del capitalismo- toma fundamento en la
estabilidad de la economía del sentido -y ésta a su vez se asegura en la
firme organicidad de la forma artística, en la completud y estabilidad
de su apariencia efectiva. Por la propia característica de su forma
técnica -la que se expresa como inconsciente óptico- la fotografía
desdice entonces esas pretensiones de organicidad de la apariencia
artística. Pues toda fotografía es, en su estructura formal más íntima,
fotomontaje -enunciación inorgánica, mentís a las pretensiones de
simbolicidad que estructuran el orden de la representación logocéntrico.
Sólo desde esta perspectiva tiene sentido plantearse todavía la cuestión
de la "artisticidad" de la fotografía: en tanto se asume que la propia
actividad que podemos llamar "artística" ha emprendido, históricamente,
la aventura de su autodesmantelamiento. Sólo en la medida en que seamos
capaces de admitir que la condición de artisticidad no se cumple en
servir de aval a las pretensiones de simbolicidad de un orden de la
representación logocéntrico, sino, justamente al contrario, en propiciar
el desmantelamiento de esas pretensiones; sólo en la medida en que
asumamos que la condición de "artisticidad" se efectúa
contemporáneamente como precisamente un situarse en el margen -es decir,
dentro, pero también contra- de tal propia condición de "lo artístico";
sólo en esa medida podríamos reconocerle a la fotografía un primer
rango como tal: ella es "arte" -su empleo por el arte es posible- porque
la aventura del arte se ha hecho, justamente, autodesmantelamiento,
deconstrucción de su forma institucionalizada. Curiosamente, esta
virtualidad artística de la fotografía -que se funda en su potencial
antiartístico, deconstructivo precisamente- es recurrida mayormente con
carácter "instrumental" por los "artistas", mientras que en su uso por
los "fotógrafos puros", digamos, las pretensiones de artisticidad se
vinculan más bien a la explotación de las potencialidades "simbólicas"
de la fotografía como cuadro, en la organización pictorial de su
superficie -abrumada todavía por la fantasía paranoica de la pintura, de
la imitación. Ni que decir tiene que cuando eso ocurre -cuando la
fotografía se pretende "artística" y para ello se autoimpone unas
trasnochadas reglas de la pictorialidad, que la propia experiencia de la
pintura hace ya mucho ha desbordado- comparecen a la historia
contemporánea de la forma algunos de los resultados más obsoletos,
cursis y pobres (incluyendo no menos a Helmutt Newton que a Robert
Mappelthorpe) que a nuestra epoca se le ofrece ver, emisarios de un
tiempo pasado que la evolución crítica de la investigación creadora nos
hacía creer olvidado.
La cuestión de la pictorialidad parece en todo caso reclamar una
reconsideración justamente a partir de la incorporación de los procesos
de manipulación digital por ordenador a los tratamientos de la imagen
fotográfica -desde que la fotografía ha dejado de ser un proceso
exclusivamente optico-químico (de carácter analógico) para convertirse
en uno óptico-electro-gráfico (ya de carácter digital), sea cual sea la
tecnología empleada para su estampación final. En efecto, las
posibilidades de "montaje" que las nuevas tecnologías digitales ofrecen
permiten restituir plenamente la apariencia de organicidad que la
estética de la vanguardia, en su vocación de ofrecer "imágenes
críticas", se había visto forzada a denegar. Al permitir el suturado
perfecto de los fragmentos recompuestos, el fotomontaje asistido por
ordenador posibilita la construcción de imágenes críticas que, no
obstante, alcanzan la plena apariencia de organicidad: la condición de
"construida" de la imagen no necesita ya hacerse explícita -a través del
mostrado brusco de las "costuras" de los fragmentos enunciativos que
componen el collage. Lo que se había constituido casi en ley mayor de la
forma-vanguardia -la "disonancia", la exposición desgarrada de la
tensión inorgánica de la apariencia, como argumento de resistencia a la
pretensión simbólica del lenguaje y su representación complacida de lo
"real"- resulta revocada por esta nueva posibilidad técnica, rompiendo
de esa manera una norma formal -seguramente la principal- del
academicismo vanguardista. La restitución de la apariencia orgánica
resulta entonces, y en primer lugar, un síntoma en el que se expresa la
misma superación contemporánea de la forma-vanguardia, de sus
academizadas leyes formales: y no deja de ser significativo que habiendo
sido la fotografía el medio técnico en el que aquella revolución de la
forma que llamamos vanguardia se consagró -en la experiencia del
fotomontaje- sea también en su ámbito donde se experimente con la máxima
fuerza la tensión que la crisis contemporánea de sus presupuestos
formales ha abierto. Sumado a las estructuras de ortogonalidad, a la
"rectangularidad" irrevocable que el propio dispositivo óptico de la
cámara fotográfica impone (tal vez reproduciendo estructuras
trascendentales de la visión), el pictorialismo de la fotografía actual
resurge con la fuerza de este potencial de suturación orgánica de las
superficies, de las apariencias, que va ligado a la eficacia de la
tecnología digital. Pero sería un grave error tomar esta puesta en
crisis de un presupuesto formal de la vanguardia por un paso de retorno
al orden de la representación: por debajo de la organicidad restituida
de las apariencias bulle toda la violencia de una construcción crítica
de la escena -en cuya superficie estática la intervención técnica de ese
"segundo obturador" que es el computer permite introducir, justamente,
un dimensionamiento cinemático de la imagen, un tiempo interno de
relato, en el que justamente puede re-cargarse ahora todo su potencial
crítico.
Yasumasa Moriyuma
El efecto producido por el procedimiento tradicional del montaje, al
"poner juntos" elementos pertenecientes a coordenadas espacio-temporales
diversas, suponía ya ese mismo ensanchamiento interno del tiempo
-también del espacio- de la imagen que incorpora el proceso de
manipulación en el odenador, que así actúa como segundo obturador, como
segundo dispositivo de introducción y/o modulación de imagen. La
"instantaneidad" de ésta se ensancha así en un tiempo interno que
pertenece a la intemporalidad propia de la narración -que es al mismo
tiempo u-tópica, localizable sólo en un espacio "inespacial". El
resultado es una "cinematización" de la imagen, que la vuelve
susceptible de recorrido, de lectura. Merced a ello, la narración entra
en la fotografía, y el tiempo expandido de relato se expone, en
correspondencia, al paseo receptor del ojo -que se toma por su parte en
ella un tiempo expandido de lectura. El tiempo de la imagen es así un
tiempo-movimiento, un instante-devenir. En el fotomontaje asistido por
ordenador -y careciendo de importancia el que la sutura se disimule al
máximo, hasta recobrar la apariencia de organicidad- este ensanchamiento
cinemático de la imagen, que permite introducir en ella el tiempo del
relato, se produce entonces de modo si cabe amplificado. Merced al
procedimiento, la fotografía se tensa en un ensanchamiento narrativo -no
tanto hacia el modelo clásico del cuadro, cuanto hacia el del cine. Si
el principio del funcionamiento técnico del cinematógrafo no es otro que
la secuenciación sucesiva de fotogramas, de instantáneas fotográficas
-la introducción del relato en el tiempo exterior de la serie- la
digitalización posibilita este dimensionamiento temporal en la propia
fotografía, introduciendo el relato como propio tiempo interno de la
imagen. La ilusión del movimiento -que en el cine aún debe ser producido
por un arrastre mecánico- deja paso en el espacio curvo y mudo de un
CD-ROM a la evidencia de que el tiempo de la narración es, justamente,
el de la lectura. Para el ordenador, en efecto, la secuenciación
temporal de la imagen es pura cuestión de organización de la lectura de
las cantidades de la información. En el computer, la fotografía no sólo
se revela "corazón" del cine: sino potencia cinemática ella misma,
potencia de relato, tiempo expandido de narración.
Las experiencias "radicales" de pintura y fotografía apuntan en
direcciones radicalmente contrarias -de tal manera que sólo puede
pensarse una convergencia de ambas en un territorio tibio, falto de
riesgo. Es preciso arrojarlas mutuamente contra sí, para hacer ver que
sólo en su contraste profundo sirven a una misma causa. La experiencia
radical de la pintura atrae el ojo hacia la estricta superficie,
haciendo desvanecerse toda la profundidad de su espacio presentado como
espacio de la representación -para evidenciarlo juego de puros efectos
de superficie. A lo largo del siglo, la pintura ha recorrido este camino
hacia la falta de profundidad, hacia el exterior puro de su superficie
-y es la puesta en evidencia de esa superficie pura, hecha estrictamente
de efectos mudos, materialidad carnosa y táctil, el horizonte regulador
de lo que con justicia podemos calificar su "experiencia radical". La
vanguardia, como aventura precisamente de la puesta en crisis del
dominio de lo visual estipulado como espacio de la representación, ha
apuntado a este horizonte -y la ruptura progresiva con la figuración y
aún con toda pretensión "realista" (salvo la del pop: que es justamente
un mostrar lo real mismo como superficie banal pura, nuevamente juego de
efectos) ha sido justamente el camino. La "loca intensidad" de la
imagen -según la hermosa expresión deleuziana- rompe con la regulación
en profundidad de la representación -y la pintura se entrega a este
juego de la pura seducción maquínica, del intercambio sensual (y aún
sexualizado) de las intensidades puras.
La experiencia radical de la fotografía se significa, al contrario, allí
donde lo que desaparece es en cambio la "superficie" -donde su
invisibilización cede en favor de una cierta adquisición de profundidad.
Esa profundidad, sin embargo, no es la eliminada del ojo de la pintura
-la profundidad de la representación. Sino justamente la del relato. La
falta de tactilidad -incluso de tactilidad visual- de la fotografía
(donde ésta no se entrega a un efectismo patético) haría ridículo que la
fotografía se pretendiera economía de las superficies puras, de las
intensidades desplegadas. Si no puede entregarse como tal -y sin embargo
aun pretende resistir a la ilusión de la presencia que la pretendería
"representación", pintura del mundo- lo que la fotografía nos entrega no
puede ser sino ficción, narración, relato. La experiencia radical de la
fotografía va a darse entonces en su tensión hacia el cine, hacia lo
literario, hacia un devenir narración escrita en, y por, la misma imagen
-allí donde la imagen se hace imagen-tiempo, imagen-movimiento. Allí
donde se ensancha para otorgarse un tiempo interno en el que expandirse
como producción de significancia.
Tan patética resulta entonces cualquier tentativa de introducir
"narración" en la pintura -ella es puesta en superficie pura,
"ocultamiento" y negación de toda profundidad, sexualidad encendida de
lo visual como tactilidad- como lo sería al contrario jugar con la
fotografía como campo de superficie. La fotografía abstracta -para no
hablar de los experimentos de producción de imágenes de síntesis- es un
camino tan errado, tan conservador, como la pintura "narrativa": aquella
se queda en jueguecito de laboratorio, ésta en "comic" pretencioso y
relamido.
Según la hermosa descripción heideggeriana, nos encontraríamos sumidos
en la "era del fin de la imagen del mundo", en la época del fin de la
Weltbilde: la era en que pensar una representación orgánica y eficaz del
mundo se ha vuelto imposible, impracticable. Que ella coincida
justamente con la era de la espeluznante proliferación de las imágenes
-del estallido auténticamente viral de una iconosfera que satura y
recubre el mundo casi en su totalidad, sin dejar rincón alguno libre de
su presencia infinita- no debería extrañarnos: al fin y al cabo, esa
muerte de la "imagen del mundo" no podía producirse sino por
multiplicación, por fragmentación -como cuando un espejo se rompe en una
miríada de facetas y la única imagen del mundo que le es ya dado
ofrecer irradia en una infinidad de direcciones, en una irreductible
dimensión poliédrica que pone en quiebra el orden mismo de la
representación. Que el arte mismo se haga testigo, y aun activo
cómplice, de esta quiebra -no puede sorprendernos. No parece que deba ya
atribuírsele el papel consolador de un espejo complaciente -sino que se
nos ha hecho evidente que su capacidad de inducir autoconocimiento se
cumple justamente donde él se constituye en testimonio desgarrado, en
testigo de insuficiencia. Representar lo irrepresentable, el límite
mismo en el que quiebra el orden de la representación -es entonces la
tarea que hoy le cumple al arte. Si el camino elegido por la pintura
para dar testimonio de esa irrevocable clausura de la representación
puede atravesar el hacerse reconocer como pura materialidad muda, a los
usos artísticos de la fotografía les corresponde en cambio el hacerse
leer como pura escritura, como mera huella de alguna siempre infijable
intención narrativa -y su poder de lograrlo depende de la eficacia de un
doble dispositivo. En primera instancia, el del inconsciente óptico,
que le permite ver (mostrar que vé) justamente lo invisible, lo ciego de
la imagen, todo aquello que se sustrae a la representación -el
acontecimiento, el glorioso despliegue de la diferencia. Inmediatamente,
el del segundo obturador, que le permite introducir en esa
instantaneidad precaria y fugaz el tiempo interno del relato que recarga
a la imagen con la fuerza del mito, con el potencial simbólico que le
otorga toda su fuerza para instituir mundos.
Pintura o fotografía señalan entonces, pero justamente por caminos
radicalmente enfrentados, exactamente el mismo límite: el de la radical
ilegibilidad del signo, el de su inagotabilidad en una u otra lectura,
el de la radical infinitud de las interpretaciones siempre, y todavía,
pendientes. El testimonio que su sobria dureza nos entrega nos enseña a
reconocer que la imagen -en cuanto tal, ya ciega- no lo es del mundo:
que en ellas no se representa el mundo, sino que sólo hace presencia un
acontecer. Que ellas no son sino escritura, rastro perdido de alguna
intencionalidad de decir, siempre inagotable y siempre por descifrar.
Testimonios de la inútil pasión de ser que se desborda en el "vicio
radical", que dijera Lacan. El de la transmisión del discurso, el del
hacer circular esos diminutos inventarios mudos que lo son de un sinfín
de interpretaciones por venir. El terrible e irresistible vicio de
situar en la pequeña puerta de lo instantáneo esos pequeños no-lugares
en los que, justamente, hacer pensable el advenir y la apertura de
"otros mundos posibles".
Tomado de: http://www.antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=1048
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