Marcelo Expósito
El presente texto se escribió el 1 de octubre de 2006
como respuesta amplia e inmediata (de ahí su "informalidad”) a un breve
cuestionario propuesto por una revista electrónica española de crítica y arte
contemporáneo. No fue publicado; se reproduce aquí con apenas ligeras
modificaciones. Las preguntas originales han sido sustituidas por epígrafes
descriptivos de las temáticas de los diferentes pasajes.
Crítica de la
división clásica del trabajo artístico
No sé si hay
algo nuevo que yo pueda decir sobre ese tema, porque la situación me parece
bastante evidente: hace mucho que esa división se puede considerar desbordada y
superada, aunque seguramente siga detentando una contradictoria hegemonía
simbólica y política en el campo artístico. Uno de mis territorios de formación
fue el movimiento de vídeo independiente en España durante los años ochenta y
primera mitad de los noventa, donde la desjerarquización de los
"roles" tradicionales era casi completa. Resultaba perfectamente
habitual que la escritura, la crítica, la organización de actividades, la
edición y la publicación, la realización y distribución de las obras, etc.,
fueran desarrolladas por los propios participantes de la red. No hay por qué
atribuir ese fenómeno a una especial conciencia política. Seguramente una
explicación parcial de aquello es que el vídeo era entonces una práctica
situada en los márgenes de la institución artística, y es conocido que
experiencias muy semejantes de desjerarquización y simultaneidad o
intercambiabilidad en el desempeño de roles han tenido lugar en otros espacios
"periféricos" de la institución en momentos y lugares diversos, no
sólo recientes. Se puede decir que el desmenuzamiento de esa división del
trabajo "clásica" está muy enraizado en la tradición de las
vanguardias, siendo por ello ya perfectamente "clásico" a su manera,
desde según qué puntos de vista.
Así que no
estoy muy seguro de que las prácticas que evitan caer en esa determinada
división del trabajo se puedan entender siempre —como a veces
tópicamente se afirma— como "negación" de un modelo clásico o como
búsqueda de paradigmas "nuevos" u "otros". Me parece más
bien que muestran en sus mejores momentos una potencia propia, que gozan de su
propia consistencia ontológica, que están enraizadas históricamente y se trata
por tanto de prácticas cuya naturaleza no siempre se puede interpretar en
términos de "alternatividad" respecto al modelo "clásico".
Hace mucho que mi trabajo no se postula como una práctica
"alternativa" a un modelo "central", sino como positividad,
como exploración de formas de operar consistentes por sí mismas.
En cualquier
caso, si he calificado al comienzo como contradictoria la hegemonía
simbólica y política de una determinada división del trabajo en el campo
artístico, es porque la extensión de un modelo difuso de
"artista-gestor" es hoy día tal que la ha desbordado por su base. El
trabajo en el campo artístico y cultural responde ahora perfectamente al
paradigma del trabajo "comunicativo" que es central en el
posfordismo. La hegemonía de determinada división del trabajo artístico es
simbólica, por un lado, y se sostiene por intereses económicos e
institucionales, por otro. La labor del productor cultural es hoy de facto
fundamentalmente comunicativa, lingüística, semiótica, consiste primordialmente
en producir mediante el lenguaje procesos que la institución suele
instrumentalizar valorizándolos exclusivamente en el momento en que
dicha producción se materializa en objetos o acontecimientos económica y
políticamente rentables. La clave de la contradicción reside, me parece a mí,
en el hecho de que el mantenimiento de determinada división del trabajo no es
ya "natural", no es consustancial a la forma más desarrollada de la
producción cultural actual o a sus principales tendencias: sólo sirve para
fundamentar interesadamente ése y no otro modo de valorización del
trabajo artístico: el momento de su cristalización en objetos comercializables o
en determinado tipo de acontecimientos. En ese aspecto, yo diría que
estructural y organizativamente la institución persigue la tendencia,
adaptándose a ella.
Cuando se
decide situar la valorización del trabajo en otras formas, lugares y momentos,
en otros procesos, y, sobre todo, cuando se decide insistir en la autovalorización
(http://www.sindominio.net/ofic2004/historias/autonomia/glosario.html) del
trabajo artístico, entonces cierto modelo de división del trabajo no es que sea
negado o criticado: es que sencillamente deja de ser pertinente. Es en esa
perspectiva en la que yo me sitúo.
Dicho lo cual,
es importante añadir que la extensión de un cierto modelo difuso de
"artista-gestor" (un término sin duda resbaladizo, ¿verdad? Añadamos
las ideas de artista-emprendedor, curador-artista o
artista-"empresario", de la misma manera que Lazzarato habla un poco
provocadoramente del trabajador posfordista como "empresario"...) hoy
no conlleva necesariamente una práctica crítica ni alternativa ni
dirigida a la autovalorización. Hace treinta años, en el ciclo de protesta del
68 y en el ambiente de crítica generalizada a las instituciones sociales, en
gran medida lo era; también lo sería en el momento explosivo de la vinculación
entre vanguardia y política del periodo de entreguerras. Hoy día es un modelo
ambiguo. (Véase si no el funcionamiento de diversos artistas y curadores
"relacionales”.) El actual desdibujamiento de cierta función
"clásica" del trabajo del arte responde casi punto por punto a las formas
de "flexibilización" del trabajo en el contexto más general de la
producción. Como en el conjunto del capitalismo renovado, la
"flexibilidad" del trabajo artístico o cultural es de entrada
profundamente ambivalente. Pero se trata de un proceso irreversible: es desde
el interior de esa condición contemporánea desde donde estamos obligados a
operar.
"Obra”
artística y obra "no” artística: sobre la "artisticidad” del trabajo del arte
En lo que
respecta al trabajo de ciertos artistas (entre los que me incluyo), la diferenciación
que a veces se plantea entre el trabajo "no estrictamente"
"artístico" y el que "propiamente" lo es responde a una
taxonomía jerarquizante que se sostiene en torno a la primacía de una idea de
"obra" bastante rancia. Lissitzky dijo hacia el final de su vida que
consideraba que su principal obra habían sido los pabellones de propaganda que
había diseñado para el gobierno bolchevique en las primeras etapas de la Unión
Soviética. La diferenciación que la historiografía habitualmente impone entre
"obra artística", "diseño", "trabajos para el aparato
de Estado", taxonomizando el trayecto de Lissitzky, es una clara violencia
contra la naturaleza de su biografía. Más provechoso me parece tomarse en serio
su afirmación y preguntarse: ¿pero dónde demonios está la "obra" en
el caso de sus pabellones?
Durante muchos
años, de entre los históricos, Lissitzky, Klucis, Heartfield, Renau o el
Benjamin de "la obra de arte reproductible" y el autor como productor
han constituido para mí el paradigma fundacional (precisamente por no
ser "únicos" ni aislados) de una determinada manera de desbordar un
modelo que fue clásico, indicando la apertura hacia un tipo de prácticas que,
sin partir para nada de cero, inauguran modos que ya no son "negación"
de otros predominantes, sino que organizan su propia consistencia, su propia
positividad. Un pabellón diseñado por Lissitzky es un proyecto colectivo que
incorpora dinámicas pluridisciplinares, que contiene "obras" y otras
cosas que propiamente no lo son, así como una infinidad de elementos
"intermedios". Es un trabajo que opera a partir de principios
cooperativos y por la puesta en común de competencias diversas. Y asume
radicalmente dos características que impugnan fuertemente el modelo entonces
clásico para abandonarlo: su carácter útil y su dimensión comunicativa.
Cuando el arte de vanguardia tuvo que discutir abiertamente su funcionalidad
política y afrontó su dimensión comunicativa, ya no discutiéndolas en el plano
de los contenidos sino incorporándolas estructuralmente, hace casi un
siglo, me parece que fue el momento en el que comenzó lo que ahora somos o lo
que todavía podemos llegar a ser.
(Uno de los artistas que más he admirado,
Ulises Carrión, por cierto, trabajó sin pausa y no produjo tanta
"obra" legible, consistiendo el grueso de su práctica en intervenir
en procesos comunicativos dominantes o en producir otros, desplazando
constantemente la forma y el momento de su (auto)valorización, siempre mutando.
Interferir en los canales de comunicación, producir comunicación alternativa y
tejer organización y redes; ése fue su trabajo.)
Me parece que
lo que el ejemplo histórico de ciertas vanguardias nos enseña es una doble
lección: una, que puede haber "arte" "sin obras" (Godard
decía que una cosa es el cine y otra las películas, y que muchas veces éstas no
tienen nada que ver con aquél: de ahí que la historia del cine debería
diferenciarse rigurosamente de la más habitual historia de las películas y los
directores; desde hace un tiempo me pregunto: ¿cómo se escribe una historia del
arte "sin obras” o donde la noción habitual de obra esté radicalmente
descentrada?); dos, que se puede hacer un arte "que no lo parezca"
(si uno sale del ámbito europeo y de las vanguardias "clásicas", los
ejemplos de esto segundo se multiplican exponencialmente). La primera lección
nos remite, creo, no a la cháchara de tópicos académicos sobre la
desmaterialización del objeto, sino al cambio radical de mentalidad que se
produce en determinados casos históricos sobre cuál es el momento de la puesta
en valor del trabajo artístico que se ha de priorizar y cuáles son las
"nuevas" formas que, en consecuencia, ese trabajo ha de adoptar para autovalorizarse.
La segunda lección nos remite al estatuto de contingencia que caracteriza al
trabajo artístico, que no siempre ha de considerar en primer lugar ser
reconocido en su condición de tal y de acuerdo con la primacía de los criterios
de legibilidad sancionados contemporáneamente por el campo institucional
correspondiente (criterios de legibilidad de la condición artística de la
"obra" que, en cualquier caso, a estas alturas ya lo sabemos, son en
sí mismos históricos, contingentes, de ninguna manera absolutos y esenciales;
para nada desinteresados. Conviene no olvidar nunca, por ejemplo, las enseñanzas
a ese respecto de la historiografía del arte y la teoría del cine feministas),
más aún cuando la formalización del trabajo o sus procesos se desplazan
fuera del campo o fluyen dentro y fuera de él. En este último caso es
extremadamente relevante ser conscientes de que la "artisticidad” de lo que se
hace no es una identidad ni una condición esencial o dada de antemano: es una
contingencia que puede responder a funciones tácticas o políticas, y cuya
sanción como "obra” se ha de disputar discursiva y materialmente al "sentido
común” del campo institucional mediante conflicto y negociación. Por eso me
resulta imprescindible ejercer la escritura y la crítica, que hay que entender
no como la profesión de quienes emiten inspirados juicios, sino como el terreno
donde se disputan y negocian conflictualmente los criterios de legitimidad y
valoración de las prácticas (http://transform.eipcp.net/transversal/0806/butler/es).
Montaje
Para mí, la
invención más formidable que la vanguardia artística aporta en el siglo pasado
simultáneamente a la cultura y a la política, es el montaje. Me refiero
al montaje que, sea en Tucumán Arde, en Heiner Müller o en Alexander Kluge, no
es un ejercicio de estilo que se pliega sobre sí sino que constituye una
herramienta para pensar, para pensar críticamente. Montar es, en este sentido,
reunir cosas heterogéneas en un conjunto fragmentado que resalta su
discontinuidad estructural destruyendo cierta ilusión de autocoherencia y
unidad de la forma y del discurso sin renunciar por ello a la producción de
sentido, cosas cuya colisión merece ser pensada en un conjunto que a
través de sí remite a otro lugar. Me maravilla todo lo que ese invento
puede seguir aportando simultáneamente a la construcción de formas y a
la práctica discursiva.
Siempre he
pensado mi participación en proyectos editoriales, por ejemplo, como proyectos
total o en parte artísticos. Los proyectos editoriales en los que he
participado suelen consistir, entre otras cosas, en tomar elementos que se
encuentran en distinto grado de materialización y dispersión en flujos o redes
más amplias, de las que pensamos que formamos parte, catalizándolos mediante su
reorganización, pensando la secuencia editorial de una manera muy sencilla como
una técnica de montaje que articula de manera discontinua un discurso que a su
vez se pone de nuevo a circular. Los proyectos "artísticos”, de investigación,
enseñanza o curaduría que por lo general he realizado, en el sentido inverso,
tiendo a describirlos cada vez menos como híbridos o como propuestas
interdisciplinares, y pienso a cambio que se encuentran suspendidos
entre todas esas categorías: arte, crítica, edición; técnicamente, consisten
casi siempre en pequeños ejercicios de construcción y montaje.
Resumiendo, si
la distinción habitual entre lo que algunos artistas hacemos propiamente como
"obra” y nuestro trabajo de carácter más "secundario” (crítica, edición,
escritura...) me parece impertinente a la hora de pensar lo que se ha de hacer,
es porque creo sobre todo en el trabajo de construcción y montaje que produce
ocasionalmente "cosas" que no son necesariamente legibles como
"obras". Siempre sospeché de la pervivencia del objeto surrealista en
determinado arte contemporáneo tanto como de la manera en que el conceptualismo
dominante y sus secuelas reintrodujeron el fetichismo de la "forma” por la
puerta de servicio; en dadá sólo creo ya un poco, y, a cambio, me mantengo
creyente del constructivismo y del productivismo, del documental político
moderno y de los cines de montaje. Casi todo el arte del que sigo aprendiendo
consiste en construir, (re)estructurar, combinar, montar, para producir
artefactos cuya legibilidad es ambivalente, siempre coyuntural y situada.
El artista como
trabajador "polifacético”. Contradicción,
adaptación y complicidad con el medio institucional
Quizá resulte
interesante detenernos un instante sobre ese adjetivo tan curioso,
"polifacético". Cuando la historia del arte moderno occidental tuvo
que construir un relato que incorporase, "normalizándolas", las
rupturas de ciertas experiencias de la vanguardia, lo que hizo fue, por
ejemplo, capturar el arte soviético, articular su (re)presentación organizando
un relato del mismo que individuase líneas biográficas como piezas que
componían una corriente "plural”, y relatar a su vez cada una de esas
individualidades más o menos aisladas a partir de una organización de su
"obra" separada en estilos y formatos. Es esta taxonomía y
yuxtaposición lo que producía el efecto de simultaneidad en el empleo de
técnicas, lenguajes y soportes por parte de los artistas. Es en momentos como
ése que la historia del arte en el siglo pasado construye el mito del artista
moderno "polifacético". Rodchenko o Stepanova nunca se plantearon ser
artistas polifacéticos; esa condición es un efecto de sentido de la manera en
que la historia del arte moderno recupera el tipo de rupturas que esos artistas
representan en un relato normalizado donde el conflicto ha sido domesticado. Su
obra no es polifacética: es más bien conflictiva.
En lo que se
refiere al trabajo en general, el trabajador actual no es
"polifacético": es multiexplotado, o mejor dicho: está sujeto a un
régimen de explotación flexible (http://en.wikipedia.org/wiki/Precarity).
Sería entretenido pensar, cruzando conceptos, la manera en que la ilusión de
"polifacetización" del trabajador que actualmente se requiere para
hacer más llevadera la nueva forma de dominio capitalista sobre la fuerza de
trabajo se relaciona con el tipo de explotación flexible a que Tatlin o Popova
son sometidos por la historia del arte moderno para extraer un tipo de
plusvalor cultural que alimente su existencia a cambio de violentar la
naturaleza de la experiencia simultáneamente artística y política
originaria.
El segundo
término que me resulta curioso es "complicidad”; se agradece la claridad del
planteamiento, pero remite a un enfoque de la cuestión que para mí es poco
operativo: ¿cómo se ha de declarar uno desde el banquillo de los acusados:
culpable, inocente de connivencia o complicidad con un sistema institucional?
(no sé otros, yo no estoy en esto ni para someterme a ningún proceso político
ni para ganarme el cielo). Si de lo que se trata es de poner entre
interrogantes si las posiciones "críticas” son "auténticamente” cuestionadoras
del estado de cosas o si, bien al contrario, ayudan a reproducirlo, creo que
una respuesta muy simplificada, para empezar, podría ser: las dos cosas. Pero
no basta con decir eso.
En este orden
de cosas, el trabajo del arte no es diferente de la manera en que el conjunto
del trabajo posfordista oscila entre la autovalorización y el dominio (el
sometimiento) y muchas veces es paradójico porque opera simultáneamente
bajo esas dos condiciones: autonomía y sujeción. El trabajo artístico y
cultural ha sido durante largo tiempo en el siglo pasado una actividad social
"extraordinaria”, fuera de lo común, excepcional. Hoy día, sus características
clásicas (actividad desregulada no sometida a la disciplina del "trabajo
fabril”, énfasis en el valor de la autoexpresividad e importancia máxima
otorgada a la subjetividad …) son cada vez más el paradigma de las formas
centrales del trabajo en el capitalismo renovado (http://www.cip-idf.org).
Quienes en mi
generación comenzamos a realizar trabajo artístico antes que político, caímos
poco a poco en la cuenta de cómo funcionaba nuestra actividad en el campo
artístico. Al comienzo, no teníamos ni las más mínima idea de cómo el sistema
de explotación flexible al que estábamos sometidos era intensivo aunque discontinuo.
Su discontinuidad es precisamente la clave que permite que la explotación sea
sostenible. Si una institución "dispone” de tu trabajo de forma continuada y
regularizada, te planteas inmediatamente entrar en una relación regular del
tipo "trabajo por salario”. Si "dispone” de tu trabajo de manera discontinua y
desregularizada, entonces la relación anterior cambia a los términos
ocasionales "trabajo por renta”. La renta discontinua, no un salario
continuado, es lo que circunstancialmente se te paga por un trabajo puntual
tipo "prestación de servicios”; el resto del tiempo es "tuyo”. Pero es en el
tiempo de "inactividad” para con la institución cuando realizas el trabajo de
autoformación, entrenamiento o ensayo, preparación, producción, etc., que en la
prestación "de servicios” pones a producir sin que se te remunere. La
explotación del trabajo artístico es por tanto intensiva porque se
ejerce sobre el conjunto del tiempo de vida que empleas en tu dedicación, pero
la clave de por qué resulta económicamente sostenible para la institución
reside en el hecho de que se formaliza de manera discontinua: sólo se te
paga por el proyecto, la exposición o la investigación concreta o por las horas
"que trabajas”. Si ese tipo de explotación está ampliamente aceptada en
el campo artístico es, obviamente, porque tu actividad supuestamente "te
gratifica” en términos de libertad y autoexpresión vocacional. También porque
la relación de sometimiento a la institución es irregular en la relación
trabajo-renta, pero constante en términos simbólicos y en sus formas
de subjetivación: al artista se le enseña a mirar siempre hacia la
institución como garante de la legitimidad y sobre todo de la "relevancia” de
su propia actividad.
Había una
contradicción estructural inescapable para quienes empezamos a pensar la
politización de nuestra práctica artística sin romper el círculo vicioso
de su puesta en valor predominantemente al interior de la
institución. Las corrientes de la crítica institucional y ciertas formas de
arte público y crítico, o algunas prácticas de crítica de la representación de
las que nos alimentamos a partir de los ochenta y hasta la segunda mitad de los
noventa, fueron como maná caído en mitad del desierto de la contrarrevolución
cultural posmoderna. No obstante, se hacía cada vez más claro que las prácticas
críticas sólo podían plantearse una consistencia y una potencia de creación (¡y
de autocreación!) propias si no era mediante la solución que adoptaron algunas
experiencias del periodo histórico de las vanguardias cuando llegaron a esa
misma encrucijada: una crítica atrapada en su propio campo. Lo que hicieron fue
buscar otros momentos, lugares y formas de puesta en valor del trabajo
del arte aparte o además de los momentos de relación con los
aparatos de la institución. Creo que esa circunstancia no empezó a darse, en la
experiencia que yo viví, hasta que entrados los noventa comenzó a ser posible
una autovalorización del trabajo del arte vinculada a las nuevas formas
de protesta y a las nuevas dinámicas de autonomía social. Pienso que en eso
consiste la grandísima importancia que tuvieron las nuevas experiencias
colaborativas de grupos originalmente "de artistas” como La Fiambrera en
España, Ne pas plier en Francia, Grupo de Arte Callejero (GAC) y Etcétera en
Argentina, y seguramente muchas otras que se difuminaron, fueron menos
consistentes o estamos por descubrir: ellos reinventaron una forma de
puesta en valor del trabajo del arte, cuando la práctica artística era ya
claramente paradigmática del conjunto de la producción posfordista, haciéndola
salir del sometimiento (aunque fuese un sometimiento crítico) a la explotación
flexible, y haciendo que esa autovalorización ayudase a reforzar las nuevas
dinámicas sociales de oposición surgidas precisamente de las fracturas de la
hegemonía neoliberal.
Esa forma de romper el
círculo en el que las prácticas críticas estaban capturadas no "resolvía” desde
luego todos los problemas de las formas de sujeción del trabajo crítico del
arte a la institución, porque esa relación es compleja e incorpora aspectos
desde simbólicos hasta económicos; pero sí favorecía las condiciones para
revelarla y afrontarla desde otras posiciones materiales y políticas.
Este relato
apretado parece desembocar en la idea de que sería necesario, en consecuencia,
llevar esa dinámica al extremo para materializar una pura y simple fuga
de la institución artística o mantener con ella desde fuera una
relación meramente cínica o instrumental. Pero eso nunca me pareció una
conclusión inteligente ni operativa. Por muchas razones. Una de ellas es esta
verdad de Perogrullo: producir artefactos artísticos o culturales no
equivale a producir coches o armamento. Lo que nosotros producimos tiene una
función compleja en el capitalismo semiótico. Por muy sexy que resulte el punto
de vista postsituacionista, no está escrito en ningún lado que los artefactos
culturales no sean o no puedan ser otra cosa que (o además de) mercancías o
instrumentos de dominio ideológico sobre las conciencias; no es sostenible
empíricamente que cualquier "forma” que adopte el trabajo en la industria
"espectacular” esté cosificada y no soporto la hipótesis de la omnipotencia
recuperadora del "sistema”. ¡No es que yo crea en la bondad intrínseca de la
cultura o en su legitimidad esencial como medio de emancipación!, pero ante
tanto descreimiento (cínico o ilustrado) dentro de nuestro propio campo,
no tengo más remedio que declararme creyente (eso sí, ¡de la teología de la
liberación!) en la potencialidad que el trabajo crítico en el seno de
las instituciones artísticas, culturales y educativas tiene no ya de iluminar
algunas conciencias, sino sobre todo de influir sobre las formas de producción
de conocimiento y de subjetivación instituidas. No obstante, que las
operaciones que se realizan al interior del campo institucional deban buscar desbordarlo
y sobre todo poner en valor su producción al menos en parte fuera de él,
me parece no sólo una necesidad política sino sobre todo una enseñanza
biográfica, porque ésa ha sido la forma que muchos hemos encontrado de romper
el círculo desesperado de la crítica que parece no poder esperar sino su
enésima recuperación.
Lo que importa
no es si una crítica será recuperada, sino qué ha sido capaz de generar además
al ser ejercida. Lo que cuenta es en qué dirección tu trabajo contribuye a
movilizar las energías singulares y colectivas, y puede hacerlo de muy diversas
maneras y a muy diferentes escalas. Declarar a todos "cómplices” de una
situación no me parece que conduzca a nada, sino al cinismo generalizado.
Igualmente me inquieta escuchar a personas cuyo trabajo aprecio afirmar sin más
ni más que "estamos todos dentro”, que "todos somos institución” o que "todos
somos prostitutas” del campo del arte, porque esas afirmaciones, además de ser
inexactas, no se pueden detener ahí, y me parece que conllevan la
responsabilidad de responder de inmediato: entonces, ¿qué hacer?
Desde hace ya
algunos años ha habido una continuidad de proyectos que se plantean una
relación ni cínica ni instrumental con la institución, con el fin de generar
prácticas críticas en su interior buscando su puesta en valor simultáneamente
ahí y en otro lugar y momento, bajo otras formas. Se trataría de "entrar” y
"salir” de la institución como un continuo en el que la puesta en forma
institucional no se evite, e incluso se contemple, sin ser el objetivo central (http://transform.eipcp.net/calendar/1153261452,
http://transform.eipcp.net/transversal/0406/crs/es,
http://www.fridericianum-kassel.de/ausst/ausst-kollektiv.html#interfunktionen_english,
http://www.exargentina.org/lamuestra.html, http://transform.eipcp.net/correspondence/1177371677?lid=1177372443).
Producir redes y flujos que no respetan demarcaciones previas y constituyen
a cambio sus formas propias de esfera pública —un concepto que seguramente
comienza a quedársenos algo estático— es con seguridad una de las invenciones
más importantes de la creatividad política de este nuevo ciclo.
Pero para caer
en la cuenta de en qué medida se trata obviamente de dinámicas difíciles y
problemáticas, no hay más que ver el caso cercano de Desacuerdos (http://www.desacuerdos.org).
En lo que aquí estoy planteando, me parece que Desacuerdos constituye un
ejemplo claro de la extrema dificultad de simultanear negociadamente momentos y
formas diferentes de puesta en valor del trabajo en el campo artístico, sobre
todo cuando este trabajo procede abrumadoramente del exterior o de la periferia
de dicho campo. Creo que en eso residió quizá el principal fracaso de quienes
estuvimos ahí implicados en tareas de coordinación de distinta forma y con
diferentes responsabilidades: en haber hecho imposible la compatibilidad al
interior del proyecto y de una manera compleja de las diferentes dinámicas
e intereses de valorización del trabajo volcado. Había que intentarlo, y ojalá
proliferasen otros intentos; y no me parece que eso refute otros de sus méritos
que no son menores (basta con echar un ojo a las publicaciones). Pero que ese
fracaso en concreto haya sucedido entre sujetos e instituciones que,
precisamente, llevábamos largo tiempo abogando por principios semejantes, nos
obliga a tomar las cosas con mucha más precaución y a un ejercicio de mayor
reflexión y modestia. Creo que el resultado de Desacuerdos exige
inevitablemente pensar el problema de la escala, los ritmos, la división del
trabajo y la gestión de los procesos de toma de decisiones en los proyectos de
producción crítica ligados a instituciones. También me parece que demuestra
(por seguir a la cuestión de las relaciones entre crítica, campo artístico e
institución) la necesidad de voltear el tópico que asevera que "al final,
detrás de las instituciones están las personas”. Porque, ahí al fondo, detrás
de las personas están finalmente las instituciones (que tienen por inercia
múltiples formas de aplicar la microfísica del poder) y las diferentes
relaciones de poder que existen fuera de ellas en el conjunto del campo
artístico. Eso no es, en principio, un problema. Foucault insistía en que su
crítica de las instituciones no debía ser paralizante ni remitía a un espacio
de libertad esencial, porque el ejercicio de la libertad y la
experimentación sobre la construcción de sí sólo podía darse al interior
de relaciones de poder dadas. Modos de hacer tan contradictorios y complejos
como éstos de los que ahora estoy tratando (que, ¡cuidado!, nunca diré que
excluyan otros) me parece que son imprescindibles a fecha de hoy, con todas sus
dificultades, pero también me parece claro que sus futuras experiencias de
ensayo y error, conflicto y negociación, requerirían no mejores intenciones
sino cada vez más política.
Enlaces
complementarios: http://www.arteleku.net/4.0/pdfs/1969intro.pdf http://www.arteleku.net/4.0/pdfs/1969-1.pdf http://www.arteleku.net/4.0/pdfs/1969-3.pdf http://transform.eipcp.net/transversal/0106/brumaria/es http://usuarios.lycos.es/pete_baumann/marceloexpo.htm
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