Lic. Antonio Bentivegna - Universidad de Salamanca
Hans Haacke
Resumen
El
objetivo de este ensayo es exponer algunos aspectos de la
transformación, formal e ideológica, de la escultura conmemorativa en
el contexto del espacio público contemporáneo. Tomando en cuenta el
legado modernista y vanguardista, se examinarán algunos nuevos
monumentos razonando sobre sus efectos y repercusiones estéticas y
sociales.
El
monumento, de acuerdo con su etimología latina,
define un objeto,
normalmente escultórico,
que se asienta en un lugar específico y mantiene en vigor el
recuerdo de un acontecimiento del pasado, estableciendo un vínculo
oportuno con el lugar en el que está situado y en sintonía con una
narración histórica o mitológica. Por esta razón siempre ha sido
considerado como una de las manifestaciones más tangibles de la
firmeza y de la persistencia. Sin embargo, la sociedad moderna –por
organizarse en base a modelos de representación y a patrones
institucionales que prescindían de algunos valores más arcaicos—
con el tiempo terminó extirpando muchos de los fundamentos que
conferían sentido a la escultura conmemorativa. La modernidad
despojó el monumento de aquella legítima función representativa
que había conservado desde su origen. Por
esta
razón, Robert Musil escribió
en 1957:
La cosa
más sorprendente de los monumentos es que nunca los vemos. Nada en
el mundo es tan invisible.
Con este
enunciado, Musil señalaba la nueva e insólita condición de
"transparencia” de la escultura conmemorativa contemporánea. En
la época actual, asistimos a una proliferación de monumentos y de
esculturas públicas que, de acuerdo con el pronóstico del padre
literario de Ulrich, se exhiben como objetos transformados e
irreconocibles. El problema es que la escultura conmemorativa,
durante todo el siglo XX, ha sido objeto de una profunda revisión
crítica que ha alterado, formal e ideológicamente, sus antiguos
parámetros de reconocimiento. Las nuevas propuestas plásticas, en
efecto, cuestionando los contenidos sobrentendidos del monumento, lo
presentan como un objeto extraordinariamente flexible y, al mismo
tiempo, ponen en evidencia las complejas correspondencias y
relaciones con su entorno urbano.
El proceso
de transformación del monumento empezó a hacerse visible ya en
1846, fecha en que Charles
Baudelaire manifestó
su preocupación por la escultura. El poeta, no comprendiendo el
sentido de la pomposa e hierática postura de los numerosos
monumentos neoclásicos que adornaban las calles de Paris, definía
la escultura "aburrida” y le contraponía el vigoroso y pujante
impulso dinámico del modernismo.
Con la crítica de Baudelaire, la escultura muestra su primer
indicio de incongruencia en el mundo moderno. El culto tradicional a
los monumentos ya no reflejaba los nuevos intereses de la sociedad
industrial del siglo XIX y el objeto escultórico se iba convirtiendo
en una forma baldía. Este proceso se hizo muy evidente un siglo
después, cuando un importante sociólogo y urbanista estadounidense,
Lewis Mumford, emitió un severo dictamen:
Si
[algo] es moderno, sin duda no puede ser un monumento. Y si es un
monumento no es moderno.
Mumford,
criticaba principalmente la solemnidad del estilo clasicista por ser
incompatible con las caóticas y enredadas cartografías que
describían las dinámicas ciudades norteamericanas. De esta manera,
el tardo modernismo marcaba la incompatibilidad del monumento con el
nuevo entorno urbano, que se estaba configurando a partir de una
curiosa combinación de orden y anarquía y que rechazaba toda
jerarquía espacial preestablecida.
Muy pronto,
a estas críticas que sermoneaban el monumento principalmente desde
una postura estética y funcional, se sumaron otras de matiz político e ideológico que tuvieron un
peso determinante sobre todo remarcando los caracteres proficientes
del monumento, a menudo exhibido como un instrumento ventajoso para
ejercer el control estratégico sobre las masas. Hoy nadie se
atrevería a tomar en cuenta un monumento desde una postura meramente
formal, como si fuese un simple objeto estético y decorativo. Esta
cuestión nos explica también porque varios monumentos han tenido
que ser abatidos cuando sus antiguos paradigmas, formales y
simbólicos, ya no eran apropiados para reflejar nuevos contenidos
políticos e ideológicos. El ex estado soviético es un ejemplo
bastante significativo, puesto que muchos de sus monumentos —que
habían ensalzado e ennoblecido sus ideales y líderes— fueron
derribados después de haber sido reconocidos "culpables” de
representar a falsos héroes cuyos despóticos regimenes se habían
revelado irrefutablemente nefastos para el pueblo.
En una
celebre secuencia cinematográfica de Octubre—película
que narra la historia de la insurrección bolchevique de 1917— el
director y cineasta ruso, Serguei Eisenstein, describió en que
medida el desplome de una estatua –en este caso la del zar ruso
Nicolas II—pueda coincidir con el caída del mismo personaje que
representa. Eisenstein logró subrayar la intensidad de un momento en
que, a través del declive de la materia escultórica, se trasmite la
perdida de poder de la persona que el monumento simboliza. En la
rápida secuencia del derrumbo, el director ruso nos muestra a una
multitud de gente corriendo hacia la estatua, lanzar un gran número
de cuerdas y tumbarla al suelo. De esta manera, Eisenstein pretendió
figurar la victoria de la colectividad –el proletariado en
armas—frente al despotismo y a la autocracia del imperador.
Comentando estas secuencias de Octubre, la historiadora americana
Rosalind Krauss afirmó que Eisenstein hace visible la manera en que
una estatua puede condensar en si misma un concepto, una idea de
poder.
Hoy día no
cabe la menor duda que una obra de arte –máxime si se trata de un
monumento— otorga cierta legitimación al poder. Igualmente se ha
reconocido que la escultura ha sido durante muchos siglos un medio
privilegiado para la transmisión de la ideología dominante. Frente
a otras formas de representación— por ejemplo la pintura y el
dibujo—la escultura aparece más corpórea, más "real” y más
presente en estado material, lo que tiene enorme ventaja en el caso
de la representación de un héroe, de un caudillo o de una idea
memorable. Por esta razón los monumentos muchas veces se han
concebido expresamente para representar los ideales utópicos y es
muy comprensible que estos objetos grandiosos y pomposos, expuestos a
las intemperies y al "juicio del pueblo”, sean a menudo
ultrajados por efecto de discrepancias ideológicas con las
autoridades.
Sin embargo,
las sociedades occidentales no permanecieron indiferentes al lento
proceso de declive de la escultura conmemorativa y muy pronto optaron
por suplantarla con nuevas "esculturas” más modernas y
funcionales: Semáforos, vallas publicitarias, mobiliario urbano,
centros comerciales, luz eléctrica, neón... Es muy significativo
que las administraciones públicas –que invirtieron considerables
cuantías de dinero en intervenciones urbanas—utilizaron también
una "nueva” categoría artística: El arte público. Con este
tipo de intervenciones asistimos al apoteosis de un proceso histórico
que terminó de forma definitiva con el culto a las figuras heroicas
del pasado, tanto en su paráfrasis legendaria y mitológica, como en
su revisión ilustrada. En la medida en que dimitían las epopeyas,
las hazañas y las leyendas que los monumentos simbolizaban, estos
tuvieron que transformarse dejando el paso a nuevos y significativos
hitos urbanos.
La remoción
de los valores proporcionados por la escuela clasicista, el culto
heroico y la tradición épica narrativa, provocó, en la escultura,
cambios formales e ideológicos que se manifestaron principalmente en
dos aspectos muy característicos: La renuncia a la iconografía
alegórica y la desmitificación de los sucesos legendarios y
gloriosos. Como ejemplo más característico de esta revisión citaré
el Vietnam Veteran
Memorial
(VVM), un monumento
conmemorativo instituido en Washington en 1982 y dedicado a todos los
soldados americanos fallecidos durante la guerra en Vietnam. Su
autora, Maya Lin, una estudiante asiática de tan sólo 19 años,
evocando las «formas puras»
del minimalismo, "dibuja” dos líneas virtuales conectando
simbólicamente el VVM
con dos monumentos heroicos: El
Lincoln
Memorial y el Washington
Memorial.
El VVM
es un monumento muy
original, sobre todo por
articularse a partir
de nuevas propuestas formales basadas en el recorrido, o paseo
(mall), y en la
implicación emotiva de los visitantes.
Alejándose de la retórica contemplativa tradicional, con su sobria
y austera estética postminimalista, el monumento de Lin reproduce
formas arquitectónicas y estructuras geométricas simples, sin
ningún tipo de referencia iconográfica. La obra también es
diseñada para obligar el espectador a penetrar en ella y a
experimentar una vivencia fuertemente empática y sentimental. El
VVM, en cierto
sentido, deriva de la tradición del land art, en la medida en que se
armoniza con el paisaje, convirtiéndose en un marco para el
recorrido y la acción del público-visitante.
El monumento
de Lin pretende ofrecer una respuesta a la crisis de la escultura
conmemorativa tradicional, sin por ello renunciar a conmemorar. Por
esto la artista plantea formas distintas de conmemoración que se
alejen de los estereotipos formales y conceptuales de la escultura
heroica tradicional. Sin embargo, otros artistas han preferido optar
por soluciones estéticas distintas, alejándose de todo "misticismo
conmemorativo” y despojando sus esculturas de todo carácter
trascendente. El representante más brillante de esta diferente
sensibilidad artística es seguramente Claes Oldenburg, un artista
sueco que, desde la década de los 70, se dedica sistemáticamente a
desmitificar el culto heroico contraponiéndole la critica muy acida
de la parodia. La revisión formal e ideológica planteada por
Oldenburg enuncia el traspaso irreversible del simbolismo
trascendental a la secularización, una situación que habría
caracterizado la historia de Occidente y que se hizo muy evidente a
comienzo del siglo XX. Según afirmó Daniel Bell:
Si hay un
hecho psicológico fundamental en la cultura modernista, se le puede
resumir en la frase «nada es sagrado»
A parir de
este enunciado, Oldenburg plantea sus esculturas como
«antimonumentos»,
es decir, representaciones de objetos triviales erigidos para
celebrar el consumismo masificado y su forma efímera
En general, se trata de esculturas que representan replica a grande
escala de objetos cotidianos, que caricaturizan, implícitamente, a
la misma sociedad a la que se ofrecen como monumentos. Por esta
razón, los antimonumentos de Oldenburg—a diferencia del VVM
de Lin—atestiguan que en la sociedad actual ya no hay lugar para
salvadores, Mesías, héroes, dioses o superhombres y, por lo tanto,
ya no queda nada que valga la pena conmemorar.
El método
habitual de su trabajo consiste en escoger un objeto común y
descontextualizarlo, realizando múltiples versiones del mismo y
alterando la escala, el material y la misma función. A pesar de su
grande tamaño—y quizá justamente por ello— normalmente estas
esculturas tienen notables capacidades de estimular a la gente que
incluso puede interactuar con ellas. Su primera escultura
antimonumental fue
Lipstick
(Barra de labios ascendente sobre un tanque oruga). Una vez diseñado
el modelo, Oldenburg le aplicó un material blando que se desinflaría
a menos que algún participante volviera a inflarla con aire. En
1974 la escultura fue rediseñada en una forma de aluminio más
sólida, colocándose el lápiz labial verticalmente, por encima de
las ruedas de un tanque, y fue instalada en la universidad de Yale.
Lipstick fue concebida como una especie de tribuna móvil para
oradores, de modo que la inmensa barra roja de labios, destapada su
parte superior, además de albergar al orador podía ascender y
descender gracias a un mecanismo hidráulico. Con ello el artista
deseó parodiar la solemnidad del monumento tradicional creando un
"monumento transportable”, una escultura con ruedas realizada con
elementos ordinarios y que puede incluso ser maniobrada.
A partir de
Lipstick, Oldenburg ha
atendido numerosos encargos, realizando un gran número de esculturas
en diferentes ciudades y centrándose en la recreación de objetos
cotidianos aumentados a escala gigantesca. En casi todas las ciudades
en que se han instalados sus obras los ciudadanos las han recibido
con una sonrisa complaciente, sorprendidos por el tamaño y por los
insólitos temas. Quizá muchos de sus antimonumentos han perdido
gran parte del potencial crítico presente en Lipstick pero, en
cambio, han ganado indudablemente en plasticidad y belleza. Todas sus
instalaciones están hechas con materiales industriales, tienen
colores intensos y brillantes y rechazan todas las complejidades
interpretativas y los significados simbólicos ocultos. Muchos de sus
temas también se inspiran a dobles lecturas o anécdotas de antiguos
personajes mitológicos o históricos, como por ejemplo la escultura
Spitzhacke,
colocada
en Kassel,
con la cual Oldenburg crea un juego visual irónico utilizando
una antigua estatua de Hércules. A medida que el culto a los héroes
del pasado se eclipsa, el artículo de consumo se vuelve el único y
verdadero protagonista de nuestras ciudades que merece –según
Oldenburg—sus monumentos.
Sin embargo,
la historiadora americana Rosalind Krauss explicó como la
representación de la forma efímera alteró los mismos parámetros
de reconocimiento de una obra escultórica, ampliando el mismo
concepto de la que antes se consideraba «una escultura».
El objeto escultórico debía ahora explicarse a partir de la
profunda dialéctica con el paisaje y la arquitectura; Krauss llamó
a este proceso «el campo expandido».
Pronto, las numerosas intervenciones en los espacios urbanos hicieron
palmaria la definitiva hibridación de la escultura pública con el
paisaje de la ciudad. Este proceso ocasionó sugestivas y hermosas
interferencias entre escultura, urbanismo y arquitectura, a partir de
las cuales muchos artistas aportaron sus contribuciones creativas
para embellecer los espacios públicos. La lógica del campo
expandido permitió "perturbar” la función tradicional del
monumento y traspasar incluso la misma obra escultórica. Muchos
artistas plásticos se dedicaron –desde los años 60— a explorar
unos territorios desconocidos, articulando nuevas y heterogéneas
propuestas realizadas en colaboración con arquitectos, urbanistas y
promotores artísticos y administrativos. A
diferencia del modernismo y del vanguardismo, que habían confinado
la escultura en los espacios más íntimos de los museos y de las
galerías, los años 60 convirtieron el espacio urbano en el
principal baricentro de todas las nuevas investigaciones formales
sobre la escultura.
Las
relaciones interdisciplinarias fueron particularmente fructíferas,
no sólo porque acortaron las distancias profesionales, favoreciendo
la colaboración de especialistas de diferentes áreas, sino
principalmente porque –en muchos casos— se vincularon a
diferentes proyectos de matiz neoconceptualista, provocando un
desborde desde cuestiones propiamente formales hacia el marco
artístico institucional. En este sentido, toda la década de los 80
se ha visto atravesada por un número bastante considerable y
heterogéneo de propuestas de arte político y socialmente
comprometido que han dominado la escena del espacio urbano en Europa
y en los EE.UU. Fue por muchas de estas obras que se introdujo el
concepto de «teoría institucional», es decir, se empezó a comprender
que el estatuto
de privilegio que
se le concede al objeto artístico, no refleja una situación
permanente sino contingente, dependiendo del contexto social y
político en que una obra de arte se sitúa.
Otro
acontecimiento muy importante se produjo cuando muchos artistas, que
articulaban sus prácticas bastante hibridas en los espacios
públicos, tuvieron la pretensión de abandonar el concepto abstracto
y modernista de «público»
y empezaron a organizarse con las fuerzas de contestación social.
El interés socio-estético que derivó de este tipo de activismo
artístico atacó y descompuso el débil residuo de lo que quedaba
del concepto modernista de escultura. Hoy, en la medida en que
reconocemos las correspondencias entre los monumentos y el tejido
urbano y social, los primeros han dejado de ser simples objetos
representativos y simbólicos. Desde esta perspectiva, la definición
de «arte público»
no es que corolario del reconocimiento de los determinantes sociales
que influyen en la realización de una escultura urbana: Los
compromisos y las responsabilidades mutuas entre artistas, ciudadanos
y administradores públicos, son parte determinante de la escultura,
una verdadera «plástica social»,
en el sentido que quiso darle a esta palabra el artista alemán
Joseph Beuys.
Aplicando
esta idea a algunos nuevos monumentos, un teórico alemán, Sven
Spieker, ha adoptado una metáfora muy sugestiva: El Monumento por
Injerto (Grafted
Monument).
Literalmente un injerto es un método de propagación vegetativa
artificial, mediante la cual los vegetales crecen en circunstancias
desfavorables. En otros términos, una planta más débil se une a
otra bien asentada y juntas crecen como un único organismo. Spieker,
usa esta llamativa analogía para subrayar una vinculación muy
profunda entre los monumentos y las diferentes organizaciones
sociales de los ciudadanos en un espacio urbano bien determinado. El
resultado de su análisis podría resumirse en el siguiente
corolario:
-
Existe una correspondencia muy específica
entre una
escultura pública y los habitantes de un espacio urbano. De esta
reciprocidad depende la conservación de la primera.
-
Los aspectos formales y los contenidos
ideológicos
de una escultura conmemorativa quedan totalmente subordinados al
proceso mediante el cual los ciudadanos la aceptan y la interpretan
A Spieker le
interesa básicamente el proceso socio-estético, es decir, el grado
en que el monumento es asimilado y transformado por los habitantes de
un determinado contexto urbano. Naturalmente, la agudeza de su
intuición no está en el descubrimiento de la correspondencia
específica entre una escultura pública y los ocupantes de un
espacio urbano. Con respecto a este punto, el critico americano
Douglas Crimp ya nos había explicado en que medida el concepto
formalista de «especificidad del lugar»
(site
specificity) podía
ser replanteado a partir de sus determinantes sociales. De esta
manera, Crimp llegó a descubrir como una escultura pública podía
convertirse en un catalizador de censuras y malestares generales.
Sin
embargo, retomando estas ideas, Spieker alude a una nueva e
interesante característica de la escultura conmemorativa
contemporánea: Su capacidad mimética. Un monumento, adaptándose a
los diferentes contextos sociales y urbanos, puede incluso apropiarse
de nuevos contenidos transformando su aspecto exterior. La teoría
del injerto (graft) formulada por Spieker, combinando dinámicamente
el formalismo con la teoría institucional, nos provee una
interesante clave de lectura para interpretar la nueva escultura
conmemorativa. No obstante, la matriz ideológica de su especulación
habría que buscarla en diferentes conceptos apropiacionistas que se
engendraron durante la década de los 60. En particular destacaré
dos:
-
El concepto de
«détournement» (desvío),
teorizado en 1956 por los entonces letristas
disidentes Guy-Ernest Debord y Gil-Joseph Wolman, publicado
originariamente en la revista francesa Les
Levres Neus
-
El concepto de «La
Perruque», interpretado
–según la dilucidación
del historiador
y antropólogo francés Michel de Certeau—como un modelo sui
generis de détournement.
Con
respecto al primer ejemplo, la
tergiversación
–según se lee en Les
Levres Neus
del 8 de mayo de 1956—es una operación conceptual en que unos
"elementos intrínsecamente significantes”, pueden adquirir un
sentido diferente si son colocados en un nuevo contexto. Todo esto,
naturalmente, ya lo había dejado bien en claro Marcel Duchamp
cuando, en 1917, firmó un urinario con el pseudónimo de R. Mutt
presentándolo como obra de arte. Aún así, los situacionistas se
preocuparon para que esta idea se extendiera desde lo artístico a
todos los ámbitos de la vida social, generando una conciencia
crítica que –en su visión utópica— debía invertir la
pasividad producida por el consumismo tardo capitalista. El
situacionismo manipulaba los elementos preexistentes con el fin de
transformar la cultura, produciendo cambios a partir de la creación
de «situaciones nuevas»:
Aquí
encontramos otra vez la noción de disfraz en estrecha relación con
la de juego. Finalmente, cuando construimos situaciones la meta
última de toda nuestra actividad será abrir a cualquiera la
posibilidad de desviar situaciones completas cambiando
deliberadamente esta o aquella condición determinante de las
mismas.
Hoy día, la
poética del desvío de Debord y Wolman sigue ejerciendo mucha
fascinación en los artistas contemporáneos. En particular, un
artista polaco, Krzysztof Wodiczko, desde 1983 la aplicó
sistemáticamente para realizar diferentes intervenciones
provisionales sobre monumentos y edificios. La intención de este
artista es la de tergiversar la autoridad del monumento, puesto que
–como declara en una entrevista— de alguna manera todos estamos
peligrosamente expuestos a su influencia simbólica.
Por esta razón, Wodiczko empezó a crear sus
peculiares "injertos
efímeros”, híbridos entre escultura y fotografía, usando la
técnica de las proyecciones. Sus injertos luminosos actúan
metamorfoseando implacablemente los monumentos y destapando algunos
de los más inquietantes secretos que ocultan detrás de su
apariencia ostentosa y grandilocuente. Según
Wodiczko, el potencial imaginario latente de los monumentos y de los
edificios dotados de fuertes connotaciones simbólicas, puede ser
reactivado—a partir de una aguda investigación formal y
conceptual. Hoy está muy claro que intención principal de este
artista fue la de convertir los espacios conmemorativos en terrenos
de críticas histórica e institucional, a la vez que de acción
publica. Según afirmó Iria Candela:
[Sus
intervenciones] Son formulas especificas que pretendían apropiarse
del ordenamiento arquitectónico y pervertirlo, evitando que pueda
perpetuarse a través de mecanismos ideológicos programados para
inmortalizar el legado de los victoriosos simulando sus supuestas
hazañas y proezas”.
Entre sus
múltiples propuestas destaca: The
Homeless
Projection, a proposal for the city of New York, un
proyecto, nunca llevado a cabo, para realizar una instalación en un
parque de Union Square,
en la ciudad newyorkina. Wodiczko –que exhibió su propuesta en
1986, en ocasión de la exposición del Center
For The Contemporary Canadian Art— pensó superponer las
imágenes de algunos
indigentes –victimas anónimas
del siniestro acontecimiento urbano tristemente conocido como
«gentrification»–
con cuatro monumentos heroicos instalados en el parque. Siguiendo la
misma lógica del détournement situacionista, las proyecciones
deberían apropiarse temporáneamente de las cuatro esculturas
obligándolas a personificar papeles insólitos y produciendo una
fuerte ambivalencia simbólica. Desde el punto de vista estético, la
extraña yuxtaposición icnográfica potenciada por el efecto
nocturno debía resultar muy paradójica y chocante. Wodiczko, desde
entonces, usa sus proyecciones para impresionar el público, a menudo
produciendo efectos surreales y neurálgicos. El monumento termina
siendo transformado artísticamente y criticado tácitamente por
configurarse como un mito histórico ajeno a las circunstancias del
presente. Además se muestra rotundamente la "complicidad” de la
escultura conmemorativa con la ideología de poder.
Con respecto
al modelo de tergiversación que el antropólogo francés Michel de
Certeau llamó «une
maniére
de perruquer»
(una forma de escamotear),
se trata de una
nueva clave de lectura para interpretar todas aquellas "practicas
populares” que a pesar de operar dentro del espacio
institucionalizado lo metaforizan, haciéndolo funcionar en otro
registro y sin dejarse encasillar en los modelos operativos
controlados e impuestos por el mismo.
Un ejemplo de este tipo de tergiversación podría hallarse en los
acontecimientos que acompañaron la génesis y la metamorfosis de un
monumento conmemorativo inaugurado en Paris en 1989 con el titulo: La
Flamme de la Liberté.
Se trata de una escultura que representa la exacta copia de la llama
de la antorcha de la Estatua de la Libertad de la ciudad de Nueva
York, otorgada a la ciudad francesa por el
International Herald Tribune. El
objetivo del
obsequio fue celebrar el centenario de la inauguración del monumento
newyorkino y evidenciar, al mismo tiempo, la amistad franco-americana
y la supuesta semejanza ideológica entre los dos países.
Sin embargo,
la muerte de la princesa de Galles, Lady Diana, casualmente cerca del
lugar donde fue colocado el monumento, cambió radicalmente tanto la
valencia ideológica como las características formales del mismo,
que dejó por mucha gente de ser el símbolo de unos ideales
abstractos para convertirse asombrosamente en el «Monumento de Lady
Di».
A medida que la gente depositaba sus homenajes a la difunta princesa
el monumento se iba convirtiendo en un "altar espontáneo”, es
decir, en una especie de tabernáculo que se llenaba de flores,
fotografías, cartas, indumentos, recortes de revistas y graffiti.
Este monumento se convirtió en un «palimpsesto social»,
es decir, un monumento-documento que se estructura al ritmo incesante
de los acontecimientos urbanos.
El caso del
«Monumento de Lady Di»
demuestra como,
en ocasiones y contextos
determinados, los sucesos históricos y sociales transforman un
objeto conmemorativo en un lugar de culto, pero también en un
catalizador de dolencias conflictos, e inquietudes colectivas. Esto
ocurre especialmente cuando un artista se plantea de usar el
monumento para hacer revivir algunos acontecimientos traumáticos del
pasado. Este problema ha sido muy debatido por un teórico americano,
James Young, que fue el primero a introducir el termino de
«contra-monumento»
(counter-monument) para
explicar la anómala característica de algunos nuevos monumentos que
recordaban los delitos y genocidios que una nación había
perpetuado.
Young, individuó el
importante comienzo de una
tendencia contra-monumental en una obra presentada por el artista
americano Sol Lewitt, en el contexto del festival Skulpture
Projekte organizado
en Münster en 1987. Se
trata de una escultura constituida por piedras negras dispuestas en
un largo bloque y bautizada con el nombre de Black
Form. El monumento,
de aspecto bastante
austero, fue colocado en Hamburgo, literalmente en el medio de la
Platz der Republik, una elegante y soleada plaza universitaria, y
dedicado a todos los judíos victimas del genocidio nazi. Sin
embargo, el marcado contraste de la escultura con su espacio
circundante y su inadecuado emplazamiento –que obstaculizaba la
libre circulación de coches y peatones— desconcertaron a muchos
residentes que pronto solicitaron la remoción. Black
Form fue derribada
en el marzo de 1988,
después de haber sido recubierta de graffiti y de eslóganes
políticos, que ponían aún más en evidencia su discrepancia
estética con la elegante textura urbana que la rodeaba. Una vez
arrasada la escultura dejó un espacio hueco. En palabras de Young se
convirtió en:
Un
monumento ausente para conmemorar a unas personas ausentes”.
Sin duda, el
exterminio de judíos perpetuado por los nazis sigue siendo hoy día
una página abierta en el libro negro de toda la historia alemana,
una "herida palpitante” que ha obligando a algunos intelectuales
a participar a un prolongado debate estético, político y social
sobre el monumento concibiéndolo como la siniestra materialización
de una lesión. Sin embargo, sin entrar a fondo en esta punzante
cuestión, la presencia de un monumento ausente— tal como lo
planteó Young— inauguró, desde final de los años 90, un nuevo
tipo de debate estético que se centró mucho en los conceptos de
«invisibilidad»
y «vacío».
Sobre todo un psicólogo francés, Gérard Wajcman, llegó a afirmar
que existen hoy monumentos que, en lugar de colectivizar y reunir un
grupo en la pacifica comunión del recuerdo, pretenden mostrar lo que
no es posible ver: El olvido.
Rehaciéndose principalmente a algunos monumentos del artista alemán
Jochen Gerz, Wajcman afirmó:
"[Esos
monumentos] Hacen surgir en lo visible lo que allí falta, exhibiendo
la ausencia de los cuerpos y los agujeros de memoria que vuelven a
tensar este espacio perceptible que llamamos nuestra realidad.”
Aplicando su
teoría a una obra de Gerz, 2146
Steine,
Mahnmal gegen Rassismus (2146 piedras, Monumento contra el racismo,
Wajcman trata de demostrar como se puedan usar creativamente la
ausencia y el vacío para ampliar la sensibilidad y crear, al mismo
tiempo, un espacio de conciencia crítica. La obra en cuestión, es
una intervención realizada en una avenida en el centro de la ciudad
alemana de Sarrebruck en que la GESTAPO, durante segunda guerra
mundial, había instalado su Cuartel General. Tomando de manera
aleatoria 2146 adoquines –con la ayuda de un grupo de estudiantes
de la escuela de Bellas Artes de Sarrebruck y después de un trabajo
previo de indagación en los archivos alemanes—Gerz grabó sobre
cada piedra el nombre de uno de los 2146 cementerios judíos que
existían en Alemania en 1939, reimplantándola después en la
avenida y sellándola en el suelo, con el lado que llevaba la
inscripción hacia abajo. Con este acto simbólico Gerz quiso
recordarnos que:
"La
memoria es como la sangre, está bien cuando no se la ve”.
En efecto
esta intervención es un «monumento invisible»,
una propuesta conceptual con que el artista alemán pretendería
denunciar la indiferencia y el olvido. Quizá sea por esta razón que
–haciendo desaparecer el monumento— Gerz pretende transferir la
memoria más allá del bloque escultórico, restituyéndola a la
colectividad, a los individuos que tienen el deber moral de
mantenerse vigiles para contrarrestar todo tipo de totalitarismo.
Gerz lo subraya particularmente cuando afirma que:
"Nada
ha de levantarse en nuestro lugar contra la injusticia”
El problema
principal planeado por Gerz es el de hacer perdurar la memoria
colectiva en una sociedad muy heterogénea que cambia y se desarrolla
a un ritmo bastante frenético. Si lo consideramos desde esta
perspectiva, el monumento de Gerz, es la "forma invisible” que,
inscribiéndose en un contexto urbano, intenta oponerse a la
reificación del recuerdo, a la tumefacción de la memoria convertida
en simulacro. Dicho de otra manera, Gerz lidiaría contra todo
monumento que se ofrece a si mismo como un objeto secularizado. En
este sentido, los monumentos de Gerz son totalmente antitéticos a
los de Oldenburg.
Todo
«monumento ausente»—
si nos rehacemos a la lógica implícita en las disquisiciones de
Young y de Wajcman— podría finalmente considerarse un vehiculo de
denuncia social. Su eficacia, en este sentido, podría medirse en
relación al impacto emotivo que ejerce en una determinada población.
Sobre todo, un monumento conceptual, invisible o visible, tiene la
función de hacer percetible lo que un pueblo ha preferido olvidar o,
en el peor de los casos, ocultar. Un ejemplo muy original, en este
sentido, es el monumento Und
Ihr Habt doch
Gesiegt! (¡Y después
de todo habéis
ganado!), una intervención realizada en 1988 por Hans Haacke en la
ciudad austriaca de Graz, en ocasión de la (anti)celebración de los
cincuenta años del tercer Reich.
Haacke, igual que Gerz, plantea su contramonumento
a partir de un
claro compromiso con la sociedad. Se trata de una denuncia –pero
esta vez bien visible— contra el nazismo. El artista alemán,
reproduciendo la decoración empleada originariamente por los nazis
para revestir la columna central de la plaza, provoca un inesperado
"regreso” al presente de un monumento del pasado.
En realidad,
Haacke crea un «injerto histórico»
a partir de la descontextualización de un objeto del pasado. Sin
embargo, no habría que olvidar que Und
Ihr
Habt doch Gesiegt es
principalmente un
monumento concebido para provocar, irritar e incomodar a los
ciudadanos. La explosión de una bomba incendiaria—probablemente
arrojada por un neonazi durante la noche—que dañó
irreparablemente el revestimiento de la columna, demostró que la
persistencia de la memoria es un hecho tangible y real que se
incrusta en el presente y que no puede ser suprimido ni olvidado sin
producir malestares. Como en Dogville,
una famosa película de Lars Von Trier, el cineasta danés destapó
la hipocresía que muchas veces se oculta detrás de los monumentos y
edificios "abriendo” las casas y mostrando lo que ocurría en su
interior, también Haacke demostró que el elegante diseño urbano de
la tranquila ciudad de Graz, con su antiguo obelisco nazi convertido
en la actualidad en una columna de la Virgen, pretendía celar y
disimular la auténtica triste historia de esta ciudad. Haacke
pretendió desvelar lo que se oculta detrás de los monumentos que
adornan la elegante textura de plazas y edificios.
Otro artista
alemán, Lothar Baumgarten, trabajó en esta dirección. En una
intervención con el titulo de Drei
Irrlichter,
realizada en 1987 en Münster, en
la Torre de la iglesia de San Lamberto, Baumgarten colocó tres
bombillas en cada una de las tres jaulas de la antigua torre de la
iglesia, en la cual, tras la derrota de la rebelión anabaptista en
el siglo XVI, los católicos encerraron los cuerpos de los líderes
justiciados. Las jaulas, iluminadas por la noche y con la
participación de la brisa que las hace ondear suavemente, provocan
el recuerdo traumático de un lamentable acaecimiento del pasado,
obligándolo a "manifestarse” en le presente. Tanto la violenta
ofensiva callejera contra el monumento de Haacke como la muy rápida
institucionalización de Drei
Irrlichter,
convertido, por voluntad de los comerciantes de la ciudad, en un
monumento permanente, son ejemplos muy evidentes de cómo un
monumento pueda convertirse en un catalizador de trabas sociales.
Ambos
artistas, Haacke y Baumgaten, evocan acontecimientos traumáticos del
pasado reproduciendo en el presente unos objetos relacionados con
dichos sucesos. Esta práctica, naturalmente, era muy conocida por
los formalistas rusos –que la llamaban
ostranenie (extrañamiento)
y la aplicaban
sistemáticamente para provocar una fuerte tensión emotiva con el
fin de alterar la percepción común de la realidad—y por los
surrealistas, que la convirtieron en el método que inspiraba su
poética, sobre todo para explorar la dimensión onírica del
subconsciente freudiano. Sin embargo, hoy día, cuando incluso el
espacio público se está utilizando como escenario de ostranenie,
muchos monumentos se están fatalmente transformando en «objetos de
ansiedad»
que, como afirmó Suzi Gablick, no provocan las mismas reacciones
ante el arte sino, más bien, contradicen sus funciones
tradicionales, sustituyéndolas por el desequilibrio, el escándalo y
la duda.
La
ostranenie, usada de
forma extensiva, es decir, canalizada por la poderosa herramienta
tecnológica y dirigida masivamente hacia el público, podía
provocar efectos muy curiosos. Un artista de origen judío, Shimon
Attie, intentó crear sus «objetos de ansiedad»
con un procedimiento de intervención pública basado en las
proyecciones, desde el punto de vista técnico muy similar a lo de
Wodiczko. La peculiar concepción de monumento conmemorativo
articulada por Attie, se basa en la proyección temporal de imágenes—
recogidas de archivos y, por lo tanto, provenientes del pasado—sobre
superficies arquitectónicas de la ciudad. La primera de sus
intervenciones, The
writing in the wall,
fue realizada en Berlín entre 1991-93. Attie recopiló una serie de
fotografías antiguas—tomadas en un barrio judío de la ciudad
durante la década de 1930—y las proyectó sobre fachadas de casas
y tramos de muros urbanos. La intervención tuvo un efecto muy
curioso e inquietante, puesto que provocó que unas imágenes
fantasmales, procedentes del pasado más remoto y reprimido,
regresaran a la vista de todos los que pasaban por el barrio de la
ciudad, invitando a su rememoración. Estas efímeras proyecciones
temporales se exhibían como chispazos de recuerdo, imágenes fugaces y
transitorias que enfatizaban la naturaleza de la memoria en cuanto
ente volátil e inconsistente, algo que quizá pueda manifestarse
mejor en una delicada membrana de luz que en un sólido monolito de
piedra.
Sin duda,
esta tipología de intervención nos remite una vez más a muchas
propuestas que dibujaron el heterogéneo panorama artístico durante
los años 60. Un claro ejemplo son los monumentos luminosos del
artista Dan Flavin, unos homenajes que –a pesar de estar realizados
con lámparas fluorescentes –reclamaban ya entonces la condición
de monumentalidad. Efectivamente, estos monumentos son más que
objetos luminosos, puesto que incorporan el mismo espacio que
irradian como parte de la "materia” escultórica. Lógicamente,
obras de este tipo—precisamente por sus características
específicas que rompen de manera categórica con los cánones de
belleza clásica—han sido objeto de muchas críticas. Lyotard, por
ejemplo, recriminó a muchos artistas contemporáneos de recurrir a
nuevas formulas postmodernas para evocar lo sublime romántico, pero
sin apelar ni a las formas ni a la imaginación. La sublimidad
postmoderna, afirmó el filósofo francés en su texto «la analítica
de lo sublime»,
se trasladaría en la percepción de algo instantáneo, un evento que
se agota en el mismo acto y se consume sin porvenir alguno.
Es posible
que muchas de las propuestas analizadas en este ensayo –sobre todo
por su carácter transitorio y evanescente— tengan alguna conexión
con las sublimidades contemporáneas criticadas por Lyotard. Puede
que en el arte contemporáneo se estén articulando algunas
tendencias que convierten la necesidad de representar lo
irrepresentable en el nuevo índice del valor estético. Si aceptamos
esta hipótesis, deberíamos también reconocer que el principal
recurso de este tipo de arte sería el de producir una especie de
"extrañamiento masificado”, "domesticando” lo sublime y
propagándolo por el mercado artístico. Entonces, la evocación del
vació y de la ausencia en lugar de contraponer el silencio y la
reflexión critica al siempre más aberrante desarrollo capitalista,
apenas lograrían la sublimación de la nada y un fugaz y malogrado
escape del mundo. Puede que el intento de muchos de estos artistas se
realmente apreciable, pero el efecto de la mayoría de sus propuestas
parece ser casi siempre el mismo: Inquietar, trastornar, perturbar,
confundir, irritar e incluso aburrir. Precisamente por esto, la
critica americana Susan Sontag ha desacreditado estas formulas
artísticas que, negando todo placer estético, acaban con una
simplificación final que se reduce literalmente al silencio y a la
renuncia absoluta a la comunicación.
Sin embargo,
tomando en cuenta las diversidades formales y los complejos
planteamientos conceptuales de sus artífices, la metamorfosis del
monumento no afecta sólo la cuestión de la representación
estética, puesto que devuelve a la obra su contenido implícito
reestableciéndola como sitio de inscripción social, de producción
de sentido, de construcción simbólica en acción. Es indudable que
hoy día los monumentos estén sujetos a una transformación bastante
radical y que, por esta misma razón, tengamos oportunidades
favorables para replantearnos la cuestión de su legitimidad y de sus
nuevas posibles significaciones a partir de su conversión en
insólitos objetos inéditos, formas nuevas que podrían tener
repercusiones en diferentes sucesos sociales, e impulsar—frente al
peligro del olvido— a nuevas lecturas, interpretaciones y
reapropiaciones de la memoria histórica colectiva.
Antonio
Bentivegna es licenciado en Filosofía (febrero de 2004) y es Becario
de Investigación en el Departamento de Filosofía de la Universidad
de Salamanca www.usal.es
donde está realizando su tesis doctoral en el área de Estética y
Teoría del Arte.
Ha publicado
diferentes artículos en la revista salmantina independiente,
Monbaça: Arte y Literatura y ha participado a numerosos Congresos y
Seminarios sobre problemas filosóficos en el arte contemporáneo.
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