por
Isaías Garde
Fotografía: Walker Evans
Cuando Walt Whitman contemplaba las perspectivas
democráticas de la cultura, trató de ver más allá de la diferencia entre
belleza y fealdad, importancia y trivialidad. Le parecía servil o snob
establecer discriminaciones de valor, salvo las más generosas. Nuestro
profeta más audaz y delirante de la revolución cultural otorgó una gran
importancia a la inocencia. Nadie se inquietaría por la belleza y la
fealdad, insinuaba, si aceptara una perspectiva suficientemente amplia
de lo real, de la heterogeneidad y vitalidad de la experiencia práctica
norteamericana. Todos los hechos, aun los mínimos, son incandescentes en
la Norteamérica de Whitman, ese espacio ideal, vuelto real por la
historia, donde "los hechos al producirse son bañados en luz". La
gran revolución cultural norteamericana pregonada en el prefacio a la
primera edición de Hojas de hierba (1855) no se produjo, lo cual ha
defraudado a muchos pero no ha sorprendido a nadie. Se necesita algo más
que un gran poeta para cambiar el clima moral; aun si el poeta tiene
millones de Guardias Rojos a su disposición, no es fácil. Como todo
visionario de la revolución cultural, Whitman creyó vislumbrar que el
arte ya era usurpado, y desmitificado, por la realidad. "Los Estados
Unidos mismos son esencialmente el poema más grandioso". Pero cuando no
hubo tal revolución cultural y el poema más grandioso pareció menos
grandioso en tiempos del Imperio que en tiempos de la República, sólo
otros artistas se tomaron en serio el programa de trascendencia
populista, transvaloración democrática de belleza y fealdad, importancia
y trivialidad, propugnado por Whitman. Lejos de haber sido
desmitificadas por la realidad, las artes norteamericanas —la fotografía
en particular— aspiraban ahora a promover la desmitificación. En
las primeras décadas de la fotografía, se esperaba que las fotografías
fueran imágenes idealizadas. Esta es aún la meta de casi todos los
fotógrafos aficionados, para quienes una fotografía bella es la
fotografía de algo bello, como una mujer o un crepúsculo. En 1915 Edward
Steichen fotografió una botella de leche en la salida de emergencia de
una casa de vecindad, un ejemplo temprano de una noción muy diferente de
la fotografía bella. Y desde los años '20 profesionales ambiciosos, de
esos cuya obra se conserva en museos, se han apartado tenazmente de los
temas líricos para explorar concienzudamente un material chato, gárrulo,
y aun insípido. En las décadas recientes, la fotografía ha logrado
parcialmente que todo el mundo revisara las definiciones de belleza y
fealdad —de acuerdo con la propuesta de Whitman. Si (en palabras de
Whitman) "cada objeto, condición, combinación o proceso precisos exhibe
una belleza", es superficial señalar que ciertas cosas son bellas y
ciertas otras no. Si "todo cuanto hace o piensa una persona es
relevante", es arbitrario tratar ciertos momentos de la vida como
importantes y la mayoría como intrascendentes. Fotografiar
es conferir importancia. Quizá no hay modelo que no pueda ser
embellecido; más aún, no hay modo de suprimir la tendencia intrínseca de
toda fotografía a acordar valor a sus modelos. Pero el significado
mismo de valor puede alterarse tal como ha ocurrido en la contemporánea
cultura de la imagen fotográfica, una parodia del evangelio de Whitman.
En las mansiones de la cultura predemocrática, quien se fotografía es
una celebridad. En los anchos campos de
la experiencia práctica norteamericana, catalogados apasionadamente por
Whitman y registrados resignadamente por Warhol, cada cual es una
celebridad. Ningún momento es más importante que cualquier otro. Nadie
es más interesante que los demás. El
epígrafe de un libro de fotografías de Walker Evans publicado por el
Museo de Arte Moderno es un pasaje de Whitman donde suena el mismo
acorde que en la busca más prestigiosa de la fotografía norteamericana: No
dudo que la majestad y belleza del mundo están latentes en cualquier
nimiedad del mundo... No dudo que hay en las trivialidades, insectos,
personas vulgares, esclavos, enanos, malezas, desperdicios, mucho más de
lo que yo suponía... Whitman pensaba
que no estaba aboliendo la belleza sino generalizándola. Lo mismo
pensaron durante generaciones los fotógrafos norteamericanos más
talentosos, en su polémica persecución de lo trivial y lo vulgar. Pero
entre los fotógrafos norteamericanos que han madurado después de II
Segunda Guerra Mundial, la exhortación de Whitman a registrar
enteramente las inocencias extravagantes de la experiencia práctica
norteamericana no ha recogido buenos frutos. Fotografiando enanos no se
revelan majestad y belleza. Se revelan enanos.
A
partir de las imágenes reproducidas y consagradas en la lujosa revista
Camera Work que Alfred Stieglitz publicó de 1903 a 1917 y exhibidas en
la galería que él dirigió en Nueva York de 1905 a 1917 en el 291 de la
Quinta Avenida (primero denominada la Pequeña Galería de la
Foto-Secesión, luego simplemente 291) —revista y galería constituían el
foro más ambicioso de los juicios whitmanianos— la fotografía
norteamericana ha pasado de la afirmación a la erosión y, por último, a
la parodia del programa de Whitman. En esta historia la figura más
edificante es Walker Evans. Fue el último gran fotógrafo que trabajó
seria y confiadamente en una tónica derivada del humanismo eufórico de
Whitman, absorbiendo lo anterior (por ejemplo, las asombrosas
fotografías de inmigrantes y obreros de Lewis Hine) y anticipando buena
parte de la fotografía más fría, cruel y sórdida que se ha hecho desde
entonces, como en las proféticas secuencias de fotografías "secretas" de
los anónimos viajeros del subterráneo neoyorquino que Evans tomó con
una cámara escondida entre 1939 y 1941. Pero Evans rompió con la
modalidad heroica de la visión whitmaniana preconizada por Stieglitz y
sus discípulos, que habían desdeñado a Hine. Para Evans, la obra de
Stieglitz era pretenciosa. Como Whitman,
Stieglitz no veía contradicción entre hacer del arte un instrumento de
identificación con la comunidad y exaltar al artista como un yo heroico y
romántico que se expresaba a sí mismo. En su florido y brillante libro
de ensayos, Port of New York (1924), Paul Rosenfeld saludaba a Stieglitz
como uno "de los grandes afirmadores de la vida. No hay en el mundo
materia tan insulsa, trillada o humilde que no le sirva a este hombre de
la caja negra y el baño químico para expresarse a sí mismo
enteramente". Fotografiar, y por lo tanto redimir lo insulso, trillado y
humilde es también un medio ingenioso de expresión individual. "El
fotógrafo", escribe Rosenfeld a propósito de Stieglitz, "ha arrojado la
red del artista mucho más lejos en el mundo material que ninguno de sus
predecesores o contemporáneos." La fotografía es una suerte de énfasis,
una copulación heroica con el mundo material. Como Hine, Evans buscaba
una especie de afirmación más impersonal, una reticencia noble, una
lúcida alusividad. Ni en las impersonales naturalezas muertas
arquitectónicas de fachadas norteamericanas y los inventarios de
habitaciones que le gustaban tanto, ni en los minuciosos retratos de
granjeros sureños que tomó a fines de los años '50 (publicados en el
libro realizado con James Agee, Let Us Now Praise Famous Men), procuraba
Evans expresarse a sí mismo. Aun sin la
inflexión heroica, el proyecto de Evans es hijo del de Whitman: la
eliminación de discriminaciones entre lo bello y lo feo, lo importante y
lo trivial. Cada cosa o persona fotografiada se transforma en una
fotografía; y por lo tanto se vuelve moralmente equivalente a cualquier
otra de sus fotografías. La cámara de Evans descubría la misma belleza
formal en los exteriores de las residencias victorianas de Boston a
principios de los años '30 que en las tiendas de las calles principales
de los pueblos de Alabama en 1936. Pero la uniformación dignificaba en
vez de rebajar. Evans quería que sus fotografías fueran "doctas,
autoritarias, trascendentes". Hoy, cuando el universo moral de los años
'30 ya no es el nuestro, estos adjetivos son apenas creíbles. Nadie
exige que la fotografía sea docta. Nadie imagina cómo podría ser
autoritaria. Nadie comprende cómo cualquier cosa, y menos aún una
fotografía, podría ser trascendente. Whitman
predicó la empatía, la concordia en la discordia, la unicidad en la
multiplicidad. La interrelación psíquica con todo y con todos —más la
unión sensual (cuando le era posible)— es la experiencia vertiginosa que
nos propone explícitamente, hasta el cansancio, en los prefacios y
poemas. Este anhelo de hacer una declaración pasional al mundo entero
también le dictó la forma y tono de su poesía. Los poemas de Whitman son
una tecnología psíquica para arrastrar al lector a un nuevo estado del
ser (un microcosmos del "nuevo orden" encarado en la organización
política); son funcionales, como mantras: modos de transmitir cargas
energéticas. La repetición, la cadencia pomposa, los versos
interminables y la dicción agresiva son un caudal de inspiración secular
destinada a elevar psíquicamente a los lectores, a remontarlos a esas
alturas donde puedan identificarse con el pasado y con la comunidad del
deseo norteamericano. Pero este mensaje de identificación con otros
norteamericanos hoy es ajeno a nuestro temperamento.
Fotografiá: Alfred Stieglitz’s
El
último suspiro del abrazo erótico de Whitman con la nación, pero
universalizado y despojado de toda exigencia, se oyó en la exposición
"La familia del hombre", organizada en 1955 por Edward Steichen,
contemporáneo de Stieglitz y cofundador de Foto-Secesión. Quinientas
tres fotografías de doscientos setenta y tres fotógrafos de sesenta y
ocho países presuntamente debían converger, demostrar que la humanidad
es "una" y que los seres humanos, pese a todas sus flaquezas y maldades,
son criaturas atractivas. La gente de las fotografías pertenecía a
todas las razas, edades, clases, tipos físicos. Muchos tenían cuerpos
excepcionalmente bellos; algunos tenían rostros bellos. Así como Whitman
urgía a los lectores de sus poemas a identificarse con él y con
Norteamérica, Steichen organizó la muestra para posibilitar a cada
espectador la identificación con buena parte de la gente retratada, y
potencialmente con el tema de cada una de las fotografías: todos
ciudadanos de Fotografía Mundial. Pasaron
diecisiete años antes que la fotografía atrajera nuevamente multitudes
tan numerosas al Museo de Arte Moderno: para la exposición retrospectiva
de la obra de Diane Arbus en 1972. En la exposición de Arbus, ciento
doce fotografías tomadas por una sola persona y todas similares —es
decir, casi todos los retratados tienen (en cierto sentido) el mismo
aire— imponían una sensación exactamente opuesta a la tranquilizadora
calidez del material de Steichen. En vez de personas de aspecto grato,
gentes representativas portándose humanamente, la exposición Arbus
reunía monstruos selectos y casos límite —casi todos feos, con ropas
grotescas o desfavorables, en sitios desolados o yermos— que se han
prestado a posar y a menudo observan al espectador con franqueza y
seguridad. La obra de Arbus no invita a los espectadores a identificarse
con los parias y desdichados que fotografió. La humanidad no es "una". Las
fotografías de Diane Arbus transmiten el mensaje antihumanista que las
gentes de buena voluntad de los anos '70 están consternadamente ávidas
de recibir, así como en los años '50 se deseaba el consuelo y la
distracción de un humanitarismo sentimental. Entre ambos mensajes no hay
tanta diferencia como se podía suponer. La exposición de Steichen era
estimulante y la de Arbus deprimente, pero ambas experiencias
contribuyen igualmente a obstaculizar una comprensión histórica de la
realidad. La selección fotográfica de
Steichen presume una condición humana o naturaleza humana compartida por
todos. Con la intención de mostrar que los individuos nacen, trabajan,
ríen y mueren de la misma manera en todas partes, "La familia del
hombre" niega el peso determinante de la historia —de diferencias,
injusticias y conflictos genuinos e históricamente arraigados. Las
fotografías de Arbus simplifican con la misma decisión las cuestiones
políticas al ingerir un mundo donde todos son seres extraños,
irremediablemente aislados, inmovilizados en identidades y relaciones
mecánicas y atrofiadas. Tanto la piadosa exaltación de la antología
fotográfica de Steichen como la distante desolación de la retrospectiva
de Arbus afirman la irrelevancia de la historia y la política. Uno lo
hace universalizando la condición humana en la alegría, la otra
atomizándola en el horror. El aspecto más asombroso de la obra
de Arbus es que parece haberse enrolado en una de las empresas más
vigorosas de la fotografía artística —concentrándose en victimas, en
infortunados— pero sin el propósito compasivo que presuntamente debería
perseguir dicho proyecto. Su obra muestra gentes patéticas, dignas de
lástima, y también repulsivas, pero no suscita ningún sentimiento de
compasión. Gracias a lo que en rigor habría que llamar un punto de vista
disociado, las fotografías han sido elogiadas por su candor y por
cierta empatía no sentimental con los modelos. Se ha tratado como una
proeza moral lo que en verdad es una agresión al público: que las
fotografías no permitan al espectador cobrar distancia. Más
plausiblemente, las fotografías de Arbus —con esa aceptación de lo
apabullante— sugieren una ingenuidad esquiva y siniestra a la vez, pues
se basa en la distancia, el privilegio, la sensación de que las cosas
que se invita a ver al espectador son realmente otras. Buñuel, cuando
una vez le preguntaron por qué hacia películas, repuso que era para
"mostrar que éste no es el mejor de los mundos posibles". Arbus tomaba
fotografías para mostrar algo más simple: que hay otro mundo. Ese
otro mundo existe, como de costumbre, dentro de éste. Confesadamente
interesada en fotografiar sólo gente de "aspecto extraño", Arbus
descubrió mucho material sin ir muy lejos. Nueva York, con sus bailes de
travestis y hoteles para incapacitados, era rica en monstruos. También
había un carnaval en Maryland donde Arbus descubrió un alfiletero
humano, un hermafrodita con un perro, un hombre tatuado y un tragasables
albino; campamentos nudistas en Nueva Jersey y Pennsylvania;
Disneylandia y un set de Hollywood, por sus muertos o ficticios paisajes
sin gente: y el anónimo hospital mental donde tomó algunas de las
últimas, y más perturbadoras, fotografías. Y siempre estaba la vida
cotidiana con su inagotable provisión de rarezas —si se tiene ojo para
verlas. La cámara tiene el poder de sorprender a la gente presuntamente
normal de tal modo que la hace parecer anormal. El fotógrafo selecciona
la rareza, la persigue, la encuadra, la procesa, la titula. "Ves
a alguien en la calle", escribió Arbus, "y lo que adviertes ante todo
es la falla". La insistente uniformidad de la obra de Arbus, aun cuando
se aleja de sus temas prototípicos, muestra que su sensibilidad, armada
con una cámara, podría insinuar angustia, anomalía, enfermedad mental
con cualquier tema, Hay dos fotografías de bebés llorando: los bebés
aparecen desencajados, dementes. La semejanza o el rasgo en común con
otra persona es una fuente recurrente de acechanzas, de acuerdo con las
normas características de la visión disociada de Arbus. Pueden ser dos
muchachas (no hermanas) con impermeables idénticos a quienes Arbus
fotografió juntas en Central Park; o los mellizos o trillizos que
aparecen en varios retratos. Muchas fotografías subrayan con opresiva
admiración el hecho de que dos personas forman una pareja; y toda pareja
es una pareja anómala: heterosexuales u homosexuales, blancos o negros,
en un asilo de ancianos o una escuela secundaria. La gente lucía
excéntrica porque no tenía ropa, como los nudistas: o porque iba
vestida, como la camarera del campamento nudista que tiene puesto un
delantal. Fotografiado por Arbus, cualquiera es monstruoso: un muchacho
esperando para marchar en una manifestación belicista, con su rancho de
paja y su insignia "Bombardeen Hanoi"; el rey y la reina de un Baile de
Ciudadanos Honorables; una madura pareja suburbana despatarrada en las
sillas de jardín; una viuda a solas en su cuarto desordenado. En
"Gigante judío en casa con sus padres en el Bronx, NY, 1970", los padres
parecen enanos, tan desproporcionados como el enorme hijo encorvado
sobre ellos bajo el cielo raso de un cuarto de paredes bajas.
Fotografiá: Diane Arbus
La
eficacia de las fotografías de Arbus deriva del contraste entre un tema
lacerante y una concentración calma y pragmática. Esta cualidad de
atención —la atención del fotógrafo, la atención del modelo al acto de
ser fotografiado— crean la escenografía moral de los retratos de Arbus,
directos y contemplativos. Lejos de espiar a monstruos y parias para
sorprenderlos desprevenidos, la fotógrafa ha trabado conversación con
ellos, persuadiéndolos de que posaran tan sosegada y rígidamente como
cualquier notable victoriano en el estudio de Julia Margaret Cameron.
Buena parte del misterio de las fotografías de Arbus reside en lo que
sugieren acerca de los sentimientos de los modelos después que
accedieron a ser fotografiados. ¿Se ven a sí mismos, se pregunta el
espectador, como eso? ¿Saben qué grotescos son? Pareciera que no. El
tema de las fotografías de Arbus es, por usar la solemne etiqueta
hegeliana, "la conciencia desdichada". Pero la mayor parte de los
personajes del Grand Guignol de Arbus parecen ignorar que son feos,
Arbus fotografía gentes en diversos grados de relación inconsciente o
ingenua con su dolor y fealdad. Esto limita necesariamente la clase de
horrores que pudo haber incluido en su fotografía: excluye a los
sufrientes que presuntamente saben que están sufriendo, como las
victimas de accidentes, guerras, hambrunas y persecuciones políticas.
Arbus jamás habría fotografiado accidentes, acontecimientos que irrumpen
en una vida: se especializó en colisiones privadas y morosas que en su
mayoría estaban ocurriendo desde el nacimiento del sujeto. Aunque
casi todos los espectadores están dispuestos a imaginar que estas
personas, los ciudadanos del submundo sexual así como los caprichos
genéticos, son infelices, pocas imágenes muestran en verdad tensión
emocional. Las fotografías de pervertidos y auténticos monstruos no
acentúan el dolor, sino más bien su distanciamiento y autonomía. Los
travestis en sus camarines, el enano mexicano en el cuarto de su hotel
de Manhattan, los enanos rusos en un living de la Calle Cien, y todos
los de su especie, son presentados en general como personas alegres,
seguras, prácticas. El dolor es más legible en los retratos de los
normales: la pareja madura que riñe en el banco de un parque, la
tabernera de Nueva Orleans en casa con la estatuilla de un perro, el
chico en Central Park blandiendo su granada de juguete. Brassaï
denunció a los fotógrafos que procuran tomar por sorpresa a los modelos
con la errónea creencia de que así se les revelará algo especial*. En
el mundo colonizado por Arbus, los modelos siempre están revelándose a
si mismos. No hay un momento decisivo. Para Arbus, la autorrevelación es
un proceso continuo y parejamente distribuido, otra manera de sustentar
el imperativo whitmaniano: tratar a todos los momentos como si tuvieran
la misma importancia. Al igual que Brassaï, Arbus quería que sus
modelos estuvieran plenamente alertas, conscientes del acto en que
participaban. En vez de intentar persuadirlos de que adopten una
posición natural o típica, los incita a lucir desmañados, o sea, a
posar. (Por lo tanto, la revelación de la personalidad se identifica con
lo extraño, raro, anómalo.) Estar de pie o sentados rígidamente los
hace parecer imágenes de sí mismos. [* No es un error, en
verdad. Hay algo en la cara de la gente cuando no sabe que la están
observando que nunca aparece en caso contrario. Si no supiéramos cómo
Walker Evans tomó sus fotografías del subterráneo (viajando cientos de
horas en los subterráneos neoyorquinos, de pie, con la lente de la
cámara atisbando entre dos botones del abrigo), las imágenes mismas
dirían a las claras que los pasajeros sentados, aunque fotografiados de
cerca y frontalmente, no sabían que los estaban fotografiando, las
expresiones son privadas, no las que presentarían a la cámara.] En
casi todos los retratos de Arbus los modelos miran directamente a la
cámara. Con frecuencia esto contribuye a hacerlos parecer más raros,
casi enajenados. Compárese la fotografía que en 1912 tomó Lartigue a una
mujer con sombrero de plumas y velo ("Hipódromo de Niza") con la "Mujer
con velo en la Quinta Avenida, Cuidad de NY. 1968". Al margen de la
típica fealdad de la modelo de Arbus (la modelo de Lartigue es también
típicamente hermosa), lo que vuelve extraña a la mujer de la fotografía
de Arbus es la audaz soltura de la pose. Si la mujer de Lartigue nos
mirara, tal vez nos parecería casi tan extraña como la de Arbus. En
la retórica normal del retrato fotográfico, enfrentar la cámara
significa solemnidad, sinceridad, la revelación de la esencia del
sujeto. Por eso las fotos de frente parecen apropiadas para las
ceremonias (como bodas y graduaciones) pero no tanto para los cartelones
publicitarios de los candidatos políticos. (En los políticos es más
común el retrato de tres cuartos de perfil: una mirada que se pierde en
vez de enfrentar, sugiriendo en vez de la relación con el espectador,
con el presente, la relación con el futuro, más digna y abstracta.) Lo
que vuelve tan fascinante el uso de la posición frontal en Arbus es que
los sujetos son con frecuencia gentes de quienes uno no esperaría tanta
docilidad e ingenuidad ante la cámara. Así, en las fotografías de Arbus,
la frontalidad también insinúa de la manera más vivida la cooperación
del modelo. Para persuadir a esas gentes de que posaran, la fotógrafa
tuvo que ganarse su confianza, tuvo que entablar "amistad" con ellas. Tal
vez la escena más pobre del filme Freaks ("La parada de los monstruos",
1932) de Tod Browning es el banquete de bodas, cuando cabezas de
alfiler, mujeres barbadas. siameses y torsos vivientes expresan bailando
y cantando su aceptación de la maligna Cleopatra, quien tiene estatura
normal y acaba de casarse con el crédulo héroe enano. "¡Una de los
nuestros’. ¡Una de los nuestros’" salmodian mientras una copa pasea por
la mesa de boca en boca hasta que por último un enano exuberante se la
presenta a la novia asqueada. Arbus tal vez tenía una visión simplista
del encanto, la hipocresía y el embarazo de fraternizar con monstruos.
Tras la exultación del descubrimiento, estaba la emoción de haberse
ganado su confianza, de no tenerles miedo, de haber dominado la propia
aversión. Fotografiar monstruos "me entusiasmaba muchísimo", explicó Arbus. "Casi siempre terminaba adorándolos." Las
fotografías de Diane Arbus ya eran famosas entre los aficionados a la
fotografía cuando ella se mató en 1971; pero, como en el caso de Sylvia
Plath, la atención suscitada por su obra desde su muerte es de otro
orden, una suerte de apoteosis. El suicidio parece garantizar que la
obra es sincera, no voyeurista, que es compasiva, no indiferente. El
suicidio también parece volver más devastadoras las fotografías, como si
demostrara que habían sido peligrosas para ella.
Arbus
misma sugirió la posibilidad. "Todo es tan soberbio y sobrecogedor.
Avanzo arrastrándome sobre el vientre como en las películas de guerra."
Aunque la fotografía es normalmente una visión omnipotente a distancia,
hay una situación donde los fotógrafos pueden morir: cuando fotografían
gente matándose entre sí. Sólo la fotografía de guerra combina el
voyeurismo con el peligro. Los fotógrafos de un combate no pueden evitar
la participación en la actividad letal que registran; incluso visten
uniforme militar, aunque sin jinetas. Descubrir (mediante la fotografía)
que la vida es "de veras un melodrama", entender la cámara como arma de
agresión, implica que habrá bajas. "Estoy segura de que hay límites",
escribió Arbus. "Dios sabe que cuando las tropas empiezan a avanzar
sobre ti te aproximas de veras a esa sensación de pánico que por cierto
puede liquidarte." Retrospectivamente, las palabras de Arbus describen
una especie de muerte en combate: tras haber transgredido ciertos
límites cayó en una emboscada psíquica, víctima de su propio candor y
curiosidad. En la vieja saga del
artista, cualquier persona que tenga la temeridad de pasar una temporada
en el infierno se arriesga a no regresar con vida o a volver
psíquicamente dañado. La heroica vanguardia de la literatura francesa de
fines del siglo XIX y principios del XX ofrece un memorable panteón de
artistas que no logran sobrevivir a sus viajes al infierno. Sin embargo,
hay una gran diferencia entre la actividad de un fotógrafo, que siempre
es voluntaria, y la actividad de un escritor, que quizá no lo es. Se
tiene el derecho, tal vez se siente la compulsión, de dar voz al propio
dolor —que en todo caso es una propiedad personal. Así,
lo que en definitiva perturba más en las fotografías de Arbus no es en
absoluto la temática sino la impresión acumulativa de la conciencia de
la fotógrafa: la sensación de estar enfrentándose precisamente a una
visión privada, algo voluntario. Arbus no era una poetisa hurgándose las
vísceras para expresar el propio dolor sino una fotógrafa aventurándose
en el mundo para coleccionar imágenes dolorosas. Y tratándose de un
dolor buscado antes que sentido, quizá no haya explicaciones tan obvias.
De acuerdo con Reich, el gusto del masoquista por el dolor no surge de
un amor por el dolor sino de la esperanza de procurarse mediante el
dolor una sensación fuerte; las víctimas de la analgesia emocional o
sensorial prefieren el dolor a la carencia absoluta de sensaciones. Pero
hay otra explicación de la busca del dolor, diametralmente opuesta a la
de Reich, que también parece pertinente: que no se lo busca para sentir
más sino para sentir menos. En la
medida en que mirar las fotografías de Arbus es innegablemente una
ordalía, son una muestra típica del arte popularizado hoy día entre las
gentes urbanas sofisticadas: un arte que es una obstinada prueba de
dureza. Sus fotografías brindan la oportunidad de probar que el horror
de la vida puede ser enfrentado sin remilgos. La artista una vez tuvo
que decirse: bien, puedo aceptar eso; el espectador es invitado a hacer
la misma declaración. La obra de Arbus
es un buen ejemplo de una tendencia rectora del arte de los países
capitalistas: la supresión, o al menos la reducción, de los escrúpulos
morales y sensorios. Buena parte del arte moderno está consagrada a
disminuir la escala de lo terrible. Al acostumbrarnos a lo que
anteriormente no soportábamos ver ni oír, porque era demasiado chocante,
doloroso o perturbador, el arte cambia la moral, ese conjunto de
hábitos psíquicos y sanciones públicas que traza una borrosa frontera
entre lo que es emocional y espontáneamente intolerable y lo que no lo
es. La supresión gradual de los escrúpulos nos acerca, por cierto, a una
verdad más bien formal: la arbitrariedad de los tabúes propugnados por
el arte y la moral. Pero nuestra capacidad para digerir este creciente
caudal de imágenes (móviles y fijas) y textos grotescos exige un precio
muy alto. A la larga, no funciona como una liberación sino como una
sustracción del yo: una pseudofamiliaridad con lo horrible refuerza la
alienación, atrofiándonos para reaccionar en la vida real. Lo que sucede
con los sentimientos cuando se ve por primera vez la película
pornográfica que dan hoy en el barrio o la atrocidad que televisan esta
noche no es tan diferente de lo que sucede cuando la gente mira por
primera vez las fotografías de Arbus. Las
fotografías vuelven irrelevantes las reacciones compasivas. No se
proponen conmovernos, capacitarnos para afrontar lo horrible con
ecuanimidad. Pero esta mirada que no es (principalmente) compasiva es
una elaboración ética especial y moderna: no es insensible ni por cierto
cínica, sino simplemente (o falsamente) ingenua. A esa dolorosa y
pesadillesca realidad exterior Arbus aplicó adjetivos tales como
"genial", "interesante", "increíble", "espléndido", "sensacional": la
admiración pueril de la mentalidad pop. La cámara —de acuerdo con esta
imagen deliberadamente ingenua de la busca del fotógrafo— es un aparato
que lo captura todo, que persuade a los modelos de que descubran sus
intimidades, que amplía la experiencia. Fotografiar a la gente, de
acuerdo con Arbus, es necesariamente "cruel", "mezquino". Lo importante
es no pestañear. "La fotografía era una
licencia para ir adonde se me antojaba y para hacer lo que se me
antojaba", escribió Arbus. La cámara es una especie de pasaporte que
aniquila las fronteras morales y las inhibiciones sociales, liberando al
fotógrafo de toda responsabilidad ante la gente fotografiada. La clave
consiste en que al fotografiar no se interviene en las vidas de la
gente, sólo se está de visita. El fotógrafo es un superturista, una
extensión del antropólogo que visita a los nativos y regresa con
noticias sobre sus costumbres exóticas y chucherías estrafalarias. El
fotógrafo intenta siempre colonizar experiencias nuevas o descubrir
formas nuevas de mirar temas familiares: para luchar contra el tedio.
Pues el tedio es precisamente el anverso de la fascinación: ambos
dependen de estar fuera y no dentro de una situación, y uno conduce a la
otra. "Según una teoría china se alcanza la fascinación a través del
tedio", anotó Arbus. Al fotografiar un submundo apabullante (y un
supramundo desolado y plástico), no tenía intenciones de iniciarse en el
horror experimentado por los habitantes de esos mundos. Ellos debían
seguir siendo exóticos, y por lo tanto "geniales". La visión de Arbus es
siempre desde fuera. "No soy propensa a
fotografiar gentes conocidas, ni siquiera temas conocidos", escribió
Arbus. "Me fascinan cuando apenas he oído hablar de ellos." Por mucho
que la atrajeran la mutilación y la fealdad, Arbus jamás habría pensado
en fotografiar hijos de la Thalidomida o víctimas del napalm, horrores
públicos, deformidades con asociaciones sentimentales o éticas. El
periodismo ético no le interesaba. Elegía temas que podía creer
inmediatos y disociados de todo valor. Son necesariamente temas
ahistóricos, patologías privadas antes que públicas, vidas secretas
antes que conocidas. Para Arbus, la
cámara fotografía lo desconocido. ¿Pero desconocido para quién?
Desconocido para alguien que está protegido, que ha sido educado en la
mojigatería y las reacciones cautelosas. Como Nathanael West, otro
artista fascinado por los deformes y mutilados, Arbus provenía de una
familia judía verbalmente habilidosa, compulsivamente saludable,
irascible y acomodada, para la cual los gustos sexuales minoritarios
pertenecían a otro mundo y los riesgos eran despreciados como otra
locura impropia de su raza. "Una de las cosas que me hicieron sufrir
cuando niña", escribió Arbus, "fue que nunca sentí la adversidad. Estaba
confinada en una sensación de irrealidad... Y la sensación de ser
inmune, por ridículo que parezca, era dolorosa." Impulsado por un
descontento muy similar, en 1927 West tomó un empleo de conserje
nocturno en un lamentable hotel de Manhattan. Para Arbus, el modo de
procurarse una experiencia, y adquirir por lo tanto una sensación de
realidad, era la cámara. Experiencia significaba, ya que no adversidad
material, al menos adversidad psicológica: el shock de zambullirse en
prácticas que no pueden ser embellecidas, el encuentro con lo tabú, lo
perverso, lo maligno. El interés de
Arbus en las monstruosidades expresa un deseo de violar su propia
inocencia, de socavar su sensación de privilegio, de aliviar su
frustración por sentirse segura. Aparte de West, los años '30 brindan
pocos ejemplos de esta clase de turbación. Más típicamente, es la
sensibilidad de una persona culta y de clase media que alcanzó la
mayoría de edad entre 1945 y 1955, una sensibilidad que florecería
precisamente en los años '60. La década
del trabajo serio de Arbus coincide con, y es muy típico de los anos
'60, la década en que los monstruos se hicieron públicos y se
transformaron en un tema artístico seguro y aprobado. Lo que en los '30
se trataba con angustia —como en Miss Lonelyhearts y El día de la
langosta— en los '60 se trataría con absoluto descaro o franca
complacencia (en los filmes de Fellini, Arrabal, Jodorowsky, en las
historietas underground, en los espectáculos de rock). A principios de
los '60, se proscribió la próspera Exhibición de Monstruos de Coney
Island; se presiona para limpiar Times Square de travestis y prostitutas
y sembrarla de rascacielos, A medida que los habitantes de submundos
perversos son expulsados de sus restringidos territorios —velados por
ser desagradables, una molestia pública, obscenos, o simplemente poco
redituables— se infiltran cada vez más en la conciencia como temática
artística, adquiriendo cierta legitimidad difusa y cierta proximidad
metafórica. Quién mejor para apreciar la
verdad de los monstruos que alguien como Arbus, fotógrafa de modas por
profesión, cómplice de la mentira cosmética que enmascara las ingratas
desigualdades de nacimiento, clase y apariencia física. Pero al
contrario de Warhol, que trabajó muchos años como artista comercial,
Arbus no produjo su obra seria a partir de la promoción y el culto de la
estética del glamour en la que había sido educada, sino que le volvió
la espalda rotundamente. La obra de Arbus es reactiva: reactiva contra
el decoro, contra lo aprobado. Era su manera de decir al cuerno con
Vogue, al cuerno con la moda, al cuerno con lo bonito. Este desafío
encarna en dos formas no enteramente compatibles. Una es una revuelta
contra la hiperdesarrollada sensibilidad moral de los judíos. La otra
revuelta, en sí apasionadamente moralista, se vuelve contra el mundo del
éxito. La subversión moralista hace de la vida como fracaso un antídoto
contra la vida como éxito. La subversión estética, que se volvería tan
típica de los '60, hace de la vida como un desfile de horrores un
antídoto contra la vida como tedio. Casi
toda la obra de Arbus funciona dentro de la estética de Warhol, es
decir, se define en relación con los polos gemelos del tedio y la
monstruosidad; pero no tiene el estilo de Warhol. Arbus no tenía el
narcisismo ni el genio publicitario de Warhol, ni tampoco la blandura
autoprotectora con la cual él se aísla de lo monstruoso, ni su
sentimentalismo. Es improbable que Warhol, quien proviene de una familia
de la clase obrera, haya sufrido frente al éxito las ambigüedades que
afligieron a los hijos de la clase media superior judía en los '60. Para
alguien criado en el catolicismo, como Warhol (y en la práctica todos
los de su grupo), la fascinación por el mal es mucho más genuina que en
un hijo de familia judía. Comparada con Warhol, Arbus parece
asombrosamente vulnerable, inocente, y por cierto más pesimista. Su
visión dantesca de la ciudad (y los suburbios) no deja margen para la
ironía. Aunque buena parte del material de Arbus es el mismo retratado,
por ejemplo en Chelsea Girls (1966) de Warhol, las fotografías de Arbus
nunca juegan con el horror para volverlo risible; no dan lugar a la
burla, y ninguna posibilidad de que los monstruos sean entrañables, como
en los filmes de Warhol y Paul Morrissey. Para Arbus, los monstruos y
el norteamericano medio eran igualmente exóticos: un muchacho en una
manifestación belicista y un ama de casa de Levittown le eran tan
extraños como un enano o un travesti; los suburbios de la baja clase
media eran tan remotos como Times Square, los manicomios y los bares de
homosexuales. La obra de Arbus expresaba su rebelión contra lo que era
público (según ella lo experimentaba), convencional, seguro,
tranquilizador —y tedioso— en pro de lo que era privado, oculto, feo,
peligroso y fascinante. Estos contrastes, ahora, resultan casi
incomprensibles. Lo seguro ya no monopoliza la imaginería pública. Lo
monstruoso ya no es una zona privada de difícil acceso. Todos los días
se ven gentes estrafalarias, sexualmente denigradas, emocional mente
huecas, en los puestos de diarios, en TV, en los subterráneos. El hombre
hobbesiano merodea las calles, a plena luz, con adornos brillantes en
el pelo. Sofisticada a la familiar
manera modernista —inclinada a la torpeza, la ingenuidad, la sinceridad
antes que al lustre y artificio de la fotografía artística y comercial—,
Arbus dijo que el fotógrafo a quien sentía más cerca era Weegee, cuyos
brutales retratos de víctimas de crímenes y accidentes eran el plato
fuerte de los tabloides de los '40. Las fotografías de Weegee: son por
cierto perturbadoras, su sensibilidad es urbana, pero allí termina toda
similitud entre su obra y la de Arbus. Pese a su avidez por desacreditar
elementos estándar de la sofisticación fotográfica tales como la
composición, Arbus sí era sofisticada. Y sus motivos para fotografiar no
eran en absoluto periodísticos. Lo que puede parecer periodístico, y
aun sensacionalista, en las fotografías de Arbus, las ubica más bien en
la principal tradición del arte surrealista: el gusto por lo grotesco,
la profesión de inocencia respecto de los modelos, la pretensión de que
todos los temas son meramente objets trouvés. "Jamás
elegiría un tema por lo que significa para mí cuando pienso en ello",
escribió Arbus, tenaz exponente de la tramoya surrealista.
Presumiblemente, los espectadores no deberían juzgar a las gentes que
ella fotografía. Por supuesto, lo hacemos. Y la misma gama temática de
Arbus es en sí misma un juicio. Brassaï, que fotografió gentes como las
que interesaban a Arbus —véase su "La Môme Bijou", de 1932—, también
hizo tiernos paisajes urbanos, retratos de artistas célebres.
"Institución mental, Nueva Jersey, 1924", de Lewis Hine, podría ser una
fotografía tardía de Arbus (excepto que el par de niños mogólicos que
posan en el césped están fotografiados de perfil y no de frente); los
retratos callejeros que Walker Evans tomó en 1946 en Chicago son
material Arbus, y también varias fotografías de Robert Frank. La
diferencia está en la gama temática más amplia, las otras emociones que
fotografiaron Hine, Brassaï, Evans y Frank. Arbus es auteur en el
sentido más restringido, un caso tan especial en la historia de la
fotografía como Giorgio Morandi, quien pasó medio siglo haciendo
naturalezas muertas con botellas, en la historia de la pintura europea
moderna. No le interesa, como a los fotógrafos más ambiciosos, ampliar
el campo temático. Ni un ápice. Por el contrario, todos sus temas son
equivalentes. Y establecer equivalencias entre monstruos, dementes,
parejas suburbanas y nudistas es un juicio muy contundente, un juicio
que está en connivencia con una actitud política compartida por muchos
norteamericanos cultos, liberales de izquierda. Los modelos de las
fotografías de Arbus son todos miembros de la misma familia, habitantes
de la misma aldea. Sólo que esa aldea de idiotas es Estados Unidos. En
vez de mostrarnos identidad entre cosas diferentes nos muestra a todos
como iguales. El cumplimiento de las
fervientes esperanzas de Norteamérica se ha transformado en un triste,
amargo abrazo de la experiencia. Hay una melancolía especial en el
proyecto fotográfico norteamericano. Pero esa melancolía ya estaba
latente en el apogeo de la afirmación whitmaniana tal como lo
representan Stieglitz y su círculo de FotoSecesión. Stieglitz,
consagrado a redimir el mundo con la cámara, aún estaba pasmado por la
civilización material moderna. Fotografió Nueva York en 1910 con un
espíritu casi quijotesco: cámara/lanza contra rascacielo/molino. Paul
Rosenfeld describió los esfuerzos de Stieglitz como una "afirmación
perpetua". Los apetitos whitmanianos se han vuelto beatos: el fotógrafo
ahora trata paternalmente a la realidad. Se necesita una cámara para
mostrar un orden en esa "gris y maravillosa opacidad llamada los Estados
Unidos". Obviamente, una misión tan
consumida por dudas acerca de Norteamérica —aun en sus momentos más
optimistas— por fuerza tenía que perder bríos muy pronto, cuando la
Norteamérica de la primera posguerra se entregó más audazmente a los
grandes negocios y el consumismo. Fotógrafos con menos egotismo y
magnetismo que Stieglitz abandonaron paulatinamente la lucha. Tal vez
continuaban practicando la estenografía visual atomista inspirada por
Whitman, pero, sin la delirante capacidad de síntesis de Whitman, lo que
documentaban era discontinuidad, detritos, soledad, codicia,
esterilidad. Stieglitz, que usaba la fotografía para desafiar a la
civilización materialista, era en palabras de Rosenfeld "el hombre que
creía que una Norteamérica espiritual existía en alguna parte, que
Norteamérica no era la tumba de Occidente". La tentativa implícita de
Frank y Arbus, y de muchos de sus contemporáneos y sucesores, es mostrar
que Norteamérica sí es la tumba de Occidente. Como
la fotografía rompió con la afirmación whitmaniana —pues ha dejado de
entender cómo las fotografías podrían proponerse ser doctas,
autoritarias, trascendentes—, lo mejor de la fotografía norteamericana
(y de muchos otros elementos de la cultura norteamericana) se ha
refugiado en los consuelos del surrealismo, y se ha descubierto en
Norteamérica el país surrealista por excelencia. Obviamente es demasiado
fácil decir que Estados Unidos es sólo un desfile de monstruosidades,
una tierra yerma —el pesimismo barato típico de la reducción de lo real a
lo surreal. Pero la propensión norteamericana a los mitos de redención y
condenación continúa siendo uno de los aspectos más estimulantes, más
seductores de nuestra cultura nacional. Lo que nos ha quedado del
desacreditado sueño de revolución cultural de Whitman son fantasmas de
papel y un programa de desesperación agudo e ingenioso. Fuente: http://tinyurl.com/6dgbbs
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