Poderío e impotencia de Einstein
(Ernesto Sábato, abril 1955)
La muerte del creador de la relatividad ha acongojado
con razón a los espíritus generosos, pues, por encima de toda otra
consideración, se sintió que había desaparecido un genio lleno de
bondad, tolerante y puro; un ser asombroso en estos tiempos de campos de
concentración que mirábamos hacia él con incredulidad. No
es sobre este aspecto de la personalidad de Einstein que nos parece
necesario meditar, por lo evidente. Es sobre dos o tres hechos y
opiniones, muy difundidos ya antes de la muerte del sabio, pero que
ahora los periódicos han terminado de consagrar. En primer término, la
creencia de que era el mayor genio del siglo. ¿Por qué una afirmación
tan terminante, la mayor parte de las veces por profanos que están lejos
de comprender sus teorías, o por especialistas científicos que
difícilmente admitan o intuyan la genialidad de creadores artísticos o
literarios? ¿ Y por qué ese unánime y curioso asentimiento popular a una
afirmación tan categórica como difícil de probar? Es
imprescindible plantearse estos interrogantes, que tal vez sorprendan y
hasta irriten a muchos lectores, para llegar al núcleo de uno de los
más trascendentales problemas de nuestro tiempo: el del poderío y la
limitación del conocimiento científico. Nadie protesta por esa decretada
primacía de la actividad científica, nadie se atreve a anteponer o por
lo menos a aparejar, los nombres de Joyce, Kafka, Proust, Strawinsky,
Ravel o Schoenberg al nombre de Einstein. ¿Por qué? Este es el gran
misterio que debe ser aclarado. Y, de paso, otro misterio más vinculado a
la existencia del gran sabio desaparecido: su confesión de que hubiera
preferido ser plomero o haberse dedicado a cualquier otra actividad
manual; declaración que en él no constituía una pose y que notoriamente
estaba vinculada a su tristeza de los últimos tiempos, a su sensación de
impotencia frente a las consecuencias de la bomba atómica. Si
no queremos incurrir en los cómodos lugares comunes necrológicos sobre
un genio en tantos sentidos tan admirable, atrevámonos a enfrentar esos
interrogantes. LA OSCURIDAD DE LA CIENCIA Hay
dos atributos que siempre confieren prestigio ante las masas: la
oscuridad y el poder. Ambos los posee la ciencia en grado supremo, y son
la causa de la nueva idolatría. Durante siglos,
el hombre de la calle tuvo más fe en la hechicería que en el
conocimiento científico: para ganarse la vida, Kepler debió trabajar de
astrólogo; hoy, los astrólogos anuncian en los diarios que sus
procedimientos son estrictamente científicos. El ciudadano cree con
fervor en la nueva magia; y las mujeres, confundiendo las
reivindicaciones feministas con el poder atómico, el sufragio universal
con la penetración de las radiaciones del polonio, proclaman la
genialidad de Madame Curie. Pero, como ya lo había
intuido Heráclito de Efeso, todo marcha hacia su contrario, y en virtud
de esa extraña eniantiodromía, cuando todo el mundo se pone de rodillas
ante la Ciencia, por una melancólica paradoja, algunos de sus más
lucidos representantes empiezan a no creer en ella. El genial matemático
y filósofo Whitehead nos advierte entonces que la ciencia debe aprender
de... la poesía; y que cuando un poeta canta las bellezas del cielo y
de la tierra no expresa fantasías de una ingenua concepción del mundo,
sino los hechos concretos de la realidad, que habían sido
desnaturalizados por el análisis científico. Que es aproximadamente lo
que los existencialistas incriminan a todas las formas del racionalismo. Ese
proceso de desnaturalización de los hechos concretos a que se refiere
el filósofo inglés se debe a la abstracción del conocimiento científico.
Y esa abstracción es la raíz de su oscuridad, y por lo tanto de su
prestigio popular. Einstein logró un prestigio que
nunca alcanzó Galileo, pues en aquel tiempo la ciencia estaba aún al
alcance de las mentalidades comunes; el arrojar dos piedras desde lo
alto de una torre era un acontecimiento más apropiado para divertir a
los estudiantes que para dar renombre filosófico; y así, mientras las
travesuras de Galileo eran motivo de jarana entre los muchachos de la
Universidad de Pisa, los profesores que repetían como loros las
enigmáticas proposiciones de la escolástica incrementaban su fama de
profundos pensadores. Luego la ciencia evolucionó rápidamente hacia la
abstracción, aumentando en forma correlativa su oscuridad y ganando por
la misma causa el ascendiente que antes el vulgo o reservaba para la
magia o la teología. La fama creció en razón inversa a la comprensión,
alcanzando por fin la cima en la persona de Albert Einstein, el hombre
que seguramente fue más respetado en nuestros tiempos, por haber sido el
menos comprendido. Ya Tácito dijo (Hist. 1,2) que "el espíritu humano
tiende a creer con mejor voluntad las cosas que son oscuras". LAS CAUSAS DE LA OSCURIDAD Analicemos
un poco más de cerca la oscuridad científica. La diferencia esencial
entre el conocimiento vulgar y el científico es que el primero se
refiere a hechos particulares y el segundo a hechos generales. Cuando
afirmamos que la chimenea es agradable en invierno, estamos formulando
un conocimiento; pero este conocimiento no alcanza todavía la jerarquía
científica: es apenas la expresión de una verdad particular, concreta y
casi efectiva, una verdad que hasta nos trae reminiscencias de Dickens.
El hombre de ciencia deja de lado esas triviales asociaciones hogareñas
y, después de proveerse de algunos instrumentos graduados, verificará
que la chimenea tiene mayor temperatura que el medio ambiente y que el
calor pasa de la leña en combustión a las personas que se hallan en su
cercanía. Después, y en la misma forma, examinará el contenido de otras
afirmaciones parecidas, formuladas con la misma irresponsabilidad
científica que la anterior: "la plancha quema", "las personas que se
retardan toman el té frío", "ande yo caliente y ríase la gente",
etcétera. Implacablemente reunirá por fin todas esas frases con una
única y seca proposición: "El calor pasa de los cuerpos de mayor
temperatura a los de menor temperatura". Pero no se detendrá ahí, pues
esa frase es todavía demasiado concreta y accesible a la mente común: el
desiderátum del científico es anunciar juicios tan generales que nadie
los entienda; eso se logra con la ayuda de las matemáticas. Sólo queda
tranquilo cuando la transparente proposición anterior puede ser
convertida en algo tan críptico como "la entropía de un sistema aislado
aumenta constantemente". En este instante —cosa digna de ser meditada
por psicólogos y personas que aspiran a la demagogia— es cuando el sabio
empieza realmente a despertar la pasión amorosa del profano. Tal vez
por el mismo proceso psicológico por el cual no hay grande hombre para
el valet de chambre. Mientras los físicos hablaban de piedras que caen,
balas de cañón y torres o pozos, nadie se inmutaba mayormente: pero
cuando Einstein logró generalizar esos conocimientos diciendo que "el
tensor G es nulo", la gente de la calle dio vuelta la cabeza con estupor
y corrió a arrodillarse ante el hombre que había emitido una idea tan
asombrosa. ¡Qué lástima que Moliere se haya perdido una escena
semejante! Muy pocos corren a prosternarse, en
cambio, ante Tolstoi o Stendhal. Leemos una página de Rojo y Negro y
tenemos la curiosa creencia de que cualquiera de nosotros sería capaz de
escribir algo parecido; pero tropezamos con una frase como "el tensor G
es nulo" y nos ponemos a temblar de pavor y sentimiento de
inferioridad. Aunque parezca increíble, esa
actitud se debe a que la matemática es el tipo de conocimiento más
sencillo que existe. Precisamente por su simplicidad, las equivocaciones
en un razonamiento matemático quedan a la vista: no hay muchos lugares
donde ocultarse en un triángulo o en un paraboloide; mientras que en la
complejísima realidad de la psicología o de la política es muy arduo
distinguir lo verdadero de lo falso, con el resultado de que cualquier
tonto se siente en condiciones para escribir una novela, y cualquier
audaz puede engañar políticamente a un pueblo. Razones en suma
semejantes a las que favorecen los asaltos y crímenes durante la noche. Y
el lenguaje esotérico de la ciencia influye para que el fenómeno
psicológico se complete: mientras que la buena literatura se expresa
siempre con palabras tan familiares como casa o lluvia, palabras que
jamás impresionan a las gentes comunes (como bien lo saben círculos
políticos y ciertos malos escritores, que no vacilan en reemplazarlos
por inmuebles y precipitaciones pluviales), la ciencia se expresa con
palabras tan enigmáticas como geodésica o entropía, ante cuya sola
pronunciación los profanos caen en éxtasis, como los negros del África
Central ante las palabras esotéricas del brujo. EL PODER DE LA CIENCIA Y
al lado de la oscuridad, el poder, la otra causa del fetichismo
científico. El poderío de la ciencia, otra paradoja más, se debe
precisamente a su abstracción. La creencia de que la potencia está unida
a la fuerza material es propia de personas sin imaginación. Para ellos,
siempre una cachiporra será más eficaz que un logaritmo, un lingote de
oro más que una letra de cambio. Para refutarlas, bastaría mostrarles
una guerra moderna, que no se organiza con garrotes sino con logaritmos.
El imperio del hombre sobre el mundo exterior se multiplicó desde que
los italianos empezaron a reemplazar esos groseros instrumentos y los
difícilmente transportables lingotes de oro por los símbolos algebraicos
y las letras de cambio. Cuando un mercader debía viajar de Milán a
Brujas a través de territorios plagados de caballeros empobrecidos y
ladrones, hubo de inventar algún procedimiento ingenioso que le evitase
cargar con lingotes para sus compras en Brujas; de modo que cuando por
primera (y última) vez aquellos nobles bandoleros arruinados por la
burguesía asaltaban al precavido mercader, se encontraban con un papel
abstracto que les era absolutamente inútil para sus fines: porque si una
letra de cambio servía para movilizar una flota en el Mar del Norte era
en cambio totalmente inapta para alimentar las huestes hambrientas del
noble salteador. La ciencia y el capitalismo
nacieron y se desarrollaron juntos, gracias a la abstracción cada vez
mayor de sus instrumentos. Y de la misma manera que un financista que
jamás ha visto un grano de trigo tiene más poder sobre el cereal que el
chacarero que lo cultivó, y puede mover el mercado triguero desde su
escritorio con un golpe de teléfono; el científico puede devastar una
ciudad entera con una bomba atómica con sólo apretar un botón, sin haber
usado nunca una bayoneta. A medida que la ciencia se hizo más abstracta
y, en consecuencia, más alejada de los problemas y palabras cotidianos,
su utilidad y su poderío aumentaron en la misma proporción. Porque una
teoría tiene más aplicaciones cuanto más abarca, cuanto más universal
es; y, por lo tanto, cuanto más abstracta, ya que lo concreto se pierde
con lo particular. LA TRAGICA FALACIA Pero
aquí empiezan las tribulaciones de la ciencia, esa añoranza de la
poesía que valientemente manifestó Whitehead. Su dominio se adquiere
merced a un pacto con el diablo, pues se logra a costa de una progresiva
evanescencia del universo: la ciencia llega a ser monarca, en efecto;
pero cuando lo alcanza, su reino es apenas un reino de fantasmas. A
medida que se van unificando los hechos más opuestos, también van
desapareciendo los atributos concretos que los distinguen, y la riqueza
de la realidad va como evaporándose en el laboratorio y en el
razonamiento. Y el Universo se va transformando, de un conjunto de
montañas, pájaros, flores, cacerías y luchas sociales, en un
conglomerado de sinusoides, letras griegas, tensores y ondas de
probabilidad. Y, lo que es peor: nada más que en eso. La
trágica falacia es sostener que ese fantasma matemático es la realidad,
la única y verdadera realidad. Falacia primero sostenida por los
científicos y finalmente acatada por el pueblo. Frente a la infinita
riqueza del universo, los fundadores de la ciencia positiva
seleccionaron los atributos cuantificables: la masa, el peso, la forma
geométrica, etc. Y llegaron al convencimiento de que la naturaleza está
escrita en caracteres matemáticos, como Galileo afirmó. Cuando lo que
está escrito en caracteres matemáticos no es la naturaleza, sino... la
estructura matemática de la naturaleza. Perogrullada tan brillante como
la de sostener que el esqueleto de los animales tiene caracteres
esqueléticos. No era, pues la rica realidad exterior la que expresaban
los científicos con el lenguaje matemático, sino apenas su fantasma
pitagórico. Y lo que de ese modo conocíamos del universo era más o menos
lo que un habitante de Buenos Aires puede conocer de París examinando
su plano y su guía telefónica; o lo que un sordo de nacimiento puede
intuir de una sinfonía leyendo la partitura. La
raíz de esta falacia reside en que nuestra civilización está dominada
por la cantidad y ha terminado por parecernos que lo único real es lo
cuantitativo, siendo lo demás pura y engañosa ilusión de nuestros
sentidos. Pero como la ley matemática confiere poder, todos creyeron que
los matemáticos y los físicos tenían la clave de la realidad. Y los
adoraron. Tanto más cuanto menos los entendían. Einstein
completó la transformación del universo físico en un fantasma
matemático. Antes, al menos, los cuerpos eran persistentes trozos de
materia que se movían en el espacio. Ahora, el universo es un conjunto
de "sucesos" y la materia una mera expresión de la curvatura cósmica.
Otros relativistas piensan, además, que no hay pasado, ni presente, ni
futuro: como en Platón, el tiempo sería una ilusión más del hombre y las
cosas que cree amar y las vidas que parecen transcurrir a su alrededor
sólo serían imprecisas y fugaces fantasmagorías. De
esa manera, la ciencia fue resultando cada vez más ajena a todo lo que
de más valioso existe para un ser humano: sus emociones ante la belleza y
la justicia, sus sentimientos ante el bien y el mal, sus problemas ante
la soledad y la muerte. Si el mundo matemático fuese el único real, no
sólo sería ilusorio el sueño que soñamos mientras dormimos, sino el que
soñamos cuando nos creemos despiertos. EL FIN DE UNA ERA Pero
eso no es todo, todavía. Einstein quería ser plomero, después de haber
provocado el estupor del mundo. Estaba triste y caminaba por las calles
de Princeton agobiado, melancólicamente pensativo sobre los gobiernos de
la tierra que se disponen a aniquilar el planeta entero con esa mezcla
de miopía y estupidez que se suele .llamar sagacidad de estadistas.
Bueno ¿y qué? ¿Esperaba Einstein alguna otra cosa de su ciencia? Sí,
claro que sí. Como la mayor parte de los hombres de ciencia del pasado
(de este pasado que muchos creen que es el futuro), imaginó que el
conocimiento científico iba a resolver todos los problemas del cielo y
de la tierra, todos los enigmas físicos y metafísicos. Ya es algo que
los científicos se empiecen a entristecer: mucho más grave era cuando
montaban sus aparatos con esa mezcla de alegría y vanidad que solían
exhibir (y que aún, siguen exhibiendo en su buena mayoría, porque las
eras no terminan para todos al mismo tiempo). Ya es algo que ahora nos
encontremos con sabios como Oppenheimer, que se niegan a dirigir la
Bomba H; o con pobres infelices como Fuchs, que, en su desesperación,
cambian la ciencia por el espionaje. Einstein no llegó a añorar la
profesión de espía: se limitó a añorar la de plomero; pero en el fondo
su desesperación e impotencia era similar. Bien venido este guilty feeling
que, por fin, parece indicar que los hombres de ciencia empiezan a
comprender su gigantesca insignificancia y su responsabilidad en el
mundo abstracto que han desencadenado, y que no pueden dominar; porque
ese mundo se formó y creció junto a un hermano de siniestra catadura: el
estado moderno. El mundo de hoy se desarrolló a impulsos de sus fuerzas
que condujeron a la abstracción y a la cantidad: el dinero y la razón. Y
el capitalismo y la ciencia crecieron simultáneamente y conquistaron el
dominio del Mundo. Pero a costa de una trágica dicotomía, una tremenda
aniquilación de la realidad concreta del ser humano. Pues mientras por
un lado se ha erigido un universo de símbolos matemáticos, por el otro, y
dominado por esos símbolos, el hombre de carne y hueso se fue
convirtiendo en el hombre-cosa, hasta descender a la humilde condición
del héroe kafkiano. Y no sólo el hombre de la calle ha sido esclavizado
por la gigantesca maquinaria, sino que también los científicos
terminaron por convertirse en engranajes impotentes de esa maquinaria
que habían contribuido a montar. Que no se disgusten demasiado, pues,
los Oppenheimer y los Fuchs, ya que al fin de cuentas fueron los hombres
como ellos los que en última instancia tienen la histórica
responsabilidad de esta esclavitud. No todo es,
sin embargo, entristecedor en esta situación. Cuando los valores de una
civilización materialista son reducidos a términos tan extremos, el
hombre empieza a estar preparado para advertir otro género de
convivencia. El derrumbe de esta civilización tecnolátrica, la paradojal
impotencia de la ciencia actual, justamente en su momento de mayor
esplendor, servirán para abrirnos de una vez los ojos ante la realidad
más profunda. Y no caigamos ahora en la ingenuidad
de imaginar que la crisis de la ciencia no es una mera crisis de
impotencia frente al superestado que la esclaviza para sus fines, y que
en otro tipo de sociedad seguirá su marcha hacia adelante. No, la
circunstancia histórica ha servido para revelar que la inoperancia y la
limitación del pensamiento científico son más profundos y que están
relacionados a su esencia misma, a su desdén por lo particular y lo
concreto, a su exaltación de la Razón Pura y al menosprecio cartesiano
por lo corporal y emocional. El hombre no es Razón Pura, sino una
oscura, una misteriosa, una atribulada mezcla de razón, de emoción y de
voluntad; una dramática pero maravillosa combinación de espíritu y
materia, de alma y de cuerpo. La Ciencia pretendió desconocer y
subestimar esta condición, que es la condición humana. Por eso tenía que
llevar a un inmenso fracaso, tal como espíritus supremos lo intuyeron,
desde Kierkegaard hasta Dostoiewski. Si esta crisis que la ciencia ha
contribuido a preparar es superada, si no somos aniquilados por las
bombas atómicas habrá llegado el momento histórico de poner a la ciencia
en el lugar que le corresponde. Lugar admirable, sin duda, pero
estrictamente demarcado. Buenos Aires, abril de 1955. (C) "Atenea" 1955. Revista ATENEA Año 32, vol. 121, nº 360 (Concepción, Chile) Junio de 1955 (pag. 361 a 369)
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