Tres vértices. Fragmentos de una reflexión sobre la tradición bíblica
por Roberto Blatt Letra Internacional nº 101
OCCIDENTE
La tradición bíblica es, en principio, una única
narrativa, remotamente originaria de Súmer, en el sur de Irak. En
cierto momento mítico o histórico se diferenció netamente de su tronco
pagano, con la salida de Abraham, posiblemente de Ur III, pasando por
Harán, y fue desplazándose, a lo largo de casi 4000 años, hacia el
oeste, hasta alcanzar las costas atlánticas. Esa trayectoria que acabará
atravesando el mundo entero, representa un largo periplo iniciático,
centrado esencialmente en la recuperación del paraíso perdido. La
búsqueda se inscribe primero en un mapa místico - el paraíso mas allá de la muerte -, luego geográfico, - Ofir y Cipango allende los mares - finalmente en uno temporal y revolucionario, «progresista»- la utopía que culmina la historia.
La versión hebrea fue la primera en fundarse en
torno a los motivos del exilio. Exilio mítico debido a la Caída o
expulsión del Edén, sumada al erial en que se convirtió la naturaleza
después del crimen de Caín, y el exilio histórico provocado por Abraham y
su familia, que abandonan la pecaminosa Babilonia para dirigirse a una
imprecisa tierra prometida, en Canaán, hacia el Occidente...
La estirpe de Abraham inicia, paradójicamente en
dirección contraria a los jardines orientales del Edén, una cancelación
de la Caída, una lenta ascensión mesiánica, plagada de escollos. Entre
los obstáculos se van sucediendo el exilio y la esclavitud en Egipto,
luego en Babilonia, la destrucción del reino de Israel y la desaparición
de sus diez tribus, la destrucción del Segundo Templo, la revuelta
contra los romanos, la dispersión y el comienzo de la Diáspora,
eventualmente centrada aún más a Occidente, en Alejandría y en la propia
Roma.
El motor de esta vacilante ascensión correctiva
(restauradora) es un principio ético, léase la justicia, ostensiblemente
ausente de la naturaleza, donde prima la ley del más fuerte. Dado que
el principio de la justicia se manifiesta en la ley divina y no en la
natural, sólo puede encarnarse en el género humano, exclusivo
destinatario de la Revelación y, por ello, único responsable de
interpretarla. A diferencia del tiempo cíclico de las culturas paganas
arcaicas, la nueva orientación mesiánica, teleológica, de las
circunstancias del mundo, da lugar a la historia propiamente dicha, una
ordenación lineal del tiempo (idealmente ascendente), que registra el
relativo acercamiento o distanciamiento que separa a la comunidad humana
de su presumible redención.
Mientras que para las religiones monoteístas el
hombre ocupa un lugar central en el mundo, tanto por su responsabilidad
en la Caída como en su potencial de redención, para los paganos desde
Súmer, pasando por Grecia y Roma, hasta los modernos héroes seculares
encomendados a la diosa de la Razón, la participación del ser humano en
los inciertos designios del cosmos tiene un peso infinitesimal. En
efecto, tanto los dioses del Olimpo, de Uruk, como los de la naturaleza y
la ciencia son indiferentes al hombre. La ciencia, por ser
aparentemente evolutiva a lo largo de un eje temporal linear, ocupa un
estadio intermedio, y el conocimiento, que en cada momento presente
parece estar en la cúspide de «la colina del tiempo», como dice Serre,
aunque no nos sitúa en el centro del mundo, nos da la impresión de estar
en el punto óptimo de la temporalidad en relación a todos los momentos
del pasado. Sin embargo, como demuestra la suerte de las teorías
científicas ya desechadas, dicha evolución no es continua, ni su
progresión está garantizada, ni posee un objetivo final.
El hombre, ocasionalmente, obtiene un papel
anecdótico en el contexto de las rencillas entre dioses (Zeus y Hera,
Tiamat y Marduk,...) y busca a través de sacrificios atraer sus favores,
ignorante de sus designios y por ende, de su propio destino. Las
herramientas tecnológicas en manos de los hombres no revelan otra cosa
que una sumisión a leyes naturales, quizá provisorias y éticamente
neutras. Permiten al hombre señorear sobre su entorno, pero las llaves
del ser le son ajenas, así como las consecuencias últimas de sus
manipulaciones. No existe redención ni superación de la muerte. Sería
una ilusión pensar que las leyes naturales, además de cómo , consiguen explicar por qué suceden
los eventos tal como lo hacen, así como la razón de las regularidades
que inductivamente exhiben. Malcolm parafraseaba a Wittgenstein: «Las
leyes naturales no obligan a que nada suceda» y el asombro que nos
provoca el ser necesariamente nos acerca a un enfoque religioso.
La posteridad del hombre, sea en el Hades
griego, o en el Kur sumerio, está relegada literalmente a las sombras,
al vacío, a la nostalgia y al pesar por las obras inacabadas en vida.
Ur-Nammu, el gran monarca, al morir entra en el Kur. Trae regalos para
reconciliarse con deidades que le son hostiles; se encuentra con otros
muertos, igualmente sombríos. Gilgamesh, convertido en el Juez de los
Infiernos, lo inicia en las reglas del sub-mundo. Pasan siete días con
sus noches y Ur-Nammu aprende «el lamento de Súmer»: recuerda la muralla
inconclusa de Ur, el cuerpo de su mujer que ya no puede abrazar, al
niño que jugaba sobre sus rodillas....De su boca emerge una amarga
letanía....
Aunque la noción de la eternidad como
continuación de la vida en el Más Allá es relativamente reciente, la
tradición judeo-cristiana ya había ideado nada menos que una Alianza del
hombre con Dios. El Sheol hebreo no era muy diferente del Hades o del
Kur, un triste dominio de sombras. Sin embargo su miseria podría
trascenderse mediante la Gueulá, redención mesiánica que la humanidad
entera, vivos y muertos, alcanzará cuando la justicia reine en el mundo,
consecuencia del Juicio Final al cabo de los tiempos. Según los
términos de la Alianza, el ser humano se presta a ser la herramienta
para el perfeccionamiento y la continuidad de la mismísima Creación
divina. Es verdad que por una parte la degradan en la Caída, pero por
otra, los hombres la completan y continúan gracias a su papel de
nombradores y articuladores de un discurso con sentido .
El cristianismo llevó hasta el extremo el
acercamiento de lo humano y lo divino al introducir la noción de Dios
hecho hombre. Desde entonces la salvación, hasta el retorno de
Jesucristo, se hace accesible a nivel individual; el Infierno o el
Paraíso son, como para el Islam, una opción personalizada. Para una
parte del mundo musulmán la revelación bíblica, definitivamente
corregida por Mahoma, es el anteproyecto del Apocalipsis que se
confirmará con la venida del Mahdi, unos años antes del fin de esta era.
Probablemente sea este centralismo del hombre «medida de todas las
cosas», el punto más relevante de distinción entre las tradiciones
paganas (entre ellas, nuestro propio ateísmo cientificista reciente), y
las religiones llamadas «monoteístas».
Esta notable bifurcación de la odisea humana,
con sus tres variantes a menudo en conflicto, fue bañando las márgenes
del Mediterráneo de Este a Oeste, trazando los confines de lo que
solemos identificar como Occidente . En 1614, mientras era
prisionero de Jaime I en la Torre de Londres, un viejo pero aún
combativo Walter Raleigh, antiguo corsario, intrigante y aventurero de
fama planetaria, redactó la primera historia universal de corte moderno,
referente para las muchas otras a venir, titulada Historia del mundo .
La saga de Europa, que entonces sólo empezaba a tomar conciencia de sí
misma, aparecía allí subsumida en el enfrentamiento entre el Imperio
otomano, que intentaba devolverla a sus raíces asiáticas y el Imperio
Español, que buscaba arrastrarla hacia un nuevo eje atlántico.
Carlos I y Suleimán el Magnífico, enfrentados
inconclusamente en los aledaños de Viena representaban las alternativas
posibles de un destino occidental aún no resuelto en nuestros días.
LAS FUENTES
Las religiones monoteístas, además de compartir
una original noción salvacionista y de haber participado activamente en
el diseño histórico -admitidamente de geometría variable- de Occidente,
comparten, y esto es fundamental, las mismas y escasas fuentes directas
de referencia sagrada: la Biblia hebrea, de forma expresa para todos, e
implícitamente un puñado limitado de nociones del pensamiento griego
atribuidas o atribuibles a Platón y a Aristóteles. Desde esta
perspectiva de origen común, parece incomprensible el abismo que las
separa, especialmente si se considera que las tres corrientes bíblicas
profesan una fidelidad absoluta a un texto fundacional considerado
único, idéntico e inmutable en cada uno de sus puntos y letras. Sin
embargo, veremos que en realidad tal texto es, en el mejor de los casos,
virtual, dadas las versiones dispares que de él existen. Éstas varían,
no sólo entre aquellas adoptadas respectivamente por judíos y cristianos
sino que cada una de ellas ha sido objeto de múltiples debates
internos.
El libro fundamental, Tanaj o Antiguo Testamento
no es en realidad un libro sino una biblioteca recopilatoria de textos
dispares. Y ese es también el caso del Nuevo Testamento, -rechazado por
los judíos-, cuyos testimonios paralelos de la Pasión de Cristo
presentan, como veremos más adelante, frecuentes inconsistencias. Tanto
es así que han provocado muchos dolores de cabeza a los doctores de la
Iglesia y podrían explicar la prohibición de la lectura directa del
original para los feligreses hasta muy recientemente. En efecto, una vez
levantada dicha prohibición por la Reforma, aparecieron incontables
iglesias evangelistas.
Aunque la tradición ortodoxa trate el Antiguo
Testamento como un todo orgánico -sobre todo el Pentateuco- a los
investigadores les consta que muchos de sus libros fueron utilizados de
forma aislada, redactados por distintos autores en épocas distintas. El
estudio crítico, propiamente dicho, de la Biblia fue iniciado por
Witter, que publicó en Hildesheim en 1711. Se entiende que los pioneros
fueran todos eruditos protestantes, dado que la Reforma promovió una
interpretación individualizada y descontextualizada del texto, al
carecer de una tradición histórica como la rabínica, o institucional
como la católica.
Hasta recientemente la Teoría Documental de Wellhausen, cuya formulación definitiva apareció en Prolegomena zur Geschichte Israels de 1883 (publicada en 1878 por primera vez como Geschichte Israels )
parecía unificar al mundo académico en lo que respecta a la autoría,
por lo menos del Pentateuco. Según ésta, cuatro habrían sido los
anónimos autores: «J», inspirado por Jehová; «E», quien daba a la
divinidad el nombre de Elohim; «D», autor del Deuteronomio y,
finalmente, «P», un autor obsesionado con las obligaciones del
sacerdocio («Priest»=sacerdote), omnipresentes en los libros Levítico y
Números. El redactor que unificó finalmente el Pentateuco fue
designado «R». Respecto a las fechas de redacción, Wellhausen las
situaba varios siglos después de Moisés.
La crítica más radical a esta tesis fue
desarrollada por Cassuto, que defendía una redacción unitaria del
Pentateuco, donde, por ejemplo, las variantes en la utilización de los
nombres divinos se explicaban por diferencias de contexto, aunque
reconocía que la inspiración de estos textos se debía sin duda a fuentes
doctrinarias, folklóricas e institucionales múltiples, de antigüedad y
origen indeterminables.
Pero las críticas que más mella hicieron en el
ámbito académico fueron las de Rentdorf, que veía el desarrollo de la
obra a través de pequeñas unidades que iban creciendo, eliminando a «J» y
a «E». También Van Seters asumía un proceso de agregación modificado
por autores tardíos, desapareciendo todas las figuras autorales
genéricas y dejando abierto el tema de la fechas, que permiten incluso
estimaciones tan tardías como las de Thomas L. Thompson, que las sitúa
en la época Hasmonea.
Aunque el consenso en torno a las tesis,
metodología y conclusiones de Wellhausen ya no goce de la aceptación
universal que tuvo durante el siglo xx, al no haber aparecido una teoría
global que la sustituyera, muchas de sus distinciones continúan siendo
utilizadas. Es razonable asumir que, al proliferar las lecturas
públicas, probablemente individuales, de los libros durante la época del
Segundo Templo, se fueron corrigiendo las variantes y unificándose las
versiones. Es más que probable que el Pentateuco, en lugar de surgir de
un texto único inicial, de posible origen oral, haya sido unificado
tardíamente una vez asentado en la escritura. Sin embargo, es sin duda
extraordinario que se hayan evitado las múltiples divergencias
posteriores debidas a errores ortográficos de copiado, de interpretación
de algún conjunto de consonantes o incluso manipulaciones deliberadas
de algún grupo de interés. Es asombrosa la coherencia de los manuscritos
más antiguos de Qumrán con el texto masorético, otros son cercanos a la
Septuaginta o a la versión samaritana. Pero lo más sorprendente es la
continuidad sin cambios de este texto durante unos dieciocho siglos
desde los hallazgos de la Genizá del Cairo hasta nuestros días.
Los estudios parecen indicar que hasta el siglo
VIII apenas si existían textos religiosos leídos o redactados en Israel
y Judá. Desde entonces, si bien la memoria textual recopilatoria
de los libros se ha casi milagrosamente mantenido sin grandes
divergencias, éstos han conservado múltiples discrepancias internas,
narrativas y conceptuales, sólo tardía y externamente resueltas por la
interpretación rabínica posterior.Por ejemplo, la primera subida de
Moisés, en Éxodo 24, no da cuenta de los Mandamientos, anunciados
directamente al pueblo concentrado al pie de la montaña, sino que
consiste casi exclusivamente en instrucciones de construcción del
Tabernáculo, todo ello escrito con letras de fuego sobre las tablas por
Dios mismo. Los Mandamientos se inscriben en las tablas en Deuteronomio,
- "segunda ley" - libro cuya escritura se sitúa en la época de Josiah.
Aquí, en la segunda subida, la escritura corre a cargo de Moisés. La
disonancia, como elaboraremos luego, es resuelta por una interpretación
talmúdica que integra ambas narraciones e interpreta que después del
sacrilegio del Becerro de Oro y la ruptura de las tablas, Dios ordena a
un Moisés que ha vuelto a subir a la montaña que esta vez sea él mismo
quien escriba los Mandamientos, aparentemente para que la redacción,
realizada por un mero ser humano, no pueda ser objeto de idolatría.
A diferencia de cristianos y musulmanes, que
reconocen por lo menos a Aristóteles el rango de sabio gentil y «justo»,
inocente por haber nacido antes de las primeras revelaciones
universales cruciales, la ortodoxia judía no reconoce deuda alguna con
el entorno helenístico. No obstante, su presencia es claramente
reconocible en el tercer conjunto de libros que compone el cánon, los
Ketubim o Escritos (Hagiographa en griego) y, sobre todo, en el
Eclesiastés, con su fuerte acento estoico. En la Edad Media esa
influencia se hace patente, entre otros muchos libros, en la Guía de los perplejos de
Maimónides. Textos anteriores como los de Filón de Alejandría, aunque
perfectamente ajustados a la doctrina judía y ello a pesar de su línea
de argumentación de evidente formato helenístico, fueron ignorados por
la tradición, no por ser heréticos sino meramente por haber sido
escritos en griego. Curiosamente, Filón, un judío estrictamente
identificado con la ley mosaica, pervivió sin mácula sólo en la
memoria cristiana, porque ella misma, como se verá a continuación,
adoptó la lengua griega y su correspondiente versión del Antiguo
Testamento, la Septuaginta, presuntamente idéntica a la revelación
original hebrea.
Según cuenta la leyenda, mencionada por primera
en la poco fiable Carta de Aristeas, Ptolomeo II Filadelfo de Egipto
(285-246 AC), gran patrón de la cultura y las artes, se interesó por la
Biblia que, al parecer, gozaba de gran prestigio. Eleazar, entonces Sumo
Sacerdote de Jerusalén, envió 72 traductores, seis de cada una de las
doce tribus de Israel que, trabajando en celdas separadas, ¡produjeron
sendas versiones idénticas de la totalidad de la obra!
En realidad, existen diferencias considerables
de uso y forma entre la Septuaginta y el Tanaj y los textos posteriores.
Pero más grave aún, los respectivos cánones judío y cristiano no
coinciden siquiera en la selección de sus libros. El Antiguo Testamento
cristiano, en griego, incluye una serie de textos adicionales,
originariamente hebreos, rechazados por los editores judíos a la hora de
confeccionar su propio canon definitivo, varios siglos más tarde de
haber sido redactados y muy probablemente consultados por algunas
comunidades judías en Israel, como lo confirman los rollos hallados en
Qumrán, Masada y en la Genizá de El Cairo.
Un buen ejemplo de ello es el libro de Ben Sirá,
mejor conocido como Eclesiástico, uno de los libros deuteronómicos, es
decir, rechazado por el canon judío pero incluidos en el cristiano.
Probablemente redactado en hebreo en el siglo II AC, fue traducido al
griego por el nieto de Yoshua Ben Sirá y, aunque objeto de laboriosas
reconstrucciones modernas a través de citas y fragmentos antiguos, no ha
sobrevivido intacto en su lengua original. Pero su popularidad queda
demostrada por las numerosas citas que le dedica la tradición rabínica
ortodoxa aún vigente, por su presencia fragmentaria en la fortaleza de
Masada, donde los fanáticos sicarios judíos resistieron hasta la muerte a
los romanos en el año 72 DC, y por los segmentos encontrados en el
reducto esenio de Qumrán, lugar del hallazgo de los más antiguos textos
de la era bíblica.
El hecho de que este texto fuera relevante para
corrientes tan dispares como los monjes apocalípticos auto-exiliados
junto al Mar Muerto, para unos guerreros nacionalistas y para rabinos
fundadores de las tradiciones de la diáspora moderna, no deja duda
acerca de la centralidad y generalidad de su mensaje. Sin embargo, el
Sanedrín de Yavne, encabezado por Rabí Akiva, tres siglos más tarde, no
lo incluyó en el canon judío. Sorprendentemente sí lo hizo con el Canto
de Salomón ( Cantar de los Cantares ), una colección de poemas
de amor, probablemente de la época davídica en el siglo 10 AC, cuyo
contenido erótico fue convenientemente interpretada como diálogo amoroso
emprendido entre Dios e Israel, gracias al cual el pueblo judío, en su
dispersión, se retira de los asuntos del mundo, es decir, de la esfera
del poder político.
En general, como ya adelantáramos, la
estabilidad del canon judío, una vez aprobado en el siglo II DC, es
considerable, (excepto para samaritanos apegados al Pentateuco y, en
menor medida, para los karaítas, que sólo rechazan la tradición oral, es
decir, Misná, Talmud y otras interpretaciones post-bíblicas),
centrándose desde entonces las divergencias en la manera y el peso de la
interpretación de estos textos, un tema clave que queda por tratar.
En suma, los judíos, aunque aplicando a veces
técnicas de interpretación diversas, han conseguido, por lo menos hasta
nuestros días -y hasta la fundación del Estado sionista- mantener un
cuerpo único de tradición, eso sí, con diversos estilos de expresión (mitnagdim , hasidim , cabalistas, etcétera). Efectivamente, las disonancias se proyectaron
hacia fuera, al Talmud, y al corpus más reciente de interpretación
rabínica acumulada. En definitiva, el texto bíblico original se erigió
en absoluto e invariable frente a una interpretación abierta e
infinita... La unidad literal del canon judío, a pesar de las
interpretaciones plurales, perduró a pesar de la dispersión,
precisamente para preservar una coherencia global en la Diáspora, de
otro modo inalcanzable. De hecho, ya la era del Segundo Templo previa al
cataclismo final estuvo plagada de disensiones y cismas como el
enfrentamiento de nuevas facciones -saduceos y fariseos- y la escisión
de esenios y samaritanos. Después de la hecatombe, el texto canónico se
convirtió en el asiento virtual de la patria territorial
perdida, en fundamento de una comunidad que en la dispersión consiguió
una coherencia desconocida en su agitada existencia nacional precedente.
El Canon cristiano se enfrentó a dificultades
mayores. Por lo pronto, a diferencia del Antiguo Testamento, se trataba
en el Nuevo Testamento de centrar todos los testimonios en torno a una única historia
fundamental, la Pasión de Jesucristo. Era necesario precisar los actos y
las palabras de un único maestro, una única biografía ejemplar que
inspiraría a todas las demás, desde las vidas de los santos hasta la del
más humilde feligrés, a partir de testimonios redactados en momentos y
lugares diferentes por autores distintos. Según los estudiosos modernos
los textos más antiguos, escritos en torno a los años 60 DC, se deben a
la pluma de San Pablo, aunque sólo la mitad de sus cartas se reconocen
como auténticas. El primer Evangelio, atribuido a San Marcos, dataría de
los años 70, muy probablemente poco después de la destrucción del
Templo de Jerusalén en el mismo año 70. San Lucas y San Mateo se basan
en el anterior, además de agregar datos nuevos, en algún caso
incompatibles entre sí. San Juan se diferencia mucho de los tres
anteriores evangelios, llamados «sinópticos», y fue probablemente
producido, más o menos independientemente, en los años 90 por una
comunidad cristiana que aparentemente estuvo separada de las demás. A
diferencia de los evangelios sinópticos, aun asumiendo sus propias
discrepancias San Pablo y San Juan se centran en los aspectos de la
resurrección y divinidad de Jesucristo y aportan pocos datos sobre la
trayectoria histórica de Jesús.
Ni San Marcos ni San Juan mencionan los sucesos
relacionados con el nacimiento de Jesús; San Juan omite la
Transfiguración, y en lugar de la Última Cena con sus discípulos, Jesús
les lava los pies. Sólo San Mateo y San Lucas refieren la narración de
la Natividad. San Lucas justifica la presencia de la familia de Jesús en
Belén, a pesar de ser residentes de Nazaret, a causa de un censo
convocado por César Augusto. Dado que San José se considera descendiente
de la estirpe de David originaria de Belén, se siente obligado a bajar a
Judea desde Galilea.
San Marcos no hace mención de Nazaret hasta
mucho más tarde. Parece dar a entender que la familia es oriunda de
Belén, ciudad que deberán abandonar precipitadamente después del
nacimiento de Jesús y exiliarse en Egipto a causa de la persecución de
Herodes (que si damos crédito a las fechas que hoy atribuimos a la
Natividad, llevaba ya cuatro años muerto). A su retorno, eligen
asentarse en la oscura Nazaret para evitar asumir el riesgo de volver a
Judea.
La resonancia de los hechos narrados debió ser
poca, considerando que la única confirmación contemporánea son las dos
menciones que de Jesús hizo Flavio Josefo en su obra Antigüedades judías . La primera es un párrafo completo, el Testimonium Flavianum ,
en el que Josefo determina tajantemente que «Jesús es Cristo» y que su
Resurrección al tercer día cumplía la profecía bíblica respecto a la
llegada del Mesías. La mayoría de los estudiosos (desde Renan y Engels
hasta Vermes, Mack y Meier) rechazan este párrafo como un inserto
posterior para establecer por lo menos un testimonio detallado del siglo
primero acerca de la figura doctrinal de Jesús. Algunos, sin embargo,
rescatan elementos que son coherentes con el estilo y la actitud del
autor en el resto de su obra, como la referencia a Jesús como «sabio», sophos , y como hacedor de hechos maravillosos, paradoxôn ergôn poiêtês .
La segunda mención es más modesta y acorde con
el tono general de la obra, y se limita a referir la ejecución el año 62
DC «de un hombre llamado Jaime»... «hermano de Jesús, conocido como el
Cristo ». El mero hecho de atribuirle hermanos, adelphi ,
aunque ya ocurriera en los mismos Evangelios, ha representado un
problema para la Iglesia que, con argumentos como mínimo discutibles,
traduce la palabra como «primos» o «parientes». Teólogos católicos,
protestantes y judíos coinciden en que los Evangelios sinópticos
describen a un Jesús de perfil claramente judío, mientras que a partir
de San Juan y conforme avanzamos con los Actos de los Apóstoles y las
Epístolas, su imagen se va divinizando a medida que se van sumando
elementos cada vez más marcados por influencias helenísticas y persas.
(La noción de resurrección, repugnante para la cultura greco-latina, es
atribuible a influencias orientales, en tanto que el neo-platonismo se
va introduciendo paulatinamente en una interpretación cristiana del logos ).
El Nuevo Testamento describe un proceso de
evolución de los primeros cristianos más que una fotografía nítida de un
cuadro. Más allá del canon, este proceso continuará a lo largo de los
siglos, demostrando la vitalidad, dinamismo y pluralidad de visiones que
dieron vida a la fe de la Buena Nueva. Textos griegos que mantuvieron
su autoridad en la Iglesia ortodoxa, la perdieron en la Iglesia latina.
Orígenes, que fue visto con desconfianza desde Roma, siglos más tarde
fue rehabilitado por ésta y, finalmente, con la Reforma, el canon
protestante adoptó exactamente los mismos libros del Antiguo Testamento
que los que desde un comienzo fueron incluidos en la Biblia judía, es
decir, excluyó los libros deuteronómicos.
El descubrimiento en 1945 en Nag Hammadi,
Egipto, de una biblioteca del siglo II-III DC, ha aportado nuevos datos
sobre la pujanza de movimientos cristianos globalmente conocidos como
«gnósticos», a pesar de representar tendencias variadas e incluso
antagónicas. Con la excepción de algunos fragmentos ya conocidos
anteriormente, este hallazgo incorpora al corpus histórico cristiano una
profusión de «evangelios» rechazados en su momento por la ortodoxia:
evangelios de Tomás, de Valentín, de María, de Felipe, A los Egipcios, A
los Hebreos, etcétera, junto con otros libros doctrinales referidos a
la Biblia. Los nombres de líderes de éstos movimientos Marción,
Valentín, Simón el Mago, Basílides,...) y algunas de sus tesis ya eran
conocidas gracias a las refutaciones de que fueron objeto en el siglo
III por sus enemigos, especialmente Irineo, obispo de Lyon, y
Tertuliano, aunque en las postrimerías de su vida éste último se
convirtiera a las tesis gnósticas. La desaparición de estas corrientes
revela una encarnizada represión y una destrucción sistemática de sus
textos en los siglos inmediatamente posteriores.
Aún en el siglo IV, San Agustín, que comenzó su
trayectoria religiosa asociado a otra secta herética, la de los
maniqueos (seguidores de Mani), debió enfrentarse, ya como obispo, a la
Iglesia donatista, mayoritaria en el norte de África. A pesar de una
persecución implacable, las comunidades donatistas sobrevivieron hasta
la desaparición total del cristianismo en la margen sur del
Mediterráneo.
Finalmente, existe el convencimiento de que los
distintos Evangelios se corresponderían a diferentes corrientes de
seguidores de Jesús, algunas estrechamente relacionadas, como las que
produjeron San Lucas y San Mateo, y otras, como San Juan, de gestación
independiente. Las divergencias lógicas entre ellos, dado su origen y
gestación dispares, se mantuvieron a pesar de los esfuerzos denodados
emprendidos por los doctores de la Iglesia, desde un principio, para
armonizarlos. De ahí la lógica preocupación de la Iglesia por evitar las
lecturas directas de los no iniciados en las sutilezas de la teología, y
la necesidad de redactar unos textos sustitutorios y coherentes de
relatos bíblicos y vidas de santos.
Pero la dificultad no se limitaba al Nuevo
Testamento. Como ya se ha visto, el canon cristiano y el judío difieren
respecto al número de libros incluidos en el Antiguo. Pero, además,
existen versiones distintas de la Septuaginta y aun otras completamente
diferentes. En el siglo II, un converso al judaísmo llamado Aquila
realizó una traducción al griego bajo la supervisión de Rabí Akiba que
gozó de cierta atención por parte de los padres de la Iglesia. La
obsesión por la literalidad lo llevó hasta el extremo de inventar raíces
griegas nuevas para transmitir el sentido de ciertos vocablos hebreos
inexistentes en aquella lengua, la helena. Otro proyecto de importancia
fue la Hexapla, de Orígenes, que presentaba en seis columnas el texto
hebreo original, el texto hebreo en letras griegas, la versión de
Aquila, la Septuaginta, y las traducciones de Simaco y Teodociano.
Luego Esdras (I, II o III), canónico para los
Ortodoxos griegos, deja de serlo para la versión latina, desplazado a
ser un mero apéndice por el Concilio de Trento.
Ahora bien, así como el Nuevo Testamento es
interpretado por los cristianos como la realización de las profecías del
Antiguo, el Corán es considerado por los musulmanes como la
recuperación de la pureza del primero, traicionada por el segundo. A
pesar de la relativa importancia del Hadith, las enseñanzas del Profeta,
la Sunna y otras fuentes de autoridad más o menos determinantes según
alguna de las cuatro escuelas jurídicas suníes y otros textos aceptados
por los chiítas, los musulmanes sólo poseen un texto revelado,
el Corán, la expresión definitiva de la tradición encauzada por Abraham,
Moisés y Jesús. Por lo tanto, aunque de forma indirecta, el Islam está
igualmente fundado en una Biblia única e intocable pero su virtualidad
es extrema, ya que no existe de ese libro una versión canónica propia.
No obstante, el Corán presupone un conocimiento
de las historias bíblicas, de las que hace múltiples paráfrasis. Según
Mahoma, las enseñanzas a él reveladas responden a la necesidad de
corregir las desviaciones del recto camino cometidas por los judíos en
su particular lectura del Antiguo Testamento, tal como fueron
denunciadas por el profeta Jesús. Aun así, a los judíos se les reconoce un estatus especial por ser
Ahl Al-Kitab (Pueblo del Libro).
Posteriormente, los cristianos también incurrieron en falta, por lo que
el Corán sería la última y definitiva actualización de la revelación
bíblica, conteniendo en sí misma todos los principios manifiestos de la
ley divina sobre la tierra.
El proceso de reinterpretación de la tradición
bíblica se aplicó, necesariamente, a las expresiones más cercanas,
locales, del judaísmo y del cristianismo, tradiciones éstas en sí mismas
todavía sumidas en un proceso de cierre incompleto de sus respectivos
cánones. Es probable que las tribus judías mencionadas en el Corán
estuvieran profundamente marcadas por corrientes tardías de la profecía
bíblica, centradas en torno a la figura de Daniel, así como por
influencias zoroástricas, dada la cercanía y peso de la vecina Persia
sasánida.
Los cristianos de esa época y región eran posiblemente nestorianos, que no atribuían a Jesús una entidad divina.
Los nestorianos eran miembros de una secta
cristiana originaria del Medio Oriente. Fueron condenados en el concilio
de Efeso (431 DC) por denunciar el uso del título theotoktos ,
«que da a luz a Dios», para referirse a la Virgen María, oscureciendo,
según ellos, de esta manera la naturaleza humana de Jesús. El concilio
de Calcedón (451) confirmó el rechazo de este movimiento, pero aún en
489 hubo que emitir un decreto imperial para clausurar la escuela
teológica de Edesa, dominada por nestorianos. Todavía hoy existen unos
170.000 seguidores en Siria, Irak e Irán.
Dada esta circunstancia, no sorprende que el
Corán no atribuyera atributos divinos a Jesús, en consonancia con la
versión de los propios cristianos de esa parte del mundo. Durante la
vida de Mahoma, los versos ( suras ) se inscribieron en hojas
de palma, piedras, tiras de cuero y sobre cualquier otro material al
alcance de la mano, o fueron confiados a la memoria de sus más estrechos
colaboradores.
Esta colección se completó durante el califato
de Omar (644-656) pero fue finalmente recopilada por Otmán, su sucesor.
Otmán nombró a cincuenta escribas que recogerían sólo aquellos
testimonios apoyados como mínimo por dos Compañeros del Profeta. Otmán,
finalmente asesinado y despreciado por los medinaítas, fue enterrado
apresuradamente en un cementerio judío.
Dos siglos más tarde se recopilaron los Hadith,
gestos y hechos y leyendas del profeta, tal como fueron testimoniadas
por sus compañeros que proyectan un manto divino sobre su imagen y un
aura de infalibilidad que se extendió sobre ellos mismos. Durante las
revueltas de tribus árabes inmediatamente después de la muerte de
Mahoma, cayeron muchos Compañeros. Dado que éstos memorizaban las
revelaciones a ellos hechas por el Profeta, hay quien ha especulado
sobre la posibilidad de que el Corán no esté completo. Según otra
versión, la de un Mufti de Siria, Otmán juntó todos los fragmentos
existentes, hizo su selección y ¡ destruyó lo que restaba!
Independientemente de los creyentes, para los cuales, legítimamente, el
origen divino de los tres textos de la tradición bíblica garantiza su
perfección, para los estudiosos el Corán, como la propia Biblia, también
plantea una serie de interrogantes: ¿qué pasó con los suras que
murieron con los compañeros de Mahoma muertos en batalla? ¿Cómo se
explica la retirada de suras como la lapidación de adúlteros y los
Versos satánicos? ¿Por qué, con la excepción del Sura de Apertura, el
Corán está ordenado del sura más largo al más corto? A la par del hebreo
bíblico, ¿cómo se resolvieron las incertidumbres en la lectura de un
texto al carecer el alfabeto nabateo de vocales? ¿Cómo puede resolverse
la interpretación de los distintos pasajes del libro si tomamos en
cuenta que el propio Corán afirma que incluye «versos explícitos» así
como «versos equívocos»? Para colmo, según los chiítas, el propio texto
canónico fue adulterado por los zuñes para difuminar la preeminencia de
Alí.
ESBOZO DE POSIBLES CONCLUSIONES
La dispar evolución histórica, respectivamente
del judaísmo, cristianismo y el Islam a los largo de los siglos puede
entenderse perfectamente como consecuencia de estrategias concebidas
para resolver, en épocas y lugares distintos, problemas completamente
diferentes, y no estaban necesariamente diseñadas para la confrontación
entre ellas.
Una vez destruido su Estado Templo y ante la
perspectiva de una dispersión indiferenciada, los judíos renuncian a
participar en el juego político en los países donde, de forma más o
menos casual, desembarcan. En cambio, buscan preservar unas comunidades
informales, aferradas a sus raíces arcaicas pero con una nueva vocación
cosmopolita, todas ellas vagamente fieles a una patria
extra-territorial, la de un libro, la Biblia en sus múltiples y
acumuladas lecturas, algunas de ellas apartadas del todo de la liturgia e
incluso de la fe. Es éste un proyecto de estudio diseñado para
lectores, es decir, un proyecto esencialmente intelectual, y sólo en
segunda instancia los judíos se decantaron por ámbitos igualmente
apolíticos pero materiales como el comercio y la industria, donde se
negocia el valor de intercambio de los bienes de utilidad social.
El cristianismo, que también se vio determinado
por el cataclismo del Segundo Templo, representa la opción integradora
de otros judíos que incorporan a su proyecto mesiánico a una multitud de
pueblos «gentiles» residentes en ese mismo área; el de la internacional
Via Maris en momentos de gran sectarismo religioso e inestabilidad
política. Este caleidoscopio de pueblos dispares unidos por el griego
como lengua franca hace posible pensar la universalidad, y sus fieles,
provenientes de variados y remotos parajes consiguen intuir un horizonte
planetario. Santa Helena y Constantino combinan, unos trescientos años
más tarde, el mensaje universal e ideológico de la Iglesia con el
imperial e institucional de Roma para proponer el más ambicioso proyecto
de salvación y poder a la totalidad de una humanidad recién definida
como tal. Una comunidad mundial de feligreses convertidos a la fe ,
los conocidos y aquellos aún por descubrir en algún Nuevo Mundo, en
alguno de los confines de la tierra. Finalmente, la tensión nunca
resuelta entre la Iglesia y el Imperio proveerían los espacios de
libertad desde donde se forjaron todos nuestros actuales derechos
civiles.
El Islam nació siglos más tarde, a lo largo de
rutas comerciales, en el extremo occidental de la Ruta de la Seda,
acosado por dos imperios tiránicos y decadentes, el sasánida persa y el
bizantino. Estos comerciantes provenientes de muchas tribus seminómadas e
independientes conjugaron los avances científicos y tecnológicos del
Lejano Oriente con el genio conceptual de Grecia. La revelación a Mahoma
permitió unificar a estas tribus y, para consolidar esta unión, la
máxima prioridad fue diseñar un modelo dinámico y eficaz de Buen
Gobierno. En lo esencial, este modelo se inspiró en la República de
Platón y su filósofo/ rey, finalmente encarnado en la figura del Califa,
comandante de los creyentes, es decir, un modelo que no distingue entre
religión y Estado...
|