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En busca del espectador emancipado
En busca del espectador emancipado
Jacques Rancière

 

 

 

 

 

Foto: Revesfera, Esquimal.

 

 

A Jacques Rancière lo conocí hace años. Pero no hablo de un combate cuerpo a cuerpo, sino de un tropiezo con sus crípticos textos. Si a todo cerdo le llega su San Martín, a todo aprendiz de intelectual le llega su incomprensible pensador sibilino. Ése que nos hace sentir estúpidos, torpes y lentos en cuanto a reflejos mentales. No contentos con sufrir de la mano y pluma de Heidegger, Kant o Hegel, ahí está Rancière para demostrarnos que los filósofos todavía existen aunque practiquen la respiración asistida.

 

 

 

 

Ahí estaba yo hace años, con un librito sobre la mesa –hay cosas que no se pueden leer antes de dormir sino sentados con la espalda bien recta- de escasas páginas llamado Le Partage du sensible, intentando descrifrar qué era eso de lo político, la política, lo postpolítico y la micropolítica. Y esa tal división de lo sensible. De hecho, se llamaba más bien El reparto de lo sensible, pero a mí me sonaba a francés aunque estuviese traducido al castellano. Recuerdo que, en unas conferencias del MACBA, me acerqué a Jesus Carrillo quien, en cinco minutos, me solucionó el conflicto de intelección. Y, a partir de ahí, pude redactar sin demasiados problemas mi trabajo sobre arte micropolítico, una categoría que se puso tan de moda entonces que tocaba etiquetar artistas y exposiciones como si fueran discos de la Fnac.

 

 

 

Pues bien, el último libro con el que Rancière ha apretado de nuevo el botón de la teoría del arte se llama El espectador emancipado. Y no ha sido tan, tan, tan difícil como uno pudiera temerse uno al comprarlo. Pero desde luego no es Nicolas Bourriaud. Y casi que gracias. Claro que varios años de  preceptiva inmersión facultativa dentro de las corrientes del postestructuralismo ayudan considerablemente a descifrar ensayos como éste.

 

 

 

La cosa, que no el libro, empezaría con esta sentencia: "el que ve no sabe ver”. Y de miopía el mundo va bien surtido. El del arte también. Este aforismo que, gracias a las sinapsis mnemotécticas (me) recuerda a Hélène Cixous y su sa(voir), vendría a iniciar su gran monólogo en torno a la supuesta e ignorante pasividad del espectador medio. Como pasa frecuentemente en los textos que aparentemente hablan de arte, al final uno se encuentra con que, de artistas y de arte, se habla más bien poco. Por no decir casi nada. Es más, los nuevos tratados de política, sociología e historia reciente se hayan ocultos en los ensayos de, presuntamente, estética del arte. Lástima que no sean lectura obligatoria en el instituto expandido, ese inframundo llamado univerisad.

 

 

 

Al pronunciar-escribir-imaginar intencionadamente la palabra "espectador”, no es precisamente una sala del cubo blanco, lo que enciende la bombilla del genio rezagado. Es más bien una sala de cine, porque cada vez son menos los que van al teatro. Pero el teatro tiene algo que no tiene el cine: uno es más consciente de que hay otros que también están alrededor formando una cierta colectividad reglamentaria. Será que la sala de teatro no está a oscuras el cien por cien del tiempo porque la luz varía, se enciende de vez en cuando y miramos con curiosidad al de al lado (a ver si va a ser nuestra media naranja en un mundo de latas de conserva). Además, al final de la función, a cada uno de los espectadores se les pide que aplaudan hasta enrojecer las palmas de sus manos, y no precisamente de vergüenza. La espontaneidad del aplauso nunca fue tan afectada como en el teatro.

 

 

 

Consideraciones propias aparte, Rancière nos explica que la intención de algunos autores de teatro tales y tan evidentes como Brecht, era sacar ineludiblemente al espectador de los placeres de la mímesis. Convertirlo en un investigador privado que resolviese los enigmas que se le plantean cual Sherlock Holmes sin su querido Watson. Artaud, gran amante de la crueldad y de lo abyecto, en contra de los gustos del autor alemán por la distancia razonadora, promovía abolir esta misma para terminar de una vez

 
 

por todas con su posición de deus ex machina ajeno a la narrativa interna. Y es así como el dominio externo se transformaría en energía "espectante”. La idea del teatro como una asamblea para la revolución estética es, cuanto menos, sospechosa. Porque si el hábito no hace al monje, la yuxtaposición de espectadores y la concomitancia espacial no hacen de una colectividad un grupo político. El medio no es el dispositivo. Porque, en materia de performance teatral, el actor más que actuar en el sentido político y existencial del término, no deja de ser un asalariado que hace lo que le corresponde, mientras que el espectador es alguien que elije estar ahí el tiempo que dure la función. Y que se puede levantar e irse cuando le dé la real gana.

 

 

 

La distancia, sin embargo, es la conditio sine qua non para el conocimiento. Toda relación entre un maestro y su alumno está transitada por una distancia que, una ve superada, genera otra distancia nueva. La ignorancia del alumno es lo que hace mentor al maestro. Sin embargo, Rancière nos habla de un "saber de la ignorancia” porque, parafraseando a Foucault, "el saber es una posición”.  Aquí no saben los que pueden sino que pueden los que saben. Pero, si a esta ecuación se añade un alumno emancipado, lo que tenemos es alguien que aprende de su maestro lo que el propio maestro ignora. Esta sutil intromisión en la lógica pedagógica es como un paquete bomba porque se carga una de las leyes más célebres de la física y del arte: la de la causa-efecto.  La mayoría de artistas anticipan la recepción del mensaje que emiten al espectador. A este punto, un espectador emancipado sería, pues, aquel que es capaz de traducir lo que un narrador (artista) le cuenta. Y a la hora de traducir hay muchas y demasiadas injerencias personales con las que el artista no cuenta ni  puede contar. Porque la transmisión de la cultura no funciona mediante la escucha sino mediante la metabolización. Y ya se sabe que cada espectador tiene un aparato digestivo diferente.

 

 

 

Cuando parece que Rancière, por fin, se pone a hablar de arte al definir al artista crítico como alguien que, gracias a la diseminación de su pensamiento en el espacio público (aunque sea de pago) consigue graduarnos las gafas y nos muestra lo que no sabemos ver a la vez que nos avergüenza de lo que no queremos ver, como si el artista fuera un profeta contemporáneo que sabe sacar la culpa judeocristiana que llevamos dentro, hace una acrobacia intelectual y nos instala raudamente en el campo de lo político (¿o era la política?). El arte, para Rancière y para muchos otros, es una excusa para poder hablar de lo que no se habla en los medio donde debiera hablarse. Y así llegamos otra vez a la insigne política espacial que divide el mundo en dos lados: la izquierda y la derecha. Rancière, por si alguien no se había dado cuenta desde el principio, nos gusta tanto porque es intelectualmente zurdo pero no miope. Es por eso que se permite soltar "verdades como puños”: que el marxismo es el saber desencantado del capitalismo, que la protesta es un espectáculo y el espectáculo es una mercancía, que la igualdad democrática es el triunfo del mercado, y que la izquierda, además de aceptar el capitalismo, lo ayuda a regenerarse. ¿Cómo se ilustra esto? Pues con una manifestación en la cual sus radicales miembros aúpan pancartas antisistema al mismo tiempo que se beben una coca-cola bien fresquita y bajan el volumen de su Iphone. Yo aquí me permito ser un tanto derrotista y filtrar de nuevo al Monseiur Foucault para decir aquello de que "no hay afuera”. Y de paso comentar que, a día de hoy, nunca he comido en un MacDonald’s. A los incrédulos les diré que no miento, pero que mi lucha individual no se basa en apriorísticas cuestiones políticas  sino más bien en un disenso en materia de gustos alimenticios. ¿Es político un acto cuando su causa no lo es pero sí pudiera serlo su efecto? ¿Tiene algo de emancipación social una simple preferencia personal?

 

 

 

Mi última pregunta está mal formulada puesto que la emancipación social no se activa por no comerse una hamburguesa rebosante de grasas saturadas y colesterol, sino que se produce con la "salida de un estado de minoridad”. ¿Sería entonces comerse el dichoso Happy Meal, ya que no hacerlo es pertenecer a una minoría, aunque sea involuntariamente? Dejando la proteína artificial de lado y fantaseando con una ideal comunidad armónica, uno podría pensar, por ejemplo, en las teclas de un ordenador, colocadas siempre armónicamente y en "su” lugar para que todo funcione según lo previsto. La emancipación social sería romper con este teclado, fracturar ese "lo previsto” e intentar dar lugar a un cuerpo social que no esté basado en la proporción áurea. Y quizás cambiar de hábitos alimenticios también.
Rancière, como muchos otros tantos, está cansado de los callejones sin salida de la crítica actual. De ese empecinamiento obtuso en sacar a la luz los espectros del simulacro y loar a base de lamentos la "omnipotencia de la bestia” capitalista. Rancière, en esta eterna lucha de David contra Goliat, enfatiza dos aspectos: la posibilidad y el disentimiento contra la homogeneidad de lo visible. Y los une, claro está, en algo tan ideal como "la posibilidad de disentir”. El problema está en que disentir, hoy día y en muchos lugares, está muy mal visto. Y que la vergüenza, individual y colectiva, a veces nos puede. El sinvergüenza, a estas alturas, podría convertirse en el perverso polimorfo que sabe que las cosas no están en su sitio porque sí.

 

 

 

Volviendo al arte, que era dónde alguna vez creímos estar al principio de El espectador emancipado y, esposándolo junto a lo político, el matrimonio se convierte en paradoja: las paradojas del arte político. No se cansan de repetirnos hasta el vómito aquellos nostálgicos que había una vez un arte cuyos poderes eran subversivos. Un arte (¿y los artistas también?) que, siendo cambiado, cambiaba el mundo. Una parte considerable del arte de nuestros días (¿con o sin artistas?) ha encontrado su nueva y contradictoria vocación: repolitizarse para enfrentarse a las formas de dominación ideológica, económica y estatal que actúan diligentemente porque no se dejan ver con claridad. Pero las preguntas que se abren tras este matrimonio en permanente crisis son muchas y demasiado grandes. ¿Qué es el arte?, ¿qué es la política?, ¿puede ser efectivamente político el arte?, ¿debe o puede ser pedagógico?, ¿puede politizarnos a nosotros el arte si apenas lo hace la política?, ¿puede crear un mundo tan codificado como el del arte una práctica real y útil del disenso?

 

 

 

El arte, al igual que el teatro, se cansó del modelo mimético. Y dijo basta. También supo ver que su estetización de la tragedia gracias al fotoperiodismo, lejos de con-movernos, nos hacía deleitarnos con una imagen que olvidábamos cinco minutos más tarde. Llámese composición formal, colores, morbo o simple displicencia frente al desastre ajeno. La fotografía se equivocó al pensar que podía ser política porque sus contenidos alguna vez lo fueron. De hecho, las prácticas artísticas contemporáneas nos demuestran que los derroteros del arte político van por caminos muy diferentes al del contenido como exclusivo contenedor ideológico.
El romance entre el arte y la política, según Rancière, viene por otra parte. Tanto el uno como la otra dan forma a un discurso que pretende "reconfigurar la experiencia común de lo sensible”. Tanto el uno como la otra se amparan en la ficción como un laboratorio donde se testean otras realidades y otros discursos. Tanto la una como el otro se preguntan continuamente ¿”y si en vez de…”? Porque es imposible no estar de acuerdo con Jacques Rancière cuando matiza que "lo real es la ficción dominante”, la percepción consensual que debemos tener de un mundo repleto de desacuerdos.

 

 

 

Así como hay una estética de la política hay una política estética. Y aquí el orden de los factores sí que altera el producto, aunque el producto sea tan inmaterial como una hipótesis. Lejos del palíndromo, la estética de la política redefine –o intenta redefinir- lo sensible, aquello que se percibe como real; la política de la estética, sin embargo, es conseguir que ciertas formas estéticas tengan un impacto en el campo político. Y para no dar lugar a confusiones, la política del arte nada tiene que ver con las preferencias políticas de los artistas individualmente. Aún admitiendo que el arte está más allá de los artistas, lo que no es tan evidente es si el arte está más allá de los demás elementos que configuran su dispositivo. Y es aquí donde Romeo Y Julieta deben salvar el gran obstáculo: que las políticas preponderantes se entrometan en lo político del arte. Porque arte no es lo que hacen los artistas, sino lo que hacen todos los participantes del dispositivo artístico.

 

 

 

Tanto impacto ha tenido Nicolas Bourriaud con sus ufanas y renqueantes creencias que, incluso alguien en las antípodas de su pensamiento como Rancière lo saca a colación. Para el primero, el arte contemporáneo es una forma más de vida social porque produce relaciones entre los espectadores. A este punto le diría a Bourriaud que Las Meninas y la barra de un bar también lo hacen. Para Rancière, un arte político debería subvertir los vínculos sociales predeterminados por el sistema. A este punto le diría a Rancière que ¿cómo un espacio de relaciones tan codificado como es el museo (y entiendo el museo como algo traspasa con creces las paredes del cubo blanco) puede llegar a subvertir lo que él mismo crea, promueve y potencia? ¿La subversión es tal si es puntual y simbólica?

 

 

 

La filosofía contemporánea es una filosofía de matices visto que los grandes relatos hace mucho que se quedaron afónicos, por no decir mudos. La evidencia de la ley de causa-efecto que recorre el arte contemporáneo se me antoja como el gran acierto de Rancière en este texto. Por dos motivos: porque prueba algo de lo que, hasta ahora, muchos no nos habíamos dado cuenta y porque nos advierte contra la gratuidad con que los artistas & cia. establecen una correlación que, frecuentemente, no cristaliza en ese campo de batalla tan cortés, aseado y consensuado que es el arte contemporáneo. Porque el consenso debería ser un antagonista del museo y no su oportuno –a veces oportunista- aliado. Los museos, reconozcámoslo, son un espacio que cada vez se parece más a las iglesias con sus feligreses, devotos de domingo por la mañana que, tras comprobar lo "mal que está el mundo”, lo dejan todo en manos de dios para disfrutar de placeres mayores como el vermut. El museo, si cabe, es peor aún ya que la mayoría de sus visitantes entran porque hay vermut el día de una inauguración.  Sintiéndolo mucho y pecando de nihilista en proceso de derrota, por político que pueda sea el arte, la política no se hace dentro del museo.  Y un museo es como un meeting de un partido político: todos los que van es porque ya están afiliados ideológicamente.

 

El espectador emancipado- Jacques Rancière- Ellago Ediciones

http://esnorquel.es/en-busca-del-espectador-emancipado-jacques-ranciere

Categoría: Libros | Ha añadido: esquimal (13.04.30)
Visiones: 3546 | Tags: Arte, Libros, Crítica, Literatura, Jacques Rancière | Ranking: 5.0/2

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