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¿Por qué leemos (todavía) novelas policíacas?

¿Por qué leemos (todavía) novelas policíacas?


por David Roas
Quimera nº 259-260





La novela policíaca sigue en plena forma. Basta acercarse a cualquier librería y comprobar el elevado número de títulos a la venta, entre novedades y clásicos. En los estantes conviven sin problemas los diversos subgéneros policíacos: Arthur Conan Doyle y Agatha Christie se dan la mano con Henning Mankell y John Connolly, bajo la atenta mirada de Jean-Claude Izzo y James Ellroy, mientras Dashiell Hammett y Raymond Chandler sonríen satisfechos. Son buenos tiempos para el género.
Pero ¿por qué seguimos leyendo novelas policíacas? ¿Por qué no nos hemos cansado todavía de un género cuyas convenciones conocemos bien, demasiado bien? Crímenes, misterios, tipos que resuelven (o intentan resolver) crímenes y misterios, tramas más o menos complejas, retratos de la sociedad más o menos críticos... el género policiaco es fácilmente reductible a un determinado número de pautas y temas. Pero eso no impide que siga gustando. Y que no cesen de aparecer nuevos autores y obras fascinantes, mientras los clásicos siguen ahí, algunos con más achaques que otros, conquistando nuevos lectores.
Tenemos una primera aproximación a este asunto en un reciente ensayo, Lire le noir. Enquête sur les lecteurs de récits policiers (Bibliothèque Centre Pompidou, París, 2004), en el que Annie Collovald y Erik Neveu exponen las conclusiones de un detallado estudio sociológico sobre los gustos y motivaciones de los lectores franceses en lo tocante al género policiaco. Entre las muchas preguntas que hicieron a los lectores encuestados hay una esencial: "¿Por qué leen novelas policíacas?". Las diversas respuestas destacan un buen número de ingredientes: entretenimiento, placer, lectura fácil, narratividad (cuentan historias), misterio, suspense, realismo social y documental, descubrimiento de otros mundos, violencia y situaciones límite... y lo que sus autores denominan el "efecto Izzo" (que más que una razón para leer sus novelas define a uno de los usos que se les da a éstas), es decir, la utilización de algunas novelas policíacas como complemento a las guías turísticas; en otras palabras, visitar los espacios reales que aparecen en dichas novelas: por ejemplo, comer en el restaurante al que va Fabio Montale -protagonista de las novelas de Izzo-, o, en el caso español, recorrer las calles por las que se mueve Pepe Carvalho.
Como se hace evidente, las respuestas citadas oscilan entre dos polos: la evasión (algo muy respetable pero incomprensiblemente mal visto) y lo que podríamos llamar la implicación en el desciframiento de la realidad social. Dos polos entre los que también se mueven los diversos subgéneros policíacos, como enseguida veremos. Pero lo interesante es que de toda esa variedad de justificaciones pueden extraerse, a mi entender, tres aspectos fundamentales que caracterizan el género policiaco desde su nacimiento y que determinan su larga vida y su popularidad actual. Tres aspectos que justifican que sigamos leyendo novelas policíacas (en sus diversas manifestaciones): el interés por el misterio, la atracción por el mal y la dialéctica orden/desorden. Los expongo por separado, aunque su relación es evidente.




¿A quién no le gustan los rompecabezas?


Hay una escena en la sorprendente película de J.L. Mankiewicz La huella ( Sleuth , 1972) en la que Andrew Wyke, exitoso escritor de novelas de misterio, magistralmente interpretado por Laurence Olivier, define el género en los siguientes términos: "La novela policíaca es la diversión habitual de las mentes nobles". Nobles tanto en el sentido de cultivadas como de elevadas socialmente. No hay duda de que tan aristocrática y anacrónica definición hace muchos lustros que dejó de funcionar. Pero también es cierto que llama la atención sobre dos de las justificaciones antes citadas: el entretenimiento y el placer de resolver misterios (o al menos intentarlo).
Una novela policíaca es una narración cuyo hilo conductor es la investigación de un hecho criminal, independientemente de su método, objetivo o resultado. Con esto quiero decir que la investigación es el elemento estructurador de todo relato policial, aunque su importancia puede variar en función de los objetivos de éste. Esa variación, además, ha marcado en buena medida la evolución de la literatura policíaca.
Así, en la primera manifestación del género, la novela clásica de detectives, el misterio lo es todo. Iniciada con Edgar Allan Poe, dicho tipo de novelas se centra única y exclusivamente en la resolución del enigma (el retrato psicológico y social son prácticamente inexistentes), labor que queda en manos de un investigador frío y cerebral dotado de una impresionante capacidad de raciocinio y deducción, personaje que alcanza su cumbre con Sherlock Holmes y que con el paso del tiempo dará lugar a los supercerebros como el profesor Augustus S. F. X. Van Dusen, conocido como la "máquina de pensar", o el irritante Nero Wolf, que nunca visita el lugar del crimen sino que se queda en casa revisando las pruebas mientras toma una cerveza y da, evidentemente, con la solución correcta. No es extraño que este tipo de narraciones también se conozca en español como ‘novela-enigma', adaptación del francés roman-problème , y en inglés se le bautice Whodunit (contracción de "¿Quién lo hizo?"), privilegiando el misterio como elemento fundamental del relato.
La aparición de la novela negra en torno a 1930 dio un vuelco a esta situación, puesto que situó en primer plano el retrato crítico de la sociedad y la introspección psicológica (tanto en relación al detective como al criminal), relegando el misterio a un segundo plano. Así, mientras que la novela-enigma muestra la tendencia a tratar el crimen como un juego estético donde el misterio y el ingenio tienen un fin en sí mismos, la novela negra mantiene el misterio aunque su importancia queda desplazada por la temática social y la especulación psicológica.
En otras palabras, el misterio siempre esta ahí. Porque ya se trate del investigador cerebral, del detective duro de pelar o del policía más o menos desencantado de su trabajo (figura corriente en la novela negra actual, como puede comprobarse en las obras de Izzo o de Mankell), los protagonistas tratan siempre de revelar una verdad oculta. Eso sí, cada uno a su manera y en función de una concepción de la sociedad y del crimen marcadamente diferentes (como veremos después). Ello determina, por tanto, la estructura del relato: la organización del material se ajusta a los avances del investigador en la resolución del misterio, que se produce inevitablemente al final. Y la lectura también se ve determinada por la intriga: los lectores avanzamos en el texto siguiendo los pasos del investigador. Estamos sometidos al suspense.
No hay duda, pues, de que ése es uno de los principales centros de interés. Leemos porque queremos saber quién es el culpable, qué ha motivado su actuación, cómo lo hizo..., en definitiva, qué se esconde tras el misterio planteado. El placer del rompecabezas, el juego matemático de desvelar la incógnita. Sin que ello, claro está, implique obligatoriamente que dicha resolución sea siempre el elemento central; como ya he señalado, en la novela negra la esencia del relato la constituye el retrato de una sociedad corrupta, o bien el análisis de la mente criminal. Pero sin misterio, vuelvo a insistir, no hay novela policíaca. Un buen ejemplo lo tenemos en las novelas de Izzo: a pesar del excelente retrato social que hace en Chourmo de la Marsella infectada por la Mafia y el fundamentalismo islámico, no hay duda de que también avanzamos en sus páginas deseando saber quién mató al pobre Guitou y cuáles fueron los motivos de ese crimen.

Todo ello justifica también el éxito de fenómenos como la serie de televisión CSI ( Crime Scene Investigation ) donde la labor policial se desarrolla entre probetas y sofisticadísimos programas informáticos. La mayor parte de cada capítulo se dedica a exponer de forma detallada el proceso de recogida y examen de las diversas pruebas. Una vez que las máquinas -en colaboración (hay que reconocerlo) con el fino instinto de algunos de los investigadores- ofrecen su resultado, lo de menos es analizar las causas y las implicaciones morales del crimen, porque lo que verdaderamente fascina al espectador es el proceso científico de investigación y la reconstrucción del rompecabezas a partir de las diversas piezas encontradas. El enigma y su resolución en estado puro. Algo que hubiera agradado a Sherlock Holmes, quien consideraba que "un cliente no es más que una unidad, un factor del problema. Las cualidades emocionales son antagónicas del razonamiento claro" ( El signo de los cuatro ).





El asesino dentro de mí


Si el misterio es excitante en sí mismo, otro tanto ocurre con el crimen. Basta pensar en la multitud de obras literarias y cinematográficas -y no me refiero simplemente a las policíacas y terroríficas- que exploran y muestran, a veces de forma muy detallada, actos violentos. Sabemos que la violencia y el crimen son reprobables, pero al mismo tiempo nos atraen, despiertan nuestra curiosidad. Porque surgen del lado oscuro del ser humano y nos ponen en contacto con él.
¿Leemos novelas policíacas simplemente para satisfacer esa curiosidad morbosa y obtener placer? ¿O, como se ha dicho en muchas ocasiones, para alimentar al asesino que todos llevamos dentro (y así calmarlo)? Según Richard Alewyn, la lectura de novelas policíacas "posibilita [al lector] deshacerse de sus latentes instintos criminales de una manera inocente y no perjudicial. El lector de la novela policíaca, pues, se ve, sometido a la misma catarsis que conoce el espectador de la tragedia griega". Una valoración semejante postula Suso de Toro: "la novela negra es el lugar donde se encuentran el relato policial con el gótico. Seguramente comparten un mismo ‘pathos', el disfrute morboso de imaginar lo más horrible. Esto quizá nos devuelva a la función terapéutica del escritor de novela negra que escribe nuestras pesadillas, dando forma a nuestros temores subterráneos y haciéndolos comparecer para exorcizarlos". En otras palabras, a través del espectáculo de la violencia sublimamos nuestros instintos criminales reprimidos y así nuestro particular Mr. Hyde descansa tranquilo en su rincón del inconsciente.
Pero al mismo tiempo, el tratamiento ficcional conlleva una estetización del crimen, que lo convierte, como dijo Thomas de Quincey, en una de las ‘bellas artes'. La distancia de seguridad que establece la ficción nos permite asistir al espectáculo de la violencia sabiéndonos invulnerables, satisfacer nuestra necesidad de emociones fuertes a resguardo de cualquier peligro. Pero se trata de un proceso que tiene dos caras: fascinación y horror, porque si bien la crueldad del asesino, su inhumanidad, despierta la curiosidad morbosa del lector, al mismo tiempo lo aterroriza. Un proceso semejante al que provoca la recepción de una película de miedo. El asesino y el monstruo están más cerca de lo que parece.
La presencia y el sentido del crimen también permiten establecer diferencias entre los diversos subgéneros policíacos. En la novela de detectives clásica, el crimen era fundamentalmente valorado como una ruptura del orden establecido y, como tal, debía ser castigado. Pero raramente los narradores se detienen en la exposición detallada de los actos violentos (dejando aparte a Poe; basta recordar la descripción del estado de los cadáveres en "Los asesinatos de la calle Morgue") o en el análisis de la psicología criminal. En este tipo de narraciones policíacas el crimen interesa fundamentalmente como problema matemático. Como afirma Julian Symons, "Lejos de ser, como muchos han apuntado, una satisfacción subrogada de unos deseos criminales, las historias detectivescas típicas de ese período están curiosamente exentas de las realidades de la violencia. La víctima, el asesinato y la investigación consiguiente poseen una calidad hierática y ritual. Lo que afirman esas historias es la naturaleza estática de la sociedad, el castigo inevitable que recae sobre una mala conducta" ( Historia del relato policial , Bruguera, Barcelona, 1982 , pp. 21-22). Sin olvidar que en muchas ocasiones el propio crimen está bañado de un aura de elegancia y sofisticación ajena a todo tipo de violencia brutal y sin sentido: estos son los años también del criminal de guante blanco al estilo de Raffles, Arsène Lupin o Fantomas, perfectos caballeros, cultos, sofisticados, dotados de un ingenio semejante al de Sherlock Holmes (aunque orientado hacia el robo, que en sus manos se convierte en un pasatiempo elegante) y tan admirables como el propio detective. No deja de ser significativo que en la época dorada de la novela policíaca clásica el único criminal verdaderamente siniestro que se deleita sádicamente en la violencia sea un oriental, Fu-Manchú, es decir, un individuo ajeno a la ‘civilización' europea, a las buenas maneras de los gentlemen del Imperio Británico y de sus colegas franceses.
La aparición de la novela negra también supondrá un cambio decisivo en relación a la presencia y sentido del crimen, puesto que ya no es visto como una excepción que debe ser castigada para devolver el orden a la sociedad, sino como un mal endémico de ésta, lo que determina la actitud crítica pero a la vez desencantada tanto del detective duro de las novelas de Hammett o Chandler como del policía de la novela negra actual, que saben que, en el fondo, atrapar al criminal no tiene demasiado valor. Pero, pese a todo, hay que hacerlo. Podríamos decir que en la novela negra el crimen no es una ruptura de la norma, sino la norma.
El crimen deja entonces de ser algo excepcional, casi abstracto, para hacerse concreto y, sobre todo, cercano. Y conforme pasan los años, la novela negra se vuelve cada vez más violenta, como reflejo de la sociedad en la que se inscribe. Una violencia que se expone de forma a veces muy detallada (reflejo también del interés estético-morboso por el crimen y la violencia antes mencionado). Las novelas de John Connolly son un perfecto ejemplo: en ellas los habituales intercambios de golpes, tiros y heridas de arma blanca van acompañados de torturas y asesinatos bestiales que en muchas ocasiones no son aptos para estómagos delicados.
Pero no se trata de exponer con mayor o menor detalle una serie de actos violentos. La novela negra, a diferencia de la novela de detectives clásica, trata también de bucear en la mente del criminal, de explorar los motivos que justifican sus actos, o incluso, en su formulación más radical, de reflexionar sobre la posibilidad del mal más allá de toda moral o racionalidad. Así sucede en la espléndida La desaparición (1984), del holandés Tim Krabbé, donde el asesino no es ni un ser malvado ni un loco (o lo que tradicionalmente consideraríamos como tal) sino un individuo común, un ser normal fascinado por la posibilidad de llevar a cabo un crimen como quien realiza un experimento de laboratorio (no debe extrañar que dicho personaje sea un profesor de química). Lo horripilante de la novela -narrada con una inquietante (y necesaria) frialdad- no es sólo el hecho de que un individuo normal cometa un crimen, sino que tras ese acto no hay sentido alguno. El propio criminal no siente nada al hacerlo, no hay delectación en su acto, sólo la simple constatación de que cualquiera puede matar, más aún, de que matar es fácil.



Bienvenidos a Poisonville

Como dije antes, la valoración y el sentido del crimen es muy diferente en la novela de detectives clásica y en la novela negra. La primera nos ofrece un mundo tranquilizador, una visión optimista de la sociedad en la que el crimen no es más que una ruptura momentánea del orden establecido que siempre acaba siendo subsanada gracias a las habilidades del detective de turno. Como dice Hercule Poirot en Cita con la muerte , "la absoluta lógica de los acontecimientos es simpre fascinante y ordenada".
Por el contrario, la novela negra supone una inversión del orden y signo de los principios éticos sobre los que descansa la novela policíaca clásica: el crimen ya no es un hecho extraordinario sino un ingrediente propio de la sociedad contemporánea. La novela negra, por tanto, se basa en el desorden, en la constatación de la corrupción en que está sumergida toda la sociedad. Ya no es tan fácil distinguir claramente entre ‘buenos' y ‘malos' en el sentido maniqueo que tenía dicha diferenciación en la novela policíaca clásica. Son historias bañadas en un evidente relativismo moral. Como dice uno de los personajes de la novela El hombre sonriente , de Henning Mankell, "Hubo un tiempo en que las causas del mal eran menos complejas. Pero ya no es así. Eso ya no sucede".
Uno de los maestros del género, Raymond Chandler, describe perfectamente este cambio y las sustanciales diferencias entre dichas variantes de lo policiaco: "Hammett extrajo el asesinato del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón [...]. Hammett devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un cadáver. Y con los medios de que disponían, y no con pistolas de duelo cinceladas a mano, curare y peces tropicales. Describió a esas personas en el papel tal como son, y las hizo hablar y pensar en el lenguaje que habitualmente usaban para tales fines". Lo que está diciendo Chandler con su ironía habitual es que la novela clásica de detectives se había olvidado de la realidad para crear un juego de ingenio ambientado en un ambiente sofisticado, que el lector consumía como entretenimiento, como simple juego. Por contra, la novela negra constituye un regreso a la realidad. Ello justifica la decisiva importancia que se da a la dimensión social, al retrato de la sociedad en su lado más negativo para mostrar cómo el poder se sustenta en la riqueza económica y en la violencia. Ello explica la constante incorporación de nuevos temas, reflejo de los constantes cambios en la sociedad y en los instrumentos para ejercer el poder y la explotación (en los últimos años, la novela negra se ha hecho eco de la inmigración ilegal, la globalización, el mundo neonazi, el fundamentalismo islámico, etc.).
Como he mostrado en los apartados anteriores, el misterio y el crimen son ingredientes fundamentales tanto de la novela policíaca clásica como de la novela negra, pero resulta evidente que cuando leemos novelas negras lo hacemos buscando sobre todo un retrato social comprometido, crítico, que constate (o revele) la verdadera cara de la realidad en la que vivimos. Salimos del mundo de Oz de la novela policíaca clásica, donde el aire es limpio y se respira orden y tranquilidad (los que tratan de alterarlo son rápidamente neutralizados), para caer en Poisonville, la ciudad creada por Hammett en su Cosecha roja , un pozo de corrupción y crimen símbolo del mundo contemporáneo.

Pero, pese a todo, ése no es el único objetivo de nuestra lectura, puesto que si sólo buscáramos testimonios críticos que constatasen dicha corrupción, acabaríamos leyendo novelas sociales o ensayos sociológicos. Para que el cóctel de la novela negra tenga todo su sabor hay que añadirle la necesaria cantidad de misterio y crimen.
Eso justifica también la creación de criminales a la medida del detective, supercerebros que dedican todo su ingenio al mal, como el profesor Moriarty, archienemigo de Sherlock Holmes.





Richard Alewyn, "Origen de la novela policíaca", en Problemas y figuras , Alfa, Barcelona, 1982, p. 207.
Suso de Toro, "Policía, siquiatra y cura", República de las Letras , núm. 47 (1996), p. 52.
Agatha Chirstie, Cita con la muerte , en el volumen Poirot en Oriente , RBA, Barcelona, 2004, p. 154.
Raymond Chandler, "El simple arte de matar", en El simple arte de matar , Bruguera, Barcelona, 1980, pp. 211-212.


Tomado de:
http://www.revistasculturales.com/articulos/43/quimera/369/1/-por-que-leemos-todavia-novelas-policiacas.html

Categoría: Literatura | Ha añadido: esquimal (11.04.06)
Visiones: 2524 | Tags: Libros, novela | Ranking: 0.0/0

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