La novela policíaca sigue en plena forma. Basta
acercarse a cualquier librería y comprobar el elevado número de títulos a
la venta, entre novedades y clásicos. En los estantes conviven sin
problemas los diversos subgéneros policíacos: Arthur Conan Doyle y
Agatha Christie se dan la mano con Henning Mankell y John Connolly, bajo
la atenta mirada de Jean-Claude Izzo y James Ellroy, mientras Dashiell
Hammett y Raymond Chandler sonríen satisfechos. Son buenos tiempos para
el género. Pero ¿por qué seguimos leyendo novelas
policíacas? ¿Por qué no nos hemos cansado todavía de un género cuyas
convenciones conocemos bien, demasiado bien? Crímenes, misterios, tipos
que resuelven (o intentan resolver) crímenes y misterios, tramas más o
menos complejas, retratos de la sociedad más o menos críticos... el
género policiaco es fácilmente reductible a un determinado número de
pautas y temas. Pero eso no impide que siga gustando. Y que no cesen de
aparecer nuevos autores y obras fascinantes, mientras los clásicos
siguen ahí, algunos con más achaques que otros, conquistando nuevos
lectores. Tenemos una primera aproximación a este asunto en un reciente ensayo, Lire le noir. Enquête sur les lecteurs de récits policiers
(Bibliothèque Centre Pompidou, París, 2004), en el que Annie Collovald y
Erik Neveu exponen las conclusiones de un detallado estudio sociológico
sobre los gustos y motivaciones de los lectores franceses en lo tocante
al género policiaco. Entre las muchas preguntas que hicieron a los
lectores encuestados hay una esencial: "¿Por qué leen novelas
policíacas?". Las diversas respuestas destacan un buen número de
ingredientes: entretenimiento, placer, lectura fácil, narratividad
(cuentan historias), misterio, suspense, realismo social y documental,
descubrimiento de otros mundos, violencia y situaciones límite... y lo
que sus autores denominan el "efecto Izzo" (que más que una razón para
leer sus novelas define a uno de los usos que se les da a éstas), es
decir, la utilización de algunas novelas policíacas como complemento a
las guías turísticas; en otras palabras, visitar los espacios reales que
aparecen en dichas novelas: por ejemplo, comer en el restaurante al que
va Fabio Montale -protagonista de las novelas de Izzo-, o, en el caso
español, recorrer las calles por las que se mueve Pepe Carvalho. Como se hace evidente, las respuestas citadas
oscilan entre dos polos: la evasión (algo muy respetable pero
incomprensiblemente mal visto) y lo que podríamos llamar la implicación
en el desciframiento de la realidad social. Dos polos entre los que
también se mueven los diversos subgéneros policíacos, como enseguida
veremos. Pero lo interesante es que de toda esa variedad de
justificaciones pueden extraerse, a mi entender, tres aspectos
fundamentales que caracterizan el género policiaco desde su nacimiento y
que determinan su larga vida y su popularidad actual. Tres aspectos que
justifican que sigamos leyendo novelas policíacas (en sus diversas
manifestaciones): el interés por el misterio, la atracción por el mal y
la dialéctica orden/desorden. Los expongo por separado, aunque su
relación es evidente. ¿A quién no le gustan los rompecabezas? Hay una escena en la sorprendente película de J.L. Mankiewicz La huella ( Sleuth ,
1972) en la que Andrew Wyke, exitoso escritor de novelas de misterio,
magistralmente interpretado por Laurence Olivier, define el género en
los siguientes términos: "La novela policíaca es la diversión habitual
de las mentes nobles". Nobles tanto en el sentido de cultivadas como de
elevadas socialmente. No hay duda de que tan aristocrática y anacrónica
definición hace muchos lustros que dejó de funcionar. Pero también es
cierto que llama la atención sobre dos de las justificaciones antes
citadas: el entretenimiento y el placer de resolver misterios (o al
menos intentarlo). Una novela policíaca es una narración cuyo hilo
conductor es la investigación de un hecho criminal, independientemente
de su método, objetivo o resultado. Con esto quiero decir que la
investigación es el elemento estructurador de todo relato policial,
aunque su importancia puede variar en función de los objetivos de éste.
Esa variación, además, ha marcado en buena medida la evolución de la
literatura policíaca. Así, en la primera manifestación del género, la
novela clásica de detectives, el misterio lo es todo. Iniciada con Edgar
Allan Poe, dicho tipo de novelas se centra única y exclusivamente en la
resolución del enigma (el retrato psicológico y social son
prácticamente inexistentes), labor que queda en manos de un investigador
frío y cerebral dotado de una impresionante capacidad de raciocinio y
deducción, personaje que alcanza su cumbre con Sherlock Holmes y que con
el paso del tiempo dará lugar a los supercerebros como el profesor
Augustus S. F. X. Van Dusen, conocido como la "máquina de pensar", o el
irritante Nero Wolf, que nunca visita el lugar del crimen sino que se
queda en casa revisando las pruebas mientras toma una cerveza y da,
evidentemente, con la solución correcta. No es extraño que este tipo de
narraciones también se conozca en español como ‘novela-enigma',
adaptación del francés roman-problème , y en inglés se le bautice Whodunit (contracción de "¿Quién lo hizo?"), privilegiando el misterio como elemento fundamental del relato. La aparición de la novela negra en torno a 1930
dio un vuelco a esta situación, puesto que situó en primer plano el
retrato crítico de la sociedad y la introspección psicológica (tanto en
relación al detective como al criminal), relegando el misterio a un
segundo plano. Así, mientras que la novela-enigma muestra la tendencia a
tratar el crimen como un juego estético donde el misterio y el ingenio
tienen un fin en sí mismos, la novela negra mantiene el misterio aunque
su importancia queda desplazada por la temática social y la especulación
psicológica. En otras palabras, el misterio siempre esta ahí.
Porque ya se trate del investigador cerebral, del detective duro de
pelar o del policía más o menos desencantado de su trabajo (figura
corriente en la novela negra actual, como puede comprobarse en las obras
de Izzo o de Mankell), los protagonistas tratan siempre de revelar una
verdad oculta. Eso sí, cada uno a su manera y en función de una
concepción de la sociedad y del crimen marcadamente diferentes (como
veremos después). Ello determina, por tanto, la estructura del relato:
la organización del material se ajusta a los avances del investigador en
la resolución del misterio, que se produce inevitablemente al final. Y
la lectura también se ve determinada por la intriga: los lectores
avanzamos en el texto siguiendo los pasos del investigador. Estamos
sometidos al suspense. No hay duda, pues, de que ése es uno de los
principales centros de interés. Leemos porque queremos saber quién es el
culpable, qué ha motivado su actuación, cómo lo hizo..., en definitiva,
qué se esconde tras el misterio planteado. El placer del rompecabezas,
el juego matemático de desvelar la incógnita. Sin que ello, claro está,
implique obligatoriamente que dicha resolución sea siempre el elemento
central; como ya he señalado, en la novela negra la esencia del relato
la constituye el retrato de una sociedad corrupta, o bien el análisis de
la mente criminal. Pero sin misterio, vuelvo a insistir, no hay novela
policíaca. Un buen ejemplo lo tenemos en las novelas de Izzo: a pesar
del excelente retrato social que hace en Chourmo de la
Marsella infectada por la Mafia y el fundamentalismo islámico, no hay
duda de que también avanzamos en sus páginas deseando saber quién mató
al pobre Guitou y cuáles fueron los motivos de ese crimen.
Todo ello justifica también el éxito de fenómenos como la serie de televisión CSI ( Crime Scene Investigation )
donde la labor policial se desarrolla entre probetas y sofisticadísimos
programas informáticos. La mayor parte de cada capítulo se dedica a
exponer de forma detallada el proceso de recogida y examen de las
diversas pruebas. Una vez que las máquinas -en colaboración (hay que
reconocerlo) con el fino instinto de algunos de los investigadores-
ofrecen su resultado, lo de menos es analizar las causas y las
implicaciones morales del crimen, porque lo que verdaderamente fascina
al espectador es el proceso científico de investigación y la
reconstrucción del rompecabezas a partir de las diversas piezas
encontradas. El enigma y su resolución en estado puro. Algo que hubiera
agradado a Sherlock Holmes, quien consideraba que "un cliente no es más
que una unidad, un factor del problema. Las cualidades emocionales son
antagónicas del razonamiento claro" ( El signo de los cuatro ). El asesino dentro de mí Si el misterio es excitante en sí mismo, otro
tanto ocurre con el crimen. Basta pensar en la multitud de obras
literarias y cinematográficas -y no me refiero simplemente a las
policíacas y terroríficas- que exploran y muestran, a veces de forma muy
detallada, actos violentos. Sabemos que la violencia y el crimen son
reprobables, pero al mismo tiempo nos atraen, despiertan nuestra
curiosidad. Porque surgen del lado oscuro del ser humano y nos ponen en
contacto con él. ¿Leemos novelas policíacas simplemente para
satisfacer esa curiosidad morbosa y obtener placer? ¿O, como se ha dicho
en muchas ocasiones, para alimentar al asesino que todos llevamos
dentro (y así calmarlo)? Según Richard Alewyn, la lectura de novelas
policíacas "posibilita [al lector] deshacerse de sus latentes instintos
criminales de una manera inocente y no perjudicial. El lector de la
novela policíaca, pues, se ve, sometido a la misma catarsis que conoce
el espectador de la tragedia griega".
Una valoración semejante postula Suso de Toro: "la novela negra es el
lugar donde se encuentran el relato policial con el gótico. Seguramente
comparten un mismo ‘pathos', el disfrute morboso de imaginar lo más
horrible. Esto quizá nos devuelva a la función terapéutica del escritor
de novela negra que escribe nuestras pesadillas, dando forma a nuestros
temores subterráneos y haciéndolos comparecer para exorcizarlos".
En otras palabras, a través del espectáculo de la violencia sublimamos
nuestros instintos criminales reprimidos y así nuestro particular Mr.
Hyde descansa tranquilo en su rincón del inconsciente. Pero al mismo tiempo, el tratamiento ficcional
conlleva una estetización del crimen, que lo convierte, como dijo Thomas
de Quincey, en una de las ‘bellas artes'. La distancia de seguridad que
establece la ficción nos permite asistir al espectáculo de la violencia
sabiéndonos invulnerables, satisfacer nuestra necesidad de emociones
fuertes a resguardo de cualquier peligro. Pero se trata de un proceso
que tiene dos caras: fascinación y horror, porque si bien la crueldad
del asesino, su inhumanidad, despierta la curiosidad morbosa del lector,
al mismo tiempo lo aterroriza. Un proceso semejante al que provoca la
recepción de una película de miedo. El asesino y el monstruo están más
cerca de lo que parece. La presencia y el sentido del crimen también
permiten establecer diferencias entre los diversos subgéneros
policíacos. En la novela de detectives clásica, el crimen era
fundamentalmente valorado como una ruptura del orden establecido y, como
tal, debía ser castigado. Pero raramente los narradores se detienen en
la exposición detallada de los actos violentos (dejando aparte a Poe;
basta recordar la descripción del estado de los cadáveres en "Los
asesinatos de la calle Morgue") o en el análisis de la psicología
criminal. En este tipo de narraciones policíacas el crimen interesa
fundamentalmente como problema matemático. Como afirma Julian Symons,
"Lejos de ser, como muchos han apuntado, una satisfacción subrogada de
unos deseos criminales, las historias detectivescas típicas de ese
período están curiosamente exentas de las realidades de la violencia. La
víctima, el asesinato y la investigación consiguiente poseen una
calidad hierática y ritual. Lo que afirman esas historias es la
naturaleza estática de la sociedad, el castigo inevitable que recae
sobre una mala conducta" ( Historia del relato policial ,
Bruguera, Barcelona, 1982 , pp. 21-22). Sin olvidar que en muchas
ocasiones el propio crimen está bañado de un aura de elegancia y
sofisticación ajena a todo tipo de violencia brutal y sin sentido: estos
son los años también del criminal de guante blanco al estilo de
Raffles, Arsène Lupin o Fantomas, perfectos caballeros, cultos,
sofisticados, dotados de un ingenio semejante al de Sherlock Holmes
(aunque orientado hacia el robo, que en sus manos se convierte en un
pasatiempo elegante) y tan admirables como el propio detective. No deja
de ser significativo que en la época dorada de la novela policíaca
clásica el único criminal verdaderamente siniestro que se deleita
sádicamente en la violencia sea un oriental, Fu-Manchú, es decir, un
individuo ajeno a la ‘civilización' europea, a las buenas maneras de los
gentlemen del Imperio Británico y de sus colegas franceses. La aparición de la novela negra también supondrá
un cambio decisivo en relación a la presencia y sentido del crimen,
puesto que ya no es visto como una excepción que debe ser castigada para
devolver el orden a la sociedad, sino como un mal endémico de ésta, lo
que determina la actitud crítica pero a la vez desencantada tanto del
detective duro de las novelas de Hammett o Chandler como del policía de
la novela negra actual, que saben que, en el fondo, atrapar al criminal
no tiene demasiado valor. Pero, pese a todo, hay que hacerlo. Podríamos
decir que en la novela negra el crimen no es una ruptura de la norma,
sino la norma. El crimen deja entonces de ser algo excepcional,
casi abstracto, para hacerse concreto y, sobre todo, cercano. Y
conforme pasan los años, la novela negra se vuelve cada vez más
violenta, como reflejo de la sociedad en la que se inscribe. Una
violencia que se expone de forma a veces muy detallada (reflejo también
del interés estético-morboso por el crimen y la violencia antes
mencionado). Las novelas de John Connolly son un perfecto ejemplo: en
ellas los habituales intercambios de golpes, tiros y heridas de arma
blanca van acompañados de torturas y asesinatos bestiales que en muchas
ocasiones no son aptos para estómagos delicados. Pero no se trata de exponer con mayor o menor
detalle una serie de actos violentos. La novela negra, a diferencia de
la novela de detectives clásica, trata también de bucear en la mente del
criminal, de explorar los motivos que justifican sus actos, o incluso,
en su formulación más radical, de reflexionar sobre la posibilidad del
mal más allá de toda moral o racionalidad. Así sucede en la espléndida La desaparición
(1984), del holandés Tim Krabbé, donde el asesino no es ni un ser
malvado ni un loco (o lo que tradicionalmente consideraríamos como tal)
sino un individuo común, un ser normal fascinado por la posibilidad de
llevar a cabo un crimen como quien realiza un experimento de laboratorio
(no debe extrañar que dicho personaje sea un profesor de química). Lo
horripilante de la novela -narrada con una inquietante (y necesaria)
frialdad- no es sólo el hecho de que un individuo normal cometa un
crimen, sino que tras ese acto no hay sentido alguno. El propio criminal
no siente nada al hacerlo, no hay delectación en su acto, sólo la
simple constatación de que cualquiera puede matar, más aún, de que matar
es fácil.
Bienvenidos a Poisonville
Como dije antes, la valoración y el sentido del crimen es muy diferente
en la novela de detectives clásica y en la novela negra. La primera nos
ofrece un mundo tranquilizador, una visión optimista de la sociedad en
la que el crimen no es más que una ruptura momentánea del orden
establecido que siempre acaba siendo subsanada gracias a las habilidades
del detective de turno. Como dice Hercule Poirot en Cita con la muerte , "la absoluta lógica de los acontecimientos es simpre fascinante y ordenada".
Por el contrario, la novela negra supone una
inversión del orden y signo de los principios éticos sobre los que
descansa la novela policíaca clásica: el crimen ya no es un hecho
extraordinario sino un ingrediente propio de la sociedad contemporánea.
La novela negra, por tanto, se basa en el desorden, en la constatación
de la corrupción en que está sumergida toda la sociedad. Ya no es tan
fácil distinguir claramente entre ‘buenos' y ‘malos' en el sentido
maniqueo que tenía dicha diferenciación en la novela policíaca clásica.
Son historias bañadas en un evidente relativismo moral. Como dice uno de
los personajes de la novela El hombre sonriente , de Henning Mankell, "Hubo un tiempo en que las causas del mal eran menos complejas. Pero ya no es así. Eso ya no sucede".
Uno de los maestros del género, Raymond
Chandler, describe perfectamente este cambio y las sustanciales
diferencias entre dichas variantes de lo policiaco: "Hammett extrajo el
asesinato del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón [...].
Hammett devolvió el asesinato al tipo de personas que lo cometen por
algún motivo, y no por el solo hecho de proporcionar un cadáver. Y con
los medios de que disponían, y no con pistolas de duelo cinceladas a
mano, curare y peces tropicales. Describió a esas personas en el papel
tal como son, y las hizo hablar y pensar en el lenguaje que
habitualmente usaban para tales fines".
Lo que está diciendo Chandler con su ironía habitual es que la novela
clásica de detectives se había olvidado de la realidad para crear un
juego de ingenio ambientado en un ambiente sofisticado, que el lector
consumía como entretenimiento, como simple juego. Por contra, la novela
negra constituye un regreso a la realidad. Ello justifica la decisiva
importancia que se da a la dimensión social, al retrato de la sociedad
en su lado más negativo para mostrar cómo el poder se sustenta en la
riqueza económica y en la violencia. Ello explica la constante
incorporación de nuevos temas, reflejo de los constantes cambios en la
sociedad y en los instrumentos para ejercer el poder y la explotación
(en los últimos años, la novela negra se ha hecho eco de la inmigración
ilegal, la globalización, el mundo neonazi, el fundamentalismo islámico,
etc.).
Como he mostrado en los apartados anteriores, el
misterio y el crimen son ingredientes fundamentales tanto de la novela
policíaca clásica como de la novela negra, pero resulta evidente que
cuando leemos novelas negras lo hacemos buscando sobre todo un retrato
social comprometido, crítico, que constate (o revele) la verdadera cara
de la realidad en la que vivimos. Salimos del mundo de Oz de la novela
policíaca clásica, donde el aire es limpio y se respira orden y
tranquilidad (los que tratan de alterarlo son rápidamente
neutralizados), para caer en Poisonville, la ciudad creada por Hammett
en su Cosecha roja , un pozo de corrupción y crimen símbolo del mundo contemporáneo.
Pero, pese a todo, ése no es el único objetivo
de nuestra lectura, puesto que si sólo buscáramos testimonios críticos
que constatasen dicha corrupción, acabaríamos leyendo novelas sociales o
ensayos sociológicos. Para que el cóctel de la novela negra tenga todo
su sabor hay que añadirle la necesaria cantidad de misterio y crimen. Eso justifica también la creación de criminales a
la medida del detective, supercerebros que dedican todo su ingenio al
mal, como el profesor Moriarty, archienemigo de Sherlock Holmes.
Richard Alewyn, "Origen de la novela policíaca", en Problemas y figuras , Alfa, Barcelona, 1982, p. 207.
Suso de Toro, "Policía, siquiatra y cura", República de las Letras , núm. 47 (1996), p. 52.
Agatha Chirstie, Cita con la muerte , en el volumen Poirot en Oriente , RBA, Barcelona, 2004, p. 154.
Raymond Chandler, "El simple arte de matar", en El simple arte de matar , Bruguera, Barcelona, 1980, pp. 211-212.
Tomado de: http://www.revistasculturales.com/articulos/43/quimera/369/1/-por-que-leemos-todavia-novelas-policiacas.html