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Jugendstil, ahora. Música de consumo y artes visuales. II Parte
































Jugendstil, ahora. Música de consumo y artes visuales.
II Parte


Carles Guerra






* * *

Pero antes de abandonar la discusión sobre la música de consumo y su efecto sobre el imaginario social querría volver al papel que tuvo el jazz en los media. Con Hors-champs(1992) Stan Douglas ha elaborado una revisión crítica de la inscripción mediática de este estilo musical. Para ello escogió filmar una sesión de free-jazz de acuerdo con el estilo de los programas de televisión de los años 60; escenografía neutra y cámara prácticamente fija, sin excesivos desplazamientos. A parte de la convencionalidad con la que parece reproducirse la actuación, el movimiento de las cámara y el montaje de la película devuelven el protagonismo al encuadre de la mirada. Este es, en todo caso, un encuadre que normaliza la presencia del jazz, lo inscribe en los medios de comunicación. Pero eso no es todo, porque la proyección convencional tiene su reverso al otro lado de la pantalla, sobre el que se proyecta una toma alternativa de la misma performance; toma en la que, esta vez, la cámara se zarandea al compás de la improvisación, poniendo en evidencia que la estandarización del código televisivo que somete la imagen del jazz no hace suficiente justicia a las razones de una popularidad fundada en la improvisación de grupo y en la libertad harmónica, metáforas de un mundo al margen de la legalidad.

Podríamos aventurar la hipótesis que la estetización de jazz se produce en un nivel escópico. La imagen se hace deseable, se carga con atributos que reintroducen un cierto primitivismo que prioriza el eje dionisíaco, mientras que las connotaciones imperialistas con las que a menudo ha sido divulgado lo primitivo quedan relegadas a un plano más discreto. A partir del momento que este tipo de música empieza a revisarse y a reinterpretarse, es decir a historizarse, decae su potencial liberador, lo cual ocurre alrededor de1970. Por eso, cuando en 1992 Stan Douglas dedica esta pieza a la comunidad negra de Los Angeles conecta automáticamente la imagen del jazz con su propio pasado subversivo. En cierta manera devuelve la música negra a su origen y la situa en el principio de la historia de las revueltas sociales y juveniles. Sugiere de este modo la reversibilidad de un proceso a lo largo del cual a la música se le había sustraído su relación de propiedad con la comunidad afroamericana.

* * *

Un caso como el del artista Michael Snow, blanco y canadiense, demuestra que el significado del jazz y la música improvisada fueron capaces de romper la barrera racial en fecha tan temprana como los años 40. Esta era la prueba definitiva de que el jazz se había convertido en un signo estético, de que su imagen había sido desarraigada. Una vez desterritorializada, este tipo de música se difunde entre otras capas sociales que necesariamente le infunden valores ajenos. Sin embargo, el tipo de experiencia que el jazz transportaba suponía una reconciliación con la realidad psicológica de los individuos. En definitiva, permitía librarse al goce de los impulsos mentales que andarían a la par con el animado fraseo del jazz.

De raíz, el jazz se prestaba a ser comparado con la modalidad pictórica que estaba más en boga por entonces: «la música improvisada, en términos psicológicos es muy parecida al expresionimo abstracto, y gestualmente también, aunque el resultado de la pintura es un objeto estático de contemplación»(23).

Michael Snow, junto con otros artistas visuales, fundó una banda que se hizo llamar CCMC, dedicada a la música improvisada. Un tipo de música que, más allá de etiquetas, predisponía tal como él mismo ha afirmado a «moldear algo, a definirlo, auráticamente, emocionalmente e intelectualmente»(24). Con el jazz no sólo se ganó el acceso al espacio psicológico, tarea en la que prácticamente toda la intelectualidad americana de postguerra estaba implicada, sino que la psique consiguió ser habitada y transitada virtualmente gracias a la estructura dialógica y al ritmo respiratorio que exige la ejecución del jazz. Allan Mates, un miembro de la banda de Snow, describía la experiencia con estas palabras:

Lo que ocurre cuando improvisas libremente, y donde de verdad está el truco, es que, cuando estás improvisando o haciendo esos tipos de variaciones, miras hacia adelante, hacia los momentos álgidos. Así que vas construyendo líneas con una formación de base, pero creo que de hecho estás más pendiente del futuro. Creo que cuando improvisas libremente, a medida que lo vas construyendo, tienes que estar más ligado al pasado, así que lo que haces es construir frases melódicas que se refieren a lo que tú mismo has expuesto con anterioridad [...]. Lo que intentas es pensar hacia delante y hacia atrás al mismo tiempo, y eso le proporciona una longitud inusual a tu fraseo(25).

Sin duda esta forma de entender la música puede extrapolarse a un estilo de meditación. O equipararse con una «duplicación interna del yo»(26), que es tal como los románticos alemanes la definirían. Ya que el concepto de reflexión, connotaciones intelectuales aparte, retiene un sentido más musical, del todo presente en una expresión como «s'entendre parler», es decir, oirse hablar a uno mismo. Esta expresión es fácilmente convertible en una metáfora del auto-abastecimiento, de la auto-suficiencia; razón por la cual, cuando la meditación y la reflexión son asociadas con la música llevan a primer plano la idea de aislamiento. Fue Paul Virilo quien, al contemplar los motoristas con casco, gafas de sol y auriculares, habló de «prótesis técnicas de meditación»)(27), prótesis que se erigen en barreras protectoras del exceso sensorial, que asalta desde el entorno. Evitar al máximo las percepciones externas y concentrarse en el flujo interno sería el deseo del meditador.

Aquí, concretamente, la fantasía que satisface la música es la de una auto-suficiencia que se demuestra en la capacidad para abarcar el pasado y el futuro dentro del paréntesis de la propia consciencia. La no dependencia de estructuras sociales para establecer la comunicación con los demás coincide con el ideal adolescente y solipsista, que quiere verse sin la necesidad de intermediarios. Su puesta en práctica (y en escena) recurre al rostro como pantalla de la personalidad, y en el arte se expresa como un rechazo al valor de la discursividad, y en última instancia, de la teoría como representante de un mecanismo social de consenso. Así pues, la represión del lenguaje que con tanta insistencia se ha practicado en el arte moderno perseguiría convertir la galería en un santuario silencioso, de donde las palabras habrían sido expulsadas como si de mercaderes corruptos se tratase. De modo que la galería sería el lugar en el que se consagra la espacialidad pura. Tal como lo vio Rosalind Krauss, «la voluntad de silencio del arte moderno, su hostilidad a la literatura, a la narrativa y al discurso habría encerrado a las artes visuales en el dominio exclusivo de la visualidad y las habría defendido de la intrusión del lenguaje»(28). Todo eso quiere decir que la represión del lenguaje se encargaría de mantener el silencio necesario para preservar las condiciones de culto.

* * *

Simplicaríamos en exceso si interpretásemos la irrupción de la música en el espacio galerístico como una profanación del templo. Contrariamente, preferiría pensar que se refuerza la devoción por el ritual, aunque en apariencia se estuviese llevando a cabo un gesto iconoclasta. Hablando en propiedad, lo que sí tiene lugar es una deconstrucción del culto al arte moderno. Entendido así, es lógico que los más propensos a interpretar el mundo del arte en términos de ritualidad sean los jóvenes, de los que no se puede esperar que reproduzcan los mismos protocolos de veneración. En este caso, lo que ha ocurrido es que el artista joven, dando prioridad a sus propias creencias sobre lo que considera que es un ritual de expresión y exposición pública, ha aportado la música y la pose como elementos para el oficio (de culto) y la celebración del arte, con la convicción de que esta es la forma más adecuada y sincera de representarlo. Por lo menos, esto es lo que una experiencia educativa monopolizada por la televisión y las muchas horas de música en una habitación de adolescente pueden dar de si.

Claro que, para que esto haya podido ocurrir, ha sido necesario negligir algunas distinciones que la modernidad cultural preservaba como garantía de su susbsistencia; seguramente, la más importante de estas distinciones es la que concernía la diferencia entre consumo y cultura, disipada a posteriori cuando el primero insubstancia a la segunda; más aún, si reconocemos que el acceso a la alta cultura se produce a través de los canales de distribución que antes habían sido reservados para los productos de entretenimiento. Se trata, ni más ni menos, que de empezar a familiarizarnos con el advenimiento de «las formas industriales de edición y distribución de los productos del espíritu»(29), como por ejemplo las obras maestras en edición de bolsillo y en versión abreviada.

* * *

Con esta clave entramos de lleno en la esfera de influencia del punk, la capacidad adaptativa del cual no ha sido demostrada por ningún otro tipo de estética. El vacío representa mejor que nada su contenido, un vacío que ni tan solo aspira a ser llenado. El punk, en su música y en sus actitudes ha sido probablemente la manera más lúcida de atravesar una década esquizofrénica, dividida por la manipulación ideológica que, según Dan Graham, fue asumida conscientemente por algunos de los grupos que accedían al dominio público de la fama. Este es el caso de grupos como los Sex Pistols o Clash, que con sus estratagemas forzaron a los medios de comunicación a exponer abiertamente sus contradicciones. A pesar de haber utilizado los medios de información para conseguir la fama, estas bandas -las beneficiadas- niegan su diálogo con los representantes de tales medios. Así que el ente mediático, a pesar de ser un autor fáctico, ve cómo le es denegado el acceso al fenómeno que ha creado con su propio poder(30).

Mientras la idea de contradicción preocupaba a aquellos intelectuales sumidos en el materialismo histórico, el punk sobrellevaría las contradicciones culturales con una fachada sarcástica, al mismo tiempo que Barthes había reclamado en su prólogo a las Mythologies «vivir plenamente la contradicción de mi tiempo, que puede hacer de un sarcasmo la condición de verdad».(31) El rostro punk por excelencia, con los ojos abandonados al delirio de anfetaminas, la boca medio abierta y la barbilla ligeramente descolgada se elevaría como el Zeitgeist, el espejo de una sociedad que no quería reconocerse en la estupidez que desprendían los atontados representantes del punk. Esta era la imagen con la que la propia sociedad consumista evitaba identificarse, y que ellos, los jóvenes asumían desacomplejadamente, como diciendo: «de acuerdo, nos tratáis como estúpidos, pues bien, vamos a ser estúpidos de verdad».

La estupidez, que niega las facultades intelectuales, una vez introducida en el arte, invita al desaprendizaje. Tal como decía Pascal, il faut s'abêtir. O como diría Nietzsche, hipnotizarse. Negar toda adquisición cultural, negar la historicidad implícita del arte. Y luego permitir que la actuación musical sea reintroducida entre los recursos disponibles para la práctica artística. Una performace musical que, no obstante, se privilegiará en tanto que acontecimiento físico. La imagen de Richard Serra lanzando plomo líquido contra las esquinas ha quedado congelada en el instante fotográfico, adoptando el contorno oscuro de una escultura primitiva(32). La máscara protectora y el brazo levantado con gesto amenazador empujan el perfil del escultor contra el arquetipo de la bestia. Esta imagen, tal cual, se presta a ser transferida sobre un escenario, y una vez allí la herramienta se convertirá en la guitarra azotada contra las tablas. Escena frecuentemente repetida en los conciertos de Sex Pistols o de AC/DC como acontecimiento del clímax, punto de inflexión entre lo lingüístico y lo físico.

Al romperse el lenguaje se abandona la cultura. En ese instante la violencia que se desata sobre los escenarios produce una fascinación que apela a lo reprimido, y que el arte del siglo XX, cuando ha querido liberarla no ha hecho más que proyectarla sobre su propio cuerpo. Renato Poggioli, al describir el proceso de la vanguardia fijó este momento con el término «thanatofilia», evocando así la perniciosa autoliquidación en la que cíclicamente incurren los movimientos artísticos que él observa(33). La ilustración más explícita de este fenómeno sería Dadá.

En este contexto, el punk supone una lección para el arte moderno, mostrándose capaz de absorver la violencia que su incursión pública despierta. De hecho, el arte recibe el castigo público en la medida que es incomprendido, en la medida que su presencia se adjudica muchas veces a un símbolo colonizador procedente de la alta cultura -en el sentido de una cultura que desciende desde arriba. Si antes señalabamos que ciertas formas musicales procedentes de posiciones subordinadas eran adoptadas por la clase media a costa de una reconducción de los intereses con los que se había identificado al principio, ahora debemos reconocer que la aculturación recibe como respuesta la violencia que emana de la represión de una identidad pública genuina; que a pesar de no haber tenido la oportunidad de codificarse, se resiste a ser sustituida.

Golpear, atacar y destruir forma parte del proceso de diálogo y apropiación de las formas públicas. Hace poco podíamos leer en el periódico: «Funcionarios públicos franceses queman al primer ministro Juppé en efigie». La prueba de que la violencia lleva implícito el desdoblamiento de sus objetivos, manifiestándose y desviandose hacia el campo simbólico. La destrucción se ritualiza y se instituye como respuesta. A todo aquello que viene de arriba se le cambia el nombre para duplicarlo, deformarlo y acercarlo.

Otra instancia de las inversión carnavalesca es la caricaturización del arte moderno. Vemos que su recepción es codificada en clave escatológica cuando se dice que el arte contemporáneo es una mierda o una basura, o en clave de risa, cuando se dice que es un chiste. Precisamente la larga serie de viñetas que Guy Scarpetta ha colgado en las galerías de París -en las que el arte contemporáneo es observado con mirada filistea- han conseguido reducir las creencias y los mitos del arte contemporáneo a poco menos que una farsa. Todo lo que pasa de una esfera a otra transmuta su sentido original cuando se pone al alcance del consumidor universal.

El arte moderno se lamenta constantemente de las agresiones populistas, aduciendo cosas tan recurrentes como la falta de educación y falta de sensibilidad. ¿Pero no es sorprendente que la estupidez del populismo se argumente precisamente en estos términos? Habrá que preguntarse quién posee el verdadero sentido de ambas palabras, y entonces nos daremos cuenta de que la negatividad punk no es a priori, puesto que la juventud punk-entre las primeras en beneficiarse de la enseñanza obligatoria- primero fue educada y después desaprendió lo recibido. En el fondo, es como si el punk hubiese reaccionado a aquella afirmación de Greenberg que decía que, cuando «un régimen político establece hoy una política cultural oficial, lo hace en bien de la demagogia»(34). Su respuesta tendría que ser contemplada como una actitud más realista de lo que aparentemente nos puede parecer, pues habrían asumido aquellos signos procedentes del universo de consumo como señal de identidad propia. Y su realismo se vería afirmado al privarse automáticamente del derecho a ejercer una representación más libre y menos restringida, al reducir drásticamente el número de códigos a su disposición. En este sentido, el punk capta «una cierta libertad no existente» en el entorno de las sociedades del liberalismo económico.

Mofándose de las actitudes adultas, prolongando las conductas adolescentes y entronizando las formas infantiles exponen su mecanismo de defensa. Porque como decía Erikson «el niño en edad escolar asimila métodos, mas también permite ser asimilado por métodos que están aceptados»(35), lo cual puede ser leído como el modelo dominante de las relaciones posibles con el sistema, respecto al cual preferirían ser asimilados.

El anti-intelectualismo del punk contribuyó definitivamente a deslegitimar el lenguaje articulado y revalorizó las expresiones eminentemene físicas, entre ellas las destructivas y violentas. Imágenes puramente retóricas que sólo transmiten un cierto estado de ánimo instauraron el poder del gesto y de la expresión facial. Aunque es necesario advertir que de no reconocer la politización del rostro -consecuencia de una concentración del significado- corremos el riesgo de obviar que "el poder se sostiene con más frecuencia a través de la comunicación que a través de la fuerza, menos a través de las expresiones abiertas de ideologías específicas o de opiniones políticas que a través del uso deliberado de la seducción sensorial, todo ello prescindiendo de la reflexión intelectual a través de la sustitución del discurso por el sentimiento"(36).

La atribución de ideología al orden de lo sensorial indica que aquello que pertenecía al eje de lo dionisíaco, lo que hemos asociado con una modalidad de primitivismo, no está exento de contaminación cultural. No es, ni mucho menos, la isla de Robinson Crusoe donde el arte imaginaba que podría reinventar sus días.

Las reiteradas incursiones de Robert Longo en el mundo de la música de consumo, a veces incluso como miembro de los Menthol Wars o de la Rhys Chatham Band, son otro ejemplo de acercamiento e introducción plena en las estéticas juveniles y consumistas que genera la música. Los videoclips de Robert Longo producidos para grupos como World Saxophone Quartet (1982), New Order (1986), Megadeth (1986) y R.E.M. (1987), así como sus performaces, han capturado esa realidad tentadora y brumosa que se desprende de la pantalla del televisor cuando este emite la interminable melopea de la MTV. Robert Longo ha tenido la habilidad de referirse a la amoralidad de los mediamedia reproduce aquella posición amenazante del artista expresionista, y para mostrarlo ha reduplicado esta retórica tan criticable, en lugar de sustituirla. La sobreescenificación de este lenguaje abusivo en lapsos cortos de tiempo transmite una intensidad poética que nos devuelve a la condición de espectadores ávidos de una concentración de placer, al tiempo que nos hace víctimas de los altos y bajos del clímax catódico. Tal como dirían sus críticos más favorables, los experimentos de Robert Longo en la cultura popular muestran que cada producto, no importa cuán ambivalente sea, es vulnerable a los ataques desde dentro. evitando la crítica social, y en su lugar ha adoptado el lenguaje sincopado de la música, el movimiento escénico y la ubicuidad de la cámara. Su trabajo ha dado a entender que la saturación de los

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Tal vez si darnos cuenta levantamos acta de un Jugendstil que discurre a medias entre la música de consumo y las artes visuales. Estilo entre cuyas características destaca la dificultad que encuentra en su entramado social, y esta resistencia no es otra cosa que parte del procedimiento. Tal como decía Ortega y Gasset cuando reflexionaba sobre lo que él llamaba el arte nuevo, «todo el arte joven es impopular, y no por caso y accidente, sino en virtud de su destino esencial». Impopularidad que el filósofo, curiosamente, localizaba en la «nueva música», a la que responsabilizaba de contagiar a las demás musas(37).

Uno de los representantes más claros de esta desconfianza hacia la música de consumo es Adorno. Alertado como todo pensador moderno «por la conquista de la masa», creía que «el carácter mercantil se sirve de la música ligera para configurarse»(38). Así que la música ligera, tal como él la denominaba, tendría que cargar con la la reputación de una forma manipulada a la que le negaba sus cualidades técnicas.

La problematicidad sociológica de la música para musiquear no es algo que se halle reservado a una reflexión que está en las nubes, sino que esa problematicidad aparece en las cuestiones técnicas más concretas: en la imposibilidad de solucionar esas cuestiones con los medios propios de los musicantes. El programa ideológico del musicantismo, la exigencia de aquella despreocupada ingenuidad que lanza a la música a deslizarse sobre su tiempo sin tropezar con ninguna resistencia significa musicalmente lo siguiente: que de la música para musiquear deben quedar alejados, desde el comienzo, justo aquellos criterios técnicos que ella es incapaz de satisfacer(39).

Elocuente argumentación que no sólo niega la suficiencia técnica de la «música ligera», sino que la desautoriza en virtud de la ausencia de consciencia hacia sí misma.

Aunque con frecuencia, lo que mejor nos describe un objeto no es su apología, sino las diatribas de sus opositores. En este sentido, Adorno caracteriza la música de consumo con una cualidad decisiva, que aunque para él fuera la señal de su vulgaridad, para nosotros es la piedra de toque puesto que en la expresión «música para musiquear» se encierra todo el sentido de una música para ser reproducida, para ser degradada a través de su interpretación. En cierto modo, este abandono de la forma que espera ser completada en el momento de su consumo -una idea duchampiana a todas luces- es una constante del Jugendstil que Otto Graff también vio reflejada en la estación metropolitana de Viena construida por Otto Wagner:

Todo el proyecto está inspirado en la intención de construir algo que se abandona. La forma es abierta, por todas partes, y está comprendida en un proceso constante de diferenciación.(40)

Así que, ahora, aquella voluntad de respeto a la intención del artista defendida como un alegato de pureza queda en patética evidencia ante la respuesta actual de la música mix, que también se presenta como una forma abierta y promiscua. El éxito -que se mide en las reinterpretaciones que alcanza un tema original- pone al descubierto la prolífica diversificación de las formas de distribución. Pero el efecto más importante radicaría en la transformación de las estructuras de la interpretación, estructuras que como sugeríamos antes han empezado a afectar la recepción de la alta cultura a través de versiones en video de las grandes exposiciones, versiones abreviadas de las obras maestras de la literatura y la reducción del pensamiento a espectáculo de voz y conferencias, versiones todas ellas en las que un ritmo distinto y las introducciones de puntos de inflexión climáticos hacen más sintética y digerible la melodía original.

* * *

La lógica sincopada de las secuencias musicales que emite la cadena MTV triunfa por encima del tiempo personal tal como lo consiguiera en su momento el horario de la cadena de montaje. Pero esta vez lo hace dentro del tiempo de diversión, del tiempo supuestamente privado que uno se concede para meditar con el televisor. No obstante, es arriesgado lamentarse del expolio de ese espacio personal, cuando hay quien ya lo describe como una ágora mediática que reproduce una masa atomizada en una infinidad de salones domésticos, pero al fin y al cabo, masa. Masas como las que se concentran en las fiestas rave, cuya agitación sigue la geometría de la música. Es decir, forma abierta, desinteresada, espontánea, pero sometida a las rigurosas leyes del clímax(41). Paradoja que reproduce otra vez la inefabilidad obstaculizante de todo aquello que tiene que ver con lo atmosférico, lo emocional, lo sensitivo, y que naturalmente se opone al espíritu clarificador de la teoría como construcción de un conocimiento compartido. Definitivamente, la música prefiere ser inconsciente hacia sí misma.

Los esfuerzos por disfrazar esta constatación negativa de que el yo se disuelve en su propio desconocimiento, ahora que estábamos dispuestos a celebrar la apoteosis de la subjetividad, demuestran que los límites de la individualidad son cada vez más virtuales. Aunque, a pesar de todo, lo que predomina es una experiencia de transitividad entre la percepción narcisista de uno mismo y la fusión no menos virtual con el otro, lo cual constituye una de las fantasías que la pista de baile escenifica sesión tras sesión.

Como prueba e ilustración, la discusión entorno a los estupefacientes confirma la existencia de un discurso que se complace en atribuir a las drogas la capacidad de animar esta experiencia de transitividad, que en sí misma condensa la experiencia de la felicidad. Ya que hoy en día, si recuperamos una afirmación que Freud lanzaba en El malestar de la cultura, la felicidad respondería a una fórmula química. He aquí que la descripción de los efectos alucinógenos redunde a menudo en el placer de abandonar el hermetismo individual para acceder a los otros a través de la imaginación, liberada y estimulada desde el cerebro por cantidades de serotonina, substancia que está implicada en la percepción de la información sensorial, agudizando el tacto, el oído y la vista, fenómeno que puede hacer comprender los momentos de catarsis colectiva en las que se sumergen los dancers en sus sets noctámbulos. Es entonces cuando el MDMA toma forma sacramental y revela su importancia en estos rituales paganos(42).

Sin duda la exégesis de los estupefacientes constituye un discurso digno de ser tenido en cuenta. Pero, dejando a un lado la pseudociencia que justifica las virtudes de estos productos, no deja de ser sorprendente el grado de ritualización con el que el discurso empapa esta experiencia. Nuevamente, es el lenguaje de la observación etnográfica el que anima la verborrea psicodélica. Y no es fortuita esta elección puesto que la emoción (estética a fin de cuentas) ya no se contempla como un simple fenómeno psicológico o como desbordamiento del alma sin consecuencias, sino como estructura antropológica cuyos efectos es preciso observar. Hace unos años así lo anunciava Michel Maffesoli en sus trabajos sobre el proceso de sectarización social:

[...] una auténtica ola instintiva, una especie de «vis a tergo», que incita a juntarse para todo y para nada; en la que lo único importante a fin de cuentas es el ambiente afectivo en que se mueve cada hijo de vecino. De ahí los continuos saltos de un grupo a otro, de ahí la falta de compromiso y la irresponsabilidad, que son el signo de los tiempos, y que he intentado explicar mediante la metáfora del «neo-tribalismo»(43)

Neo-tribalismo, neo-primitivismo como metáforas alternativas de un cuerpo social que otorga la preponderancia a los sentidos, a los otros sentidos con excepción de la visión. Desjerarquización reinstauradora de una dimensión háptica vinculada a la atracción hacia los elementos sensuales: hedonismo, desarrollo festivo, apariencias, juego, música, acción física. Todo ello anuncia una tactilidad contemporánea que la música pop y rock, como especialísimo sistema de comunicación, vehicularan a través del feeling que recrea una solidaridad sin palabras. Cohesión social basada en la atracción de sensibilidades y gustos. Porque las palabras, portadoras de cultura, cargan con una historia que supera la biografía individual, que supera lo vivido. Como decía el anuncio de un disco de Sinead O'Connor, «no quiero saber lo que no he vivido».

Entonces las guitarras sustituirán a las palabras y a las obras de arte, porque «las guitarras están más dotadas de expresión que las palabras, que son viejas (poseen una historia), y por tanto hay motivos para desconfiar de ellas»(44). La teoría apolínea será abatida por el eje dionisíaco, expresivo, musical. No obstante, vamos a permitirnos pensar que resultaría inútil intentar argumentar el desprecio de la teoría como una decisión consistente, ya que la teoría no es más que lo que se aprende en la universidad. Aunque más tarde se descubra que las contraportadas de los libros ayudan a entenderse mejor con los críticos.



(23).Michael Snow, "Mmusic/Ssound",1948-1993. Music/Sound. The Michael Snow Project. Art Gallery Ontario/The Power Plant, p. 23.

(24).Ibidem, Nobuo Kubota, Allan Mates and Michael Snow, "A History of the CCMC and of Improvised Music", p.85.

(25).Ibidem, p.92.

(26).Walter Benjamin, El concepto de crítica de arte en el Romanticismo Alemán, Península, 1988, p. 47.

(27).Paul Virilio, Esthétique de la disparition, Balland, Paris, 1980.

(28).Rosalind E. Krauss, "Grid", The Originality of the Avant-Garde and Other Modernist Myths, MIT Press, 1989, p. 9.

(29).Damisch, Hubert, Ruptures Cultures, Les Éditions de Minuit, Paris, 1976, p.77.

(30).Ver Dan Graham, "Punk as Propagnda" en op. cit, pp.96-113. 

(31).Ibidem.

(32).La foto es de Gianfranco Gorgoni, fue realizada en 1969 y retrata a R. Serra en el momento de relizar una Splash Piece.

(33).Renato Poggioli, Theory of the Avant-Garde, Belknap/Harvard, 1968.

(34).Greenberg, "Avant-garde and Kitsch" en Arte y cultura. Ensayos críticos, Gustavo Gili, Barcelona, 1979, p. 25.

(35).E. H. Erikson, Identidad, Juventud y crisis. Taurus, Madrid, 1980, p. 203.

(36).Brian Wallis, "Governing Authority: The Performance Empire" en Robert Longo, Los Angeles County Museum of Art , Rizzoli, New York, pp. 143-148.

(37).J. Ortega y Gasset, La deshumanización del arte, Espasa-Calpe, Madrid, 1987.

(38).T. W. Adorno, Impromptus, Laia, Barcelona, 1985, pp. 20-21.

(39).Ibidem, pp.34-35.

(40).Citado en, Josef Dvorak, "La revolución en el diván. Psicoanálisis y Jugendstil", pp. 85-92 en Debats, Valencia, Diciembre, 1986, p.86.

(41).Ver José L. Brea, "De la catástrofe a los nuevos órdenes" Los Cuadernos del Norte, 26, 1984, pp. 20-25.

(42).Dj Zhana y Cosmos, "Generación éxtasis", Disco 2000, 7, 1995, p.27.

(43).Michel Maffesoli, "Ética de la estética", Pérgola, 10, 1989, pp.97-105, p.100.

(44).Paul Yonnet, Jeux, modes et masses, Gallimard, 1985, pp. 185-186.


Tomado de:
http://www.accpar.org/numero2/carles.htm

Categoría: Música | Ha añadido: esquimal (11.04.14)
Visiones: 1857 | Tags: consumismo, Punk | Ranking: 0.0/0

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