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20.00
Arte y malestar

Por
Carlos Federico Weisse






La cultura, en cualquier momento histórico, ostenta una ambigüedad fundamental, al mismo tiempo que cumple la función de remediar en parte el desamparo humano genera en su seno la dimensión del malestar.


Este malestar se sitúa sobre todo en las contradicciones entre el grupo y el sujeto, inherente al decir de Freud al carácter insatisfactorio de las relaciones entre los hombres. En la medida que las propuestas se expresan a través de ideales o por hechos coactivos aparecen como causa de sufrimiento.


En ella el hombre no puede ser plenamente feliz pero sin ella no puede sobrevivir. 

Las propuestas que se han planteado se han estrellado frente a la agresividad y la crueldad inherentes al género humano y a la dimensión pulsional del sujeto. Freud hace hincapié en el sentimiento

de culpa generada por la cultura representado por el superyo en gran parte inconsciente y expresado como malestar.

Dicho de otro modo la cultura implica un reparto de los modos de gozar a través de los sistemas simbólicos organizados por los significantes amo y por las prácticas concretas que generan una determinada forma de la subjetividad típica para cada época.

                                                                                                                      

Lo que caracteriza a la nuestra es la caída de los ideales lo que Miller y Laurent denominaron "la época del Otro que no existe”, época caracterizada por la desintegración de los lazos sociales y un creciente individualismo.

Frente a la caída del Otro hay un refuerzo de lo especular del narcisismo convirtiéndose el mundo en el reino de la imagen, somos en consecuencia seres mirados por el espectáculo del mundo en donde lo simbólico se consagra a la imagen.

Época en la cual la tecnociencia capta el goce de los sujetos a través de sus productos y les propone el efímero alivio del consumo. Época de la desaparición del tiempo y del espacio en la cual la imagen es inmediata en tiempo real tal como lo planteara un Paul Virilio.


En nuestro país en la época actual estos procesos se han expresado por la concentración obscena del poder y por un crecimiento de la marginación de grandes masas de la población que han quedado fuera del consumo más elemental condenados a una penosa supervivencia.

La pregunta a formular es entonces cual es el lugar del arte en este panorama de la cultura actual.

Si realizamos una muy sucinta recorrida desde los años sesenta en Argentina debemos reconocer que esa década marca un despliegue singular en el arte del país.

Tres tendencias totalmente distintas se destacan: primero surge la nueva figuración, el arte cinético y finalmente el pop cuya cuna en argentina fue el instituto Di Tella.

Hasta Pierre Restany por un momento imaginó que Buenos Aires se convertiría en un símil de Nueva York

En los setenta el modernismo muere y comienza a reemplazarlo lo que se llamó el post modernismo, la dominancia corresponde al conceptualismo con su indiferencia formal y por otro lado el mito de lo efímero del arte póvera y el grupo más representativo fue el CAYC.


De allí fue la experiencia en la plaza Roberto Arlt, arrasada por las fuerzas de seguridad y la experiencia "Tucumán arde”, muestra realizada en la CGT de los argentinos de Raimundo Ongaro que también fue aplastada.

En los ochenta se da sobre todo el eclecticismo, los mestizajes y la caída de las etiquetas; la sociedad está desestabilizada y fragmentada por la experiencia del proceso y por el fracaso de su proyecto económico.

La expresión más directa es la ironía corrosiva como respuesta a la angustia de un pasado reciente y hay siempre un anclaje en las vivencias personales. Hubo en esa época una gran proliferación de las instalaciones como una manera de incluir el cuerpo en la obra.

Fue un momento de gran heterogeneidad y gran horizontalidad en el arte.

Finalmente, podríamos decir que desde el noventa a nuestros días, la individualidad ha ido aumentando y cada artista ha ido desarrollando cada obra con una absoluta singularidad.


Desde nuestra óptica, quisiéramos plantear cual es la función del arte en relación a la cultura y al malestar que toda sociedad genera.

Creemos, refiriéndonos al arte contemporáneo, que la obra en sí genera un efecto subjetivador, en la medida que interpela al sujeto que la contempla.

Artista, espectador y obra se descubren uno al otro, son funciones anudadas cada una a las otras dos pues no hay obra sin autor ni espectador.

El mero hecho de la existencia de la obra supone a un sujeto autor, y suponer un sujeto es suponer que alguien nos muestra algo, que hay alguien que quiere mostrarnos algo y eso implica que hay un deseo detrás, un deseo enigmático.   

Pero la obra es además un objeto, una máquina de interpretar, interpreta poniendo en obra, en ejercicio su propio poder de interpretar.

Cada obra abre un mundo, crea un mundo, no el mundo unívoco, evidente, que corresponde a la modernidad, sino una pluralidad de mundos particulares en cada artista. Cada mundo es una interpretación del artista, es un pequeño mundo perspectivo que ha dejado de representar "El mundo” para ser una interpretación abierta, singular.

Las relaciones de la obra de arte con su contexto en lo referente a lo económico, social, ideológico o personal hacen presión sobre la libertad del artista organizando en su forma significante un cierto condicionamiento.

La obra es entonces el producto de un acto del que quedan huellas significantes organizadas en un estado provisorio, abierto a las múltiples significaciones que pueden surgir en el espectador a quien la obra interpela y por quien es interpelada. En ese sentido, aún terminada, la obra está en una construcción permanente o en una reconstrucción permanente.


La obra es objeto de arte y objeto de pensamiento.

Como objeto de pensamiento, por decirlo con acento wittgensteniano, debe mostrar lo que no puede decirse.

Así, el problema de la verdad se separa enteramente del de la exactitud.

No se trata de si la obra es verdadera en el sentido de la correspondencia con la realidad, sino de aquello que toca lo real.

Un punto más allá del deber y del decir; la verdad en tanto que, una parte de ella excede toda imagen y toda palabra.

El problema de la verdad surge como el correlato de un arte liberado de la imagen del mundo, no está por lo tanto del lado de la mimesis.

Se trata de cómo con un objeto material, visible, se puede llegar a lo que escapa a la visibilidad, lo extraño, lo indecible, lo horroroso, lo abismal.

La invención duchampiana del ready-made suscitó las mayores consecuencias en el arte contemporáneo, ella reveló un problema reprimido por las vanguardias históricas afirmativas: el arte erigido en guía de la vida (productivismo soviético, Bauhaus, neoplasticismo holandés, etc.).


Estos movimientos se inscribían en el proyecto de la unidad ilustrada de la razón y de la libertad, apostaban al progresismo histórico.

El ready-made simbolizó el rechazo de esa concepción estética.

El artista, quitando el objeto de su contexto crea nuevos pensamientos, sitúa y denomina al objeto de manera nueva, es decir, provoca en el espectador un estado de incertidumbre que afecta el pensamiento estético. Esta indefinición genera una conmoción que sacude la sustancialidad de lo bello.

El espectador se siente involucrado en la constitución del objeto estético al mismo tiempo que es liberado de la pasividad de la recepción estética.

La teoría del objeto ambiguo de Valéry va en esa dirección en tanto sostiene que: "Una obra de arte debería enseñarnos siempre que no habíamos visto lo que estamos viendo”[1].

Harold Rosenberg[2] utilizó la denominación objetos de ansiedad para describir a las obras que tienen como cualidad principal producir inquietud, obras que provocan duda sobre su propio status artístico, trastornando y desconcertando.

Su ambigüedad obliga al espectador a desconfiar de las reacciones rutinarias, en donde el goce estético ya no dependía exclusivamente de la percepción sino que llama a una interpretación de lo visto.

En nuestro país las experiencias paradigmáticas fueron las acciones de Alberto Greco que denominó VIVO DITO.

Por lo tanto el objeto llama al mismo lugar de nuestro pensamiento pero, se trata de invitar a un ejercicio no de comentario, sino de mirada.

De mirar y ver.


Esto nos lleva a pensar que las obras de arte no se brindan fácilmente, hacen preguntas pero además son también respuestas.

Uno podría preguntarse ¿a que pregunta da esta obra respuesta?

Que exista una pregunta formando el horizonte de una obra implica al mismo tiempo su propia existencia como enigmática respuesta.

Y esto en la medida que el arte en abstracto no existe, sino existe la pluralidad de obras, objetos siempre disímiles y singulares.

Cada obra es la cosa misma y debe ser considerada en si.

Podríamos considerar que cada obra lleva en sí su teoría, lo que no impide que un conjunto de obras se reúnan en una teoría.

La obra de arte es un producto de una actividad, de un saber hacer y la obra actúa, tiene efectos sobre los sujetos, es un producto que actúa como causa.

La obra de arte no sería en sí una interpretación del mundo, sino un objeto en acto que tiene como efecto generar una interpretación activa en el espectador, de cambiar nuestra manera de ver el mundo, transformar nuestra mirada.

La tarea de la obra es hacer ver, dar a ver por sí misma más allá de sí misma y ejerce su efecto sobre los sujetos que se implican en lo que ven.

Entonces el arte a través de la forma, torna algo visible, hace ver lo nuevo.

Esto implica en sí mismo la desacomodación de la mirada: lo nuevo que aparece como mundo cambia nuestra mirada sobre la perspectiva conocida, el arte es así creador de mirada, hace ver de manera nueva, abre los ojos.

Actúa como el Otro de nuestra visión.

Sabemos que el poder intenta acomodar la mirada, imponer una interpretación del mundo, regular el goce, esto se percibe como malestar y eso es lo que el objeto de arte vendría a develar, no tanto como contra ideología, sino a través de una nueva forma de ver.


Por ejemplo Theodor Adorno en sus apreciaciones sobre lo feo en la estética del siglo XX hará referencia a su teoría sobre la negatividad y la resistencia del arte "El arte tiene que convertir en uno de sus temas lo feo y lo proscripto”[3].

El imperio hitleriano y la ideología burguesa en general nos han hecho ver que "cuantas más torturas se administraban en los sótanos, más cuidado se tenía de que el tejado estuviera apoyado en columnas clásicas”[4].

Lo feo debe mantener la fuerza de resistencia del arte.

En Argentina quien pone en práctica la estética de lo feo es Antonio Berni tanto en la elección de los materiales como en los temas.

Con su serie de "Juanito Laguna”, Berni expresa la realidad de los marginales de la gran ciudad y lo hace con los materiales heteróclitos recogidos en las villas miserias, los objetos de deshecho, la chatarra metálica que luego se va oxidando en sus collages. Estos materiales son la expresión plástica de lo que hay que dar a ver, el mundo que se hunde en la Argentina, nunca como hoy tan vigente.

 

                                                                       

 



[1] Paul Valéry: "Política del espíritu”, Pág.100, Editorial Losada, Buenos Aires, 1997

[2] Harold Rosenberg: "La tradición de lo nuevo”,  Monte Ávila,  1969.

[3] Theodor W. Adorno: "Prismas: La crítica de la cultura y la sociedad”, Barcelona, 1962

[4] Theodor W. Adorno: obra citada

Categoría: Pintura | Visiones: 1226 | Ha añadido: esquimal | Tags: Arte | Ranking: 0.0/0

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