por Silvia Herrera
Von Brandis
La
respuesta que Gilson ofrece […] no hace referencia a la conciencia
artística. En Gilson se encuentra una reflexión acerca de la producción
de la obra de arte y la relación entre arte y moral sólo es abordada
como una derivación de ésta. En definitiva, Gilson reconoce el arte como
un hábito operativo mediante el cual el hombre es capaz de crear seres
totalmente nuevos. El fin que el arte persigue es la belleza de la obra
de crear y su logro justifica tanto el esfuerzo productivo del artista
como la plena autonomía de la obra. A medida de que va siendo producida,
la obra va adquiriendo su propia realidad, su propia identidad.
GILSON,
de esta manera, sostiene que el arte ha de ser liberado de toda
servidumbre con respecto a la realidad dada para constituirse en medio
creador de realidades nuevas.
Desde
la postura adoptada por GILSON, puede afirmarse que, frente a un
proceso generador de nuevos y bellos seres, la moral no tiene nada que
objetar.
Por
el contrario, el proceso creativo se inaugura como un ejemplo modélico
de actividad plenamente libre cuyo fin justifica, por entero, el
desarrollo mismo del proceso y la utilización de los medios empleados.
En otras palabras, GILSON pone de relieve el aspecto estrictamente
creativo del arte, y como una «derivación de su respuesta, queda
solventado el problema que ahora nos ocupa.
Con
el objeto de esclarecer esta derivación, es preciso detenerse —aunque
brevemente— en mencionar el modo como GILSON enfoca el arte, dentro del
cual, al destacar su carácter eminentemente poético, acaba por postular
una ontología de la obra de arte.
La creación artística
Toda
la especulación de Gilson en torno al arte, lejos de centrarse en la
experiencia estética como tal, o en la explicación del significado
teórico de las obras de arte, abre el campo a la consideración de un
aspecto que se ha mantenido un tanto en la oscuridad. Gilson pone de
relieve que la esencia y la naturaleza propia del arte es crear —partiendo de una materia ya existente— nuevos seres.
La novedad que un artista es capaz de instaurar en el mundo supone un
querer ver aquello que no existe en el orden de la naturaleza y que, por
tanto, ha de ser hecho.
Para
ello, es necesario que el artista sea un hombre capaz de percibir, en
la entraña de la realidad, un orden que se le presenta como un universo
de posibilidades factibles. Tales posibilidades despiertan en él un
único deseo: arrancar, del reino de lo posible una visión —que se
traduce en formas— para instaurarla en el reino de lo existente. Así,
el artista, guiado por una forma no del todo conocida, construye un
objeto nuevo, cuyo único fin será ser, para ser contemplado.
El orden que vislumbra en las formas reales, o más bien, la proporción que intuye en las formas naturales es su punto de
partida. Orden o proporción que, percibidos imaginativamente, hacen que
el autor se sienta habitado por una presencia extraña a sí mismo: su
obra en germen.
Todo
su trabajo consistirá, entonces, en dar corporeidad y existencia a esa
forma incipiente que le habita. De este modo, las innumerables
sugerencias y la misteriosa admiración que ese orden —en definitiva, que
esa belleza— natural despierta en el hombre, se convierten en la raíz
de un proceso creativo en el artista.
Posiblemente
todos los hombres puedan admirarse ante la armonía y orden reales
—señala Gilson—, pero sólo el artista es capaz de embarcarse en un
proceso creador2.
Tal
proceso creador sólo conocerá su descanso cuando una obra, cuya única
finalidad sea poner de relieve sensiblemente esa armonía y ese orden,
esté plenamente constituida.
Ateniéndose
al caso particular de la pintura, la tarea de los artistas consiste en
la producción de obras que sean testigos de un universo distinto, donde
los colores y las formas son liberados de sus funciones naturales para
convertirse en signos sensibles de la inteligibilidad de lo real.
Una
pintura, en cuanto obra de arte, es, por tanto, una inteligibilidad
hecha y que, por el orden y la trabazón que guardan entre sí los
elementos que la integran, resulta bella3.
Por
otra parte, Gilson considera que la realidad en que nos desenvolvemos
es sólo un caso particular de la infinidad de universos posibles, y que
el hombre no puede añadir «un solo átomo de existencia actual a la
totalidad del universo» 4; es decir, el hombre no es capaz de crear el
ser. Sin embargo, dentro de un modo humano de
creación, es capaz de ofrecer su colaboración a la obra creadora de
Dios, produciendo, a partir de una materia disponible, nuevas formas.
Gilson
pone especial énfasis en que el trabajo del artista no es sino un
proceso de formalización que corresponde a un trabajo creador 5, en la medida en que «definir un ser, ponerlo aparte, abstraerlo y producirlo es una y la misma operación» 6.
Por
otra parte, este estudio ontológico de la obra de arte considera
aspectos del devenir aristotélico cuya consideración aquí no viene al
caso. Sin embargo, ha de señalarse que el proceso de constitución de la
obra artística, tal y como Gilson lo concibe, pone en juego una serie de
elementos —causas—, los cuales, según una determinación interna
particular —y única—, dotan de existencia a un objeto nuevo.
Por
lo tanto, la perfección y la belleza de una obra de arte sólo puede
provenir de su plena adecuación causal. En la medida en que una obra
terminada encarne con fidelidad la forma que le dio origen, será bella.
De esta manera, la producción artística puede describirse, a grandes
rasgos, como el paso de la forma concebida a la forma producida por el
artista 7.
El bien del arte
Si
en Gilson podemos encontrar alguna relación entre el arte y la moral,
ésta vendrá señalada dentro del ámbito intrínseco del arte. La actividad
artística no ha de perseguir otro bien que el objeto a construir. El
bien del arte es el bien de la obra a producir; es decir, su plena
constitución, la cual, al ser percibida sensiblemente, es reconocida
como bella. En otras palabras, el arte no ha de pretender decir la
verdad ni ha de promover la perfección moral, el único bien que el arte,
en cuanto tal, debe perseguir es la perfección de su obra. Dicha
perfección consiste en alcanzar la plenitud de ser propia de su
naturaleza, la cual ha de revelarse sensiblemente en su belleza.
Si
el arte tiene como fin incorporar una forma en una materia —mediante
una técnica— para producir belleza, el arte que alcanza ese fin es
bueno. Su bondad se justifica dentro del sistema que inaugura una causa
formal inicial y que concluye la materialización total y final de tal
forma8.
De
esta manera, la propuesta de Gilson «el fin de la obra es ella misma» 9
puede aparecer como programática para esclarecer el problema que nos
ocupa. En un arte así concebido, sólo está en juego la belleza de la
obra, y cualquier medio que contribuya a enriquecerla será totalmente
válido.
Por
ello Gilson señala que con diferencia a lo que resulta válido en moral,
en el arte puede afirmarse que el fin justifica los medios. Elegido
libremente el fin, existe la misma libertad en la elección de los medios
que quedan justificados exclusivamente por su relación con dicho fin.
Esos medios que utiliza el artista para configurar su obra son
necesarios para dotar a ésta de existencia. Se trata de elementos de
naturaleza no artística y que, por su presencia en la obra, hacen que
ésta sea objeto de «lecturas» no artísticas. Tal cosa puede ocurrir
cuando la atención del espectador se desvía hacia los sentidos o
sugerencias que encuentre aisladamente en esos elementos. Por ello
—señala Gilson— que si en una obra se busca un sentido distinto de su
belleza, tal búsqueda es legítima, siempre y cuando no se tome ese
sentido aislado como la fuente de belleza en la obra. Muchas veces, las
significaciones educativas o moralizantes que encierra una obra pueden
exponerla a juicios en términos de verdad o de bien, pero tales juicios
permanecen ajenos a la esencia de la obra.
Cuando el arte traiciona su propia naturaleza
No
obstante, por esta vía, Gilson admite que las interminables querellas
entre el arte y la moral no dejan de tener cierta justificación. No
todos los artistas pretenden exclusivamente alcanzar belleza ni se
comprometen sólo con ese fin. Es preciso admitir que el número de
artistas verdaderos y dignos de ese nombre es escaso. Puede, entonces,
ocurrir que cuando no se alcanza esa belleza, que por sí misma justifica
ontológicamente la obra, los artistas revistan sus logros con intereses
extrínsecos, los cuales sólo encubren accidentalmente esa falta de
belleza. En tales casos, la moral no invade el ámbito del arte, sino que
el arte termina traicionando su propia naturaleza y, al hacerlo, su
pecado contra sí se convierte en una falta contra la moral.
Si
de la evolución emprendida por el arte contemporáneo pudiese
desprenderse un principio medular, tal principio —señala Gilson— podría
quedar resumido de esta manera «todo aquello que no contribuya
directamente a la belleza que es el fin de la obra, es una falta contra
el arte» 10. Es decir que el arte no persigue otro fin que la
constitución de una obra. Cuando se sustrae de esa obligación queda
vacío y se convierte en un falsario de su propia naturaleza.
En
el supuesto caso de que una obra de arte entrañase perjuicios contra la
moral, debería ser juzgada por la moral y no por el arte, dado que el
arte no guarda ninguna necesaria relación con la moral ni tampoco una
oposición. Sin embargo, de lo dicho anteriormente puede desprenderse la
afirmación de que una obra que atente contra la moral, no merece la pena
hacerla, pues antes de infringir la moral ha falseado la finalidad que
le es propia: hacer belleza. Por lo tanto, dado que en el orden de la
belleza no existen otros deberes que percibir dicha belleza y
contemplarla, y en la medida en que esa belleza sea efectivamente creada
y se manifieste según le corresponde —sensiblemente— la tarea del arte
se verá consumada, ofrecerá al mundo la lección de que es posible crear
realidades nuevas cuya razón de ser descansa en ellas mismas, y que, por
su proceso de constitución, dejan una prueba latente de la enorme
libertad creadora del hombre.
Los límites del arte
A
través de la incesante experimentación de las vanguardias, Gilson pudo
observar que, en el campo de la belleza, el hombre es dueño de una
libertad que ni el ámbito del ser ni el de la verdad pueden concederle.
El hombre occidental ha reivindicado sus derechos como creador y el
haber tomado conciencia de la extensión de un dominio abierto a la libre
iniciativa del artista, es un título de honor para el hombre europeo
del siglo XX l l. Sólo en la empresa creadora de obras de arte goza el
hombre de una libertad ausente de otro límite que no sea el de la
materia con que trabaja. Como ser creado, el artista no puede
proclamarse creador de algo a partir de la nada y como ser que conoce y
actúa su libertad se ve condicionada por el orden de lo natural. Es
decir que el hombre no puede hacer existir al ser, a la verdad y al bien
en modo distinto del que ya aparecen constituidos en la naturaleza. Sin
embargo, en el estrecho y, a la vez, inagotable dominio de las bellas
artes, todo es libre —insiste Gilson— porque sólo allí se producen
flores «divinamente inútiles» 12, sólo allí esa libertad para escoger
los medios y para seguir las directrices de su misma obra se consuma
absolutamente. «En vista de que todas las bellezas son legítimas en
tanto que bellas —señala— allí el hombre es libre» 13. La única
condición que puede regir, entonces, el proceso de creación artística
tal y como Gilson lo concibe, es la absoluta libertad en la iniciativa
creadora del artista 14. Libertad que, guiada según una razón interna
propia y particular en cada proceso, consigue dotar de entidad plena a
un nuevo ser, la obra de arte.
Por
otra parte, es claro que el artista, como hombre que es, esté
condicionado por una serie de determinaciones que le caracterizan y le
configuran. En tal caso, cuando actúa como hombre, le corresponde a la
moral y no al arte juzgar sus actos. Es claro entonces que, como hombre,
el artista aspire a otros fines: religiosos, políticos, sociales, etc.,
pero ninguno de tales fines resulta esencial para su arte. A la vez, es
comprensible que cualquier fin humano pueda acabar beneficiándose del
arte, pero para lograr ese beneficio, es preciso que la obra, como tal,
exista de antemano con todas las determinaciones que le son propias. Es
decir que las obras de arte, una vez hechas y constituidas como tales,
pueden ser utilizadas para un sinnúmero de fines.
Ha
de quedar claro entonces que, puesto al servicio de fines ajenos a los
de su propia naturaleza, el arte permanecerá esencialmente extraño a
tales fines. Al hilo de esta concepción que destaca el aspecto operativo
y creador de realidades nuevas del arte, es posible concluir que Gilson
no mantiene la generalizada visión del arte por el arte. Al contrario,
su propuesta defiende un arte por la belleza, «en el que la forma no se
justifica ni por normas de bien moral, ni de conocimiento verdadero,
sino únicamente por normas ontológicas» 15. Esto significa que sólo
puede hablarse de una verdadera obra de arte cuando, gracias a unas
condiciones formales particulares, tal obra adquiere plena entidad. De
este modo, la imperfección en arte no es malicia ni fealdad según su
oposición a un canon de belleza estética establecido. La imperfección en
arte es falta de coherencia con respecto a la forma o ley interna que
da origen a la obra.
2.
«Le désir de prolonger cet état de grace ou d'en éprouver a nouveau les
délices perdues fait succéder a la perception passive du debut la
volonté d'élaborer une représentation qui en tienne place.» Gilson E.
«Art et Métaphysique » en Revue de Métaphysique et de Morale 23, 1316,
p. 248 y ss.
3. Cfr. GILSON, E., Pintura y Realidad, capítulo V. La causalidad de la forma, p. 131 y ss. Ed. Aguilar, Madrid 1961.
4.
«Le plus puissant génie ne saurait ajouter un atóme d'existence
actuelle a la somme totale de celle que représente l'univers, mais il
reste au pouvoir de l'homme de collaborer á sa maniere a l'oeuvre du
Createur en produissant de la matiére dont il dispose, des étres d'un
type nouveau, inédits en quelque sorte». GILSON, E V Peinture et Realité, p. 165. Librairie Philosophique J. Vrin, 1958.
5. «Una cosa es lo que es debido a su forma, es por su forma por lo que recibe existencia», GILSON, E., Pintura y realidad, p. 106.
6. Ibid., p. 105.
7.
«La production de l'oeuvre d'art, si le detail pouvait s'expliciter en
concepts distincts se reduirait au passage de la forme conge á la forme
produite par l'artiste». GILSON, E., Introduction aux arts du beau, p. 138. Librairie Philosophique J. Vrin.
8. «En
art, le bon est le réussi. Puisqu'il consiste á incorporer une forme
dans une matiére en vue de produire du beau, l'art qui atteint cette fin
est done bon. Mais sa bonté se définit a Finterieur du
systéme défini par sa fin et par le succés des moyens qu'il empleoie
pour l'atteindre». GILSON, E., Introduction aux arts du béau, p. 61.
9.
«La forme n'en est pas moins a la fois l'énergie mouvante de ce devenir
et le terme oü elle se repose une fois atteint. Rien de moins abstrait
qu'une notion de ce genre. La fin de l'oeuvre c'est elle-méme. C'est la
forme que, depuis le premier moment de sa conception, elle était en voie
de devenir» Ibid., p. 145.
10.
Tout ce qui dans une oeuvre d'art ne contribue pas directament á la
beauté qui est la fin de l'oeuvre, est une faute contre Fart» (el texto
aparece en cursiva) en GILSON, E., Introduction aux arts du beau, p. 184.
11.
Esta es la tesis que sustenta GILSON en su conferencia «Europa y la
liberación del arte» con motivo de los XII Encuentros Internacionales de
Ginebra. La conferencia aparece publicada en el libro Europa y el mundo hoy.Ed. Guadarrama, pp. 259-290, 1959.
12. «L'art du beau oü, précisément parce qu'il ne produit que des fleurs divinement inútiles, tout est libre», GILSON, E., Introduction aux arts du beau, p. 183.
13.
«La seule regle en la matiére est pur lui le genre de beauté qu'il
se propose de produire et puisque toutes les beautés sont legitimes en
tant que belles, il est libre», GILSON, E. Ibid., p. 183.
14. GILSON, E., Pintura y realidad. Ed. Rialp.
15. Gilson hace suyas estas palabras de JEANNE HEARSCH en El ser y la forma, p. 26, Ed. Paidos, Argentina 1969. Dicha cita aparece en Pintura y Realidad, Ed. Aguilar, p. 111; en Peinture et Realiié, Ed.
Vrin y en una breve comunicación al IX Congreso de las Sociedades de
Filosofía de Lengua Francesa sobre «Pintura e Imaginería» (Aix en
Provence, 2-5 de septiembre de 1957).
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Esta página contiene un fragmento del siguiente artículo:
Título : El bien del arte en Etienne Gilson
Autor : Herrera, Silvia
Fecha de publicación : 1987
Publicado en :
Anuario Filosófico, 1987, (20), 165 - 172.
Enlace : http://hdl.handle.net/10171/2296
Aparece en las colecciones: REV - AF - 1987, vol. 20, n. 2
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra 2007
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Puede verse también la obra de Etienne Gilson:
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