En la década de los veinte del pasado siglo, y en varios círculos
literarios árabes, se produjo un vivo y fértil debate sobre las reglas
que debían regir el nuevo arte narrativo y la renovada escritura
poética. Muchos de aquellos jóvenes escritores sometieron a la
literatura clásica a un severo enjuiciamiento, declarándola poco menos
que inservible para los nuevos tiempos creativos que por entonces se
atisbaban. Rigidez formal, anquilosamiento léxico, apartamiento de la
realidad, tales eran algunos de los dicterios que ciertos escritores –a
veces con poca templanza y siempre con la plena certeza de estar creando
una nueva literatura– vertían siempre que tenían ocasión y alguien
quisiera oírlos.
La cuestión no tardó mucho en centrarse en el asunto de la imaginación.
Así, mientras unos achacaban a su excesiva presencia en la mentalidad
oriental –luego reflejada en la narrativa popular– la imposibilidad de
enraizar una literatura realista (la única digna de cultivarse, según
ellos y el gusto de la época), otros se lamentaban de su inexistencia en
la poética clásica y defendían con vigor el cultivo de esa potencia
creativa sin la cual la poesía árabe no podría salir nunca de su marasmo
secular.
No estaban refiriéndose unos y otros al mismo tipo de imaginación y,
cada cual a su modo, todos tenían parte de razón. Los narradores, a
diferencia de los poetas, contaban con un escaso corpus referencial
propio del que extraer modelos, y la obra medieval más representativa
del mismo y a la que con más justeza podría considerársele una especie
de precedente no gozaba de excesiva buena fama entre los jóvenes
escritores. ¿Las mil y una noches, con sus visires y princesas,
monstruos y encantamientos, un antecedente de nuestras novelas y
relatos? De ninguna manera, podrían haber exclamado con algún que otro
aspaviento varios de aquellos escritores. Un libro de divertimento, sin
autor conocido, escrito parcialmente en lengua dialectal y más
encuadrable en la literatura popular que en la culta, mal podría ser
considerado precedente de la nueva escritura árabe, cuyos modelos
estaban más en la gran narrativa europea (Dumas, Maupassant, Dickens,
Chejov...) que en las historias que recogían aquellas largas e
imaginativas Noches.
Pero tampoco fue ajeno a ese desapego la abusiva pretensión, nacida en
Europa tras el éxito de la primera traducción de Galland, de atribuir al
contenido de Las mil y una noches la esencia imperecedera de
lo árabe, lo musulmán o lo oriental. Esta exotización, de tan fértil y
productiva presencia en la cultura occidental moderna, desagradaba
lógicamente a los árabes, no sólo poco proclives a reconocerse en
aquellos gastados –aunque vistosos– clichés, sino molestos ante esa
forma de conocimiento que los occidentales hacían de su mundo. Aunque
aún faltaban años para que Edward Said incluyera tal exotización en el
repertorio de los saberes occidentales sobre Oriente y sometiera al así
concebido orientalismo a su conocida y radical crítica.
En consecuencia, apartarse de Las mil y una noches no fue sólo
para aquellos escritores árabes de comienzos del siglo XX una forma de
desligarse de un supuesto –y poco valorado– precedente narrativo, o de
defender el realismo frente a la fantasía, sino también una manera de
rebelarse –culturalmente, diríamos hoy– ante la exotización de la mirada
ajena. Las mil y una noches disfrutaron, sin embargo, de un posterior
reconocimiento por parte de nuevas generaciones de escritores, más
dispuestos que sus antecesores a indagar en el legado narrativo propio, y
a los que la fértil asimilación de las vanguardias literarias europeas
les hizo mirar con nuevos ojos tanto las posibilidades literarias de la
peculiar estructura de las Noches como el valor poderoso y
creativo de la fantasía. Sin olvidarnos tampoco de que, ante la
sempiterna amenaza de la censura, disfrazar de sanguinarios visires,
atronadores ogros o ambiguos geniecillos a personajes más cercanos en el
tiempo y más conocidos por los escritores y sus lectores, garantizaba a
aquéllos a menudo –no siempre– escapar de sus garras. Por último, y
dentro de este proceso de revival y relectura de las Noches,
muchas feministas árabes vieron en Sherezade, además de a la
embrujadora contadora de historias, a la mujer inteligente y sagaz,
capaz no sólo de salvarse a sí misma del tirano, sino de salvar al resto
de mujeres del reino. En resumen, la narratología encontraba un filón y
el feminismo, un emblema.
Esta reapropiación de la obra, ¿llevó aparejada la asunción de su
exotismo? O, dicho con otras palabras, ¿desembocó todo aquello en un
autoorientalismo, esto es, en una aceptación por parte árabe de la
imagen que el mundo occidental había dado –y seguía dando– del mundo
árabe? Una imagen, no olvidemos, basada precisamente y en muy alta
medida en el exotismo de Las mil y una noches. La respuesta es
claramente negativa si atendemos a la mayoría de escritores y, desde
luego, a los mejores de entre ellos. Sin embargo, tampoco cabe negar que
en los últimos tiempos venimos asistiendo a un evidente proceso de
autoorientalismo en ciertos sectores muy identificados de la cultura
árabe, a los que el manejo más o menos hábil de esas formas de
representación proporciona fama, lectores y reconocimiento
internacional.
El tema de la mujer, como es obvio, brilla con luz propia en este
ámbito. A la amplia nómina de princesas saudíes y similares, cuyas
valientes peripecias para salir del harén, llenaron tiempo atrás –¿lo
hacen aún?– las mesas de nuestras librerías, hay que sumar las novelas
escritas originalmente en árabe, sí, pero cuyo énfasis en el machismo
inveterado del hombre musulmán y subsiguiente presentación victimista de
la mujer musulmana facilitan extraordinariamente su traducción a las
principales lenguas de Occidente y su éxito posterior. No es la única,
pero la egipcia Nawal al-Saadawi es la escritora más representativa de
esta corriente.
Sin olvidarnos, claro, del sexo, campo en el que la denuncia de la
supuesta represión con que se conducen los musulmanes al respecto y un
provocador tratamiento explícito del mismo, pueden llegar a combinarse
tan inteligentemente que el resultado sean previsibles best sellers mundiales.
Es el caso de la escritora siria Salwa al-Neimi, cuya novela El
sabor de la miel ya ha sido traducida a más de diecisiete idiomas.
«El árabe es la lengua del sexo», declaró un día la escritora, ganándose
de inmediato un titular con tal leyenda en las páginas culturales del
periódico español de mayor tirada.
Y sí, puede ser que lo que ahora prime en esta búsqueda acuciante de
reconocimiento internacional –legítima, por lo demás– por parte de
muchos escritores árabes (residan o no en países árabes, escriban o no
en árabe) sea destacar los aspectos más positivos de su cultura
tradicional, los más reivindicables y los más desconocidos, también, en
Occidente. Si esto es así, parte de su éxito radica en haber sabido
conectar bien con un público ya fatigado de la constante asimilación
entre islam y violencia y todavía predispuesto a descubrir otro mundo
árabe menos truculento y más amable. Todo esto es lo que proporcionan
las novelas del conocido escritor sirio radicado en Alemania, Rafik
Schami, y del menos conocido escritor libanés, residente en Estados
Unidos, Rabih Alameddine. Ambas obras tienen varios puntos en común: en
primer lugar, su extensión (827 y 660 páginas, respectivamente), una
característica que, lejos de suponer una rémora para su éxito popular,
parece más bien garantizarlo, si nos atenemos a los más destacados best
sellers de los últimos tiempos. En segundo lugar, el hecho de
vivir sus respectivos autores árabes en sendos países occidentales y de
escribir en idiomas distintos de su lengua materna, que en ambos casos
es el árabe. Y, en tercer lugar, el esquema de relato de saga familiar
elegido para construir la novela, tras el que se busca reconstruir parte
de la historia nacional de sus respectivos países, Siria y Líbano. Si En
el lado oscuro del amor, la historia familiar es la de dos
familias cristianas de distinta confesión, enfrentadas desde comienzos
del siglo XX hasta finales de los años sesenta, en El contador de
historias confluyen de manera contrapuntística el relato de la
historia contemporánea del Líbano a través de la familia del
protagonista y el de innumerables narraciones populares, propias del
rico patrimonio folclórico árabe. Una combinación que, digamos de
inmediato, no resulta convincente en absoluto. Pero hay más. Cada una a
su manera, ambas novelas buscan representar la cultura árabe ante sus
lectores occidentales a través de referentes literarios no del todo
desconocidos entre nosotros: sea la historia de la pareja de enamorados
Machnún y Layla, en el primer caso, sea la figura del hakawati,
o contador profesional de historias en plazas y cafés, en el segundo.
Con este telón de fondo, el mundo árabe que tanto Schami como Alameddine
terminan plasmando es el de un universo construido a partir de
historias, sucesión infinita de relatos –ciertos o fantasiosos– prestos a
ser narrados a un auditorio que, embrujado, demandará más y más.
Historias de guerras civiles o coloniales y de encantamientos, de amores
reales y de historietas picantes típicas del legado popular, hombres y
mujeres de carne y hueso junto a simbades y aladinos. Todo confundido.
Historias que crean otras historias que, a su vez, se expanden en mil y
un nuevos relatos. Así reaparece ahora el famoso repertorio de cuentos:
la historia marco de Sherezade y Shahriyar sustituida por el escenario
cierto de la Historia, pero manteniendo la misma pasión narrativa, la
misma pretensión de entretener, de distraer del tedio o del peso, casi
siempre tan insoportable, de la realidad. Nada que objetar a que haya
obras literarias que cumplan tal misión. A condición, eso sí, de que no
pretendan ser otra cosa o erigirse en documento fiable de comprensión de
lo que es hoy, o fue ayer, el mundo árabe.
Los chivos, obra del escritor marroquí Dris Chraibi y publicada
originalmente en 1955, es una novela bien distinta de las anteriores, no
simplemente por su menor extensión (sólo 153 páginas), sino
sobre todo por su mucha mayor calidad. Se trata, nada menos, que de una
de las novelas fundacionales de la literatura marroquí de expresión
francesa, y la segunda de su autor tras su también muy conocida El
pasado simple (1954). Si, en esta última, Chraibi efectuaba un
durísimo ajuste de cuentas con la figura del padre, símbolo de crueldad,
autoritarismo y machismo –uno de los grandes subgéneros de las
literaturas del Magreb–, Los chivos se centra en el dramático
malvivir de los inmigrantes magrebíes en Francia, la nación aún dueña
por entonces de Marruecos, Argelia y Túnez. Muy poco complaciente en la
descripción de ambas situaciones, las autoridades marroquíes de la
posindependencia no se lo pusieron fácil y El pasado simple estuvo
prohibida en Marruecos hasta 1977. El tema desarrollado en Los chivos
resguardó al autor de parecida censura, pero presumimos que el
nacionalismo marroquí de la época recibiría tan mal el cuestionamiento
de la figura tradicional del padre como la representación de la miseria
de sus compatriotas, forzados al exilio económico. La censura que el
franquismo impuso a La Chanca de Goytisolo no se debió a
distintas razones.
Chraibi llegó a ser calificado de escritor etnográfico o exotista y acu
sado por ello de colaborar con el proyecto colonial. Mostrar lo que no
debe mostrarse (brutalidad, atraso, miseria) y describirlo en la lengua
del colonizador sólo puede servir –diría el establishment político
y cultural del momento– para dar razones desde dentro a quienes basan
su dominio sobre nuestro país en tales argumentos. Mucho ha cambiado el
mundo (el árabe y el no árabe) en estos últimos sesenta años, aunque hay
cuestiones que siguen planteándose hoy de manera parecida a la de ayer.
El término exotista aplicado a los escritores prefiere
nombrarse hoy, bajo el paraguas de la teoría poscolonial, como autoorientalista,
y sus riesgos e implicaciones ideológicas siguen debatiéndose con
fuerza. Dejando al margen la obra de Chraibi –escrita en otro tiempo y
con unas características ideológicas y literarias que la diferencian de
las de Schami y Alameddine–, la pregunta que surge es: ¿contribuyen las
novelas de estos dos últimos escritores, y sus pares, a un mejor
conocimiento de la cultura de la que proceden sus autores y a la que muy
conscientemente tratan de representar? Ese énfasis en la represión de
la mujer (a lo Saadawi) o en su sexualidad desbocada (a lo Neimi), ese
exotismo amable y fantasioso, plagado de cuentos y contadores –elementos
que con tanta evidencia remiten a Las mil y una noches–, ¿son
sólo una forma fácil de ganar fama en Occidente, o están contribuyendo
además a mantener a la cultura árabe dentro de los mismos paradigmas
creados hace más de un siglo, que –de seguir al pie de la letra las
ideas de Edward Said– fueron copartícipes del dominio colonial sobre el
Oriente?
Tomado de: http://www.revistadelibros.com /articulo_completo.php?art=4653