Lección Primera del Breviario de Estética, editado en la Colección Austral, Edición 10-VIII-1938 Traducción por José Sánchez Rojas.
A
la pregunta ¿qué es el arte? puede responderse bromeando, con una broma
que no es completamente necia, que el arte es aquello que todos saben
lo que es. Y verdaderamente, si no se supiera de algún modo lo que es el
arte, no podríamos tampoco formulamos esta pregunta, porque toda
pregunta implica siempre una noticia de la cosa preguntada, designada en
la pregunta y, por ende, calificada y conocida. Cosa sobre la cual
podemos hacer una experiencia de hecho, si nos damos cuenta de las
ideas, justas y profundas, que oímos con frecuencia formular con
relación al arte por aquellos que no son profesionales de la filosofía y
de la teoría, por los laicos, por los artistas poco amigos de razones,
por las personas ingenuas, hasta por las gentes del pueblo; ideas que
van muchas veces implícitamente envueltas en los juicios que se hacen en
tomo a determinadas obras de arte, y que algunas veces se pronuncian en
forma de aforismos y de definiciones. Y hasta damos en la flor de
sospechar que pudiéramos reírnos a mandíbula batiente, siempre que nos
viniese en ganas, de los filósofos orgullosos que pretenden haber
descubierto la naturaleza del arte, metiéndonos por los ojos y por los
oídos proposiciones escritas en los libros más vulgares y frases del
acervo común de las gentes, advirtiéndonos que contienen, con la mayor
claridad, su flamante descubrimiento. El
filósofo tendría siempre ocasión de avergonzarse si mantuviese alguna
vez la ilusión de haber legado, con sus doctrinas personales, algo
completamente original a la común conciencia humana, algo extraño a esta
conciencia, la revelación de un mundo enteramente nuevo. Pero no se
turba y sigue derecho su camino, porque sabe que la pregunta, ¿qué cosa
es el arte? -como, en general, toda pregunta filosófica sobre la
naturaleza de lo real y toda pregunta de conocimiento-, si adquiere en
las palabras que se emplean cierto matiz de problema general y total,
que se pretende resolver por primera y por última vez, tiene siempre, en
efecto, un significado circunstancial, que reza con las dificultades
especiales que se viven en un momento determinado de la historia del pensamiento.
Ciertamente la verdad corre por su camino, como la chispa del conocido
proverbio francés, y como la metáfora "reina de los tropos ", según los
sectores con que Montaigne se topaba en la cháchara de su camarera. Pero
la metáfora de la camarera es la solución de un problema que expresa
precisamente los sentimientos que agitan en aquel instante el espíritu
de ésta, y las afirmaciones triviales que intencionada o incidentalmente
oímos sobre la naturaleza del arte, son soluciones de problemas lógicos
que se presentan a éste o al otro individuo que no hace profesión de
filósofo, y que, sin embargo, como hombre, y como tal hombre, es
filósofo en cierta medida. Y así como la metáfora de la camarera
expresa, por regla general, una limitada y pobre concepción de
sentimientos con relación a los poetas, del mismo modo la afirmación
trivial de un no filósofo resuelve un problema liviano con relación al
problema que el filósofo se ha propuesto. La respuesta, ¿qué cosa es el
arte?, puede ser semejante en uno y en otro caso, pero solamente en la
apariencia, ya que se complica después con la riqueza distinta de su
contenido íntimo. La respuesta del filósofo digno de tal nombre ha de
tener nada menos que la pretensión de resolver adecuadamente todos los
problemas que han surgido, hasta aquel momento, en el curso de la
historia, en torno a la naturaleza del arte, y la del laico, moviéndose
en un círculo bastante más limitado, no tiene brío para salirse de éste.
Fenómeno que probamos experimentalmente con la fuerza del eterno
procedimiento socrático, con la facilidad con que los inteligentes
confunden y dejan con la boca abierta a los que no lo son y con la
coordinación de sus preguntas, que obligan a callar a los legos que
habían comenzado a hablar atinadamente, advirtiendo de paso que se
arriesgan demasiado en el curso del interrogatorio y que lo poco que
saben lo saben mal, atrincherándose detrás de las defensas de su
fortaleza y declarando que no hilan delgado en achaque de sutilezas. El
orgullo del filósofo debe encastillarse en la conciencia de la
intensidad de sus preguntas y de sus respuestas, orgullo que no puede ir
acompañado de la modestia, o lo que es igual, del conocimiento que le
presta la mayor o menor extensión de su juicio con la posibilidad de un
momento determinado, y que tiene sus límites, trazados por la historia
de aquel momento, sin que pueda pretender un valor de totalidad, o como
suele decirse, una solución definitiva. La vida ulterior del espíritu,
renovando y multiplicando sus problemas, convierte no sólo en falsas,
sino también en improcedentes, las soluciones anteriores, parte de las
cuales caen en el número de las verdades que se sobreentienden, y parte
de las cuales tienen que rehacerse y completarse. Un sistema es como una
casa, que después de haberse construido y decorado -sujeta, como está, a
la acción destructora de los elementos- necesita de un cuidado, más o
menos enérgico, pero asiduo, de conservación, y que, en un momento
determinado, no sólo hay que restaurar y apuntalar, sino echar a tierra
sus cimientos para levantarlos de nuevo. Pero hay una diferencia capital
entre un sistema y una casa: en la obra del pensamiento, la casa,
perpetuamente nueva, está perpetuamente sostenida por la antigua, que de
un modo mágico y prodigioso perdura siempre en ella. Ya sabemos que los
que ignoran este arte mágica, los intelectuales superficiales o
ingenuos, se asombran hasta el punto de que sus monótonas cantilenas
estriban en la declaración de que la filosofía deshace continuamente su
obra y de que unos filósofos contradicen a los otros como si el hombre
no hiciese, deshiciese y rehiciese continuamente su habitación; como si
el arquitecto de mañana no rectificase los planos del arquitecto de hoy,
y como si de este hacer, y deshacer, y rehacer la propia casa, y de
esta rectificación de unos arquitectos y otros arquitectos pudiese
derivarse la conclusión de que no debemos levantar viviendas para morar
en ellas. Con
la ventaja de una intensidad más rica, las preguntas y las respuestas
del filósofo llevan consigo el peligro de un mayor error, y están
frecuentemente viciadas por cierta ausencia de buen sentido que, en
cuanto pertenece a una esfera superior de cultura, tiene, hasta en su
comprobación, un carácter aristocrático, objeto no sólo de desdenes y de
burlas, sino de envidia y de admiración secretas. En esto se funda el
contraste, que muchos se complacen en hacer resaltar, entre el
equilibrio mental de la gente ordinaria y las extravagancias de los
filósofos. A ningún hombre de buen sentido se le ocurre decir, por
ejemplo, que el arte es la resonancia del instinto sexual, o que el arte
es un maleficio que debe ser castigado en las repúblicas bien
gobernadas; absurdo que han dicho, sin embargo, filósofos y grandes
filósofos, por lo demás. La inocencia del hombre de buen sentido es, sin
embargo, pobreza e inocencia de salvaje, y aunque se haya suspirado
muchas veces por la vida inocente del salvaje y se haya acudido a
expedientes socorridos para aliar la filosofía con el buen sentido, es
lo cierto que el espíritu, en su desenvolvimiento, afronta con toda
valentía, porque no puede menos de hacerlo así, los peligros de la
civilización y el desvío momentáneo del buen sentido. La indignación del
filósofo en torno al arte tiene que recorrer las vías del error para
topar con el sendero de la verdad, que no es distinto de aquéllas, sino
aquéllas mismas, atravesadas por un hilo que permite dominar el
laberinto. El
mismo nexo del error con la verdad nace del hecho de que un mero y
completo error es inconcebible y, como inconcebible, no existe. El error
habla con dos voces, una de las cuales afirma la falsedad que desmiente
la otra, topándose el sí y el no en lo que llamamos contradicción. Por
eso, cuando desde la consideración genérica descendemos a una teoría que
se ha considerado como errónea en todas sus partes, y en sus
determinaciones, nos encontramos en ella misma la medicina de su error,
germinando la verdadera teoría del estercolero en que brotó el error.
Los mismos que tratan de reducir el arte al instinto sexual recurren,
para demostrar su tesis, a argumentos y comprobaciones que, en lugar de
unir, separan al arte de aquel instinto. Y el mismo que desterraba la
poesía de toda república bien ordenada, se ofuscaba al proclamar aquella
expulsión y creaba de aquel modo una poesía sublime y nueva. Hay
períodos históricos en los que han dominado las más torcidas y groseras
doctrinas sobre el arte, lo que no impide que hasta en aquellos mismos
períodos se discierna lúcidamente lo bello de lo feo, y hasta que se
discurra en torno a esos conceptos con la mayor sutileza cuando,
olvidándose de las teorías abstractas, se acude a los casos
particulares. El error se condena siempre, no en la boca del juez, sino ex ore suo.
Por este nexo estrecho con el error, la afirmación de la verdad es
siempre un proceso de lucha, en la que se viene libertando el error del
mismo error. De donde brota un piadoso, pero imposible deseo: el que
exige que la verdad se exponga directamente, sin discutir y sin
polemizar, dejándola que proceda majestuosamente y por sí misma, como si
tales paradas de teatro fuesen el mejor símbolo para la verdad, que es
el mismo pensamiento, y como tal pensamiento, siempre activo y en
formación. En efecto, nadie llega a exponer una verdad sino gracias a la
crítica de las diversas soluciones del problema a la que se refiere
aquélla, y no conocemos un tratado mezquino de ciencia filosófica,
manualote escolástico o disertación académica que no coloque a la cabeza
o no contenga en su texto la reseña de las opiniones, históricamente
formula as o idealmente posibles, de las cuales quieran ser la oposición
o la corrección. Todo lo cual, expuesto arbitrariamente y con cierto
desorden, expresa precisamente la exigencia legítima, al tratar un
problema, de recorrer todas las soluciones que se han intentado en la
Historia o son susceptibles de intentarse en la idea -en el momento
presente y, por lo tanto, en la Historia- de modo que la nueva solución
incluya en su regazo la labor procedente del espíritu humano. Esta
exigencia es una exigencia lógica, y como tal, intrínseca a todo
verdadero pensamiento e inseparable de él. No confundamos esta exigencia
con cierta forma literaria de exposición, para no caer en la pedantería
que hizo famosos a los escolásticos durante la Edad Media ya los
dialécticos de la escuela hegeliana en el siglo XIX, bastante cercana a
la superstición formalista, que cree en la virtud maravillosa de cierta
manera extrínseca y mecánica de exposición filosófica. Tenemos que
entender esta exigencia de modo sustancial y no accidental, respetando
su espíritu y prescindiendo de su letra, moviéndonos en la exposición
del propio pensamiento de la libertad, según los tiempos, los lugares y
las personas. De modo que yo mismo, en estas rápidas conferencias que
quieren dar como una orientación en la forma de tratar los problemas de
arte, me guardaré muy bien -como ya he hecho- de referir la historia del
pensamiento estético o de exponer dialécticamente -como he expuesto
también en otro lado- todo el proceso de liberación de las concepciones
erróneas del arte, desde las más pobres hasta las más ricas, arrojando,
además, no lejos de mí, sino de mis lectores, una parte del bagaje, que
ya volverán a recuperar cuando, conocedores de la visión del paisaje
examinado a vista de pájaro, se determinen a realizar ciertas
excursiones particulares en esta o en la otra zona o a recorrerlo todo,
de una vez, de cabo a rabo. Sin
embargo, volviendo a la pregunta que ha dado ocasión a este prólogo
indispensable -indispensable para huir de toda apariencia de
pretenciosidad y de inutilidad en mi discurso- , volviendo a la pregunta
¿qué es el arte?, diré, desde luego, del modo más sencillo, que el arte
es visión o intuición. El artista produce una imagen o fantasma, y que
gusta del arte dirige la vista al sitio que el artista le ha señalado
con los dedos y ve por la mirilla que éste le ha abierto, y reproduce la
imagen dentro de sí mismo. Intuición, visión, contemplación, imaginación, fantasía, figuración, representación,
son palabras sinónimas cuando discurrimos en derredor del arte y que
elevan nuestra mente al mismo concepto o a la misma esfera de conceptos,
indicio del consenso universal. Pero esta respuesta mía de que el arte
es intuición adquiere inmediatamente una significación particular a
cuenta de todo lo que implícitamente niega y de lo que distingue el
arte. ¿Qué negaciones se comprenden en la respuesta? Indicaré las
principales, o al menos las que son más importantes para nosotros, en
nuestro momento actual de cultura. La respuesta niega, ante todo, que el
arte sea un fenómeno físico: por ejemplo, ciertos y determinados
colores y relaciones de colores, ciertas y determinadas formas de
cuerpo, ciertos y determinados sonidos y relaciones de sonidos, ciertos
fenómenos de calor y de electricidad: lo que llamamos, en una palabra,
fenómeno físico. En el pensamiento humano ya se ha caído en el error de
confundir el arte con el fenómeno físico, y como los niños que tocan la
pompa de jabón y que quieren tocar el arco iris, el espíritu humano,
admirando las cosas bellas, trata de buscar las raíces del arte en la
naturaleza externa, y se da a pensar, o cree deber pensar, por qué
ciertos colores son bellos y otros feos, por qué son bellas ciertas
formas del cuerpo y otras feas. De propósito, y metódicamente, esta
tentativa se ha hecho varias veces en la historia del pensamiento;
recordemos los cánones que los artistas y teóricos griegos y del
Renacimiento formaron para determinar la belleza de los cuerpos, las
especulaciones sobre las relaciones geométricas y numéricas
determinables en las figuras y en los sonidos, sin olvidarnos de las
investigaciones de los estéticos del siglo XIX -por ejemplo, de
Fechner-, y de las comunicaciones que en los Congresos de
filosofía, de psicología y de ciencias naturales de nuestros días,
presentan los imperitos acerca de las relaciones de los fenómenos
físicos con el arte. Si se nos pregunta la razón por la que el arte no
puede ser un fenómeno físico, responderemos en primer lugar que los
hechos físico, no tienen realidad, y que el arte, al cual tantas
personas consagran por entero su vida y que a todos llena de una alegría
divina, es sumamente real. De
modo que el arte no puede ser un fenómeno físico, porque todo fenómeno
físico es irreal. Respuesta que, desde luego, nos traslada al mundo de
la paradoja, porque nada se le antoja al hombre del vulgo más sólido y
seguro que el mundo físico. Pero a nosotros no nos es posible, asentada
esta verdad, abstenernos de la razón buena o sustituirla con otra menos
buena, solamente porque la primera tiene semblante de mentira. Por lo
demás, y para borrar la extrañeza y la aspereza de aquella verdad, para
reconciliarnos y familiarizarnos con ella, consideremos que la
demostración de la irrealidad del mundo físico no solamente se ha hecho
de modo irrebatible y ha sido admitida por todos los filósofos que no
sean crasos materialistas y se revuelvan en las estridentes
contradicciones del materialismo, sino que ha sido abrazada por los
mismos físicos, en los esbozos de filosofía que mezclan con su ciencia,
cuando conciben los fenómenos físicos como productos de principios que
escapan a la experiencia, remontándose a los átomos y al éter, y como
manifestación de un Incognoscible: la misma Materia de los materialistas
es, sin ir más lejos, un principio sobrematerial, y así los fenómenos
físicos se desenvuelven por su lógica interna y por el asenso común, no
ya como una realidad, sino como la construcción de nuestro intelecto en
relación con los fines de la ciencia. En consecuencia, la pregunta de si
el arte es un fenómeno físico asume racionalmente la significación de
si el arte es construible físicamente. Lo que es ciertamente posible, y
lo comprobamos experimentalmente, siempre que, prescindiendo del sentido
de una poesía y renunciando de antemano al deleite que nos proporciona,
nos pongamos a modo de ejemplo, a contar las palabras que componen la
poesía, y a dividirlas en números y en letras, o siempre que,
olvidándonos del efecto estético de una estatua, nos pongamos a medirla o
a pesarla. Cosa muy útil ésta para los embaladores de estatuas, como
muy útil la otra para los tipógrafos que han de componer páginas de poesía, pero inútil completamente para el contemplador y el estudioso del arte, a los que no es lícito distraerse de
su misión propia. Ni siquiera el arte es un fenómeno físico en este
segundo significado, ya que cuando nos proponemos penetrar su naturaleza
y el modo de obrar de ella de nada nos vale construirla físicamente. Otra
negación va implícita en la definición del arte como intuición, porque
si el arte es intuición y la intuición vale tanto como teoría en el
sentido originario de contemplación, el arte no puede ser un acto
utilitario, y si el acto utilitario trata siempre de producir un placer y
de alejar un dolor, el arte, considerado en su naturaleza propia, no
tiene nada que ver con la utilidad, o con el placer y con dolor, como
tales. Se concederá, en efecto, sin demasiada resistencia, que un placer
como placer, que un placer cualquiera, no es por sí mismo artístico. No
es artístico el placer de beber un vaso de agua, que nos calma la sed;
de un paseo en pleno campo, que tonifica nuestros miembros y que hace
circular más ligeramente la sangre en nuestro organismo; de conseguir un
puesto deseado, que sirve para dar asiento económico a nuestra vida
práctica, etcétera, etc. Hasta en las relaciones entre nosotros y las
obras de arte, salta a los ojos la diferencia entre el placer y el arte,
porque la figura representada puede ser muy querida para nosotros y
despertar los más deleitosos recuerdos a nuestro espíritu, siendo el
cuadro horrible y, por el contrario, el cuadro puede ser bello y la
figura que representa odiosa para nuestro corazón. O el mismo cuadro que
representamos bello puede despertar nuestra rabia y nuestra envidia,
porque es obra de un enemigo o de un adversario nuestro, al cual
producirá ventajas de toda clase, dándole mayor prestigio. Nuestros
intereses prácticos, con los dolores y placeres correlativos, se mezclan
y se confunden algunas veces con nuestro interés artístico, hasta lo
perturban, pero no se confunden con él. A lo más, para sostener con
mayor validez la afirmación de que el arte es lo agradable, llegaremos a
afirmar que el arte no es lo agradable en general, sino una forma
particular de lo agradable. Pero esta restricción, en lugar de ser una
defensa, es un verdadero abandono de la tesis, porque si el arte es una
forma particular de lo agradable, su carácter definitivo lo determina,
no lo agradable en general, sino lo que distingue lo agradable, en
general, de las otras especies de lo agradable, ya ese elemento
distintivo -más que a lo agradable o a lo distintivo de lo agradable-
hay que sujetar la investigación. La doctrina que define el arte como lo
agradable, tiene una denominación especial -Estética hedonista- y
largas y complicadas vicisitudes en la historia de las doctrinas
estéticas; se manifiesta en el mundo grecorromano, asoma la cabeza en el
siglo XVIII, torna a florecer en la segunda mitad del XIX y revive aún
con gran predicamento, gozando la fama especial y siendo más bien
acogida entre los principiantes de estética, que se dejan convencer por
la consideración de que el arte suscita placer. La vida de esta doctrina
consiste en proponer alternativamente una u otra clase de placeres, o
varias clases de placeres a la vez, el placer de los sentidos
superiores, el placer del juego, la conciencia de la propia fuerza, d
erotismo, etc., o en añadir elementos distintos a lo agradable, por
ejemplo, lo útil cuando se entiende como algo distinto de lo agradable,
la satisfacción de las necesidades cognoscitivas, morales, etc. Teoría
que ha progresado bastante por el hecho de su movilidad precisamente, y
porque ha dejado introducir elementos extraños en su regazo, elementos
que ha habido que admitir por la necesidad de casar esta doctrina con la
realidad del arte, teniendo que llegar a disolverse como teoría
hedonista, promoviendo inconscientemente una nueva doctrina, o
haciéndonos advertir, al menos, la necesidad de ella. Como todo error,
tiene su lado de verdad -ya hemos visto que el de la doctrina física consiste
en la posibilidad de la construcción física del arte, igual a la de
otro fenómeno físico cualquiera- la doctrina hedonística expresa la
verdad cuando pone de relieve el acompañamiento hedonístico o
placentero, que es común a la actividad estética ya cualquiera otra
especie de actividad espiritual, y que no se niega precisamente porque
neguemos del todo la identificación del arte como lo agradable, y porque
distingamos el arte de lo agradable, definiéndole como intuición. Otra
negación que hacemos al definir el arte como intuición es que el arte
sea un hecho moral o, lo que es lo mismo, aquella forma de acto práctico
que, acercándose necesariamente a lo agradable, al placer y al dolor,
no es inmediatamente utilitario y hedonista y se mueve en una esfera
espiritual superior. Y en verdad, el arte, como ya se observó desde la
más remota antigüedad, no nace por obra de la voluntad; la buena
voluntad que caracteriza al hombre honrado nada tiene que ver con el
artista. Y como no nace por obra de voluntad, se substrae también a toda
reflexión moral, no porque el artista disfrute de un privilegio de
exención, sino porque no hay modo de aplicarle esa reflexión moral. Una
imagen artística podrá ser un acto moralmente laudable o censurable;
pero la imagen artística, como tal imagen, no es ni laudable ni
censurable moralmente. No existe Código penal que pueda condenar a
prisión o a muerte ninguna imagen, ni hay juicio moral, dado por persona
razonable, que pueda girar en torno a ella; juzgar inmoral a la
Francesca del Dante o moral a la Cordelia de Shakespeare -que tienen una
mera finalidad artística y que son como notas musicales del alma del
Dante o de Shakespeare- vale tanto como reputar moral un cuadro o
inmoral un triángulo. La teoría moralista del arte está representada en
la historia de las doctrinas estéticas y no ha muerto aún en nuestros
días, aunque esté muy desacreditada en la opinión común; desacreditada
no sólo por su demérito intrínseco, sino por el demérito moral de
algunas tendencias contemporáneas que tratan de convertir en pasable,
con la ayuda del fastidio psicológico, la hostilidad que debe hacerse a
esa tendencia -y que hacemos aquí- por razones lógicas. Derivación de la
doctrina moralista es el fin que quiere imponerse al arte de
enderezarse al bien, de inspirar el aborrecimiento del mal, de corregir y
de mejorar las costumbres y la pretensión de los artistas de
contribuir, por su parte, a la educación de la plebe, a la vigorización
del espíritu nacional y belicoso de un pueblo, a la difusión de los
ideales de vida modesta y laboriosa, y así sucesivamente.
El
arte no puede hacerlo todo, como no puede hacerlo tampoco la geometría,
sin que a pesar de su importancia pierda nada de su respetabilidad,
como tampoco tiene por qué perderla el arte. Los mismos estéticos
moralistas se daban cuenta de la impotencia del arte como elemento
moralizador, y por eso transigían con él de la mejor gana del mundo,
permitiéndole placeres que no fueran morales, con tal que no fueran
abiertamente deshonestos, recomendándoles que utilizasen con buenos
fines el dominio que el arte con su fuerza hedonística ejercía sobre el
espíritu y que endulzasen las píldoras, poniendo buena dosis de azúcar
en los bordes del vaso que contenía la amarga medicina, y que hiciese de
ramera si no sabía jugar con las naturales y viejas caricias, al
servicio de la Santa Iglesia y de la moral. Otras veces se valían de
esta teoría como de un instrumento divertido, no sólo porque la virtud y
la ciencia son cosas ásperas por sí mismas, sino porque el arte puede
limar las asperezas, haciendo amena y atrayente la entrada en el palacio
de la ciencia, conduciendo a los hombres a través de ella, como si
fuera el jardín de Armida, dulce y voluptuosamente, sin que los hombres
se den cuenta del alto placer que se procuran y de la crisis de
renovación que a sí mismos se preparan. Al hablar ahora nosotros de esta
teoría no podemos menos de sonreírnos, pero no debemos olvidar que fue
cosa muy seria, que correspondió a un serio esfuerzo para penetrar en la
naturaleza del arte y elevar su concepto, y que tuvo creyentes que se
llamaron Dante, Tasso, Alfieri, Manzoni y Mazzini, para limitarme
solamente a la literatura italiana. La doctrina moralista del arte fue,
es y será perpetuamente benéfica por sus mismas contradicciones, y fue y
será un esfuerzo, desgraciado por lo demás, para distinguir el arte de
lo mero agradable, con el cual se confunde, designándole un puesto más
digno. Y tiene su lado verdadero esta teoría, porque si el arte no está
del lado de allá de la moral, tampoco está del lado de acá, pero a su
imperio está sometido siempre el artista en cuanto hombre que como tal
hombre no puede substraer- se a estos deberes, y el arte mismo -que no
es ni será nunca la moral- debe considerarse como una misión y
ejercitarse como un sacerdocio. Todavía
-y ésta es la última y tal vez la más importante de las negaciones
generales que me conviene recordar de propósito- al definir el arte como
intuición se niega que tenga carácter de conocimiento Conceptual. El
conocimiento conceptual, en su forma pura, que es la filosófica, es
siempre realista, porque trata de establecer la realidad contra la
irrealidad o de rebajar la irrealidad, incluyéndola en la realidad como
momento subordinado a la realidad misma. Pero intuición quiere decir
precisamente indistinción de realidad e irrealidad, la imagen en su
valor de mera imagen, la pura idealidad de la imagen. Al contraponer el
conocimiento intuitivo y sensible al conceptual o inteligible, la
estética a la ética, se trata de reivindicar la autonomía de esta forma
de conocimiento, más sencilla y elemental, que ha sido comparada al
sueño, al sueño y no al sonido, de la vida teórica, respecto de la cual
la filosofía ha sido comparada a la vigilia. El que ante una obra de
arte pregunta si lo que el artista ha expresado es metafísica e
históricamente verdadero y falso, formula una pregunta sin contenido y
cae en un error análogo al del que quiere traducir, ante el tribunal de
la moral, las áreas imágenes de la fantasía. Sin contenido, decimos,
porque la distinción de lo verdadero y de lo falso implica siempre una
afirmación de realidad o, lo que es igual, un juicio, pero no puede
recaer sobre la presentación de una imagen o sobre un mero sujeto, que
no sea sujeto de juicio, careciendo de carácter y de predicado. Y no
cabe decir que la individualidad de la imagen subsiste sin una
referencia a lo universal, del que aquella imagen es como individuación,
porque aquí no negamos que lo universal, como el espíritu de Dios, esté
por todas partes y anime a todas las cosas; lo que negamos es que la
intuición, como tal intuición, lo universal, esté lógicamente explícito y
pensado. Y es vano también acudir al principio de la unidad del
espíritu, que no se disuelve, sino que se refuerza con la distinción
neta entre pensamiento y fantasía, porque únicamente de la distinción
brota la oposición y de la oposición la unidad concreta.
La
idealidad -como se ha dado en llamar este carácter que distingue la
intuición del concepto, el arte de la filosofía y de la historia, la
afirmación de lo universal de la percepción y narración del suceso- es
la virtud íntima del arte. El arte se disipa y muere cuando de la
idealidad se extraen la reflexión y el juicio. Muere el arte en el
artista, que de tal se trueca en crítico de sí mismo, y muere también en
el que mira o escucha, porque de arrobado contemplador del arte se
transforma en observador penetrante de la vida. Pero
el distinguir el arte de la filosofía -entendiendo ésta en su amplitud,
que comprende todo pensamiento de lo real-, trae consigo otras
distinciones; por ejemplo, la de arte y mito. Porque el mito, para quien
cree en él, se presenta como revelación o conocimiento de la realidad
contra lo irreal, alejando de sí toda suerte de creencias como ilusorias
y falsas. El mito puede convertirse en arte solamente para el que no
cree en él, para el que se vale de la mitología como de una metáfora,
del mundo austero de los dioses como de un mundo bello y de Dios como de
una imagen de lo sublime. Considerado, pues, en la genuina realidad, en
el espíritu del creyente y no del incrédulo, el mito es religión y no
simple fantasma, la religión es filosofía, filosofía en elaboración,
filosofía más o menos perfecta, pero filosofía, del mismo modo que la
filosofía es religión más o menos purificada y
elaborada, en continuo proceso de elaboración y purificación, pero
religión o pensamiento de lo Absoluto y de lo Eterno. El arte, para ser
mito y religión, le falta precisamente el pensamiento y la fe que del
pensamiento brota. El artista no cree ni deja de creer en su imagen; la
produce sencillamente. Por distintas razones, el concepto del arte como
intuición excluye también la concepción del arte como producción de
clases, de tipos, de especies y de géneros y también excluye la
concepción del arte -como hubo de decir un gran matemático y filósofo-
como ejercicio de aritmética inconsciente, o lo que es igual, distingue
el arte de las ciencias positivas y matemáticas, porque en éstas se da
la forma conceptual, aunque privada del carácter realista, como mera
representación general o mera abstracción. Lo
que ocurre es que tales idealidades, que las ciencias naturales y
matemáticas parecen asumir frente al mundo de la filosofía, de la
religión y de la historia, y que parecen acercarlas al arte, por lo cual
de tan buena gana los científicos y los matemáticos se ufanan en
nuestros días de ser creadores de mundos y de ficciones, hasta el punto
de adoptar el vocabulario de las imágenes y figuraciones de los poetas, y
lo logran renunciando al pensamiento concreto, mediante una
generalización o una abstracción, que son arbitrios, decisiones
volitivas, actos prácticos, y como tales actos prácticos extraños al
mundo del arte y adversarios de él. Por eso ocurre que el arte prueba
bastante más repugnancia por las artes positivas y matemáticas que por
la filosofía, la religión y la historia, porque éstas se le presentan
como conciudadanas en el mismo mundo de la teoría y del pensamiento, en
tanto que aquéllas le ofenden con su rudeza habitual en achaques de
contemplación. Poesía
y clasificación o, peor todavía, poesía y matemáticas parecen cosas tan
poco de acuerdo como el fuego y el agua: el espíritu matemático y el
espíritu científico son los enemigos declarados del espíritu poético;
los tiempos en que predominan las ciencias naturales y matemáticas, por
ejemplo, en el intelectualísimo siglo XVIII son, por contraste, los más
fecundos para la poesía. Esta reivindicación del carácter alógico del arte es, como ya he dicho, la más difícil e
importante de las polémicas incluidas en la forma del arte-intuición,
ya que las teorías que tratan de explicar el arte como filosofía, como
religión, como historia, como ciencia y, en grado menor, como ciencia
matemática, ocupan, en efecto, la mayor parte en la historia de la
ciencia estética y se adornan con los nombres de los filósofos más
gloriosos. En la filosofía del siglo XVIII tenemos ejemplos de
identificación y de confusión del arte con la religión y la filosofía
que nos suministran Schelling y Hegel; Taine confunde el arte con las
ciencias naturales; los veristas franceses lo barajan con la observación
histórica y documentada; el formalismo de los herbartianos confunde el
arte con las matemáticas. Pero sería inútil buscar en todos estos
autores, o en otros que pudiéramos recordar, ejemplos puros de tales
errores. El error nunca es puro; si lo fuera, sería verdad. y por eso las doctrinas, que para mayor brevedad llamaré conceptualistas del
arte, contienen dentro de sí elementos disolventes, tan más numerosos y
eficaces cuanto más enérgico era el espíritu del filósofo que los
producía. En nadie fueron más numerosos y eficaces que en Schelling y en
Hegel, porque tuvieron tan viva conciencia de la producción artística,
que hubieron de sugerir con sus observaciones en el desarrollo
particular de cada caso una teoría opuesta a la que formularon en sus
sistemas respectivos. Por lo demás, las nuevas teorías conceptualistas
no sólo son superiores a las que hemos examinado anteriormente, en que
reconocen el carácter teórico del arte, sino en que prestan su homenaje a
la verdadera teoría, gracias a la exigencia que contienen de una
determinación de relaciones -que, si son de distinción, son también de
realidad- entre la fantasía y la lógica, entre el arte y el pensamiento.
Ya
puede verse cómo en la sencillísima fórmula de que "el arte es la
intuición" –que traducida a otros aforismos sinónimos, por ejemplo, "el
arte es obra de fantasía", se oye en boca de todos los que discurren
diariamente sobre arte, y se encuentran con más viejos vocablos, imitación, ficción, fábula,
en tantos libros antiguos-, dicha ahora en el cuerpo de un discurso
filosófico, se llena de un contenido histórico, crítico y polémico, de
cuya riqueza podemos dar algunas señales. No nos maraville que la
conquista filosófica de esta fórmula nos haya costado una suma grande de
fatigas, porque esta conquista equivale a poner el pie en una colina
que disfrutamos sobre el campo de batalla. Por eso tiene más valor este
hallazgo que si la hubiésemos logrado paseando agradablemente en una
tarde de paz. No es el sencillo punto de reposo de un paseo, sino el
efecto y el símbolo de la victoria de un ejército. El historiador de la
Estética sigue las etapas del laborioso avance -y éste es otro de los
hechizos del pensamiento-, durante el cual, el vencedor, en lugar de
perder fuerzas por los golpes que el adversario le inflige, conquista
nuevos bríos con tales golpes, llegando al punto suspirado a fuerza de
rechazar al enemigo, que va en su compañía. Yo no puedo recordar aquí
sino de pasada la importancia que tiene el carácter aristotélico de la
mímesis, que brotó en contraposición a la condena platónica de la
poesía, y el intento de distinción que el mismo filósofo hizo de la
poesía y de la historia, concepto no bastantemente desarrollado y tal
vez no del todo maduro en su mente, y por eso apenas medio entendido
durante mucho tiempo, y que había de ser, después de muchos siglos,
durante los tiempos modernos, el punto de partida del pensamiento
estético. De pasada recordaré también la conciencia más clara de la
separación entre lógica y fantasía, entre juicio y gusto, entre
intelecto y genio, que se viene afinando a través del siglo XVIII, y la
forma solemne que tomó el contraste de poesía y metafísica en la Ciencia nueva, de Vico. Recordaré también la construcción escolástica de una Aesthetica, distinta de la lógica, como gnoseología inferior y scientia cognitionis sensitivae,
por obra y gracia de Baumgarten que, por lo demás, permaneció
encastillado en la concepción conceptualista del arte, y no realizó con
su obra el propósito que había formado, y la critica de Kant contra
Baumgarten y todos los leibnizianos y wolffianos, que puso en claro cómo
la intuición es la intuición, no "el concepto confuso", y el
Romanticismo, que con su critica artística y con sus historias, mejor
tal vez que con sus sistemas, desarrolló la nueva idea del arte
anunciada por Vico, y, en fin, en Italia, la crítica inaugurada por
Francisco De Sanctis, que hizo prevalecer el arte como pura forma
-empleando el vocabulario que él usaba- contra el utilitarismo, el
moralismo y el conceptismo, esto es, como pura intuición. Pero
al pie de la verdad, "a guisa de surtidor” -como dice el terceto del
Padre Dante nace la duda, que es lo que rechaza la inteligencia del
hombre, "de colina en colina" ... La doctrina del arte como intuición,
como forma, como fantasía, da lugar a un problema ulterior -no digo
último- que no es de contraposición y de distinción con respecto a la
física, el hedonismo, la lógica y la ética, sino que nace en el campo
mismo de las imágenes. Y poniendo en duda la suficiencia de la imagen
para definir el carácter del arte, en realidad giramos en torno al modo
de distinguir la imagen pura de la espuria, viniendo a enriquecer, de
esta manera, el concepto de la imagen y del arte. ¿Qué papel -se
pregunta- puede desempeñar en el espíritu del hombre un mundo de meras
imágenes, sin valor filosófico, histórico, religioso y científico y
hasta sin valor moral y hedonista? ¿Qué cosa hay más vana que soñar en
la vida con los ojos abiertos, cuando en la vida se requiere no
solamente ojos abiertos, sino mente abierta y espíritu perspicaz? ¡Las
imágenes puras! El hecho de nutrir simplemente el espíritu con puras
imágenes tiene una denominación poco honorífica: se llama fantasear,
y lleva tras de sí, como secuela inevitable, el epíteto de ocioso, cosa
bastante inconcluyente e insípida, por lo demás. Pero ¿será todo esto
el arte? Es cierto que algunas veces nos deleita la lectura de una
novela de aventuras, donde unas imágenes se suceden a otras del modo más
vario y peregrino, mas nos deleita en momentos de hastío, cuando nos
vemos obligados a matar el tiempo. Hablando con toda conciencia,
esto no es el arte. Se trata en tales casos de un pasatiempo y de un
juego, pero si el arte fuese juego y pasatiempo caería en los amplios
brazos, siempre dispuestos a recogerle, de las doctrinas hedonistas, y
una necesidad utilitaria y hedonista es la que nos mueve a aflojar, de
cuando en cuando, el arco de la inteligencia y el arco de la voluntad,
haciendo que desfilen las imágenes por nuestra memoria y combinándolas
bizarramente con la imaginación, en una especie de semivigilia, de la
que nos desamodorramos apenas hemos reposado un poco, y nos despertamos
precisamente para acercamos a la obra de arte, que no se produce por el
que desvaría. De modo que el arte, o no es intuición pura, y las
exigencias expresadas por las doctrinas que hemos refutado son falsas,
razón por la cual aparece llena de dudas la misma refutación, o la
intuición no puede consistir en un fenómeno simple de imaginación. Para
hacer más estrecho o más difícil el problema eliminaremos de él la
parte más sencilla de la respuesta, y que no he querido olvidar porque
es muy enredosa y confusa generalmente. En verdad, la intuición es
producción de una imagen, no de un amasijo incoherente de imágenes que
se obtiene remozando imágenes antiguas, dejando que se su- cedan unas a
otras arbitrariamente, combinándolas unas con otras, en un juego de
niños. Para expresar esta distinción entre la intuición y el arte de
fantasear, la vieja Poética aprovechaba, sobre todo, el concepto de
unidad, advirtiendo que todo trabajo artístico había de ser simplex et
unum, o aprovechando también el concepto afín de la unidad en la
variedad, esto es, que las múltiples imágenes habían de reducirse a un
centro común y fundirse en una imagen completa. La estética del siglo
XIX derivó hacia la misma finalidad la distinción entre fantasía
-equivalente a la facultad artística peculiar- e imaginación
-equivalente a una facultad extraartística-. Mezclar imágenes,
barajarlas, retocarlas y fragmentarlas supone previamente en el espíritu
la producción y la posesión de las imágenes singulares. Si la fantasía
es productora, la imaginación es parasitaria, apta para combinaciones
extrínsecas, no para engendrar el organismo y la vida. El problema más
profundo que palpita bajo la fórmula un tanto superficial con que lo he
presentado antes es el de determinar la función que corresponde a la
imagen pura en la vida del espíritu, o lo que es igual, cómo nace la
pura imagen. Toda obra de arte genial suscita una larga serie de
imitadores que generalmente repiten, recortan, combinan y exageran
mecánicamente aquella obra de arte y toman el partido de la imaginación
al lado o en contra de la fantasía. Pero ¿cuál es la justificación y
cuál es la génesis de la obra genial que se condena luego -¡signo de
gloria!- a tanto estrago? Para aclarar este punto convenientemente hay
que profundizar en el carácter de la fantasía y de la pura intuición. El
modo mejor de profundizar es recordar y criticar las teorías -curándose
mucho de no caer en el realismo ni el conceptismo- que han tratado de
diferenciar la intuición artística de la mera imaginación incoherente,
estableciendo en qué consiste el principio de la unidad y justificando
el carácter productor de la fantasía. Se ha dicho que la imagen
artística es tal cuando une lo sensible a la inteligible y representa una idea. Pero inteligible o idea no
puede significar otra cosa -ni otra cosa representar tampoco entre los
sostenedores de esta teoría- que concepto, y concepto concreto o idea,
propio de la alta especulación filosófica y distinto del concepto
abstracto o del representativo de las ciencias. Pero en todo caso, el
concepto o la idea une siempre lo inteligible a lo sensible, y no
solamente en el arte, porque el nuevo concepto del concepto, inaugurado
por Kant, e inmanente, por decirlo así, en todo el pensamiento moderno,
salva el desgarramiento del mundo sensible y del mundo inteligible,
concibiendo el concepto como juicio, el juicio como síntesis a priori y la síntesis a priori como
verbo que se hace carne, como historia. Así es que la definición del
arte traslada la fantasía a la lógica y el arte a la filosofía y se nos
aparece clara y eficaz, frente a la concepción abstracta de la ciencia,
sin entrar en el problema del arte -la crítica del juicio- estético y teológico de Kant, que tuvo precisamente la misión histórica de corregir lo que aún quedaba de abstracto en la Crítica de la razón pura.
Ensamblar un elemento sensible en el concepto, fuera del que ya
contiene en sí como concepto concreto, dejando a un lado las palabras en
que se expresa, sería cosa superflua. Persistiendo
en esta indagación, se sale, sí, de la concepción del arte como
filosofía y como historia, pero es para entrar en la concepción del arte
como alegoría. Las enormes dificultades de la alegoría son bien
conocidas, porque todos han advertido el carácter frío y antiartístico
de ella. La alegoría es la unión intrínseca, el acoplamiento
convencional y arbitrario de dos hechos espirituales, de un concepto o
pensamiento y de una imagen, haciendo de suerte que la imagen ha de
representar aquel concepto. y no solamente, y en virtud de la alegoría,
no nos explicamos el carácter unitario de la imagen artística, sino que
se establece en seguida y de propósito una dualidad, porque en aquel
acoplamiento al que hemos hecho referencia se establece una dualidad, ya
que el pensamiento sigue siendo pensamiento y la imagen, sin relación
alguna entre sí, y esto de tal modo, que al contemplar la imagen
olvidamos, sin daño para ella, sino ventajosamente, el concepto, y al
pensar en el concepto disipamos también, dichosamente, la imagen
superflua y fastidiosa. La alegoría encontró gran aceptación en la Edad
Media, en aquella mescolanza de germanismo y de romanismo, de barbarie y
de cultura, de fantasía gallarda y de aguda reflexión, pero fue el
perjuicio teórico y no la realidad efectiva del mismo arte medieval, que
cuando era arte rechazaba de su seno y disolvía en sí todo alegorismo.
Esta necesidad de resolución del dualismo alegórico nos lleva, en
efecto, a afinar la teoría de la intuición como alegoría de la idea, de
la teoría de la intuición como símbolo, porque en el símbolo la idea no
vive por sí sola, pensable separadamente de la representación simbólica,
ni ésta vive tampoco por sí misma, representable de modo vivo sin la
idea simbolizada. La idea se disuelve completamente en la
representación, como decía el estético Vischer, al que corresponde, por
lo demás, la paternidad de un parangón tan prosaico en materia tan
poética y tan metafísica como el de un terrón de azúcar disuelto en un
vaso de agua, que permanece y reacciona en cada molécula de agua, pero
que no vuelve a presentarse ante nuestros ojos como tal terrón de
azúcar. Lo que ocurre es que la idea que ha desaparecido, la idea que se
ha hecho representación, la idea que no puede ya aprehenderse como tal
idea -salvo que queramos extraerle como el azúcar del agua azucarada- no
es ya idea, sino solamente el signo del principio de unidad de la
imagen artística. Caro está que arte es símbolo, que todo el arte es
símbolo y que está henchido de significación. Pero ¿de qué símbolo se
trata? ¿Qué es lo que significa? La intuición si es verdaderamente
artística es verdaderamente intuición, y no un caótico amasijo de
imágenes, sólo cuando tiene un principio vital que le anima,
identificándose con ella. Pero ¿cuál es este principio? La
respuesta a tal interrogación se puede decir que viene desde fuera,
como resultado del mayor contraste de tendencias que se haya dado jamás
en el campo del arte -y que no aparece solamente en la época que tomó
nombre de ese contraste porque predominó en ella; aludo a la oposición
entre Romanticismo y Clasicismo-. Definiendo en general, como aquí
conviene definir, y dejando a un lado las determinaciones accidentales y
de poca monta, el Romanticismo exige al arte, sobre todo, la efusión
espontánea y violenta de los afectos, de los amores, odios, angustias,
júbilos, desesperanzas y elevaciones, y se contenta con la mejor buena
voluntad y se complace en imágenes vaporosas e indeterminadas, en
estilos rotos y fragmentarios, en vagas sugestiones, en frases
aproximadas, en esbozos torcidos y turbios. El Clasicismo, por el
contrario, gusta del ánimo apagado, del dibujo completo, de las figuras
estudiadas en su carácter y precisas en sus contornos, de la
ponderación, del equilibrio, de la claridad, tendiendo resueltamente a
la representación como el Romanticismo tiende al sentimiento. Colocados
en uno o en otro punto de vista, encontramos multitud de razones para
defenderlo y para combatir el punto de vista contrario. Y
así dicen los románticos: ¿De qué nos vale un arte rico de imágenes
limpias, si no nos habla al corazón? O si habla al corazón, ¿qué nos
importa que no vaya acompañado de nítidas imágenes? Y exclaman los
clásicos: ¿A qué conduce la explosión de los sentimientos, si el
espíritu no reposa sobre una bella imagen? Si la imagen es bella, si
nuestro espíritu queda satisfecho, ¿qué importa la ausencia de esas
conmociones que cualquiera puede procurarse fuera de los dominios del
arte, y que la vida nos regala con mayor abundancia de lo que nosotros
mismos deseáramos? Pero cuando comienza a probarse el vacío de la
estéril defensa de cualquiera de los dos puntos de vista es cuando
elevamos la vista desde las obras comunes de arte -parto de las escuelas
románticas y clásica- a las obras llenas de pasión o fríamente
decorosas, a las obras no de los discípulos, sino de los maestros, no de
los adocenados, sino de los insignes, y vemos francamente que
desaparece todo contraste y que no hay modo de defender uno u otro punto
de vista, porque los grandes artistas, las grandes obras o los grandes
fragmentos de ellas no pueden llamarse ni románticas ni clásicas, ni
pasionales ni representativas, porque son a la vez representativas,
pasionales, clásicas y románticas. Un sentimiento profundo se convierte a
escape en una presentación sutilísima. Así, por ejemplo, las obras del
arte griego y las del arte y la poesía italianos. La trascendencia
medioeval toma carne en el bronce del terceto dantesco; la melancolía y
la suave fantasía en la transparencia de los sonetos y de las canciones
del Petrarca; la sabia experiencia de la vida y la atención hacia los
recuerdos pasados, en la limpia octava de Anosto, y el heroísmo y el
pensamiento de la muerte, en los perfectos endecasílabos sueltos de
Foscolo, y la infinita vanidad del todo, en los sobrios y austeros
cantos de Santiago Leopardi. Hasta (dicho sea entre paréntesis y sin
ánimo de compararlo con los ejemplos arriba señalados) los refinamientos
voluptuosos y la sensualidad animal del moderno decadentismo
internacionalista tienen su mejor expresión en la prosa y en el verso de
un italiano. Gabriel D' Annunzio. Eran todas estas almas profundamente
apasionadas -todas, hasta el sereno Ludovico Ariosto, tan amoroso, tan
tierno, que con tanta frecuencia ocultaba sus emociones con la sonrisa- y
sus obras de arte son la flor eterna que asomó sobre sus pasiones. Estas experiencias y estos juicios críticos pueden compendiarse técnicamente en la
fórmula de que lo que da coherencia y unidad a la intuición es el
sentimiento. La intuición es verdaderamente tal porque representa un
sentimiento, pudiendo surgir éste al lado o sobre la intuición. No es la
idea, sino el sentimiento, lo que presta al arte la aérea ligereza del
símbolo. El arte es una aspiración encerrada en el cerco de la
representación, y en el arte la aspiración vive sólo por la
representación, y la representación vive únicamente por la aspiración.
Épica y lírica, o drama y lírica, son divisiones escolásticas de lo
indivisible.
Bela Borsodi, 2010
El
arte es siempre lírica, o si se quiere, épica y dramática del
sentimiento. Lo que admiramos en las genuinas obras de arte es la
perfecta forma fantástica que asume un estado espiritual, a lo que
llamamos vida, unidad, logro, plenitud de la obra de arte. Lo que nos
disgusta, en las falsas e imperfectas obras de arte, es el contraste que
no ha llegado a unificarse de uno o de varios estados de ánimo, su
estratificación, su mezcolanza o su procedimiento trabajoso, que recibe
una unidad aparente del arbitrio del autor, que se sirve para tal fin de
un esquema, de una idea abstracta o de una explosión extraartística de
afectos. La serie de imágenes, que una a una se nos antojan ricas de
evidencia, nos dejan luego desilusionados y recelosos, porque no las
vemos engendradas por un movimiento anímico, sino por la mancha -como
dicen los pintores- de un motivo, y se suceden y se atropellan sin la
justa entonación, sin el acento que brota del espíritu. ¿Qué es la
figura de un cuadro separada del fondo de este cuadro y llevada al de
otro cuadro distinto? ¿Qué es el personaje de un drama o de una novela
fuera de su relación con los demás personajes y con la acción general?
¿Qué valor tiene esta acción general si no es una acción del espíritu
del autor? Instructivas
son, a este propósito, las disputas seculares en torno a la unidad
dramática que desde las determinaciones intrínsecas del tiempo y del
lugar se relaciona luego con la unidad de acción, y con la unidad de interés más
tarde, para disolverse la unidad del interés en el interés del espíritu
del autor, en el ideal que lo anima. Instructivos son, como hemos
visto, los resultados críticos de la gran polémica entre clásicos y
románticos, donde se trata de negar el arte, que con el sentimiento
abstracto, con la violencia práctica del sentimiento, con el sentimiento
que no se ha hecho contemplación, trata de conmover el ánimo e
ilusionarle sobre la deficiencia de la imagen, del mismo modo que el
arte, que con la claridad superficial, con el dibujo falsamente
correcto, con la palabra falsamente precisa, trata de ilusionar con la
ausencia de razón estética que justifique sus figuras sobre la
deficiencia del sentimiento inspirador. Una célebre sentencia, debida a
un crítico inglés, y que ha pasado hogaño a los formulistas de los
periódicos, anuncia "que todas las artes son de la misma condición que
la música". Se podría decir lo mismo, con mayor exactitud, afirmando que
todas las artes son música, si es que quiere hacerse resaltar la
génesis sentimental de las imágenes artísticas, excluyendo de su zona
las construidas mecánicamente y las pasadas en la realidad. Otra no
menos célebre sentencia, debida a un semifilósofo suizo, y a la que ha
tocado la mala o buena fortuna de vulgarizarse, descubre que "todo
paisaje es un estado del alma", cosa indudable, no porque el paisaje sea
paisaje, sino porque el paisaje es arte. La
intuición artística es, pues, siempre intuición lírica, palabra esta
última que no está como adjetivo ni determinante de la intuición, sino
como sinónimo, como otro de los muchos sinónimos que pueden añadirse a
los que se ha recordado y que designan todos ellos la intuición. Y si
alguna vez como sinónimo asume la forma gramatical del adjetivo, la
asume para hacer entender la diferencia que existe entre la
intuición-imagen, o sea entre el nexo de imágenes, y porque lo que se
llama imágenes es siempre nexo de imágenes, no existiendo
imágenes-átomos, como no existen pensamientos-átomos, entre la intuición
veraz que constituye organismo, y que, como organismo, tiene su
principio vital, que es el organismo mismo, y la falsa intuición, que es
amasijo de imágenes, barajado por juego, por cálculo o por otro fin
práctico, cuyo nexo, práctico también, se demuestra, considerado desde
el aspecto estético, no ya orgánico, sino mecánico. Pero no siendo para
estos fines afirmativos y polémicos, la palabra lírica sería redundante. Y el arte queda perfectamente definido cuando se define con toda sencillez como intuición.