Raymundo Mier
Contempladas
por primera vez, las imágenes fotográficas de Bavcar
parecen ajenas a la ceguera de la que emergen. No hay signos en la
imagen que revelen el allanamiento de la mirada. Acaso, la invención
fotográfica señala sobre la imagen rastros de un trabajo
fotográfico que más que de una captura, o un sacudimiento
de la mirada, emergen sólo de una gesticulación silenciosa,
de un trabajo corporal que sin embargo, ha dejado rastros tenues en
las imágenes. La mirada se enfrenta a esos rasgos inadvertidamente.
Son señales apenas presentidas, al margen de cualquier categoría,
en los bordes del sentido, neutras. Sería quizá posible
adivinar en las figuras las huellas del cuerpo y el lenguaje que las
han modelado. Reconocer la sombra de las palabras que inventan la
escena, del relato tácito que las modela como una iluminación
de la memoria. Entregarse a la imagen para recobrar de ella las palabras
inaudibles que van señalando la posición de los cuerpos,
orientando la incidencia de la luz, prescribiendo su alejamiento a
la mirada.
O
bien, advertir en el juego de contrastes, en la geometría de las luces
en la fotografía los gestos que dan forma al acto fotográfico, concebir
el cuerpo del fotógrafo volcado en el trabajo de esculpir con la palabra
o el cuerpo los espacios, los objetos, las atmósferas, transformar la
orientación de otros cuerpos. Las imágenes de Bavcar aparecen entonces
como una resistencia a la fotografía, a sus tiempos, a la precariedad de su espera, a su precipitación. Una resistencia cuyo indicio se advierte apenas en la
atmósfera de contrastes, en los tonos densos que insinúan los límites
de la luminosidad, en los pliegues de las fisonomías, y la disposición
de los cuerpos. Esas imágenes parecen surgir a contra-corriente de los
ritmos maquinales e instantáneos del ojo fotográfico, rechazando la
lógica del acecho. En Bavcar el acto fotográfico surge más bien de la
lenta sedimentación de los espectros escénicos, pero también de una
entrega de la fotografía a la pendiente obsesionante de los sueños, a
las invenciones de la memoria. La imagen fotográfica emerge así de un
incierto atavismo de las formas. Se va bosquejando, a través de la serie
fotográfica, una pasión por las intensidades lumínicas que parecen
devolvernos a los perfiles tangibles de los cuerpos. Ese apego a la
intensidad de la luz parece hacer más intransigente el agobio de las
zonas de sombra que se cierra sobre las siluetas y las fisonomías apenas
arrastrados a la visibilidad. La conjugación de contrastes se vislumbra
como una apuesta a la primacía del deslumbramiento. Bavcar parece
explorar esa alianza entre el deslumbramiento y la extinción de la
mirada. Sus imágenes exhiben en la diseminación de los acentos de luz,
los trazos de una constelación de eclipses, la herida tácita de la luz
en los objetos. La incidencia de los resplandores parece multiplicar las
sombras esparcidas por la imagen. Sombras blancas inscritas sobre el
fondo de la oscuridad, sombras de deslum-bramiento sobre las otras
sombras que cierran el paso a la mirada.
La luz
en los contornos de los objetos y los cuerpos se dispone como un paisaje
de pliegues de la mirada, como cicatrices que señalan la fascinación
equívoca de lo luminoso. Estas sombras de luz, esa claridad limítrofe
alienta la disolvencia de las formas. Los perfiles y la alternancia de
las sombras pronunciadas en la fotografía de Bavcar parecen acentuar la
búsqueda de una concordancia paradójica entre la claridad, llevada al
paroxismo, al deslumbramiento, y las zonas que evocan la extinción de la
visibilidad. La fotografía insinúa un trayecto de la mirada siempre en
la inminencia de su límite. Marcar lo visible con una intensidad
luminosa que lo aproxima a la ceguera: enceguecer de luz, para así, con
ese contraste extremo, arrancar a la fotografía de la evidencia de la
presencia visible de los objetos: desprenderla de la percepción para
entregar las imágenes a la inminencia del recuerdo o de la fantasía.
Construir una geología inaccesible de la luz para arrancarnos de los
objetos, para desarraigarnos de la opresión de las identidades que
pueblan la visión, para suscitar la mirada de la memoria o del deseo.
La fotografía
de Bavcar permite entrever el nacimiento de la imagen desde la negación
abismal de la percepción. La miradase interna en un escenario
vacío, reflexivo, vuelto hacia el silencio de la intimidad,
levantado sobre la intuición de las reminiscencias.
El
advenimiento de la ceguera
La ceguera
le acaece a las imágenes de Bavcar como una catástrofe
ajena. Es en todo caso algo que sobreviene a la contemplación,
como un terror primordial capaz de impregnarla, como una ansiedad
que asedia la memoria para anunciar la inminencia del duelo. Con
el advenimiento de la ceguera la imagen se presenta ya en su rostro
inequívoco: el testimonio de la desaparición, de la
pérdida, de la fragilidad de la mirada, de su extrañeza
habitual, de su condena al exilio sin tregua de los objetos. Es
el sobresalto de la ceguera, implantada en la imagen como un desarraigo,
lo que hace visible la metamorfosis del sentido de la mirada, esa
metamorfosis que habita intrínsecamente el acto fotográfico.
Es una condición cifrada que se revela siempre antes o después
de mirar la fotografía, cuando se empuja a la vista a desbordar
el sentido de la percepción. Ocurre como un sentido adyacente,
suplementario. Se erige como un trasfondo que repentinamente agobiara
la propia imagen, para acogerla como una estridencia en los sentidos,
para hacer visible otros tiempos de la fotografía, otra forma
de significar.
Las fotografías
de Bavcar revelan no solamente la trama de silencios en la génesis
de la fotografía, sino también los tiempos y las estrategias
del diálogo desigual que enlaza el acto fotográfico
y la mirada que se interna en la escena de la imagen. Pero esa mirada
permanece indiferente ante la evidencia de la ceguera. La fisonomía
de la imagen se trastoca por la certeza de la extinción de
la mirada en el origen del acto fotográfico. Si esa certeza
existe o no, si prepara la mirada o surge después, como un
sobresalto, el sentido de lo mirado se transforma. En las fotografías
de Bavcar la evidencia de la ceguera, su violencia, sobreviene a
la imagen. Ante el advenimiento de esa evidencia, la fotografía
se puebla de un espectro de resonancias. La imagen se vuelve un
repertorio de vestigios, no una figura de los cuerpos, sino el presagio
de una voluntad de sentido; los objetos dejan de exhibirse como
meras fisonomías, para convertirse en huellas o invenciones
de un impulso íntimo. Imagen y objeto se separan, se ahonda
la opacidad de lo visible. La mirada sufre una inflexión:
las figuras se vuelven invocaciones, indicios de reminiscencias
súbitamente convocada por roces o palabras. La superficie
fotográfica parece nombrar en su figura el latido de los
cuerpos y la duración de la epidermis. Despliega un relato
que radica solamente en la intimidad de la evocación, en
la persistencia intransferible, fantasmal, del recuerdo del tacto,
de la exaltación conjetural de los olores.
Así,
cuando la certeza de la ceguera sucede a la fotografía, inscribe
entre la imagen y la mirada un tiempo de vacilación, un movimiento
en que la evidencia de la mirada se disipa. La visión se
vuelve contra sí misma, rechaza sus objetos. Se vuelve también
sobre sí misma, se entrega a un enrarecimiento súbito
de lo mirado. Se quebranta la memoria y la certeza de lo visto.
La mirada se repliega. Se precipita en un aturdimiento que se vuelve
contra lo mirado. Lo marca con la violencia de una imaginación
que desdibuja en la medida que niega también la presencia
misma de lo mirado.
La
fotografía: señal residual de los deseos
En el momento
más radical de su reflexión sobre el vínculo
entre la muerte y la fotografía, Barthes escribió
que el noema de la fotografía, el fundamento de su sentido,
es el "eso ha sido". La imagen fotográfica
es la señal que nos advierte al mismo tiempo de la presencia
inobjetable de lo otro, pero también de la inminencia de
su desaparición, de la colindancia de su presencia con la
muerte. Es ese lazo de sentido, el vínculo intrínseco
entre la imagen y el mundo hecho de ese tiempo dual que fija la
imagen en el instante mismo en que aprehende su desaparición,
el que define esencialmente la fotografía. Esa señal
muda, sin signos, sin marcas, inherente a la imagen misma, lo que
hace posible la fotografía y le confiere su vértigo,
su perturbador halo de sentido. Barthes subraya esa fuerza indicativa
de la fotografía que es más bien un gesto, un movimiento
destinado a hacer visible el instante cuando se encuentra
el ojo fotográfico con la presencia siempre crepuscular de
lo foto-grafiado. El acto fotográfico es ese diálogo
silencioso con la inminencia de la muerte del otro, a la que responde
con la extinción de la mirada.
No obstante,
la fotografía de Bavcar impone una torsión y una extrañeza
al "eso ha sido" de la fotografía: los cuerpos
que se exhiben no son testimonios de una presencia plena. "Eso"
que se despliega como imagen no es sólo lo que se ofrece
a la mirada. Lo que muestran las imágenes fotográficas
de Bavcar no es solamente un grupo ocasional de presencias en el
filo del derrumbe, sino la persistencia de algo ausente, una escena
dramática donde lo que está en juego es algo irreductible
a lo mirado. Los objetos, los cuerpos, los espacios se convierten
a su vez en el espectro de lo otro, eso que aparece en la
imagen fotográfica, como la sola resonancia de un vacío.
Así, el "eso" no señala un objeto singular,
ni siquiera una escena o un acontecimiento, sino una trama intrincada
de memorias, de tiempos que se traslapan, de sombras de episodios
que desaparecen después de resurgir desde el olvido. Lo que
exhibe la fotografía de Bavcar es el "eso", un
objeto neutro, sin identidad, sin perfil, que escapa a la mirada.
La imagen no es otra cosa entonces que una escenificación
de lo neutro. El tejido y los relieves de la escena no son sino
los cuerpos inertes en que el impulso del deseo se multiplica. Son
espectros del deseo, formas del fantasma distorsionadas en el juego
de una escena que se despliega, se transforma, se intensifica
y se disipa en la inmovilidad de la imagen.
El "eso
ha sido" señala entonces una dualidad del tiempo del
objeto fotográfico: en la inminencia de la muerte del objeto
se inscribe la fuerza escénica, la aparición obstinada
de lo otro, ese rastro mudo de la intimidad. La distancia entre
la imagen que se contempla y eso que señala la presencia
fotográfica es la que separa el tiempo de la muerte y la
perseverancia del juego fantasmal del deseo. El gesto que señala,
el eso, que apunta al objeto y lo inaccesible de la intimidad
de quien mira, lo arraiga al nudo intransigente de todos los deseos.
El acto fotográfico parece emanar así de cuerpos neutros,
arrancado del sentido habitual de la percepción por la quietud
escénica labrada en la imagen fotográfica. La primacía
del fantasma suspende la fuerza designativa de la imagen fotográfica.
No obstante,
esa fuerza indicativa de la fotografía parece estar inscrita
íntimamente en el diálogo de las miradas. El acto
fotográfico parece arrastrado por un impulso singular del
deseo: arrancar el sentido del propio rostro, la invocación
del mundo, sólo al reconocerse en la mirada del otro. Sartre
había aludido ya a la violencia de este deseo. El juego de
las identidades, sugería, se arraiga en el enigma de la mirada:
en la imposibilidad de ver en los ojos del otro algo más
que la presencia intangible de la mirada. Cuando fijamos nuestra
mirada en los ojos que nos miran, lo que reconocemos no es la forma
o los rasgos de las pupilas, sino la intensidad y el sentido del
mirar. Es esa fuerza vacía de la mirada del otro la que nos
otorga la posibilidad de identidad, es de este don inadvertido y
vacío de donde construimos nuestro sentido y el de nuestro
entorno. Es en la intensidad pura de esa mirada que nos interroga
en su intangibilidad, su dureza y su fragilidad, su sustancialidad
y su evanescencia donde encontramos la clave de nuestra propia identidad.
Es quizá en el entrecruzamiento de lo intangible del mirar
donde se gesta el don de la identidad.
La fotografía
se inscribe en la conjugación de estos rasgos opuestos de
la mirada, donde se alimenta el profundo vértigo que surge
de la mirada de los otros, de su fuerza sofocante, sin reposo. La
mirada de los otros convertida en la raíz misma de una presencia,
un objeto, una opacidad al mismo tiempo inmaterial e indefectible.
Y, sin embargo,
ese reclamo de la mirada parece diseminarse más allá
de las pupilas e incorporarse en la dureza del mundo. No es sólo
de otros ojos, sino también de los objetos mismos que fluye
la mirada. Klee había alguna vez subrayado esa sensación
en el origen de la aprehensión figurativa: son los objetos
mismos los que me miran, escribió. Para Klee, es el imperativo
de responder a esa mirada que el mundo nos impone, lo que parece
encontrarse en el impulso y la urgencia del acto estético,
de la pintura. El impulso de la recreación figurativa del
mundo emerge de un mirar que no es el nuestro, que emerge siempre
del otro, de las cosas mismas como un gesto de donación sin
retorno, sin retribución. Como una expresión obscura
de generosidad sin sujeto, sin origen. No obstante, esa recreación
surge ya de la desaparición de esa mirada. La invención
de la imagen es ya la transformación de esa mirada del mundo
en memoria de esa mirada. La invención de la figura fotográfica
no es quizá la exploración de la propia mirada, sino
la tentativa de recuperar la memoria de la mirada de las cosas,
los restos del reclamo obstinado del mundo, la demanda insistente
de los cuerpos en su soledad o su arraigo mudo en el mundo. Es trocar
el sacudimiento de la experiencia por la serenidad de una certidumbre
a la que acompaña la urgencia del vínculo, de la donación.
La
asimetría del don en el acto fotográfico
Pero el advenimiento
de la ceguera hace evidente un gesto inherente al acto fotográfico
mismo. La fotografía se exhibe plenamente como un dar
a ver. No obstante, en Bavcar ese acto de don, ese dar a
ver de la fotografía, revoca la ilusión de que
la imagen se inscribe en el vértice de miradas compartidas;
priva de su inocencia a la quimera de la simetría de la visión.
Hace vacilar la certeza de que la fotografía es un diálogo
entre identidades de la mirada. Surge la clara asimetría
del ojo compro-metido en el acto fotográfico y el lugar de
la mirada que se encuentra con la imagen. Esa asimetría se
revela plenamente cuando la imagen fotográfica le exige a
la mirada que desborde sus propios límites, cuando le exige
mirar la ausencia misma, cuando la sombra de lo no visto recobra
su lugar y se proyecta en la congregación de las figuras.
El don singular que otorgan las imágenes de Bavcar a la mirada
que las contempla, la experiencia de sus límites y la exigencia
de quebrantarlos.
Es bajo el
imperativo de este don, de este intercambio desigual de la mirada
–impulsada por este deseo de dar a ver y cuyo valor
no es otro que esa experiencia corporal de los límites–,
que el sentido de las imágenes experimenta una metamorfosis.
La fuerza indicativa de la fotografía hace patente que el
acto fotográfico no sólo da a ver esa imagen
accesible sólo como quimera o conjetura para el acto fotográfico,
para el acto creador mismo, sino también convierte en materia
del don la sombra del deseo de ese dar a ver como un impulso
tras la imagen. Así, más que meras imágenes,
lo que da a ver la fotografía de Bavcar son juegos
escénicos que desbordan la esfera cerrada de la materia gráfica
y se expanden para incorporar la materia de los cuerpos, los actos
de lenguaje, la mirada que contempla capturada en la tensión
limítrofe ante la fuerza de lo no visto que emerge en las
figuras. Las series fotográficas de Bavcar exhiben escenarios,
lugares donde se despliegan los signos residuales de un deseo sin
anclaje, capaz de transitar de una mirada y un cuerpo al otro, de
una mirada que, transformada en impulso de creación de formas,
transita hasta los ojos y las palabras de quienes se congregan en
ese escenario. Los deseos se entrelazan y se entregan a una metamorfosis
que involucra cuerpos múltiples, se desplaza de un gesto
a una mirada, de un movimiento del cuerpo a un acento o un juego
de lenguaje, el trayecto de ese impulso del deseo carece de destino,
un mero desplazamiento sin duración, sin cauces, sin objeto,
desplegando un drama inmaterial, haciendo de la imagen un cuerpo
residual, íntimo, investido de una pura intensidad que irrumpe
en la mirada de los cuerpos, para ofrecer la clave de un sentido.
No hay en esa trama de deseos un desenlace privilegiado. El escenario
se vuelve el lugar donde se trasluce la resonancia de ese cúmulo
de deseos. La imagen fotográfica se proyecta entonces como
juego escénico: señala el escenario, imagina la constelación
de cuerpos y de objetos, los ofrece ya como imagen, distantes de
su propia figura imaginaria, como sedimentos de una historia íntima
y silenciada del deseo implantado en la mirada. Los cuerpos, la
trama lumínica, la materia misma del escenario son sólo
espectros, testimonios de esa alianza entre memoria y deseo. La
escenificación a su vez se construye como acto y na-rración.
Compuesta por trazos corporales, la escena son las huellas del gesto,
del tacto que talla esas figuras desde el vacío de la luz,
que convoca desde la memoria la presencia en la epidermis del eco
de los cuerpos que ofrece a la mirada de los otros, cuerpos ofrecidos
a la mirada de los otros como resguardo de su propia memoria. El
acto fotográfico engendra en el impulso de ese dar a ver
este universo escénico al mismo tiempo confinado a los márgenes
del acto fotográfico, pero arrastrado por la memoria y las
imaginaciones del cuerpo y el lenguaje a exceder incesantemente
sus propias fronteras. Es esa memoria de la disrupción de
los límites de los sentidos, de los entrecruzamientos del
deseo, lo que se nos otorga en la fotografía como un don
imposible.
No obstante,
en las imágenes de Bavcar la evidencia plena de la percepción
visual se extingue. Los ojos nos ofrecen no sólo un mapa
de presencias, sino la respuesta a una incitación desmesurada
a mirar lo radicalmente invisible, contemplar el desarraigo que
impone al sujeto la gravitación de las imágenes que
se gestan en la trama de su propio silencio. Contemplar la fotografía,
para extinguir en ella la elocuencia de la mirada. Negar también
una forma de la certeza que surge de la primacía de la mirada.
Sólo las sonoridades, la dureza, la aspereza, los rastros
en el tacto de los encuentros en la intimidad de la piel. La presencia
distante es una imaginación de la mirada y de la escucha.
La intimidad de la distancia, por el contrario, es una invención
del tacto. El tacto es duración y trayecto: es la invención
del otro a través de la duración de los roces. Las
imágenes de Bavcar invocan la elocuencia y la demora del
tacto, de su trayecto paulatino hacia la invención del cuerpo
narrativo de las figuras. El tacto ignora la certeza de los cuerpos
distantes. La distancia es una imaginación de la mirada,
su intimidad es una invención del tacto. Las imágenes
de Bavcar invocan la elocuencia, el tiempo y la demora de los cuerpos
que se deslizan sobre otros, de su trayecto paulatino hacia la invención
de la fisonomía progresiva de las figuras, de esa narración
sin lenguaje en la memoria del tacto. El tacto ignora la distancia.
Es quizá, de todos los sentidos, el único que nos
ofrece el testimonio radical de la presencia. Antes y después
del contacto el cuerpo ajeno se extingue, queda sólo como
memoria de ese signo implantado en la epidermis. El tacto es ajeno
a las conjeturas remotas de la mirada, a las presencias sin peso
y de duración incalculable, a la intuición de los
horizontes. La duración de la caricia o del roce es también
la progresiva revelación del otro, su existencia está
hecha de tiempo, tiene la consistencia de la narración. Y
sin embargo, el tacto nos provee de esta permanente hospitalidad
de lo intempestivo. La alianza de los cuerpos en el tacto es súbita,
sin el anuncio intangible de una presencia que se desprende paulatina
de la vaguedad distante de las formas. El contacto de los cuerpos
es solamente la evidente presencia de un cuerpo que ha transgredido
los linderos de todo resguardo. Convoca entonces el sentido mudo,
la turbación del encuentro súbito con otro cuerpo.
El tacto finca toda identidad en la demora, en el trayecto sobre
las superficies de los cuerpos. El tacto construye una narración
silenciosa de la identidad de la presencia, es un desciframiento
paulatino que hace habitable con el roce el cuerpo del otro y la
alianza de las identidades. La intimidad de la fotografía
de Bavcar no reside en la revelación de sí mismo,
sino de estos tiempos de la espera y la larga marcha hacia la construcción
de los cuerpos y un diálogo en que la propia mirada fotográfica
ha construido su propia autonomía.
El oído
habla también de lo distante pero sólo a partir de
la extenuación de la sonoridad, de esa huella, frágil.
Pero quizá en el oído se encuentra ya un germen del
vértigo de la fotografía de Bavcar: la distancia de
lo invisible y las figuras que se anuncian en su propia sonoridad,
la fuerza evocativa y la violencia identificadora del lenguaje.
La fotografía construye esa operación imposible: mirar
una ausencia arrancada a la sonoridad del lenguaje y la disciplina
del tacto, para hacerla resonar en la escena y la fisonomía
de las imágenes. No hay confusión en el espectro de
los sentidos: no surge el escándalo de la trama sinestésica.
No se mira con la escucha ni con el tacto. La fotografía
de Bavcar priva de sentido esa retórica de la piedad. Pero,
al mismo tiempo, esa intimidad revela la intransigente inhumanidad,
la crudeza de su lenguaje. Esa inhumanidad reside en su alianza
íntima con el silencio de la memoria corporal, en su capacidad
para recuperar de la mera memoria de la piel, de los rasgos paulatinos
de los cuerpos, las historias vivas hechas de un silencio palpable,
sofocado, retirado a los márgenes de un trayecto inútil
de la mirada. La imagen despierta el mito de la memoria táctil
de los cuerpos. Es una confesión de la fuerza silenciosa
de los ritmos y la invención de las fisonomías. La
vocación de las imágenes de Bavcar es alimentar con
la evocación de los roces la residencia fértil en
el silencio de la palabra y el crepúsculo de las figuras.
Así,
el acto fotográfico se convierte en un rechazo de la plenitud
de mirar, en un repliegue de la mirada hacia su propio deseo, hacia
el vacío, hacia la invisibilidad misma. Recobrar la mirada
sólo como conmoción, despojarla de su capacidad figurativa,
convertirla en una vía precaria y transitoria hacia la plenitud
del estremecimiento: el deseo y el fantasma. Recobrar la capacidad
explícita de la imagen para extinguirse como figura y convertirse
en un relieve de la mirada, engendrado desde el movimiento mismo
del deseo de quien mira. La fotografía no conjura la ceguera
sino que propaga su violencia, su hábito, su fascinación.
La fotografía
deja de ser una consonancia de figuras, para ser una serie
de vestigios que multiplican y propagan las incitaciones a un repliegue
de la mirada a los espectros de la memoria. El don del acto fotográfico
en Bavcar es ofrecer la metamorfosis de los límites de la
mirada. La fotografía de Bavcar inventa los relieves del
mundo a través de una metáfora: la luz despojada de
su visibilidad. Ahí donde los ojos sólo pueden ofrecernos
como respuesta a lo contemplado, una complicidad al replegarse al
silencio y la intensidad de sus propios fantasmas. La luz como el
signo de la sola intensidad que surge de la virulencia afectiva
arrastrada por los deseos. La intimidad de la fotografía
de Bavcar no reside en la revelación de sí mismo,
sino de estos tiempos de la espera y la larga marcha hacia la construcción
de los cuerpos y su diálogo. Es una confesión de la
fuerza silen-ciosa de los ritmos y la invención de las fisonomías.
Es el don de lo irreconocible del deseo del otro en el vacío
del propio deseo lo que impulsa ese dar a ver de las imágenes
de Bavcar. La materia misma del don se transforma en una figura
opaca y transitoria: mera indicación de una imagen interior,
ausente, fantasmal.
La asimetría
singular de esa donación se revela no sólo como el
rasgo que define la fotografía de Bavcar sino, al mismo tiempo,
como constitutiva del acto fotográfico. La fotografía
es así el don de lo no visto. Con la imagen fotografiada
se da a ver lo que escapa por principio a la propia visibilidad,
lo que permaneció en los contornos de la mirada del fotógrafo,
velado a su aprehensión. Es la irrupción fulgurante
de lo que atraviesa y perturba la figura, los objetos plenamente
identificables. Es un acontecimiento que acompaña imperceptiblemente
la fuerza de lo presente, para emerger súbitamente del fondo
y someter la mirada del otro, de quien mira la imagen fotográfica.
El ojo mecánico y la sensibilidad inerte de la cámara
acoge lo que ha escapado a la conciencia para hacer de la trama
de la imagen una vocación autónoma de lo mirado. Los
límites de la mirada del fotógrafo encuentran su resonancia
en la conjugación de invisibilidad y olvido que experimenta
quien contempla la fotografía. Walter Benjamin había
ya puesto de relieve esta fuerza constructiva de la imagen fotográfica
que surge del olvido y la invisibilidad en la fotografía,
pero que surge de la propia historia, de la propia existencia de
lo fotografiado para propagar esa historia, para inseminar con ella
los rostros, las geografías, los objetos. En la fotografía
emerge la súbita memoria material, evanescente, que desaparece
con el eclipse mismo del objeto fotografiado. La fuerza imperativa
de lo inadvertido es lo que Benjamin llamó el inconsciente
visual. Ese impulso inconsciente que atraviesa la imagen y que
hace visible un rasgo, un objeto, un destello de la mirada, una
textura en los volúmenes, ese acecho de la mirada del fotógrafo
que pesa desde el origen de la figura fotografiada.
Y, sin embargo,
lo no visto ejerce una fuerza permanente en la imagen fotográfica,
la revela como lo inacabado. No hay límite para la exploración
de la mirada. Se abandona una fotografía por debilidad o
por fatiga, su totalidad aparentemente accesible se escapa a medida
en que la mirada se interna en el entrelazamiento del detalle. Hay
algo en esa mera resonancia de lo no visto que fascina la mirada.
Las inclinaciones del ojo parecen referirse a ese juego de límites
como si encontraran ahí el testimonio de la gravitación
del deseo. La imagen repentina abandona su plenitud, deja de ser
un objeto entregado enteramente a la visión. Y, sin embargo,
la fuerza de las imágenes parecen velar ese vacío,
protegernos de él, cancelar su crueldad, esa fuerza de atracción
de ese vacío que se ofrece como un fondo que convoca a la
mirada, su demora, sus tiempos, hasta doblegarla. Los contornos
de ese vacío, de lo no visto en la fotografía, se
asumen en el silencio de la mirada. La exuberancia de la imagen
los encubre. La mirada se detiene sobre los objetos, sobre las identidades.
Se arraiga en el placer de las imágenes. La seducción
de las figuras mitiga la violencia de lo que se ha desdibujado,
los contornos de ese vacío que da su densidad a la imagen
fotográfica. No obstante, la fotografía toma su fuerza
de esta sombra marginal, de la violencia tácita del olvido
de la mirada. Es solamente por la fuerza del olvido que los objetos
se arraigan en la intimidad de la experiencia, con la fuerza enigmática
del deseo. Lo olvidado se inscribe entonces como presencia plena
aunque imperceptible, no como una falta o una inexistencia sino
como una densidad, un cuerpo cuya opacidad reside en una intimidad
vedada. Lo no visto se implanta frente a la mirada para invocar
la pasión, sin reclamar ningún sentido.
Con la fotografía
de Bavcar advertimos el surgimiento de lo fotográfico.
La fotografía rompe con el espejismo de su sometimiento al
objeto o a la percepción. La imagen deja ser ese simulacro
de transparencia que garantiza el acceso a la identidad del objeto.
Los objetos y los cuerpos en las imágenes de Bavcar se exhiben
como materia neutra sometida por el acto fotográfico. El
tiempo del acto fotográfico se ahonda, se basta a sí
mismo, indiferente ya a la cosa fotografiada. La identidad de los
objetos puede extinguirse, vacilar. Se vuelve inhóspita al
sentido. No sabemos lo que vemos. La fotografía se vuelve
augurio, conjetura, desciframiento, vuelco hacia el silencio íntimo
de las propias imágenes. La fotografía quebranta la
identidad de la mirada. No soy yo quien mira. El hundimiento de
la identidad de los objetos arrastra consigo la certeza de mi propia
identidad. El ojo se vuelve el soporte de la evidencia de un mirar
puro, a la vez pleno e indistinto. Todas las miradas acuden. El
ojo se disipa y se multiplica al infinito. Todas las miradas, los
deseos, son posibles e indiferentes, pero, al mismo tiempo, en la
medida en que esas imágenes convocan mis propios fantasmas,
reclaman mi memoria, la expresión muda de mi intimidad, cada
mirada se hace singular, incomparable. La experiencia de lo visto
se hace intransferible.
Con la autonomía
de lo fotográfico, la fotografía de Bavcar
impone una inflexión radical a la tiranía tecnológica
que impregna progresivamente los hábitos del fotógrafo.
El acto fotográfico no puede ser ya una búsqueda expresiva.
Parece entonces surgir de un mecanismo radicalmente indiferente
al deseo que lo impulsa. En la fotografía de Bavcar los ritmos
del encuentro son irreconciliables con los que rigen la voluntad
de imagen del fotógrafo. El dispositivo fotográfico
se asemeja a un universo soberano. Parecería que se ahonda
la distancia entre la escenificación del objeto y el acto
fotográfico, entregado a los recursos y los márgenes
de la máquina óptica. Así, el acto fotográfico
se arranca de la urgencia de la mirada para desplegarse en una soledad
intransferible, propia, para entregarse a su impaciencia que no
es otra que el deseo de recobrar el relieve y los ritmos de la escenificación
y que ignora los tiempos del dispositivo fotográfico.
El don inherente
al acto fotográfico aparece entonces como una anomalía.
Dar eso irreconocible para quien da y que es incalificable para
quien recibe: un don al margen de todo simbolismo, de toda convención
de sentido y de todo valor, dar algo que ha sido engendrado desde
el deseo, y se sabe, no obstante, ajeno a éste. Dar ese objeto
ajeno al lenguaje, a la mirada, al propio tacto. Hecho sólo
un halo sin bordes que emerge de la escena fotográfica como
una evidencia. Es algo más allá de toda voluntad
de significación. Materia pura del vínculo a través
de la alianza del deseo de mirada, enteramente inscrita en sus márgenes.
La
mirada del otro: el voyeur, los trayectos del deseo
El acto fotográfico
liberado del acontecimiento, de la sucesión de las presencias,
capaz de construir por sí mismo sus propios escenarios, de
inventar a su arbitrio los cuerpos y las luminosidades construye
la esfera virtual de la perversión. El acto fotográfico
como dar a ver sugiere la figura plena del voyeur.
La escena construida incorpora la mirada del otro, como si fuera
una presencia interior a la trama misma del fantasma. El acto fotográfico
anticipa el ojo que habrá de mirar la escena para incluirlo
como una mera huella, la huella del otro que hace po-sible el tránsito
febril del deseo en la perversión. La mirada del voyeur
construye un mundo, una escena en la que se inscribe como sujeto
que mira. Esa mirada reclama el reconocimiento, un cierto contrato
de complicidad, un mutuo reconocimiento de las identidades cuya
alianza hace posible las vertientes de ese dar a ver, el
destino del placer o su vértigo. Por el contrario, quien
mira la fotografía permanece ajeno a ese juego. La fotografía
de Bavcar hace visible el diálogo intenso entre las miradas,
sus sombras, sus simulacros y sus límites. La fotografía
de Bavcar no puede ser la mimesis de esa fantasía, sino sólo
su emanación, su huella. Quien mire permanecerá extraño
a la escenificación de Bavcar que pertenece a un silencio
íntimo, intransigente. Las figuras se fraguan para quien
las mira, como un espectáculo o, cuando más, como
un acto estético. No involucran nítidamente a quien
mira en esa escena absorbente de la perversión. La mirada
que se fija en las imágenes de Bavcar lo hace siempre desde
los bordes de esa esfera de lo perverso, quebranta el tiempo absoluto
y clausurado de la fantasía. No hay contrato de complicidad
en la mirada. La escena es, acaso, una incitación a quien
mira para que trace en esos vestigios la silueta de sus propios
fantasmas. Hay una discordancia íntima en el juego de las
miradas. Son escenas inconmensurables las que se gestan en ese encuentro.
La mirada que contempla la fotografía es intrínsecamente
ajena a la lógica de la escenificación deseante. A
su vez, el acto fotográfico no puede construir con las imágenes
sino un juego de espejos: la imagen será sólo la sombra
del deseo de edificar la escena de la mirada deseante. Así,
la mirada que contempla las imágenes de Bavcar completa y,
paradójicamente, perturba la trama cerrada de ese universo
deseante. La fotografía de Bavcar construye así la
plenitud de la fantasía y su derrota. La imagen refleja la
forma misma de la fantasía, pero espectro de señales
irreconocible, distorsionado, se inscribe en el régimen del
sueño y quizá lo encarna plenamente. Es uno de los
rostros de lo siniestro y, también, un resplandor en el que
se vislumbra el placer. La imagen fotográfica es la evidencia
de un enfrentamiento con lo que prefigura la plenitud del destino
de la mirada, alcanzada por el vértigo de la seducción.
La figura
fotográfica, sin embargo, no surge de la supremacía
de un deseo sino de su multiplicidad. En la fotografía concurren
y se anudan una gama profusa de deseos: el deseo de imagen, el deseo
de mirada, el deseo de un trazo y una memoria sin tiempo del objeto,
el deseo de ofrecer a los otros la materia para la pulsación
y la fijeza de los ojos, y el deseo de conjurar la muerte propia
en el eco indeleble, en una materia para la memoria del otro, el
deseo de recobrar la fijeza ritual de las efigies, el deseo de adentrarse
en el juego de espejos de la mirada –mirarse mirar, mirar la
propia mirada en los ojos del otro doblegados por la fuerza de la
seña fotográfica. Todos los deseos se fusionan en
el acto fotográfico. Los deseos se conjugan, se enlazan,
se convierten en focos para la investidura afectiva del mundo. Es
esta presencia de la multiplicidad de los deseos la que dota a las
escenas de un relieve, se hace posible el desdén y la orientación
de la mirada. Estos deseos hacen visible un mapa de los impulsos,
de los afectos. Éste ofrece al otro la máscara quimérica
de esa encrucijada de deseos, la huella imposible de su desenlace
y su desembocadura en el vacío del objeto. Así, en
la fotografía de Bavcar, advertimos la fuerza de esa arborescencia
de los deseos múltiples, inextricables que se entrelazan
ajenos a toda disputa por una supremacía oscura, tácita:
no hay nada que revelar, no hay secreto de esa tensión sin
alivio que se expresa en la fisura que separa la imagen de la trama
inquietante de deseos.
Final:
contra la fotografía
Así,
la fotografía de Bavcar hace patente una estética
inusual de la fotografía. Su estética es menos la
de aprehensión simultánea de la imagen, que la forma
abierta de la serie, el desdoblamiento, la progresión, la
lentitud: la figura hace adivinable un ritmo, la concatenación
sucesiva de la composición, la constelación de las
narraciones, la congregación de las miradas y su incorporación
sucesiva en el movimiento de la fotografía. Sus imágenes
fotográficas toman los ritmos del tacto, las intensidades,
los timbres y las estridencias del oído; el desdoblamiento
temporal de las voces y la cadencia de las palabras, la coreografía
secreta de la edificación escénica y el despliegue
sucesivo de la arquitectura. Sugiere la insignificancia de la aprehensión
simultánea de la imagen. No obstante, la fotografía
es imagen en su pureza. Ni modelada ni narrada, la imagen fotográfica
es el despliegue visible de esa historia espectral hecha, no obstante,
del juego y la disposición escénica de los cuerpos
y una narración silenciosa que se nutre del lenguaje que
inventa el escenario sobre el relato de la memoria y el deseo.
La imagen
no es sino la encarnación de una narración tácita
que acoge la convergencia inusitada de múltiples materias:
espacio, cuerpos, habla, silencios. La fotografía se convierte
menos en un retablo o en una estampa que en la condensación
de una metamorfosis escénica: una disposición serial
de los objetos, de los rostros, de las luminosidades, un desplazamiento
sucesivo de las sombras. La fotografía de Bavcar alimenta
la sospecha de que la imagen, más que una propuesta conceptual,
es la faz visible del trayecto, del desplazamiento figurativo, de
la pendiente onírica o fantasmática que circunda los
objetos para señalar la emergencia de los contornos del trasfondo
de la oscuridad. Las imágenes de Bavcar hacen visible los
rostros transitorios de una escritura hecha de una multiplicidad
de signos, perdida, ilegible. Es también la afirmación
tácita de un límite de la interpretación, de
una discreción invencible de la imagen, de una capacidad
de la fotografía para recobrar la fuerza del secreto.
Raymundo
Mier, "Certeza de la ceguera", Fractal
n° 15, octubre-diciembre,
1999, año 4, volumen IV, pp. 107-126
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