JEAN-CLAUDE
LEMAGNY
Víctor
Hugo, al enterarse de la sordera de Beethoven, exclamó: "¡Parece
un dios ciego que crea soles!" Lo más admirable no es
lograr hacer fotografías a la manera de los videntes. Lo más
admirable es enseñarnos lo que puede ser la fotografía
de un ciego. El desafío principal no reside en haber vencido
la dificultad –por grande que ésta sea–, el mérito
está en revelarnos un universo visual nacido de la noche. Esta
obra suscita una correspondencia. Por un lado, hace mucho tiempo que
Bavcar no tiene acceso a nuestro entorno de luz y de formas. Pero
de nuestro lado, frente a sus obras, nos volvemos al fin capaces de
conocer un universo desconocido y, sin embargo, presente.
Quiero subrayar que si hablamos de un arte de lo visual, como la
fotografía, de lo único que se trata es de ver y estrictamente de ver.
Todos los artistas auténticos lo saben. "Para ver no hace falta saber
nada, excepto saber ver", decía Wols. Pero no nos desviemos. Nunca he
comprendido los discursos que pretenden
discernir detrás de las obras de arte no sé qué de invisible,
filosófico, religioso, moral y yo qué sé más... Son comentarios al
margen y desatienden el problema. No tienen nada que hacer en nuestra
reflexión sobre lo visual en tanto que visual. Lo visual no tiene fin, y
sin embargo se basta a sí mismo. No requiere de mitologías postizas ni
de virtudes ocultas.
Con
Eugene Bavcar de lo que se trata es precisamente de ver. La dificultad
se halla en encarar de frente la realidad de su ceguera. No hay que
eludirla. La solución –si no es una palabra indecente– consiste en
comprender que ver no es algo que se reduce únicamente al sentido que le
da provisionalmente nuestro pensamiento ordinario, vago y descuidado.
Parto de dos puntos de vista. Primero, que la fotografía
–a pesar de las apariencias– es un arte plástico; y que todo arte
plástico es, originalmente, incluso antes de ser un arte de la vista, un
arte del tacto. Luego, que la fotografía es un arte que establece una
continuidad directa con el imaginario en tanto que aspecto fundamental
de nuestra vida interior.
Desde ambos puntos de vista, Eugene Bavcar llega desfavorecido aunque
no desarmado. Si somos sensibles a sus obras es porque tenemos algo en
común con él; y porque ha sabido conquistar, cultivar, dominar
realidades físicas y espirituales que también nos constituyen, pero que
no sabemos explorar y cultivar tan bien como él.
El ciego vive en la intimidad de lo táctil y lo espacial. Estas formas
visuales, que definen nuestra principal relación con lo real, ya no
son, para el ciego, más que tacto y distancia; y finalmente sólo tacto,
ya que la distancia no es sino lo que recorre tocando. Incluso el
sonido, otra de las cosas que tenemos en común. El ciego sabe
localizarlo mejor que nosotros, según su lejanía y su dirección. Sabemos
que para el ciego que recobra la vista, la mirada no aporta al
principio más que una fantasmagoría absurda, donde todo debe ser
interpretado y puesto en su lugar. Al principio, la vista lo separa más
de lo que lo une a lo que conoce. Y conoce mucho, no sólo porque sabe de
las cosas a pesar de su impedimento, sino porque tiene un conocimiento
de ellas, en muchos aspectos, más íntimo, cercano y concreto. Lo suave,
lo duro, lo blando, lo rugoso son para él presencias diferentes y más
intensas que para nosotros, presencias que no sentimos como prolongación
ocasional o distraída de nuestras miradas rápidas y resbaladizas. El
enamorado no busca más que tocar, pero bien pronto se da cuenta que debe
aprender.
El
ciego sabe hacer hablar la tactilidad de las cosas. Acomoda los
mensajes que vienen de sus dedos en un universo casi tan lleno de
presencias como el nuestro. Lo hace dentro de ciertos límites.
Pero nosotros mismos, después de todo, ¡no nos las
arreglamos tan mal a través de esas ilusiones ópticas
que nos rodean en todas partes! Pues la vista, esa incomparable
apertura a la verdad de las cosas, es también, entre todos
los sentidos, el más lleno de embustes y de falsas apariencias.
Sabemos cuántos siglos han tenido que pasar para que el arte
confiese (a sí mismo) que lo que vemos casi no corresponde
a lo que sabemos; y además para que haya decidido mostrarlo.
Mostrar por qué ese personaje ubicado ahí, y del cual
sé que es tan grande como yo, se me aparece disminuido. En
el Renacimiento, la destreza manual del artista tuvo que conjugarse
con los cálculos del sabio para establecer ese modelo racional
del espacio que nos propone la perspectiva; un modelo que seguirá
siendo de alguna manera equívoco. El tacto, en cambio, no
miente. Al menos mientras no se le someta a interpretaciones temerarias.
Lo que transmite sí está ahí. No nos informa
de-masiado, se concentra en superficies cercanas y restringidas,
pero lo que sabe lo sabe perfectamente bien. Cuando vemos a Bavcar
explorar con sus dedos las superficies de una escultura, metódicamente,
centímetro cuadrado a centímetro cuadrado, sabemos
que –gracias también a la memoria entrenada de los ciegos–
el fotógrafo tiene sin duda un conocimiento de ella más
exacto, completo y preciso que nosotros que miramos con nuestros
ojos. Sabemos, por lo demás, que los ciegos pueden ser excelentes
escultores y excelentes músicos. Pero Bavcar es un fotógrafo.
La fotografía es por excelencia el arte de la vista. Más
allá de todos los sustitutos, todos los equivalentes, todas
las virtudes, llega el momento en que hay que franquear lo infranqueable.
La vista se compensa, a veces de manera sorprendente; no se reemplaza.
Ahora bien, sin ese estúpido accidente –si se permite
suponer– Bavcar se habría vuelto sin duda escritor,
quizá pintor, pero probablemente no fotógrafo.
Privado de
la vista, Bavcar sabe muy bien qué es lo visual. Incluso
tiene acceso a ello con una pureza que nos falta. Para nosotros,
videntes, aquello que vemos difícilmente es separable de
lo que pensamos. Pero lo que le interesa al artista es lo visual
en tanto que visual, y nada más. No hay que dejar de repetirlo.
Bavcar puede prescindir de esas mezclas impuras que nos imponen
las miradas orientadas constantemente por la utilidad y el razonamiento.
No ve las formas; las toca, las imagina, y nada más.
Si la ceguera
se considera como el prototipo de la desgracia, no es sólo
porque la vista sea el más útil de los cinco sentidos,
sino porque es, en el corazón de nuestro pensamiento, lo
que mejor simboliza la experiencia que tenemos del mundo. En muchas
lenguas "ver" significa algo así como "comprender".
Ningún sentido puede reducirse a otro sentido, pero todos
encuentran en la vista una especie de modelo ideal de lo que debe
ser un sentido eficaz y preciso.
Y sin embargo,
la vista es el sentido más contaminado de todos. Le atribuimos
responsabilidades que en el fondo no tiene, pero que termina por
asumir de tanto suponer que su relación con el pensamiento
es continua, enredada y engañosa. Esto va desde la ilusión
grosera y la impropiedad del lenguaje hasta las efusiones más
sublimes de lo místico. "He visto algunas veces lo que
el hombre ha creído ver", nos dice Rimbaud desde el
barco alucinado. Y ese barco, ¿qué es sino el hombre
mismo arrojado más allá de lo humano? Entre esos extremos,
en lo ordinario de nuestra vida, la vista está inextricablemente
ligada a todas nuestras opiniones, nuestros prejuicios y nuestras
distracciones. Y el artista siempre se enfrenta a la tentación
de abandonar su difícil búsqueda de una verdad del
mundo, y de dejar llevarse por el camino fácil para caer
en la anécdota, la confidencia, la política, en todo
aquello de lo que va a hablar, por pereza o mediocridad, la crítica
mala.
Afortunado
el ciego –a pesar de su desgracia– que está eximido
de esas distracciones, de esos "divertimientos" (en el
sentido de Pascal). Ese "ver" al cual no tiene acceso,
que experimenta como una carencia, lo conoce solamente como trágico.
Mejor que nadie, quizá, puede comprender lo que se ha dicho
de Víctor Hugo: "el acto mismo de ver tenía (para
él) algo de aterrador". El ciego no puede hacer nada
con las pequeñeces en que se compromete la mirada en la vida
corriente, no puede sino continuar en línea recta hacia la
más alta interrogante que nos plantea la dimensión
luminosa del mundo.
"¡Hay
que hacerse vidente!" Estoy seguro que la exhortación
de Arthur Rimbaud fue recibida por Eugene Bavcar no con desesperación
sino como un desafío. Para él la palabra "vidente"
irradia, aun si su centro permanece oscuro.
El ciego es
aquel que, al no poder mirar, no puede sino tocar. Y la fotografía
es el arte que no toca nada, sino que deja ser a distancia. Todas
las artes que llamamos plásticas tienen una relación
más o menos lejana pero siempre original con el modelaje,
por lo tanto con el tacto. Bavcar sólo puede conocer lo que
quiere fotografiar yendo a tocarlo. Su trayecto inevitable hace
que se encuentren dos actitudes radicalmente diferentes: por un
lado, el gesto del escultor que sabe y siente el volumen bajo sus
dedos; por el otro, el disparo del fotógrafo que está
separado de su objeto por la invisible pero infranqueable distancia
que impone la óptica. En realidad, la cámara de la
cual Bavcar debería servirse sería una cámara
palpadora. Como no posee ese objeto imposible, separa la operación
en dos tiempos: ir a sentir la forma y luego registrar la luz que
le devuelve.
El trabajo
de Bavcar nos enseña algo a quienes no estábamos dispuestos
a creer. Y es que en el fondo, la fotografía es también
un arte plástico. Lo que está aquí adelante,
así sea de manera indirecta, es precisamente la forma en
el espacio. La luz, en última instancia, no está ahí
sino para hacerla aparecer. La tensión que anima la operación
fotográfica se dirige hacia esos relieves que componen la
objetividad material de las cosas. En el fondo de todo arte plástico
se halla la escultura, en el fondo de la fotografía también.
Tenemos ahí una razón seria para estimar que la fotografía
es un arte y, más precisamente, un arte plástico.
Participa de un mundo que se siente y se piensa por completo como
una serie de variaciones en la densidad de la extensión,
incluso cuando escapa a la vista. Al enlazar dos extremos, Bavcar
demuestra que la fotografía erige un puente entre lo sólido
y lo impalpable. Se sirve de la luz para cifrar la materia.
La obra de
Bavcar nos hace volver a esa verdad fisiológica de que el
sentido de la vista es una modificación local del sentido
del tacto. Un pedazo de piel que se ha vuelto sensible a la luz.
El ciego que ha recobrado la vista comienza sintiendo que los objetos
le raspan en el fondo del ojo. En este contacto inicial el hombre
reencuentra su complicidad con la realidad. Es un contacto que está
en el origen de todo pensamiento auténtico. "Nada es
más profundo que la piel", decía Friedrich Nietzsche.
En la medida
en que todo arte es también meditación sobre su propio
medio, el fotógrafo interroga la luz. Bavcar no está
privado de la verdad de las cosas, sino de la presencia de su verdadera
herramienta, que no es la cámara sino la luz. Como un escultor
que no pudiera nunca coger ni un cincel ni un martillo. Pero forza
y sobrepasa la dificultad gracias a sus haces eléctricos
y sus antorchas de papel de plata con las cuales raya la negrura
del espacio, después de haber hecho la noche, reubicándonos
a todos en una condición común. De ahí que
se pueda decir que pinta y dibuja con la luz.
Hay que admitir
que la plástica, el tocar los volúmenes, está
lejos de ser todo. A veces quisiera reducir el arte a la mera búsqueda
del ritmo de las formas materiales en el espacio. Batalla incansablemente
por el formalismo como justa doctrina estética. El resto
es abuso de lenguaje. Pero estoy obligado a constatar la presencia
en el arte de otra dimensión irreductible, que yo llamaría
poesía, o quizá imaginario, o quizá sueño.
Está presente en toda obra y apenas puede concebirse si no
es traída por la luz.
No puedo sino
admirar la verdad de esta frase de Gaston Bachelard: "Quería
ver, y sólo ver, testigo altivo de un universo donde el hombre
es extranjero. Y ahí lo tienes soñando..." La
imaginación no es una desviación de la vista, como
dice Bachelard, ni una excepción aberrante de la visión;
por el contrario, la imaginación es una condición
previa a toda visión. Si no fuéramos capaces primero
de imaginar no seríamos ni siquiera capaces de ver. Hay que
tomar con Bachelard al pie de la letra la verdad de que "la
imagen está antes que el pensamiento", y que: "la
relación entre una imagen poética nueva y un arquetipo
que duerme en el fondo del inconsciente no es causal. La imagen
poética no está sometida a una pulsión. No
es el eco de un pasado. Es más bien a la inversa: por el
destello de una imagen el pasado lejano resuena de ecos. En su novedad,
en su actividad, la imagen poética tiene un ser propio, un
dinamismo propio. Es constancia de una ontología directa."
El ciego, que
no ve imágenes, tiene sin duda un imaginario. No percibe
nada de lo visible exterior pero lleva en sí mismo uno de
los dos orígenes de todo lo visible: la imaginación.
Y, en última instancia, si el origen mismo de ese brote interno
le está vedado, lo real, que se manifiesta en nuestros ojos,
permanece también, incluso para el vidente, igualmente incognoscible.
Al llegar
al encuentro de sensaciones táctiles, la vida del imaginario
queda absorbida en la creación del ciego. Es un dominio tan
huidizo y volátil como estable y sólido es el del
tacto. ¿Son aquellos que ven, en verdad más privilegiados
que los ciegos? Sin duda, los videntes pueden alimentar y renovar
su imaginación con todo lo que ven, y eso es inmenso. Sin
embargo no saben mirar bien las imágenes que danzan en la
pantalla de su mente. Aquí hay que distinguir entre dos formas
de ima-ginación. Por un lado, cuando cerramos los ojos, seguimos
viendo un derroche de cosas. Esa pantalla negra o lechosa es recorrida
en todos los sentidos por formas caprichosas, zigzags, estrellas,
torbellinos que desaparecen tan pronto han aparecido, pero que se
convierten, a veces, en fuegos artificiales, in-cluso en cuerpos
y objetos de apariencia dura que, a lo largo de nuestros insomnios,
no nos dejan en paz y pueden incluso transformarse en alucinaciones
delirantes. Es entonces cuando se revela el poder interior de una
pulsión visual que no le debe nada a lo que vemos, sino a
lo que hemos visto. Yo no sé lo que pasa con (en) los ciegos.
¿Quizá esas fantasmagorías de una falsa mirada
suponen un nervio óptico en plena marcha? En todo caso –frente
a ciertas imágenes de Eugene Bavcar– creo a veces reconocer
el espectro de esos fantasmas saltarines de ciertas aves que atraviesan
el cielo como relámpagos vivos.
Pero el principal
poder de nuestra imaginación no está ahí. Es
el "gran palacio de nuestra memoria" (San Agustín)
o "el edificio inmenso del recuerdo" (Marcel Proust).
También puede construirse en mundos interiores presentes,
a veces inverosímiles, y sin embargo mucho más importantes
para el artista que la triste realidad. Es el inicio de toda creación,
o un refugio fuera del cual la vida nos sería insoportable.
Por lo demás, apenas sabemos dónde empieza y dónde
acaba, pues si bien se alimenta de la experiencia exterior, también
(nos) informa desde el interior. Y sin este pensamiento interior
en imágenes no podríamos, aun con buenos ojos, ver
nada ni saber nada.
El universo
de las imágenes mentales es tan paradójico que puede
prestarse a las teorías más opuestas. La imagen mental
ha podido ser negada puesto que cada vez que tratamos de mirarla
de frente, de examinarla, se aleja. En ese momento no podemos siquiera
decir que se desvanece como una aparición frágil:
confiesa inmediatamente su nada. Por otro lado, puede presentarse
con tanta fuerza, peso y densidad que el filósofo se interroga
y se pregunta si, engañados como vivimos en este mundo por
no sé qué "astuto genio", no sería
esa la única y auténtica realidad. Todo creador va
de lo invisible a lo visible. Allá donde ha ido para volver
hacia ese visible que es la obra, es un mundo misterioso, incluso
para él y por completo para los demás a quienes por
cierto no les incumbe. Allá donde él ha ido, no ha
ido nadie jamás. Bavcar nos hace disfrutar de mundos visibles,
pero él permanece en su mundo invisible. Frente al rostro
de ese señor amable no podemos evitar la inquietud de saber
hasta qué punto nos da a ver lo que ha visto en el interior
de sí mismo. Quizá no. Quizá exista allá
atrás, en su noche, otra creación, que nos será
desconocida para siempre, invisible. Creo que Bavcar pensaría
que este discurso es vano. Lo que le interesa es hacer una obra
de arte, es decir, concreta y abierta hacia el otro. La palabra
y la amistad le permiten tener ecos de ella, e incluso sentir con
nosotros, recopilando información, cualidades que escapan
a toda descripción.
Su apuesta
–lo sabemos bien– no es lograr una proeza como la del
manco que pinta tarjetas postales con un pincel entre los dientes.
Sabe que atraerá siempre cierta curiosidad. Es su lado "exótico",
como él dice, con palabras llenas de humor y de pudor. Pero
el diálogo que establecemos con él y su obra se halla
en un nivel diferente. Lo que nos revelan sus fotografías
no es, en primera instancia, una forma fresca y nueva de ver las
cosas como lo hacen tantos buenos fotógrafos. Sus fotografías
son ante todo fotografías de un ciego, venidas de otro mundo,
donde las cosas aparecen de un modo distinto, donde las luces en
especial viven su propia vida en el espacio, y donde la sombra parece
tener su propia fecundidad, como la tierra. Sombra y luz se abandonan
ahí a danzas donde cada una conserva su libertad y su iniciativa,
liberadas de esa coreografía común a la cual se les
sujeta tradicionalmente. Ya no son hermanas siamesas, sino que dirigen
un ballet en donde se apartan y se reencuentran al ritmo de su espontaneidad.
A la vez inquietantes y alegres, estas imágenes, al contrario
de las otras, surgen primero del imaginario para luego pegarse a
(frotarse con y colgarse de) los encuentros de la realidad. El artista
vidente cambia esta realidad. En él las imágenes nacen
del sueño y continúan perteneciendo a su reino. Bavcar
somete a la prueba de la realidad aquello que imagina. Al igual
que cualquier artista, no está ahí para hacernos confidencias.
Fabrica fotos, objetos para la vista. Por generosidad las aprovecha
menos que nosotros, aun si ese trabajo lo ayuda a vivir entre los
demás. Sus idas y venidas entre lo más secreto de
su mundo interior –ese imaginario que es la fuente del pensamiento–
guiadas por el más sensual, el más superficial de
todos los sentidos: el tacto, le permiten realizar obras extrañas
y bellas, que nos enseñan a todos que la fraternidad se extiende
más lejos de lo que habíamos creído.
Traducción:
Claudia Itzkowich Schnadower
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* Palabras pronunciadas en el coloquio internacional
"Vista, ceguera, invisibilidad", organizado por la Maestría
en Semiótica de la Universidad Anáhuac y el Centro
de la Imagen.
Jean-Claude
Lemagny, "Cómo hacerse "vidente"",
Fractal
n° 15, octubre-diciembre, año 4, volumen IV, pp. 145-154.
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