HANS RICHTER
Happy Birthday, Hans Richter! April 6, 2010 by Squally Showers
Todo cuanto (Hugo) Ball tenía de reflexivo, reservado y profundo, estaba compensado en el poeta rumano Tristan Tzara por una vivacidad ardiente, una fluidez intelectual y una agresividad increíble. Era pequeño, pero carecía de inhibiciones: un David que sabía tocar a cada Goliat exactamente en su punto vulnerable, con una piedra o un poco de tierra o de estiércol, acompañados (o no) por frases ingeniosas, réplicas impertinentes o expresiones verbales mordientes y duras. Era un virtuoso de la vida y el lenguaje, que se animaba crecientemente a medida que a su alrededor aumentaba la batahola. Ese contraste absoluto entre Tzara y Ball hacía resaltar con mayor claridad sus cualidades respectivas, de modo que estos dos anit-Dióscuros formaban, durante aquella primera época "idealista" del movimiento, una unidad semiseria, semicómica, pero muy dinámica. Nada existía que Tzara no hubiera conocido, emprendido o arriesgado. Con él, con su sonrisa maliciosa, su sentido del humor y también sus triquiñuelas, no se conocían ni el tedio ni la abulia. En constante actividad, parloteando en alemán, francés o rumano, era el antídoto natural del calmo y meditativo Ball… y tan irremplazable como él. En efecto, a su manera, cada uno de estos paladines del espíritu y del anti-espíritu de Dadá era insustituible. ¿Qué hubiera sido de Dadá sin los poemas de Tzara, sin su ambición insaciable, sin sus manifiestos, sin hablar de los tumultos que sabía provocar en forma magistral? Declamaba, cantaba y hablaba en francés –también podía hacerlo en alemán, con similar maestría- o interrumpía sus actuaciones con gritos, sollozos y silbidos.
Repiques de campanas y campanillas, tambores, golpes sobre mesas o cajones vacíos vitalizaban en forma inédita el violento llamado del nuevo lenguaje poético, excitando así, por medios puramente físicos, a un público que al principio permanecía totalmente postrado ante sus jarros de cerveza. Pero aquello acabaría por arrancarlo de su estado de embotamiento, a tal punto que un verdadero frenesí de participación se apoderaba de la gente. ¡Eso era el Arte, eso era la vida y eso era lo que ellos necesitaban!
En verdad, los futuristas ya habían introducido en el arte (y sus manifestaciones) el concepto y la técnica de la batahola. Como arte, lo llamaban "ruidismo", y fue elevado más tarde a la categoría musical por Edgard Varèse, quien a su vez siguió a Russolo, que había descubierto la música de ruidos, uno de los aportes fundamentales del futurismo a la música moderna. En 1911 Russolo construyó un "órgano ruidista", gracias al cual podían evocarse todos los sonidos indeseables de la vida cotidiana…, los mismos que Varèse utilizaría más tarde como elementos musicales.
Este singular instrumento fue destruido en 1930, en París, durante el estreno –en el Estudio 28- del film de Dalí y Buñuel La edad de oro; en esa ocasión los "Camelots du Roy" y otros grupos reaccionarios arrojaron bombas de mal olor a la pantalla donde se proyectaba este film "anti" (católico) y luego procedieron a destruir sistemáticamente cuanto cayó en sus manos: butacas, mesas, cuadros de Picasso, Picabia y Man Ray y, entre otras cosas, el órgano "ruidista" de Russolo, expuesto en el foyer junto con los cuadros. El "ruidismo" fue retomado por el Cabaret Voltaire y enriquecido con suspiros y aullidos por el impulso y el frenesí de un movimiento nuevo: hacia arriba, hacia abajo, a derecha y a izquierda, hacia adentro (suspiros) y hacia fuera (aullidos).
En volumen sonoro y en corrosividad, Tzara había encontrado su igual en la persona de su anti-amigo, el médico-poeta Richard Huelsenbeck. A través de su amistad con Hugo Ball, por quien sentía admiración, Huelsenbeck había sido arrastrado al torbellino del cabaret, que convenía perfectamente a su personalidad. En forma muy distinta al espíritu mordaz de Tzara, su impertinencia consiguió oportunamente irritar al público; tal impertinencia iba combinada con un látigo que agitaba al ritmo de sus Plegarias fantásticas, recién compuestas, azotando así, metafóricamente, las nalgas colectivas de la concurrencia.
Huelsenbeck estaba obsesionado por los ritmos de la música negra, que ya en Berlín había servido, así como a Ball, para sus experiencias. Tenía predilección por el gran tam-tam que utilizaba para acompañar sus Plegarias desafiantes y blasfemas. Dice Ball: "Se había erigido en defensor de una intensificación del ritmo (negro) y de buena gana hubiera ahogado la literatura en redobles del tambor". Si combinamos las improvisaciones pianísticas de Ball y la voz aflautada, débil y artificial de Emmy Hennings (alternando canciones folklóricas y licenciosas), con las máscaras negras abstractas de Janco, que transportaban al público del lenguaje primigenio de la nueva poesía a la selva virgen de las visiones artísticas, podremos concebir en parte la vitalidad y el entusiasmo que inspiraron al grupo… "Son una especie de poseídos, proscriptos, maniáticos, y todo por amor a su obra. Se dirigen al público con la esperanza de obtener su ayuda, y le proveen el material para diagnosticar su enfermedad", escribía la prensa….
Al igual que Tristan Tzara, Marcel Janco y sus hermanos habían llegado a Zurich procedente de Bucarest, el París de los Balcanes. Antes de marchar a Suiza, Janco había realizado serios y profundos estudios de arquitectura. En su mente había almacenado de todo, desde la pequeña cesta de juncos que sirvió de morada ambulante a Moisés en sus primeros días de vida, hasta los Estudios de armonía y perspectiva de Bramante o las teorías renacentistas de Leon Battista Alberti.
Esto se advierte muy bien en sus relieves abstractos, que no tardarían en adornar nuestros muros. Unas veces talladas en yeso de un blanco puritano, otras pintados, a veces provistos de trozos de espejos, o incluso tallados en madera, estos relieves estaban concebidos como obras de arte, con la más profunda seriedad, y tenían, como dice Ball en su Diario, "su propia lógica, desprovista de amargura o ironía".
Todo lo que Janco producía tenía cierta elegancia, inclusive las horripilantes máscaras abstractas de las que dice Ball: "Para el nuevo espectáculo Janco ha realizado algunas máscaras que revelan algo más que talento. Evocan el teatro japonés o la tragedia griega sin dejar de ser profundamente modernas. Fueron concebidas para ser vistas a la distancia y producen un efecto increíble en la sala relativamente pequeña del cabaret. Todos estábamos presentes cuando Janco llegó con sus máscaras y cada uno de nosotros inmediatamente quiso probar una. Entonces ocurrió algo extraño: cada máscara no sólo exigía un traje apropiado, sino que imponía igualmente gestos precisos, patéticos, que rozaban la demencia. Sin dudarlo un instante, cinco minutos después nos encontrábamos moviéndonos como en un extraño ballet, vestidos y ornados con los objetos más inverosímiles, intentando sobrepasarlos mutuamente con nuestras ocurrencias.
El poder de esas máscaras se comunicaba a nosotros con violencia irresistible y nos hizo comprender de súbito el significado que tenían en la pantomima y el teatro. Esas máscaras exigían simplemente, a quien las usara, que comenzara a danzar una danza a un tiempo trágica y absurda (…) Los que nos fascina en estas máscaras es que encarnan caracteres y pasiones que sobrepasan en mucho la escala humana. El horror de nuestra época, con su telón de fondo paralizante, se torna aquí algo perceptible."
Del libro Historia del Dadaísmo, Ediciones Nueva Visión (Buenos Aires, 1973)
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