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Inicio » 2010 » Junio » 23 » DALÍ, MINOTAURO EN SU LABERINTO
09.55
DALÍ, MINOTAURO EN SU LABERINTO


Clara Janés







La luz flota al ritmo del agua, se mueve, y si la mirada permanece fija en un punto es imposible captar una sola de las líneas circulares, Líneas y puntos de luz resbalan a la mirada. El agua de la bahía es una superficie que escapa a lo natural, no es azul, ni verde, ni plata, ni transparente. El agua de la bahía parece que se puede coger con las manos, que se puede doblar, y tampoco es metálica. Y aunque resbala debido al delgado movimiento de las olas, al mismo tiempo está quieta como si fuera una única gota de agua redonda. Tres cisnes perfectamente alineados avanzan desde el horizonte.

A la derecha se levanta entre olivos la casa de Salvador Dalí, de complicada estructura y cuyas cumbres están coronadas por innumerables chimeneas. La brusca oscuridad de altos cipreses raja sus paredes blancas. El silencio y la luz que nace del agua da a los ojos la sensación de múltiples horizontes. Detrás de la puerta un gran oso disecado, soporte de collares, bastones, una tórtola de mimbre y una barretina ve entrar impasible a toda clase de visitantes que sistemática y periódicamente serán conducidos por estrechos y blancos corredores, entre olivos y piedras pizarrosas, enormes huevos –elemento simbólico y decorativo de la casa– y figuras fotográficas en actitud pensativa, a un lugar donde todo está preparado como para una representación. Aquí también la montaña ha sido pintada de blanco y a veces se ha dado a un trozo de ella la forma de una olla inmensa y contiene un olivo y un reloj sin esfera. La pared circular está sembrada de pitas y chumberas por su parte alta.


El espejo vacío
. A mí no me sorprende la belleza del lugar, sólo me deslumbra un momento de puro blanco. La doncella vestida de rosa que ha mostrado el camino desaparece sin que se sepa por dónde se ha ido. Y me meto por un corredor de ese laberinto donde celosamente se ha encerrado durante años –cuerpo de hombre y cabeza de toro, máscara, como él mismo afirmó en una ocasión, de genio, que con los años se ha adaptado de tal modo a los rasgos de su espíritu que se han convertido en la única realidad– Salvador Dalí.

En lo profundo del corredor hay una cabeza de un rinoceronte de dos cuernos puesta en lo alto sobre la pared, a los lados dos ramos de flores artificiales, debajo y sin arder una gran vela rodeada por unos cuernos de oveja macho. Hay también un espejo que no refleja la imagen y sólo cuando se mira desde una determinada distancia se ven las cosas boca abajo. Hay una silla hecha de cucharas de madera y muchas sillas de anea y esparto pequeñas –aunque al genio que no le gustan los niños– con muñecos y chichoneras. Hay muchas cosas inútiles en este laberinto, muchos objetos que se suman a los corredores para enredar el hilo de Ariadna.


Se oyen unos pasos ligeros y la figura de Dalí aparece por un arco. Tiene la piel morena y los rasgos definidos, casi estáticos. Viste una camisa negra con grandes flores bordadas que más que flores parecen mariposas, y lleva en la mano una zamarra de lana que por el colorido y dibujo recuerda la piel del leopardo. Por encima de la camisa, unos anchos tirantes rosa pálido con delicados dibujos. Calza alpargatas de payés. Por fin tengo delante a ese hombre que tanto se ha ocultado a los ojos de los demás de tanto manifestarse, y del que nunca he creído nada de lo que oído. Hasta este momento Dalí era para mí el dibujo de un jinete, hecho con pluma y llenos, hombre y caballo, de líneas circulares.



Añoranzas
. Había sido a la hora de salir el sol. La noche anterior mis padres habían recibido un invitado y a las niñas nos habían mandado a la cama, ni siquiera nos habían dejado esperar a que llegara para verle entrar desde detrás de las persianas. Al amanecer me desperté y corrí de mi habitación al piso de abajo: las ventanas estaban abiertas y el primer sol se posaba sobre las cosas en desorden, sillas fuera de lugar, copas medio vacías, botellas, ceniceros llenos de colillas y algún canapé sobre la mesa; y encima del sofá, junto al alargado clavecín, el dibujo del jinete con una dedicatoria y una firma fácilmente comprensible: Salvador Dalí. Hace de ello más de quince años.

Permanecí mirando el dibujo largo rato, sin comprenderlo, pero intensamente atraída por todas aquellas líneas, hasta que de pronto entré en uno de los círculos y fue como si hubiera penetrado en su misterio, aunque seguía sin entenderlo. Seguí mirándolo más y más. Y desde entonces Dalí fue para mí aquel dibujo lleno de silencio y de la luz limpia de la primera hora, porque en esos sentimientos inexplicables de la infancia aquel jinete era un amigo.



Muerte-angustia
. Salvador Dalí empieza por hablar de Salvador Dalí. Habla de su genio, que según dice es la razón de su existencia y que generalmente se le manifiesta en la estación de Perpignan. Habla del ácido desoxirribonucleico, materialización del genio, lógica en una época en que cada día se hacen mayores descubrimientos que demuestran la fuerte ligazón de los fenómenos espirituales a las realidades físicas. Habla de casarse otra vez con su mujer Gala:

―Ahora que todo el mundo se divorcia, yo me casaré de nuevo con mí mujer por el rito copto: la Iglesia no se opone a ello, puesto que no supone añadir ni quitar nada. Es algo inútil y sagrado y eso le va muy bien a Dalí.


Con impasible naturalidad va presentando todas sus máscaras.


―Lo tengo todo dispuesto para que el día de mi muerte mi cuerpo quede conservado intacto, porque estoy convencido de que la ciencia adelantará de tal modo que un día se podrá volver a dar vida a los cuerpos de los muertos y todo será como antes.


Dalí hace un gesto con la mano y apoya, pensativo, la cabeza en el respaldo de la silla. Algo queda desdibujado y flotando en el aire, algo que nos habla de un deseo oculto de abandonar esas máscaras demasiado reales ya para poder evitarlas. Dice:


―La muerte es el problema que más me angustia y me preocupa como católico. Tengo un gran miedo a la muerte.


En el atardecer de Port-Lligat, entre grandes huevos blancos de cal, un cielo morado, un montón de sillas de anea alineadas, al aire libre y bajo los olivos que se escalonan por toda la montaña –paisaje que podría ser griego–, Dalí habla del arte en términos aristotélicos.



Belleza.
El arte es más que una imitación de la realidad. El arte es proporción –por eso no le gustan los niños a Dalí, porque están desproporcionados–. Todos se han detenido en arte abstracto y después de llegar a ese paroxismo muchos han tenido que volver al arte figurativo. Hoy día lo más importante en la pintura es la tercera dimensión, la dimensión espacio, por esto el «Op Art», que inventé ya hace tiempo al estudiar la superposición de los ojos de las moscas que están formados por pentágonos parabólicos, es lo que va a salvar la situación. Como el arte es imitación de la realidad, cuanto más real sea la imagen plasmada mejor; lo importante es conseguir que la figura salga del cuadro.

¿Y la belleza?


―La belleza ha de ser inútil.


Dalí se pone en pie y, a través de unos corredores y salones de una belleza que por lo menos sirven para mantener al visitante siempre maravillado, me guía hasta sus obras «Op». En ellas se puede ver el movimiento de las olas de la bahía, los reflejos del agua que resbala por detrás del cristal. La imagen adquiere realmente vida propia. No puedo menos de exclamar: «Esto sí es un "Op Art” ». Y Salvador Dalí, minotauro de su propio laberinto, parece querer romper ahora el hechizo en que él mismo se encerró un día y explica de nuevo los ojos de las moscas, y yo lo creo. Cuenta también el procedimiento que utilizó para conseguir estos efectos ópticos sobre una superficie de plástico. Me quedo con el deseo de preguntarle si realmente lo que tenemos delante es pintura. Me quedo con el deseo de preguntarle muchas cosas más porque ahora Dalí está abriendo los brazos, quiere enseñar más cosas y ya estamos delante del cuadro en el que trabaja actualmente: «La pesca del atún».




―Será un inmenso mar de sangre –explica– y lo que quiero expresar es la teoría del universo limitado.


El cuadro está muy claro. Por la parte superior hay una serie de figuras que constituyen una muralla humana, eso parece por lo menos ahora que aún son de color gris. Abajo, en la parte opuesta, intenta alzarse el bello gigante derrotado por los dioses del altar de Pérgamo.



La noche oscura.
Dalí habla también de su obra y sus ilustraciones.

―En España, realmente, se me conoce muy mal –dice con aire de tristeza.


E interiormente, según va hablando el pintor, siento que está de acuerdo conmigo en que la obra de arte requiere un gran esfuerzo, un trabajo continuado, en que no es algo que se improvisa aunque su valor muchas veces estriba precisamente en parecer improvisada.


De la penumbra de una habitación lejana nace de pronto la imagen de Gala, blusa verde y falda azul, delgada e intemporal. Le estrecho la mano y vuelve a desaparecer en la penumbra.


Luego Dalí me acompaña hasta la puerta, y mientras bajamos unas últimas escaleras y atravesamos un último corredor, pide a voces que pongan música de Wagner, pero nadie le oye.


La noche de Port-Lligat es muy oscura. La puerta del laberinto se ha cerrado, Dalí queda dentro. Sigue el hechizo, sigue la lucha. Y de las sombras me viene la visión de un Salvador Dalí apretando las manos sobre su rostro, gritando gritos de eco, debatiéndose por desenredar el hilo al que él mismo ha puesto los obstáculos, por desprenderse de esa máscara que de tanto vestirla se ha convertido en su auténtico rostro.


1 octubre 1966


Tomado de:
                 http://www.adamar.org/
Categoría: Pintura | Visiones: 1825 | Ha añadido: esquimal | Tags: DALI | Ranking: 0.0/0

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