La luz flota al ritmo del agua, se mueve, y si la mirada permanece fija
en un
punto es imposible captar una sola de las líneas circulares, Líneas y
puntos de
luz resbalan a la mirada. El agua de la bahía es una superficie que
escapa a lo
natural, no es azul, ni verde, ni plata, ni transparente. El agua de la
bahía
parece que se puede coger con las manos, que se puede doblar, y tampoco
es
metálica. Y aunque resbala debido al delgado movimiento de las olas, al
mismo
tiempo está quieta como si fuera una única gota de agua redonda. Tres
cisnes
perfectamente alineados avanzan desde el horizonte.
A la derecha se levanta entre olivos la casa de Salvador Dalí, de
complicada
estructura y cuyas cumbres están coronadas por innumerables chimeneas.
La brusca
oscuridad de altos cipreses raja sus paredes blancas. El silencio y la
luz que
nace del agua da a los ojos la sensación de múltiples horizontes. Detrás
de la
puerta un gran oso disecado, soporte de collares, bastones, una tórtola
de
mimbre y una barretina ve entrar impasible a toda clase de visitantes
que
sistemática y periódicamente serán conducidos por estrechos y blancos
corredores, entre olivos y piedras pizarrosas, enormes huevos –elemento
simbólico y decorativo de la casa– y figuras fotográficas en actitud
pensativa,
a un lugar donde todo está preparado como para una representación. Aquí
también
la montaña ha sido pintada de blanco y a veces se ha dado a un trozo de
ella la
forma de una olla inmensa y contiene un olivo y un reloj sin esfera. La
pared
circular está sembrada de pitas y chumberas por su parte alta.
El espejo vacío. A mí no me sorprende la
belleza del lugar, sólo me deslumbra un
momento de puro blanco. La doncella vestida de rosa que ha mostrado el
camino
desaparece sin que se sepa por dónde se ha ido. Y me meto por un
corredor de ese
laberinto donde celosamente se ha encerrado durante años –cuerpo de
hombre y
cabeza de toro, máscara, como él mismo afirmó en una ocasión, de genio,
que con
los años se ha adaptado de tal modo a los rasgos de su espíritu que se
han
convertido en la única realidad– Salvador Dalí.
En lo profundo del corredor hay una cabeza de un rinoceronte de dos
cuernos
puesta en lo alto sobre la pared, a los lados dos ramos de flores
artificiales,
debajo y sin arder una gran vela rodeada por unos cuernos de oveja
macho. Hay
también un espejo que no refleja la imagen y sólo cuando se mira desde
una
determinada distancia se ven las cosas boca abajo. Hay una silla hecha
de
cucharas de madera y muchas sillas de anea y esparto pequeñas –aunque al
genio
que no le gustan los niños– con muñecos y chichoneras. Hay muchas cosas
inútiles
en este laberinto, muchos objetos que se suman a los corredores para
enredar el
hilo de Ariadna.
Se oyen unos pasos ligeros y la figura de Dalí aparece por un arco.
Tiene la
piel morena y los rasgos definidos, casi estáticos. Viste una camisa
negra con
grandes flores bordadas que más que flores parecen mariposas, y lleva en
la mano
una zamarra de lana que por el colorido y dibujo recuerda la piel del
leopardo.
Por encima de la camisa, unos anchos tirantes rosa pálido con delicados
dibujos.
Calza alpargatas de payés. Por fin tengo delante a ese hombre que tanto
se ha
ocultado a los ojos de los demás de tanto manifestarse, y del que nunca
he
creído nada de lo que oído. Hasta este momento Dalí era para mí el
dibujo de un
jinete, hecho con pluma y llenos, hombre y caballo, de líneas
circulares.
Añoranzas. Había sido a la hora de salir el
sol. La noche anterior mis padres
habían recibido un invitado y a las niñas nos habían mandado a la cama,
ni
siquiera nos habían dejado esperar a que llegara para verle entrar desde
detrás
de las persianas. Al amanecer me desperté y corrí de mi habitación al
piso de
abajo: las ventanas estaban abiertas y el primer sol se posaba sobre las
cosas
en desorden, sillas fuera de lugar, copas medio vacías, botellas,
ceniceros
llenos de colillas y algún canapé sobre la mesa; y encima del sofá,
junto al
alargado clavecín, el dibujo del jinete con una dedicatoria y una firma
fácilmente comprensible: Salvador Dalí. Hace de ello más de quince años.
Permanecí mirando el dibujo largo rato, sin comprenderlo, pero
intensamente
atraída por todas aquellas líneas, hasta que de pronto entré en uno de
los
círculos y fue como si hubiera penetrado en su misterio, aunque seguía
sin
entenderlo. Seguí mirándolo más y más. Y desde entonces Dalí fue para mí
aquel
dibujo lleno de silencio y de la luz limpia de la primera hora, porque
en esos
sentimientos inexplicables de la infancia aquel jinete era un amigo.
Muerte-angustia. Salvador Dalí empieza por
hablar de Salvador Dalí. Habla de su
genio, que según dice es la razón de su existencia y que generalmente se
le
manifiesta en la estación de Perpignan. Habla del ácido
desoxirribonucleico,
materialización del genio, lógica en una época en que cada día se hacen
mayores
descubrimientos que demuestran la fuerte ligazón de los fenómenos
espirituales a
las realidades físicas. Habla de casarse otra vez con su mujer Gala:
―Ahora que todo el mundo se divorcia, yo me casaré de nuevo con mí mujer
por el
rito copto: la Iglesia no se opone a ello, puesto que no supone añadir
ni quitar
nada. Es algo inútil y sagrado y eso le va muy bien a Dalí.
Con impasible naturalidad va presentando todas sus máscaras.
―Lo tengo todo dispuesto para que el día de mi muerte mi cuerpo quede
conservado
intacto, porque estoy convencido de que la ciencia adelantará de tal
modo que un
día se podrá volver a dar vida a los cuerpos de los muertos y todo será
como
antes.
Dalí hace un gesto con la mano y apoya, pensativo, la cabeza en el
respaldo de
la silla. Algo queda desdibujado y flotando en el aire, algo que nos
habla de un
deseo oculto de abandonar esas máscaras demasiado reales ya para poder
evitarlas. Dice:
―La muerte es el problema que más me angustia y me preocupa como
católico. Tengo
un gran miedo a la muerte.
En el atardecer de Port-Lligat, entre grandes huevos blancos de cal, un
cielo
morado, un montón de sillas de anea alineadas, al aire libre y bajo los
olivos
que se escalonan por toda la montaña –paisaje que podría ser griego–,
Dalí habla
del arte en términos aristotélicos.
Belleza. El arte es más que una imitación de
la realidad. El arte es proporción
–por eso no le gustan los niños a Dalí, porque están desproporcionados–.
Todos
se han detenido en arte abstracto y después de llegar a ese paroxismo
muchos han
tenido que volver al arte figurativo. Hoy día lo más importante en la
pintura es
la tercera dimensión, la dimensión espacio, por esto el «Op Art», que
inventé ya
hace tiempo al estudiar la superposición de los ojos de las moscas que
están
formados por pentágonos parabólicos, es lo que va a salvar la situación.
Como el
arte es imitación de la realidad, cuanto más real sea la imagen plasmada
mejor;
lo importante es conseguir que la figura salga del cuadro.
¿Y la belleza?
―La belleza ha de ser inútil.
Dalí se pone en pie y, a través de unos corredores y salones de una
belleza que
por lo menos sirven para mantener al visitante siempre maravillado, me
guía
hasta sus obras «Op». En ellas se puede ver el movimiento de las olas de
la
bahía, los reflejos del agua que resbala por detrás del cristal. La
imagen
adquiere realmente vida propia. No puedo menos de exclamar: «Esto sí es
un "Op
Art” ». Y Salvador Dalí, minotauro de su propio laberinto, parece querer
romper
ahora el hechizo en que él mismo se encerró un día y explica de nuevo
los ojos
de las moscas, y yo lo creo. Cuenta también el procedimiento que utilizó
para
conseguir estos efectos ópticos sobre una superficie de plástico. Me
quedo con
el deseo de preguntarle si realmente lo que tenemos delante es pintura.
Me quedo
con el deseo de preguntarle muchas cosas más porque ahora Dalí está
abriendo los
brazos, quiere enseñar más cosas y ya estamos delante del cuadro en el
que
trabaja actualmente: «La pesca del atún».
―Será un inmenso mar de sangre –explica– y lo que quiero expresar es la
teoría
del universo limitado.
El cuadro está muy claro. Por la parte superior hay una serie de figuras
que
constituyen una muralla humana, eso parece por lo menos ahora que aún
son de
color gris. Abajo, en la parte opuesta, intenta alzarse el bello gigante
derrotado por los dioses del altar de Pérgamo.
La noche oscura. Dalí habla también de su obra
y sus ilustraciones.
―En España, realmente, se me conoce muy mal –dice con aire de tristeza.
E interiormente, según va hablando el pintor, siento que está de acuerdo
conmigo
en que la obra de arte requiere un gran esfuerzo, un trabajo continuado,
en que
no es algo que se improvisa aunque su valor muchas veces estriba
precisamente en
parecer improvisada.
De la penumbra de una habitación lejana nace de pronto la imagen de
Gala, blusa
verde y falda azul, delgada e intemporal. Le estrecho la mano y vuelve a
desaparecer en la penumbra.
Luego Dalí me acompaña hasta la puerta, y mientras bajamos unas últimas
escaleras y atravesamos un último corredor, pide a voces que pongan
música de
Wagner, pero nadie le oye.
La noche de Port-Lligat es muy oscura. La puerta del laberinto se ha
cerrado,
Dalí queda dentro. Sigue el hechizo, sigue la lucha. Y de las sombras me
viene
la visión de un Salvador Dalí apretando las manos sobre su rostro,
gritando
gritos de eco, debatiéndose por desenredar el hilo al que él mismo ha
puesto los
obstáculos, por desprenderse de esa máscara que de tanto vestirla se ha
convertido en su auténtico rostro.