Rosa Olivares
Entre los sentimientos que el hombre conoce y a los que ha sabido poner nombre, posiblemente el miedo es uno de los más polisémicos y, sin duda, uno de los más antiguos. Miedo, horror, pavor, temor, espanto,... son algunas de sus variedades, analizadas en las siguientes páginas en sus vertientes semiológicas y conceptuales. Realmente todas se definen de una forma similar en ese territorio perturbado y confuso que es el corazón del individuo asustado, de la persona horrorizada, en ese mar revuelto que nos impide recuperar la lógica del pensamiento, el control de nosotros mismos. Porque casi cualquier miedo se puede dominar a través del conocimiento, se puede controlar con la lógica, y si no cambia ni desaparece el motivo de ese espanto, al menos la inteligencia humana, racional y lógica, al entender lo que sucede, puede pasar del miedo a la incertidumbre, a la resignación ante la fatalidad. Pero ese reconocimiento de las causas del terror, ese ver lo que nos produce ese espanto invencible, nunca produce tranquilidad ni aceptación sino convulsión y locura.
Porque las causas del miedo, ya sean inexplicables o demasiado cercanas, producen el vértigo y la pérdida de casi todas las facultades que nos definen como humanos.
Hay dos fuentes básicas de donde bebemos con ansiedad el terror, una es la de lo desconocido: esos horrores que desde la propia infancia del ser humano nos atemorizan, el más allá, los muertos que regresan, los monstruos a caballo de este mundo y de otro mundo desconocido. En definitiva lo que surge del reino de la muerte y de las sombras. La otra fuente de nuestros horrores mana directamente de nuestro propio corazón: la maldad humana y todo lo que ella produce: guerras, campos de exterminio, terrorismo, vigilancia abusiva, control... Es la muerte, tal vez, lo que en definitiva nos horroriza; viajar a la muerte con la mente clara, ver a la muerte acercarse, ver los destrozos de la muerte a nuestro alrededor... La muerte como aquello, tal vez lo único, que escapa al control, al poder del hombre, lo invencible, lo que nos abre una puerta a un lugar desconocido, lleno de sombras y sobre el que solamente hemos construido negros augurios. El fin de la vida, con el dolor y los sufrimientos que pueda conllevar, la pérdida de todo lo conocido, de nosotros mismos, de lo que más podamos querer, la vuelta al polvo esencial, pero no ya polvo enamorado sino polvo aterrorizado. Porque cómo dijo Pedro Múñoz Seca cuando una brigada fue a buscarlo para darle el último paseo: "Podéis quitármelo todo, menos el miedo".
La representación del miedo, el análisis de las causas y las formas del terror, es el tema de esta revista. Desde su planteamiento más filosófico y profundo hasta su materialización fílmica. Desde las novelas góticas hasta el cine de serie B, un mundo de blancas damas muertas, vampiros, demonios, monstruos construidos por el hombre y criaturas procedentes de una naturaleza pervertida, de la mezcla del lado oculto con este otro que ya conocemos. Pero también, tal vez sobre todo, ese terror menos literario, menos sugerente y más terriblemente cotidiano. El terror que el siglo XX ha personalizado en el exterminio nazi, en los gulags, en la limpieza étnica, en el terrorismo y en la hipervigilancia, esa nueva versión del miedo como protección.
Y siempre la sangre roja, en un mundo pálido, en blanco y negro, como fluido vital que se pierde, en el que se escapa la vida. Alimento de vampiros y derroche oculto de la guerra moderna retransmitida en directo.
La pintura y la fotografía, pero sobre todo la literatura y el cine son los lugares donde anida el miedo y sus mil formas. Especialmente simbolizado en estos tiempos por la figura del vampiro, una figura remasterizada en unas sagas adolescentes alejadas de aquellas figuras mágicas que unían el sexo con la muerte en ese final, casi deseable, que era el comienzo de una vida eterna... El mordisco del vampiro en el cuello, la alegoría de la entrega sexual y el éxtasis total, casi místico deja paso a un vampiro frígido, seductor de instituto, tal vez el final del miedo, el fin del misterio para la llegada de la vulgaridad. Un nuevo vampiro adecuado para las teleseries y donde el horror se fragmenta y los efectos especiales nos hacen olvidar una realidad ficticia que nos acompaña desde hace siglos: el temor al monstruo, al doble que desde el otro lado nos atrae y que con un beso salvaje nos hace suyos, nos quita la vida para darnos junto con la muerte la vida eterna. Algo tan religioso como sexual, algo que nos ha hecho durante siglos asomarnos a los espejos con aprensión y sentirnos en peligro simplemente por estar en la oscuridad.
El cine ha sido el máximo exponente visual, la forma en que hemos reconocido todos nuestros miedos, pues dando la idea de realidad nos recuerda la banalidad, la ficción de todos nuestros miedos. Un paso más allá de esa realidad de la imagen televisiva, de las noticias sorprendentes y a la vez cotidianas de los terrores reales, a veces aún mas desconcertantes que los vampiros de celuloide, ese terror que habita en cada familia, en cada joven desaparecida, en esos lugares lejanos y desconocidos, en esos campos de concentración con los que convivimos y que destilan horror en estado puro, aunque su visualización no sea tan romántica ni tan fácil de percibir en el arte de nuestros días.
"Déjame entrar", pedía un niño a su vecina vampira en un aterrador film sueco, más terrible aún por estar ambientado en la normalidad de una ciudad cualquiera de hoy día. Déjennos salir, pedimos nosotros desde aquí, déjennos salir de esta sociedad del terror localizado y dosificado. Queremos entrar en la leyenda, en los cuentos de terror, en la narraciones de ayer, allí donde el terror sirve para llenar de adrenalina nuestra sangre, a la espera del vampiro real que se alimente de nosotros. Pero, por favor, déjennos salir de este otro miedo más real y menos enriquecedor, menos gratificante, de las guerras y los exterminios, del control del poder y la vigilancia feroz. Preferimos al hombre lobo y a Frankenstein, a Drácula y a Lestat, a Freddy Kruger y a Alien, que a todos esos monstruos y víctimas que ya forman parte de nuestra cultura visual.
Símbolos de nosotros mismos: monstruos efímeros y destructivos, ajenos a la belleza del horror. Preferimos el miedo que podemos elegir, en horario de tarde o noche, en un libro que podemos cerrar y, cerrando los ojos, soñar con otros mundos y sensaciones prohibidas, una imagen que podemos no mirar. El miedo insuperable es ese otro, vulgar y sin magia, de la muerte anónima, sin misterio, cotidiana y anónima, el salvajismo del hombre contra el hombre. Ese miedo es el terror, la última y sanguinaria forma humana del espanto.
Tomado de:
Exit Book, Libros de Arte y Cultura Visual nº 13, Primavera 2010
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