PRESENTACIÓN DE UNA EXPOSICIÓN SINGULAR.Peter Sloterdijk
Saturno devorando a su hijo, TIEPOLO
1. ¿A cuenta
de quién corre el arte?
¿Existe algún amante del
arte que nunca haya soñado en irrumpir en un museo para estar
a solas con su obra preferida? ¿Es concebible una contemplación
de un trabajo artístico que no esté convencida de ser la única
mediante la cual el objeto alcanza su plenitud? ¿Habrá
conocedores
de secretos estéticos a quienes no les resulte familiar la
tentación
de prohibir las otras miradas sobre la obra?
El negocio del arte es un
sistema de
celos. En él, el deseo de las obras consiste en convertirse en
objetos de deseo. En cuanto una obra atrae el deseo, aparecen a
su lado
las rivales queriendo apropiarse del anhelo de que disfruta. En
todos
los objetos brilla el anhelo del anhelo de los otros. El mercado
los
hace sensuales, el hambre de deseo los hace bellos, la
obligación
de llamar la atención genera lo interesante. Este sistema
funciona
en tanto que el pensamiento en su momento de plenitud se vuelve
tabú.
Aunque las obras apelen al deseo, siempre se les deniega la
entrega a
sus poseedor. Su valor se nutre del hecho de que rehuyen a sus
propietarios
y esperan otras proposiciones posteriores.
Desde hace dos siglos está en
marcha el aburguesamiento de la codicia. Tras la alta burguesía,
esa codicia también ha abierto una nueva sensualidad a las
clases
medias. Al tiempo, el magnetismo del valor enciende una pequeña
llama en un público perceptible. Quienes quieren ser alguien
abren
una cuenta corriente en su interior para el arte. No importa que
en la
cuenta sólo tengan lugar unas pocas transacciones. Lo que
importa
es que muchos ojos observan el mercado desde ese momento. El Yo
del observador
se convierte en lugar de depósito de valores y significados.
Sólo
un ego con forma de cuenta es válido para el ingreso de arte con
forma de valor. Si yo no tuviera la forma de Yo de un poseedor
potencial
de obras y valores, las obras no tendrían para mí atractivo
alguno. Tengo una cuenta, soy una cuenta, abono en mí mis
ingresos.
Una obra tendrá significado para mí en tanto en cuanto
yo pueda abonarme su valor en mí mismo.
Este es el estado actual del
fetichismo
del valor. ¿Lo pretendía así el arte desde sus orígenes
? ¿No fue nunca una inmensa puesta en circulación de fuerzas,
que eran demasiado libres para ser poseídas? ¿Qué quería
decir Kandinsky cuando escribió: "Cada imagen contiene
misteriosamente
toda una vida, con sus torturas, dudas, momentos de éxtasis y
de luz” ? ¿Nunca hubo transferencias cuyo mandante no
soñara
con el crédito de la cuenta de otra nueva vida? Entre tanto, el
mundo del arte ha quedado en descubierto a causa de las cuentas
privadas. ¿Podrá el
arte recobrarse de ellas? *
* N. de
T.: juego
de palabras, überzogen sein : estar una cuenta en
descubierto,
o estar algo cubierto o invadido... de cuentas privadas; abheben
:
cobrar, sacar dinero de una cuenta, sich abheben :
recobrarse,
recuperarse.
2. La exposición de arte como
revelación de los poderes creadores de la obra.
Antes del advenimiento de la
modernidad
la cifra de las cosas que se podían nombrar como obras humanas
dentro del inventario general del mundo era muy reducida. Junto a
aquellas
ya existentes en la naturaleza, las producidas por los seres
humanos
resultaban poco significativas. Entre lo producido y lo hecho
por uno
mismo, por su parte, las obras de arte en sentido estricto
reclamaban
un espacio pequeño y menguante. Allí donde lo fundamental
en la vida radica en los poderes naturales y tradicionales, los
humanos
han de tverse a sí mismos ante todo como receptores de ser y como
preservadores de antiquísimos órdenes sagrados. Los testimonios
más rotundos del poder creador de obra de anteriores
civilizaciones,
las construcciones sagradas, eran respuestas técnicas a las
ideas
de lo sagrado y lo solemne. Con ellas comienza la elaboración
artística de lo numinoso.
Desde que el sistema moderno de
la producción
autónoma entró en funcionamiento, se puso en movimiento
la comprensión humana de sí misma. La subjetividad se retira
más y más a la posición de remitente de ser y de
lo que es; inaugura para sí misma la posición de creador;
descubre que el orden del mundo no es tanto algo que haya que
conservar
y repetir desde los orígenes, sino más bien algo superable
y a ser producido mediante proyectos anticipatorios. Ahora se
puede decir
que el mundo no sólo se ha de interpretar de forma diversa, sino
que también debe ser cambiado definitivamente. Ya no es una
situación
fija, que se reproduce según sus propias leyes, sino una obra
en construcción que se transforma según planes humanos.
El genio y el ingeniero se
convierten
en figuras conductoras de una fascinación del ser humano por sí
mismo
sin precedentes. Asumen el papel de garantes del poder humano de
obrar.
Allí donde ese poder llega a la propia conciencia, entra en
ignición
el deseo de superación del ser humano por el ser humano. De aquí
que
la obra de arte moderna posea una misión antropológica
y ontológica: mediante su conclusión conjura la capacidad
humana de obrar, mediante su grandeza artística proclama la
superación
de la naturaleza por la producción. Éste es el doble sentido
de la plenitud del arte. Es por ello que desde hace largo tiempo
un motivo
principal de las nuevas artes haya residido en mostrar la
habilidad.
En la obra la virtud humana deviene virtuosismo; para los seres
humanos
es virtuoso el ser capaz de obrar. La habilidad que se deja ver,
consiguientemente,
no hace surgir la vanidad artística. Lo que aparece en ella es
la subjetividad que se está formando, a la que es dado aprender
aquello que puede ser aprendido hasta que se atreve a dar el
salto hacia
lo que no puede aprenderse. Por lo tanto surge en el arte lo
numinoso
humanizado: el artista creador pone cosas en la obra que
trascienden
lo aprendido positivamente. Así el artista participa de un doble
poder creador, acorde a la doble naturaleza del saber artístico.
Como maestro en su oficio domina lo repetible; como genio erige
en el ámbito
de lo nunca existido. La maestría sin genio es una gran
habilidad;
el genio sin dominio del oficio es intensidad renovadora. Si
ambos coinciden,
pueden resultar vidas humanas hacia las que se oriente la
exaltación
humanística de la especie. Hay cualidades epifánicas inherentes
a la habilidad artística en ambos aspectos: mediante ella las
fuerzas esenciales de lo humano se revelan al mismo ser humano.
La obra
de arte que loa al maestro celebra el poder creador de su autor,
afirma
la posibilidad misma de la autoría. La magia de los efectos
proporciona
un concepto de lo sublime de la causa. Allí donde en las obras
surjan mundos junto al mundo, sus creadores se pueden tener por
dioses
al lado de Dios.
El carácter epifánico
de los modernos poderes creadores de la obra demanda el cruce
entre producción
y exposición. Sin que la obra sea desvelada en un espacio de
exhibición,
no puede tener lugar la autorevelación del poder creador. El
hacerse
visible de la capacidad para producir presupone la producción
de visibilidad. La exposición es la institución moderna
para producir visibilidad. Funciona como agencia central del
productivismo
epifánico. Revela lo que la subjetividad artística burguesa
tiene que revelar: a sí misma en su poder materializador para
erigir mundos en la obra de arte. Esto implica al tiempo el
poder de
intervenir y reformar el mundo mismo de acuerdo al proyecto de
la imagen
del mundo.
Con la ayuda de la esfera
pública
burguesa, esa revelación encuentra un lugar para sí misma
al darse a conocer. El sentido epifánico de la revelación
del poder de crear obras está envuelto discretamente por el
sentido
publicitario y mercantil de la exposición. Exponer convierte la
revelación a un formato popular. Los poderes humanos para crear
obras se desvelan a sí mismos de manera atenuada al no permitir
reconocer en la visibilidad de las imágenes más que aquello
que resalta a primera vista. Esto garantiza que nadie consigue
ver más
que lo que puede asumir. Ningún profano tiene que quemarse los
ojos en el Apocalipsis de las fuerzas humanas esenciales en el
Salón.
3. La modernización como
intensificación
de la arbitrariedad.
¿Por qué sufrimos a fines
del siglo XX una inflación de lo exponible? En primera
instancia,
porque existe una inflación paralela de lo producible. El
aumento
increíble de medios de producción de todo tipo ha traído
consigo un crecimiento inconmensurable del poder productivo.
Cada vez
mayores fragmentos de la realidad se convierten en materia prima
para
la producción -en material de partida para imágenes, relaciones,
transformaciones-. Todo lo que fue producto puede convertirse a
su vez
en materia prima para almacenar de nuevo como materia sufriente
los efectos
del trabajo.
Tanto en el caso de mercancías
móviles como inmóviles, en el proceso de modernización,
en principio es exponible todo aquello que juega un papel en los
procesos
seculares de incremento de lo producible. La exposición ya no
incluye sólo los productos inmediatos del poder de realización
de obras; también asume las materias primas, los productos
auxiliares,
los prototipos, los desarrollos intermedios, los desechos. En el
lenguaje
de Marx esto significa: no sólo se exponen productos, sino
también
medios de producción, incluso relaciones de producción.
Los paisajes y los espacios habitables ya han sido declarados
también
objetos de exposición. La estructura social al completo aspira
a formar parte del museo. Esto no es del todo incomprensible: si
aún
poseyéramos el pincel con el que Rafael pintó la Escuela
de Atenas, no podemos imaginarnos qué impediría a los directores
de museo exponer esa herramienta junto a la obra. Más aún,
si los restos mortales de los mecenas de Rafael, se hubieran
conservado
hasta nuestros días, momificados según las normas de la
taxidermia ¿quién podría garantizar que no se les
podría admirar en una sala contigua? Todo aquello que tiene que
ver con la maravilla moderna de la producción de obras puede ser
incorporado en la correspondiente forma de revelación
expositiva.
La actual inflación de lo
exponible
tiene un motivo más radical en la misma dinámica de las
artes modernas. Al mostrar la exposición moderna per se la
autorepresentación
de la capacidad de crear obras, en el curso del siglo XX el
ámbito
de lo exponible estalla mediante una doble revolución de las
artes:
por una parte mediante la radical autoliberación de la expresión
y de la construcción, por otra parte mediante la ampliación
incesante del concepto de arte. Junto con sus diluciones
didácticas
y sus diseminaciones políticoculturales, ambas explosiones
generan
un efecto común: una tendencia al incremento de la arbitrariedad
que abarca todo el siglo. La cultura contemporánea de
exposiciones
y ferias de arte sólo se hace comprensible como sistema de
organización
del arte para la transformación de la de la arbitrariedad
artística
al aproximarse a su valor mayor. Su logro consiste en procesar
las fluctuaciones
del arte moderno de modo hermenéutico, museológico y mercantil
de tal manera que el incremento de arbitrariedad puede coexistir
con
la autocelebración del poder creador del arte. Todos los
parámetros
tradicionales de la obra pueden revolucionarse; lo que queda
fijo es
la convertibilidad de forma de obra y de forma de valor. De
hecho, los
jóvenes inversores en el sistema bursátil del arte no necesitan
que se les cuente nada sobre lo espiritual en el arte. Han
extraído
las conclusiones de la modernidad: la ecuación entre forma de
obra y forma de valor se ha transformado a su estado puro. En lo
más
interno de las obras brilla invisible el oro de la posibilidad
pura portadora
de valor. Si se puede decir de una obra de arte que en ella se
encarna
una chispa del poder creador, se forma inmediatamente el cristal
de valor
adecuado para la apropiación. Las obras son expuestas como
acciones
bursátiles estéticas.
La ampliación de concepto de
arte es imagen especular de la expansión de la subjetividad del
artista creadora de valor. Por último, todo cuanto toca la vida
del artista ha de ser transformado en arte. El rey Midas está
por
todas partes. Si hubiera sido jurídicamente posible, Andy Warhol
habría vendido a coleccionistas con sólidas finanzas calles
enteras de edificios de Nueva York que había transformado en
obras
de arte al pasear por ellas
4. La victoria de la
Exposición.
La exposición de arte en la
modernidad
es la institución exhibidora de poderes creadores de obra
extintos
y activos acorde a su tiempo. Monta retrospectivas; establece
secciones
transversales entre las producciones actuales. Las obras que se
traen
a la luz de este modo ya están ligadas en su propia esencia a
esta manera de exhibir. De acuerdo con su forma de valor no son
adecuadas
para ser acaparadas como tesoros ocultos. En una cámara de
tesoros
feudal no sólo se encontrarían fuera de lugar
politicoculturalmente,
sino que también serían infelices en la más profunda
alma de valor al no ser comprendidas en su sentido de obra. Este
sentido
de obra posee una tendencia característica hacia lo abierto, lo
público, da igual si dicho sentido aparece como mercado, como
museo o como historia del arte.
Lo que en el sentido de los
siglos XIX
y XX constituye una obra de arte, se adecua ya a su exposición,
de acuerdo con su gesto interno. La obra ya demanda el blanco de
la pared,
desde la cual quiere saltar a ciertos ojos. Ya reclama el vacío
de la sala de exposición, en la que inscribe un signo de
puntuación.
Se inclina ya hacia el catálogo, que asegura su visibilidad in
absentia. Se da cabezazos contra el muro de la indiferencia, que
cree
ya haberlo visto todo. Ya coquetea con los expertos que tienen
preparadas
las comparaciones. Ya suplica un lugar en la memoria y una
página
en blanco de la historia del arte donde la epopeya de la
creatividad
llegue a su última situación.
Cuanto más nos aproximamos al
presente, mayor es el número de obras cuyo gesto y sustancia se
describe exhaustivamente mediante esa caracterización. De hecho
los museos, ferias y galerías son las instituciones actuales
para
la producción de visibilidad estética, y la misma producción
estética se vuelve irremisiblemente colonizada museística
y galerísticamente. Allí donde hay una galería,
hacia ella fluye el arte de galería.
Sucede así que el arte moderno
de exponer el arte se fija firmemente en su tautologización: la
producción del arte gira en torno a la exposición del arte,
que a su vez gira en torno a la producción de exposiciones. El
aparato moderno de mediación del arte se ha instalado como una
máquina de mostrar que desde hace ya largo tiempo es más
poderosa que cualquier obra individual a exponer. El proceso de
la producción
de exposiciones, con su núcleo mercantil y sus flancos
publicitarios,
se ha vuelto autónomo. Corre por sí mismo por encima de
las dimensiones de las obras a exponer y no muestra en última
instancia ningún otro poder creativo que el suyo propio. Puesto
que la exposición misma ya no es un logro, puede hacer lo que
quiera, el arte entra en conflicto con su hacerse visible.
Hubo momentos históricos en los
que las paredes blancas del museo suponían una importante
incursión
al descubierto. En ellos la autorevelación del poder
humano-burgués
creador de obra erigía un escenario desde el que podía
aparecer ante el público. Desde las paredes habló ese poder
a las fuerzas esenciales aletargadas. Éstas aprendieron, a la
luz de lo que mostrado, a vislumbrar sus propias
intensificaciones, en
caso de que no colapsaran paralizadas de admiración. Los poderes
creadores de obra traídos a la luz podrían esperar propagarse
como fuerzas explosivas. La fuerza quiere ser entendida por la
fuerza,
es decir, mantenerse en su efectividad. Por lo tanto, de aquí se
deduce que la fuerza inaugural de lo que se muestra en la obra
creó en
primer lugar la sala de exposición del museo moderno; de otro
modo se habría quedado como una cueva del tesoro feudal o
semifeudal.
De hecho ésta se continúa en el safe-art actual. Justamente
sólo de lo efectivo de la obra de arte puede surgir la fuerza
que abra el espacio por el que acceda a lo visible. La epifanía
del poder creador de obra en la obra de arte es lo que hace
posibles
al museo y a la galería, no al revés, que la galería
y el museo pongan a la vista el arte. Sin embargo, hoy día los
poderes creadores de obra se invierten a sí mismos en los
aparatos
que rigen la visibilidad. La exposición de sí mismas por
parte de las ferias, museos y galerías ha usurpado el lugar de
la autorevelación de las obras; ha forzado en las obras la
costumbre
de la autopromoción. Desde entonces las obras deben aplaudirse
a sí mismas. Aletheia –el desvelamiento*- tiene en los anuncios
sus posiciones más avanzadas. Con la publicidad de las obras a
sí mismas tiene lugar el paso de las últimas verdades:
lo efímero es revelación que se revoca. Un rápido
iluminarse del cuadro en el presente; quizás un resplandor
postrero
del valor en las cuentas corrientes. Sólo hay una cosa segura:
ningún cuadro puede significar tanto como la alcayata
reutilizable
de la que temporalmente cuelga.
____
* N. de
T.: Aletheia,
la verdad en griego antiguo, se traduciría por "desvelamiento”
o "desocultación” ( Unverborgenheit ,
a diferencia de Wahrheit , verdad en su concepción
actual en alemán; cf. Martín Heidegger: Der Ursprung
des Kunstwerkes, El origen de la obra de arte ).
5 ¡El arte abandona la galería!
¿Adónde
va?.
El culto del arte en progreso
posee
una de sus fuentes en la esperanza humanista y religiosa de las
gentes
modernas en su poder creador de obra. Éste contiene la promesa
de que los seres humanos pueden elevarse hasta alcanzar la
posición
desde la que generar las condiciones de su propia felicidad. Los
humanos
se manifiestan así como seres que son capaces de crear las
condiciones
previas necesarias para su felicidad y soslayar las causas de su
infelicidad;
poseen además el don de poder expresar su desgracia. Esta triple
capacidad tiene el efecto de una gracia; quien participa de ella
es miembro
de la alianza humana contra las fuerzas de la infelicidad.
¿Qué puede saber al respecto
el arte de las ferias de arte? Está condenado a separar
profundamente
la conexión entre el poder creador de obra y la promesa de
felicidad.
Una obra de exposición-de-obra no conoce ninguna otra felicidad
que dar el salto a la gran exposición. Bajo la ley de la
equivalencia
entre forma de obra y forma de valor se desgaja una porción
privada
de la inconmensurable capacidad para la felicidad del poder
humano creador
de obra, justo la porción del poder productivo que basta para
poner la obra en circulación. La felicidad que busca es ser
expuesta,
que se comercie con ella y sea interpretada de forma elevada. Se
inclina
hacia el olvido cuando la cuestión es el recuerdo de la fuente
de legitimidad de todo exponer y producir. El derecho al arte no
procede
de ningún otro lugar más que de la propia llamada de las
fuerzas humanas a la propia felicidad. La felicidad se llama a
sí misma;
se fortalece mediante su propia evocación; mediante su fortaleza
se hace feliz a sí misma. Del magnetismo de la felicidad depende
finalmente la capacidad radiante de la habilidad moderna. Es la
atracción
de la felicidad hábil con cuya ayuda ser capaz de vivir supera
a tener que vivir. Con ello el juego se introduce en el carácter
lastrado de la vida. El arte es la tendencia antigrave, cruza el
umbral
del tú debes al tú puedes. De ahí que posea la seriedad
de los grandes desahogos.
Las obras de arte
significativas son
lugares que se abren mediante la autorevelación de los poderes
creadores de obra más felices. Al ser el gasto de esos poderes
celebratorio y fluir del agradecimiento hacia sí mismos, cada
obra de este tipo confluye en la capacidad universal de
felicidad. Están
tan distantes de la habilidad infeliz como de la muda miseria.
La obra
de arte de la modernidad es testigo de que las contribuciones
humanas
a la felicidad son posibles. Más aún, dejar llegar a la
certidumbre de que el propio ser humano puede ser la
contribución,
cuando es libre para ser hábil, y también está libre
de ser poseído por lo que sabe hacer.
Las colecciones, galerías,
museos
han de ser medidos por medio de esa promesa que se mantiene a sí
misma.
Medidos con ella los museos no tienen felicidad ni la felicidad
museos.
El arte que conoce algo mejor, abandona, por lo tanto, la
galería. ¿Dónde
encuentra algo mejor?
6. El ocaso de las obras.
1989, ya es hora de decirlo
claramente:
vivimos de nuevo en el medio de una belle époque, una era de
avances
estacionarios, de estancamiento frenético. En todos los frentes
de fuerza reina la movilización con una indecisión simultánea.
Las áreas de avance de las fuerzas han recibido un nombre, que
perturba la buena conciencia de los poderes creadores de obra:
medio
ambiente. Quien dice medio ambiente, pone una cara como si desde
ese
momento tuviera un niño minusválido. Los productores se
reúnen como grupos de padres. Entre tanto tenemos algo de tiempo
para mirar atrás.
Lo que sucedió hace diez o
veinte
años en la vida artística da la sensación de que
se hubiera convertido en historia antigua. Beuys y Giorgione se
encuentran
al borde de la Vía Láctea, se sonríen el uno al
otro, ya son contemporáneos. Pertenecen a la pequeña cohorte
de muertos que saben lo que cuesta seducir a la gente para la
vida. Allá abajo,
el pequeño disco azul, el discurso pensante lanzado al universo;
poblado por seres que no aciertan a entender su situación. Por
amor a ellos se han puesto en circulación signos de vida, trazas
de fieltro, de calor corporal, de fuerzas de atracción,
almohadillas
de grasa de la diosa durmiente, música y piel desnuda bajo
árboles
amigables.
Cada ser humano, un ser humano.
¿Qué charlatanería
de gran corazón podría pretender esto? Cada ser humano,
un artista. ¿Desde cuándo se puede decir eso sin la bufonería
de los responsables de cultura? En la actualidad los seres
humanos no
se reconocen de buena gana en sus más altas definiciones. Hay
épocas
en las que han de pensar de forma elevada sobre sí mismos porque
en ellos recae algo grande, y otras ocasiones en que se
minusvaloran
porque algo atroz les desafía. La belle époque actual es
una fase transitoria entre los pequeños y grandes gestos. La
energía
está más bien con lo involuntariamente grande que busca
una disminución voluntaria, mientras que todo aquello que aspira
a lo grande, resulta involuntariamente pequeño.
El motivo de esa vacilación,
ese estar entremedias, ese no poder decidirse tiene un rasgo
radical.
En el interior de los mismos poderes creadores de obra se ha
abierto
una brecha que se hace cada vez más profunda. El arte ya no ve
en el virtuosismo su condición absoluta. El genio no contempla
al ingeniero como su compañero necesario en todas las empresas.
Las fuerzas artísticas ya no reconocen en el dominio técnico
de los medios a sus aliados naturales. La capacidad de ser feliz
se ha
distanciado de las potencias estéticas que se muestran. Por
supuesto
esta ruptura viene de antes; refleja cambios complicados en las
relaciones
de alianza entre las energías burguesas cambiantes del mundo.
Las campañas pro felicidad de la modernidad también conocen
sus desertores, sus heridos, sus vencedores triunfadores, sus
agentes
dobles.
En esta transformación de
alianzas
también cambia su sentido el exponer. Parece como si hoy sólo
se pudiera mostrar lo segundo mejor. La muestra de obras
difícilmente
puede ser aún el momento epifánico en el que los poderes
de felicidad expresivos y constructoras se comunican a un
público.
Desde hace largo tiempo la exposición se ha descompuesto en
varias
cosas: la muestra de fetiches, la oferta de valor, la exposición
de una filosofía acompañante.
¿Qué hace el arte que
conoce algo mejor? ¿A dónde ha de ir para concentrarse
en aquello que merece ser revelado, que irradia sus objetos
expositivos
con una felicidad no lucrativa? ¿Cómo pueden confesar las
obras que tan sólo son epicentro de algo mejor?
El arte se repliega en sí
mismo.
Esto equivale a una retirada a sus propios dominios, al refugio
fuera
del mundo. El arte, sin embargo, reduce su frente en el mundo,
reduce
su superficie de contacto con el resto del negocio artístico.
Da un paso a tras desde el frente expositivo. Examina si estaba
bien
aconsejado al precipitarse a la primerísima línea de
visibilidad.
Reflexiona sobre su alianza con las maquinarias de publicación
museísticas, galerísticas, publicitarias. Admite la pregunta
de si ser testigo de la felicidad y estar en primera línea
pueden
significar lo mismo. En todo ello permite saber cómo participa
en la duda propia epocal de los poderes creadores de obra. Al
replegarse
en sí mismo se convierte en cómplice sabedor en la crisis
de lo hecho por el ser humano. ¿Qué puede significar llevar
en este momento obras al frente expositivo, ahora que el tiempo
pertenece
al cuestionamiento de la producción por sí misma? ¿Cómo
se podría simular la felicidad de ser capaz de hacer, cuando
hace
tiempo que quedó claro cómo la libertad de obra fue rebasada
por la imposición de poner fuerzas a la obra y valorizar
valores?
El arte, ya se decía hace una
década, abandona la galería, se va al campo, va a la gente.
Se debería haber dicho: busca lo libre y desea otro espacio de
juego para la felicidad de interrumpir la infelicidad. Las
llamadas a
sí mismas de las fuerzas más felices reclaman testigos,
no propietarios. Incluso forma de obra y forma de valor se ponen
a disposición,
para que la voz del arte pueda ser de nuevo un salto puro, una
flecha
de felicidad, experimentable en el instante en que la vida es
más
rápida que su evaluación.
7. Crepúsculo de la exposición.
Ahora se dice, el arte se echa a
un
lado, se repliega en sí mismo. Se echa a un lado al replegarse
en sí mismo. Se repliega en sí mismo al echarse a un lado.
Sólo muestra un poco. Tiene más que lo que se puede mostrar.
Aún puede mostrar que en él hay algo más que no
se muestra. Una nueva ecología del mostrar requiere una pauta
expositiva diferente.
Lo que viene al frente de
visión
ya no es la obra en su actitud de desfile. Casi nada en ella
ofrece superficies
vulnerables a la mirada. La obra permanece plegada, enrollada en
sí misma,
encuadernada en sí misma, por así decirlo, cerrada. Su
día de exposición y despliegue no es hoy, tal vez ya no
lo sea, tal vez no lo sea aún. No obstante tiene una forma de
existencia, aunque no una del tipo habitual. La presencia de la
obra
no es ni la presencia de su valor ni de aquello que contiene de
visible.
No se revela en su plenitud, se mantiene en un ángulo agudo
respecto
al mundo, la curiosidad no puede leerla hasta el final y
consumirla,
la mirada choca con las cubiertas. En algunos casos el pliegue
es tan
denso que uno ni siquiera puede convencerse de si en realidad
hay obras
en el interior. Uno vacila involuntariamente entre dos
hipótesis:
dentro hay algo, dentro no hay nada.
Las descripciones no dejan, sin
embargo,
duda alguna de que también en aquello que allí está permanece
envuelto, en sentido eminente ha de tratarse de obras. Las
inversiones
de los artistas en los objetos son altas, sus gastos también son
cuantitativamente considerables. En los objetos están
sedimentados
vida, ideas, tensiones. ¿Dónde está la pared blanca
en la que pueda ser extendida la totalidad de superficies
plegadas? ¿No
sería bueno que existiera una pared así? ¿O esas
obras han rehusado por su cuenta dicha pared? ¿Se han resignado
ante su imposibilidad de ser descubiertas? ¿Están enfadas
con la pared blanca? ¿No se sienten aceptadas? ¿No quieren
arrojarles más perlas a los coleccionistas? ¿O son material
manejable para una nueva estratagema expositiva?
Las obras no dejan percibir
nada sobre
sus experiencias con paredes y galerías. Su historia previa
cuenta
poco en el momento. Su estar por ahí tiene algo de repentino y
casual. Ahora permanecen plegadas en sí mismas ante nosotros,
no alegan nada en su defensa, no muestran enojo, no toman
ninguna iniciativa
contra sí mismas, se preservan. Reclaman algo de espacio al
margen,
sin jactarse de su existencia. Están en el margen, humildes como
estanterías en una bodega; puestas, no expuestas; colocadas unas
junto a otras, no presentadas en primer plano*. Lo que dicen
permanecería
completamente mudo si la pieza de piel de liebre de Anselm
Kiefer en
el cuadro del ático no aportara un texto como metapintura, que
podría ser leído como reflexión sobre la vieja sala
de exposición exposiciones y sobre la irrupción de otras
fuerzas en la misma. La escapada de ella se muestra en las
"esculturas” dibujadas
de gran superficie de Gilbert & Jones.
La mentalización que subyace
a esta reunión de objetos está en relación, probablemente
por primera vez, no con las obras, sino con su exposición. El
punto está en una renuncia a la ejecución, difusión,
estrépito del frente, esfuerzo para captar la atención
de las masas. La relación de las mismas obras con su exposición
muestra una grieta, las obras pueden, según parece, actuar de
otra manera. No se producen a sí mismas, aunque son producidas.
El arte se echa a un lado –no es cuestión de molestar a quienes
pasan–. Tras esta lección de discreción, la mayoría
de las exposiciones de arte le parecen a uno concursos de
culturismo.
* N. de
T.: juego
de palabras entre hingestellt, aussgestellt, zusammengestellt y
herausgestellt.
8. Más allá de la autonomía:
estar en barbecho, quedarse ensimismado.
¿Pueden los artistas abandonar
el arte sin exponer su salida como obra de arte? De entrada,
¿por
qué tendrían que abandonar el arte? Cuando la felicidad
ya no está en el arte sino a su lado, ante él, tras él,
es entonces hora de abandonar las formas de la obra, del valor,
de la
caja blanca.
Con su declaración de abandono
del arte Beuys ha devanado el sueño vanguardista de la
disolución
del arte en la vida. Para su persona y su tiempo con ello ha
pretendido
que hay algo más universal y al tiempo más intenso que
el arte artístico. Quizás haya que poder fracasar como
artista para avanzar como ayudante de la felicidad. Quizás deban
descansar incluso los mismos poderes creadores de obra como
terrenos
ya demasiado explotados durante largo tiempo. Los desmontajes de
la felicidad
creativa muestran al arte la dirección para hacerse a un lado.
¿Están tristes esas obras
de que no broten con más fuerza? ¿Tienen nostalgia de las
grandes paredes vacías? ¿Se sienten no realizadas en su íntimo
ser-para-el-cheque? ¿Simulan ante las grandes exposiciones una
capacidad para el exilio de la que se arrepienten secretamente?
¿Se
sienten refutadas por el tiempo como ingenuidades de ayer?
Probablemente
estas preguntas sean demasiado invasoras. Irrumpen en una
tranquilidad
y en una marginalidad que acaba de ser descubierta por las
obras. Poder
dejarse reposar, eso es ciertamente algo nuevo para piezas de
muestra
del poder creador de obras estético. No llamar a quienes pasan
para que permanezcan callados ante ellas, ése es un ejercicio
inusual para las obras que estaban habituadas a abogar por su
propia
causa ante el mundo. Estar en barbecho y esperar es una aventura
imprevista
para objetos artísticos acostumbrados a la valorización.
Replegarse en sí mismas y no entrar en la historia de arte en
la forma más elevada, es la treta para la que menos preparadas
estaban las obras de arte hambrientas de reconocimiento. ¿O es
que ya están más preparadas para ello de lo que se podía
intuir en el momento de su factura?
El arte está en barbecho. La
gente simplemente pasará al lado, una tenue brisa de atenta
desatención
soplará entre las piezas. De todos modos, la misma gente pasaría
al lado, pero el ruego de las obras y la atracción de los
valores
les llamaría como una oportunidad que nos coloca ante la
alternativa
de aceptarlas o hacerles caso omiso. ¿Llaman esas obras, atraen?
Y si ya han abandonado la galería ¿a quién han ido,
a quién le salen al paso? ¿Están próximas
a nosotros cuando pasamos a su lado? ¿Se vuelve diferente
nuestro
pasar a su lado cuando están al margen?
¿Pasar al lado? ¿Cómo
deja uno atrás tanta casualidad? ¿Pasa uno por encima sin
que surjan los recuerdos de algo innombrado, venidero,
maravilloso, para
lo que arte devino más tarde un nombre hueco? La mirada ya chocó
con
la superficie de los objetos, de ahora en adelante hay que
considerarlos
como vistos.
Éste no es tiempo para prometer
mucho. Pronto saldremos también de esta sala. Ninguna distancia
habla ebria de una futura gran felicidad. Pero lo visto es lo
visto. ¿Qué es
visibilidad? Quizás la cotidianeidad de la revelación. ¿Qué es
entonces revelación? Que algo te ilumine con su visibilidad.
¿Cómo
sucede eso? Cuando estoy al aire libre. ¿Al aire libre? Cuando
estoy tan afuera que el mundo se muestra.
(Traducido del original en alemán
por Francisco Felipe)
Tomado de: http://www.brumaria.net/textos/petersloterdijk.htm
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