Martín Corredoira
Fotografia: Mellanie Pullen
La decepción por la distancia entre lo deseado y lo logrado es un
dolor que atraviesa la vida de cualquier ser humano, y hasta se podría
llegar a decir que constituye la definición de la vida misma. Sin
embargo, el que a todos nos sobrevenga en algún momento u otro, no
quita que sea de la más suma importancia el grado en que a
cada uno ese dolor le sobrevenga. Para quien tiene pocas ambiciones,
para quien no pide de la vida mucho más que lo estrictamente necesario,
el dolor fluctuará siempre dentro de la gama de lo más o menos
soportable. Pero ¿qué habremos de decir en el caso de esa bestia
insaciable o —para ser más idealistas— del incesante alpinista del
artista, que no aspira sino a las más altas cumbres que un hombre se
puede exigir: la genialidad, y con ella, la posteridad, que ve como una
de las formas de la Eternidad? La medida de lo deseado determinará la
medida del dolor. Y nadie sabe mejor que el alpinista lo que significa
caer al suelo.
El artista se considera fracasado cuando su obra carece de
público, lo cual de ninguna manera significa, si por ejemplo se trata
de un escritor, que necesariamente haya escrito un libro para que
fuera leído por el mayor número posible de personas. El verdadero
artista —así es, con esto se está sugiriendo que también los hay
falsos, ¡y cuántos!— primero compone una obra por el hecho de componer
una obra, no de satisfacer a determinado público, y luego se
preocupa por publicarla, es decir, por satisfacer a determinado público.
La preocupación está; la diferencia reside no en su presencia o
ausencia, sino en el momento de su aparición: en si está desde el
comienzo, contaminando la misma elaboración de la obra, o después, como
algo totalmente ajeno al proceso de creación.
Sin embargo, en lo que supone un gesto de pudor tan salubre como
irrealista, sobran por ejemplo grandes y afamados escritores que se han
explayado honrosamente sobre la futilidad de que esta preocupación
esté en absoluto, sea delante o detrás. Frente a ellos animémonos a
tener una pequeña e irrefutable objeción: han publicado. Tal es el
caso, por ejemplo, de Jorge Luis Borges, que si bien repitió muchas
veces lo prescindible que era publicar y cómo el escritor no se debía
apurar por hacerlo, no sólo publicó su primer libro a la edad de 24
años, sino que incluso se encargó de distribuirlo de forma
sorpresivamente desvergonzada para alguien tan tímido como él:
deslizándolo sigilosamente en los bolsillos de los abrigos de gente
vinculada a la literatura. En fin, aunque algunos primero anhelan un
público y luego crean, y otros crean y luego anhelan un público, al fin
y al cabo ambos anhelan un público, y al menos los últimos no tienen
por qué avergonzarse de ello.
En una reunión muy bulliciosa se tiende a escuchar no al que tiene
algo interesante para decir, sino al que por el volumen o tono logra
hacer la presencia de su voz prevalecer por sobre todas las demás. La
situación literaria actual es una reunión insólitamente bulliciosa y
babélica donde la voz de un escritor se tiene que alzar de alguna
manera por sobre una miríada de otras voces de escritores tan ávidos y
seguros de sí mismos como él. Y desgraciadamente, el equivalente de ese
volumen y tono mediante los cuales la voz se hace valer en medio de
una conversación caótica, es demasiado a menudo, en el panorama
literario actual, el arte comercial —con perdón del oxímoron. La razón
por la cual medio planeta es en la actualidad un artista, habría que
buscarla en multitud de hechos sociológicos más o menos recientes como
la democracia, la emancipación de varios sectores sociales, la libertad
de expresión, la accesibilidad de la cultura, etc., en los cuales no
es el propósito de este artículo indagar; pero baste enunciar el
fenómeno con claridad: es difícil encontrar a una persona con mediana
educación que aunque sea en algún momento de su vida no haya cobijado
el sueño de distinguirse en alguna rama del arte.
Es así que antes de arribar a la disyuntiva del éxito y el
fracaso, que supone una evaluación de la obra en juego, la situación
cultural contemporánea ha antepuesto un obstáculo precedente a
soslayar: el de ser escuchado. Frente a la enormidad de este obstáculo,
incluso los posteriores parecen menores. El artista ansioso de ser
juzgado resulta el campesino de Kafka ante la ley: ¡Ni siquiera logra
recibir un "no”! Toda la camarilla de los editores y agentes literarios
de que lamentablemente todavía depende la divulgación de una obra
están demasiado ocupados para dignarse a darle a ese insistente
campesino, cuya espalda ya se empieza a arquear, ni siquiera un
mezquino "no”.
Entonces, ante las dos formas de fracaso que se le abren: o la
completa sordez e indiferencia o, como fracaso ya más logrado, la
negativa, ¿cuál será la reacción del artista? Si el artista en cuestión
estaba convencido de su genialidad, para que luego de años de
indiferencia o rechazo de parte del mundo lo siga estando, debe ser
poseedor de determinado temple con que no cualquiera es agraciado:
tiene que ser o un gran genio o un gran loco o un gran tonto. Como
ejemplar de la primera clase podríamos citar a Nietzsche, a quien
ninguna desavenencia con el éxito mundano le impidió escribir en el
ocaso de su vida —o sanidad mental— un libro dividido en capítulos
titulados "¿Por qué soy tan sabio?”, "¿Por qué soy tan inteligente?”,
"¿Por qué escribo libros tan buenos?”, etc. Como ejemplares de la
segunda y tercera clase no podríamos citar a nadie, porque son
anónimos, porque hay demasiados.
Lo más común para el resto de los artistas, más sensatos (y no
necesariamente mediocres) mortales, es una extrema veleidad en su
autoestima. Un día estarán más y otro menos convencidos de su talento. Y
en verdad no hay nada más desconcertante que la actual arena cultural,
donde uno no sabe siquiera si es juzgado o simplemente ignorado, y aun
en el caso de ser juzgado, tampoco sabe según qué criterio —estético o
financiero— uno lo es. Por momentos uno se rendirá ante el mundo, por
momentos se querrá tácito vencedor. Por momentos de histeria amenazará
(a sí mismo) con abandonarlo todo, por momentos recurrirá a estrategias
defensivas como la de revestir al fracaso de un manto de romanticismo,
bajo la convicción de que hay algo muy poético en no lograr objetivos,
o como la de aplicar la ley del resentido: todo lo fracasado es exitoso
y viceversa (concepción no menos ofuscada que la de que todo lo
exitoso es exitoso y todo lo fracasado es fracasado). En fin, por
momentos se avergonzará y por momentos se jactará de su fracaso.
Lo cierto es que, sea cual sea el caso, el artista serio, que no
concibe la creación excluyentemente como una fuente de ingresos ni como
un hobby pasajero, seguirá creando toda su vida aun sin haber
publicado una sola línea, porque crear es para él un fin en sí mismo, y
simplemente porque no puede no hacerlo. Y si le sirve de consuelo a su
fracaso, digamos que quien tiene más derecho a la
esperanza es quien sigue trabajando a pesar de haberla perdido por
completo. Además hay un regalo inconmensurable otorgado sólo por la
creación que ningún creador debe olvidar y que ningún honesto creador
desconoce: la justificación de la vida —y, si se me permite la
exageración o el sentimentalismo, ¿no equivale esto a decir la vida misma?
Tomado de: http://www.letralia.com/248/articulo08.htm
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