Laura Freixas
Barbey d’Aurevilly, Por Émile Lévy
Al preguntarle alguien cuál era su lago escocés favorito, George Bryan
Brummell se volvió a su mayordomo: «¿Cuál es mi lago favorito?».
«Windermere, señor», apuntó el criado respetuosamente. «Ah, sí,
Windermere», bostezó el apodado «bello Brummell». La anécdota (recogida
por Scaraffia en su Diccionario del dandi) condensa la actitud
del dandi ante la vida: la falta de deseo, la desgana, el desprecio por
los gustos del vulgo. Y el aburrimiento: otro dandi notorio, el francés
Barbey d’Aurevilly, llevó un diario en el que la frase más repetida, a
lo largo de decenas de años y centenares de páginas, es «Je m’ennuie».
El personaje del dandi irá fundiéndose progresivamente con el del
artista, un tipo de artista por lo menos: el romántico, el bohemio, el
maldito. Nacido a finales del XVIII, el dandi llega hasta entrado el
siglo XX, con amplios meandros geográficos y sociales: pasa por el
aristócrata Robert de Montesquiou, modelo del proustiano barón de
Charlus; por Baudelaire, Byron, Musset y Wilde; por personajes de
ficción, como Jean Des Esseintes –el melancólico héroe de À rebours,
de Joris-Karl Huysmans– o el mismo Julien Sorel; llega hasta el
revolucionario Maiakovski, el elegante Cocteau, Valle-Inclán y su
carlismo estético. Desdeñoso del dinero y el rango –se cuenta que cayó
en desgracia el día en que el príncipe de Gales le pidió que apagara una
lámpara y él contestó: «Hazlo tú, George, que estás más cerca»–,
Brummell hacía ostentación de preocuparse por una sola cosa: sus
guantes, que encargaba a tres artesanos diferentes, uno especialista en
la palma, otro en el pulgar, y un tercero para el resto de los dedos. En
el fondo, tanto da los guantes como el pretendiente Carlos o la
libertad de Grecia: la cuestión es ir en todo à rebours, a
contrapelo de las odiadas masas. «Cuando la gente piensa como yo
–sentenciaba Wilde– siento que debo de estar equivocado».
El problema, claro está, es que las masas han ganado la partida. No es
que los dandis, y sus descendientes los escritores malditos, lo hubieran
dudado ni por un instante. Al contrario, lo sabían: de ahí su
melancolía y su aburrimiento. El odio y el desprecio de cierto tipo de
artistas hacia la sociedad de masas (que ellos, por cierto, identifican
arbitrariamente con las mujeres, desde la pobre Emma caracterizada como
el (la) mal(a) lector(a) por antonomasia, hasta la escarnecida maruja
de nuestros días) es uno de los hilos conductores de la historia de
nuestra cultura en los últimos dos siglos: véase lo escrito por Andreas
Huyssen, Rita Felski o Nora Catelli. Pero las masas, repito, han ganado
la partida. Si esto ya era evidente en la época de las novelas por
entregas, hoy hemos ido un paso más allá.
Los editores dependían, de
acuerdo, de la cuenta de resultados, pero no dejaban de tener un gusto
propio. No siempre o no todos se limitaban a reflejar las preferencias
del gran público, a servirle lo que éste pedía; a veces publicaban lo
que a ellos les gustaba, aunque vendieran poco, o incluso conseguían
modelar el gusto del público según el suyo propio. Ese tipo de editor
hace años que está en peligro de extinción, como denunció André
Schiffrin, pero Internet puede darle la puntilla. Y cuando ya no sólo no
hay corte que les haga encargos, ni patricios que les contraten como
institutrices o bibliotecarios, ni Iglesia que les acoja en sus
conventos, sino que ni siquiera haya editores, ¿de qué podrán vivir los
escritores? Sólo del mercado puro y duro. O si queremos matizar un poco
más: del mercado, de los premios, de la fama.
Aunque resulte paradójico, la figura del escritor famoso es heredera de
la del escritor comprometido. Al contrario del dandi, el escritor engagé
no se aparta desdeñosamente de su tiempo, ni abomina de las masas. En Qu’est-ce
que la littérature (1947), Sartre propone a los literatos que
aspiren a cambiar la sociedad, dirigiéndose no a la élite, sino a la
humanidad entera, y recurriendo sin miedo a «eso que los americanos han
adornado con el nombre de mass-media». ¿Y qué otra cosa hace el
escritor que vive, o aspira a vivir, del mercado?
Esa similitud entre uno y otro tipo de escritor en apariencia tan
distintos la intuyó Julien Gracq cuando en su panfleto de 1949 La littérature
à l’estomac arremetía contra ambos. Gracq ataca tanto la
literatura que «deja de lado cualquier desvelo estético en aras de la
exaltación de la fe» como aquella otra que sólo pretende «hacerles
gratos al prójimo los ratos de ocio». Lo que tienen en común es que, en
uno y otro caso, los autores son conocidos no tanto por sus textos como
por su presencia pública. Figura discreta, que vivía de su salario como
profesor de instituto y publicó muy pocos libros en su vida, Gracq se
mantuvo fiel a la incorruptibilidad que proclama su pseudónimo (Julien
por Le rouge et le noir, y Gracq por los reformistas de la
antigua Roma): en efecto, rechazó el Goncourt, que sí aceptó, en cambio,
la muy comprometida Simone de Beauvoir, mientras que Sartre rechazaba
el Nobel. Medio siglo después, la transición se ha completado: nadie
rechaza premios. ¿Transición hacia dónde? Hacia la reconciliación (al
menos, grosso modo), que los premios simbolizan, del artista
con el público y con el Estado.
¿Qué significan hoy, pues, los premios para los escritores? Ante todo,
una necesidad: Bolaño los comparaba a búfalos, que el escritor piel roja
sale a cazar para ganarse su sustento. En su libro España, aparta
de mí estos premios, presidido por esa cita del autor chileno, el
peruano-sevillano-japonés Fernando Iwasaki revela con qué cepos se cazan
tan codiciadas presas. Se trata de un divertimento que parece inspirado
en los Exercices de style de Queneau, aquellos noventa y nueve
textos que narraban, en otros tantos géneros (de la carta oficial al
soneto), un mismo incidente banal.
Iwasaki inventa una historieta y nos
muestra cómo puede adaptarse a los gustos del jurado que toque, taurino,
espeleológico o flamenco: el resultado es hilarante. Pero allí donde
Iwasaki es benévolo, Thomas Bernhard, en cambio, es vitriólico. Él
también recibió premios, y sustanciosos, pero habla tan mal de ellos
(los funcionarios culturales le parecen «autoritarios y estúpidos», las
ceremonias «de mal gusto», la concesión del pequeño premio nacional en
vez del grande, «una infamia» destinada a humillarlo) que más bien
parecen castigos. Pero entonces, ¿por qué los aceptó? Porque «soy
codicioso, no tengo carácter, yo también soy un cerdo».
Tal vez Mis premios, última obra –y póstuma– del autor
austríaco, es también el último estertor del dandismo literario, si por
tal entendemos el desprecio del artista por el público. Escritor
conocido, que podía vivir de sus ventas (y premios), Thomas Bernhard no
quería renunciar a ser también maldito. Actuaba como esos políticos que
de lunes a viernes viajan en coche oficial y llevan traje, pero el
sábado se ponen la cazadora de cuero y salen a manifestarse. Una doble
personalidad parecida, pero no con carácter simultáneo, sino sucesivo,
la mostró entre nosotros el más difícil, minoritario y prestigioso de
los escritores españoles de la segunda mitad del siglo XX: me refiero a
Juan Benet, que en 1980 decidió presentarse nada menos que al premio
Planeta (quedó finalista), cosa que marca, como alguna vez ha escrito
Constantino Bértolo, un antes y un después en la historia literaria
española. ¿Qué conclusión sacar de todo esto? Por lo menos una:
definitivamente, el dandi ha muerto.
BIBLIOGRAFÍA
• Jules Barbey d’Aurevilly: Memoranda. Diarios
1836-1864, trad. de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán, Coín,
Alfama, 2009.
• Thomas Bernhard: Mis premios, trad. de
Miguel Sánez, Madrid, Alianza, 2009.
• Nora Catelli: Testimonios tangibles. Pasión y
extinción de la lectura en la narrativa moderna, Barcelona,
Anagrama, 2001.
• Rita Felski: The Gender of Modernity,
Cambridge, Harvard University Press, 1995.
• Julien Gracq: La literatura como bluff,
trad. de María Teresa Gallego Urrutia, Barcelona, Nortesur, 2009.
• Fernando Iwasaki: España, aparta de mí estos
premios, Madrid, Páginas de Espuma, 2009.
• Raymond Queneau: Ejercicios de estilo,
trad. de Antonio Fernández Ferrer, Madrid, Cátedra, 1987.
• Jean-Paul Sartre: ¿Qué es la literatura?,
trad. de Aurora Bernárdez, Buenos Aires, Losada, 1967.
• Giuseppe Scaraffia: Diccionario del dandi,
trad. de Francisco Campillo, Madrid, Antonio Machado Libros, 2009.
• André Schiffrin: La edición sin editores,
trad. de Eduard Gonzalo, Barcelona, Destino, 2000.
Sur le dandysme aujourd’hui, exposición en el Centro Galego de
Arte Contemporánea, 15 de enero-21 de marzo de 2010.
Tomado de: http://www.revistadelibros.com número 161 · mayo 2010
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