"El dolor -decía un sabio- es el libro más vasto,
ya que contiene todos los libros.”
Edmond Jabès
Las relaciones entre estas dos "artes hermanas” y sus "fatales
coincidencias” ante el tópico del dolor, abarca dos posibles
perspectivas: la de la pintura en el cine (más relacionada con la
prehistoria del cine) y la del cine en la pintura (más que ver con el
arte contemporáneo). Esta viva interrelación entre ambos discursos
siempre hace vigente la consigna paradojal de que el arte cambia pero no
progresa, porque para éste, a diferencia de otras disciplinas como la
técnica o la ciencia, un nuevo punto de vista o un medio más nuevo jamás
anula los anteriores. Desde el punto de vista técnico, el cine empezó
en 1895, pero desde el punto de vista meramente artístico, y en cuanto a
la problemática que nos preocupa, su historia es mucho más antigua y se
remonta al origen de los tiempos: desde "el jabalí de ocho patas”,
pintura rupestre de la "cueva cinematográfica” de Altamira; pasando por
la composición de registro superpuesto, en los bajorrelieves con
alineamiento de asnos en movimiento del arte egipcio. A los relieves
asirios sobre batallas, o las vasijas griegas del 430 A.C., donde
aparecen impresas figuras que explican el episodio de las bodas y el
dolor de Sísifo; hasta la construcción de la famosa columna de Trajano
en Roma, allá por el año 113, para conmemorar las campañas bélicas
contra los Dacios. Todas estas "narraciones visuales” son antecedentes
plásticos de las imágenes en movimiento, que muchos siglos después
proyectará dinámicamente el cine a través de imágenes en la pantalla,
con una contundencia y eficacia nunca vista.
A propósito, recordemos que el nacimiento de la imagen está unido desde
el principio de la humanidad a la superación del dolor, el duelo y la
incertidumbre ante la muerte. Pero si estas primeras imágenes surgen de
las tumbas, es como rechazo a la nada, y para prolongar en cierta forma
la vida. De ahí la necesidad de cubrir esas imágenes con colores, para
soportar la idea insoportable de la muerte. Es como si esos primeros
"artistas”, experimentaran por primera vez en la historia, ante el
dolor, la paradoja crucial que le da sentido al arte: "para expresar el
silencio de la muerte, el silencio nunca es suficiente”.
En su libro, La lágrima de Eros, G. Bataille, quizás uno de los
especialistas más importantes en el tema, es muy claro e ilustrativo
cuando dice: "lo que sabemos de ellos nos permite afirmar que sabían
-cosa que los animales ignoraban- que morirían. Desde muy antiguo, los
seres humanos tuvieron un conocimiento doloroso y estremecedor de la
muerte. Las imágenes de hombres con sexo erecto datan del paleolítico
superior; cuentan entre las más antiguas figuraciones (precediéndose en
veinte o treinta mil años). Pero las más antiguas sepulturas que
atestiguan ese conocimiento angustiado de la muerte, son
considerablemente anteriores; para el hombre del paleolítico inferior la
muerte tuvo ya un sentido doloroso y tan grave -y tan evidente- que le
indujo, al igual que a nosotros, a dar sepultura a los cadáveres de los
suyos... Hemos visto que el velludo hombre de Neanderthal tenía ya plena
conciencia de la muerte; y es a partir de ese conocimiento, que opone
la vida sexual del hombre a la del animal, cuando aparece el erotismo”.
Al decir de Régis Debray, "la plástica sería un terror domesticado”.
Quizás por eso, y ante el incremento exponencial de la muerte y el dolor
en la vida social actual, nuestra necesidad de más y más imágenes, es
más vital y vertiginosa. En este sentido, la materia prima de la actual
velocidad que han adquirido las imágenes, y su posterior indiferencia
"ante el dolor de los demás”, no es la construcción de una mirada, sino
la fascinación de una visión.
Ante las imágenes de dolor, destrucción y muerte repetidas sin cesar,
vemos lo que no miraríamos. Dichas imágenes "muestran” e invocan lo que
no muestran: la relación inmediata entre lo que está presente y lo que
está ausente. De ahí que, en la estrategia repetitiva y vertiginosa de
las imágenes, no existe lo anecdótico, sino culturas y religiones
dominantes que nos exilian de "nos-otros” mismos y del dolor de los
demás, una pérdida de sentido que no es tan sólo paréntesis de la
conciencia, sino una devaluación de la existencia misma. Sin embargo,
mientras se observan las imágenes del desconsuelo y la orfandad, casi
destellos "luminosos” de la crueldad y el horror, nos sentimos lejos del
dolor de las víctimas. Paradoja interesante que nos lleva a la
reflexión sobre la esencia misma de las imágenes: ¿éstas nos acercan o
nos alejan del dolor de los demás?
Es lícito pensar que la primera experiencia trascendente del "animal
humano”, ese "animal loco” al decir de Castoriadis, fue el
desconcertante espectáculo del individuo ante el dolor de la muerte. Tal
vez la imagen de la muerte sea el verdadero estadio del espejo humano:
mirarse en un doble y, en lo visible inmediato (la imagen), ver también
lo no visible (la muerte). Y la nada en sí. Traumatismo suficiente para
reclamar al momento una contrapartida: construir una imagen de lo
innombrable, un doble de la muerte para mantenerse con vida y, a la vez,
no ver, no verse a sí mismo como muerto. "Esta inscripción
significativa, hace de la fascinación ante las imágenes, una
ritualización -global en la actualidad- del abismo por desdoblamiento
especular”1. Dicha consideración, como lo ha demostrado Frazer, existe
desde tiempos primitivos. Muchos pueblos consideraban su reflejo, ya sea
en la sombra, en el agua o en un espejo fuente de peligros. Incluso los
griegos consideraban presagio de muerte el que una persona soñara que
se veía reflejada en un espejo de agua.Incluso éste puede ser el origen
del mito de Narciso.
En muchas religiones las imágenes "dolorosas”, desempeñaban y todavía
desempeñan con cierta eficacia, un papel primordial a la hora de
producir la experiencia de lo sagrado. Y han sido utilizadas como medio
de adoctrinamiento, como objeto de culto y como arma política en los
debates, en el sentido original del término, es decir para popularizar y
afianzar las doctrinas de la iglesia. "Las imágenes eran la Biblia de
los analfabetos”; y la propia imagen actuaba a modo de recordatorio y
refuerzo del mensaje político, a través del dolor que padeció Jesucristo
por nosotros. De esta forma y por medio de las narraciones visuales o
pictóricas, como por ejemplo las distintas estaciones del via crusis,
que toda iglesia católica posee en su interior; ese dolor ejemplar
representado por imágenes desgarradoras e inequívocas, que cuentan la
pasión, el dolor y la muerte de Cristo es reactualizado en cada misa.
Como así también la culpa, imposible de saldar para los creyentes, por
quién sufrió y murió por la humanidad.
Por medio de estas imágenes se "entra” a un tiempo sagrado que es
siempre el mismo. Un eterno presente, donde se hace actual, ritualmente
un hecho original y primordial. Y donde los participantes se vuelven
contemporáneos de dicho acontecimiento, indefinidamente recuperable. Al
decir del historiador Peter Burke, estas imágenes sobre ese "dolor
ejemplar”, destinadas a suscitar emociones y culpas, también pueden ser
utilizadas como verdaderos documentos de la historia de las emociones y
del dolor.
"Por ejemplo, indican que a finales de la Edad Media se produjo una
preocupación especial por el dolor. Fue ésta la época en la que el culto
a los instrumentos de la Pasión, los clavos, la lanza, la corona de
espinas, el látigo, la cruz, llegó a su punto culminante.
Una
utilización muy "hollywoodense” de estas "marcas”, la podemos encontrar
en el film último de Mel Gibson, llamado Pasión, con todas las
implicancias reaccionarias y antisemitas que despertó. La Edad Media,
fue también la época en la que el Cristo sufriente, doloroso, retorcido y
patético, sustituyó la imagen serena y dignificada que tradicionalmente
había presentado a Cristo en los crucifijos. En este sentido, no es
casual que una de las primeras apropiaciones que ha hecho el cine de la
pintura, fueran los films: La vida y la pasión de Jesucristo (1903), de
Zecca y Nonguet, y la versión del italiano Antamoro: Christus de 1916. O
los posteriores préstamos que el cine a lo largo de su historia, ha
tomado de la iconografía bíblica representada en la pintura. La Piedad
es el motivo visual (instante significativo, de "máxima intensidad e
intimidad dolorosa en medio de una tragedia”, que permanece en el
tiempo, y que no se limita a un único género ni a una determinada
estética) que ha tenido mayor presencia cinematográfica. "... La Piedad
en el cine no aparece como una cita pictórica o escultórica sino como un
motivo visual que sintetiza la narración”2. Dicho motivo visual, junto
al famoso cuadro Cristo muerto de Mantegna aparece en innumerables films
de todos los géneros, tanto de corte religiosos como de dimensiones
laicas, citemos sólo algunos como ejemplo: el final de Mamma Roma(1962)
de Pasolini, la escena de la mujer que acoge al marido muerto en Topaz
(1969) de Hitchcok; la secuencia de la muerte de Nina en Roma, ciudad
abierta (1945) de Rossellini, el diálogo sublime entre K. Douglas y T.
Curtis en Espartaco (1960) de Kubrick, la desolación del anciano
mientras sostiene el cadáver de su hijo en brazos, en Ran (1985) de
Kurosawa; las varias "piedades” que encontramos en El nacimiento de una
nación (1915) de Griffith, la escena del suicidio de Honrad en Grupo de
familia(1974) de Visconti; la utilización que ha hecho de la Piedad el
cine soviético, convirtiéndolo en emblema nacional y popular: mezcla del
dolor maternal con la toma de conciencia de la injusticia social. Estas
verdaderas Antígonas, son contundentes "Piedades activas y dinámicas”.
Sólo dos ejemplos emblemáticos: la madre subiendo las escalinatas de
Odesa con el hijito muerto en brazos, en El acorazado Potemkin (1925) de
Eisentein, o el patetismo de la escena en la que el dolor de la madre
por la muerte del hijo a manos de los represores, la obliga a continuar
la lucha, en La madre (1926) de Pudovkin. Y para terminar con una lista
interminable, recordemos la larga secuencia final de El Padrino III
(1990) de Coppola, donde el "grito operístico” de Michael enlaza,
magistralmente, con el que inaugura la tragedia de los Corleone, el de
la madre de Vito tras descubrir el cadáver de su hijo Paolo.
Las imágenes también son la ausencia, y la ausencia es el nombre común
del doble. La imagen como un sustitutivo vivo de la muerte. La
fascinación ante las imágenes del sufrimiento, representadas en la
historia de la pintura o el cine, hacen que el yo quede en cierta forma
inmunizado, puesto en un lugar seguro. El dolor y la violencia de las
imágenes convierte en cosa a quién está sujeto a ella, y es imposible
deshacerse del doble sin materializarlo. Es como si ante las imágenes
"dolorosas”, presentadas por la pintura, el cine o la fotografía, los
espectadores actuales no se negaran a ver, y no negaran para nada lo
real del dolor que se muestra. Pero su complacencia se detiene ahí: -"he
visto, he admitido, pero que no se me pida más”-. Por lo demás se
mantiene el punto de vista, y se persiste en su comportamiento pasivo,
como si nada se hubiera visto. O sea no se hace nada con lo visto, no se
construye "una mirada implicada”. Mi percepción actual del dolor, y mi
perspectiva visual anterior coexisten en forma contradictoria. Se trata
entonces, no tanto de una percepción errónea del dolor, cuanto de una
percepción "inútil”. Constituyendo ésta uno de los rasgos más notables
de la "ilusión” actual ante las imágenes del dolor. Ilusión, en la
manera más común de apartar lo real del dolor del otro. No hay rechazo
de la percepción del dolor propiamente dicho. No se niega la imagen, tan
sólo se la desplaza, se la coloca en otra parte. Puede decirse que esta
percepción ilusoria del dolor, está como escindida en dos: el aspecto
teórico de "lo que se ve”, se exilia artificialmente del aspecto
práctico de "lo que se hace” con lo visto. O sea, que se termina no
sacrificando nada de nosotros; en definitiva decidimos no ver una
realidad dolorosa cuya existencia, por otra parte reconocemos. Dicha
actitud "hipócrita”, se ha transformado hoy en patética ceguera
voluntaria. "¡Tú hipócrita lector!”, había anticipado Baudelaire, en uno
de los primeros poemas del arte moderno.
Representar es hacer presente
lo ausente, por lo tanto no es simplemente evocar sino reemplazar. Las
imágenes están ahí para cubrir una ausencia, aliviar una pena, un dolor.
¿Pero al mismo tiempo uno de sus efectos, no es un aumento en la
banalización del duelo, del dolor y de la misma muerte? Incluso, la
apetencia por las imágenes que muestran cuerpos que sufren es tan viva
como el deseo por aquéllas que muestran cuerpos desnudos. Comenta Sontag
en Ante el dolor de los demás: "las fotografías de una atrocidad pueden
producir reacciones opuestas. Un llamado a la paz. Un grito de
venganza. O simplemente la confundida conciencia, repostada sin pausa de
información, de que simplemente suceden cosas terribles... La
iconografía del sufrimiento es de antiguo linaje. Los sufrimientos que
más a menudo se consideran dignos de representación son los que se
entienden como resultado de la ira, humana o divina. (El sufrimiento por
causas naturales, como la enfermedad o el parto, no está apenas
representado en la historia del arte; el que causan los accidentes no lo
está casi en absoluto: como si no existiera el dolor ocasionado por la
inadvertencia o el percance).” ¿Qué se hace entonces, con la información
que las imágenes nos aportan del dolor ajeno? Si los espectadores son a
menudo incapaces de asimilar los dolores de quienes tienen cerca.
Quizás esa incitación constante al voyeurismo sea un "reaseguro” ante el
dolor: constatar que eso que estoy viendo no me está ocurriendo a mí.
Incluso ante el dolor de los otros con quienes me sería fácil
identificarme. En este sentido ninguna imagen es "inocente”, como
tampoco lo fue y lo es la manipulación que hicieron y hacen a través de
ellas, a lo largo de la historia, los centros de poder. Y que al decir
del antropólogo M.Augé, en una reciente entrevista: "la homogeneización y
la globalización económica y tecnológica producen la ilusión de que
podemos comunicarnos con el mundo entero... La imagen puede ser el nuevo
opio del pueblo. Vivimos en un mundo de reconocimiento, no de
conocimiento. Se vive realmente a través de la pantalla.” Siendo el cine
una de las "mercancías” más llena de fetichismo ideológico, pero al
mismo tiempo el arte más laico y desacralizador, incluso, de sí mismo.
El sufrimiento y el dolor de los demás, es un tópico canónico en el
arte, y se manifiesta en la pintura y el cine como mero espectáculo, o
como reflexión profunda. La práctica de representar dolores ajenos
(pinturas sobre torturas, decapitaciones, sufrimientos de héroes y
mártires) o atroces y masivos (films bélicos o sobre la guerra: El gran
desfile de Vidor, Sin novedad en el frente, de Milestone, La batalla de
Argel, de Pontecorvo, La Patrulla infernal, de Kubrick, Apocalypse now,
de Coppola, La delgada línea roja, de Malick o Cartas desde Iwo Jima, de
Eastwood, por sólo nombrar algunos) son parte de la Historia del Arte. A
través de estas representaciones podemos considerar el dolor como
intermediario y mediador entre la vida y la muerte. De ahí, por ejemplo,
la atracción por el dolor de las víctimas, semejante a la mirada del
caballero que vuelve del horror de las cruzadas, en el film de Bergman
El séptimo sello, cuando éste, al igual que los espectadores, quedan
fascinados, ante el rostro doliente de la mujer quemada viva en la
hoguera, como en el histórico Juana de Arco, de Dreyer. Ante esta
"veracidad del dolor”, las imágenes proyectadas, como "en un estado de
dicha” y tranquilidad del que mira, el dolor, la muerte, ya no tienen un
real sentido. Nos conmovemos pero al mismo tiempo nos sentimos lejos
del dolor del otro; un juego de contrarios que se vuelve figura
paradigmática del arte moderno: "soy la herida y el cuchillo” al mismo
tiempo. Tanto en Goya (no es casual que la ilustración de tapa del libro
de Sontang Ante el dolor de los demás, sea una de las aguafuertes sobre
Los desastres de la guerra) como en El grito de Münch; en el Guernica
de Picasso, o en los cuerpos deformados de Bacon, nos asomamos a los
abismos de la condición humana, a su dolor más hondo y primitivo. Es
como si el dolor de esas imágenes nos increparan: "¡sufro, luego
existo!”. Una reflexión para el final: La frustración de no poder hacer
algo relativo a lo que muestran las imágenes quizá puede traducirse en
la acusación de que es indecente contemplarlas o de que es indecente el
modo en que se difunden: acompañadas, como bien podría ser el caso, de
anuncios de emolientes, analgésicos y todoterrenos. Si pudiéramos hacer
algo respecto de lo que muestran las imágenes, tal vez estas cuestiones
nos importarían mucho menos.3
Héctor J. Freire
Escritor y crítico de arte
hector.freire@topia.com.ar
Notas
1 Freire, Héctor, De cine somos. Críticas y miradas desde el arte, Ed. Topía, Buenos Aires, 2007.
2 Balló, Jordi, Imágenes del silencio, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000.
3 Sontag, Susan, Ante el dolor de los demás, Ed. Alfaguara, Buenos Aires, 2003
Tomado de:
http://www.topia.com.ar/articulos/el-%E2%80%9Cdolor%E2%80%9D-de-las-im%C3%A1genes
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