por HANS-GEORG GADAMER
Iman delbrot, ice cream From Neptune
Lo primero que hemos de tener claro es que el juego es
una función elemental de la vida humana, hasta el punto de que no se
puede pensar en absoluto la cultura humana sin un componente lúdico.
Pensadores como Huizinga, Guardini y otros han destacado hace mucho que
la práctica del culto religioso entraña un elemento lúdico. Merece la
pena tener presente el hecho elemental del juego humano en sus
estructuras para que el elemento lúdico del arte no se haga patente sólo
de un modo negativo, como libertad de estar sujeto a un fin, sino como
un impulso libre. ¿Cuándo hablamos de juego, y qué implica ello?
En primer término, sin duda, un movimiento de vaivén que
se repite continuamente. Piénsese, sencillamente, en ciertas
expresiones como, por ejemplo "juego de luces" o el "juego de las
olas", donde se presenta un constante ir y venir, un vaivén de acá para
allá, es decir, un movimiento que no está vinculado a fin alguno.
Es claro que lo que
caracteriza al vaivén de acá para allá es que ni uno ni otro extremo
son la meta final del movimiento en la cual vaya éste a detenerse.
También es claro que de este movimiento forma parte un espacio de
juego.
Esto nos dará que
pensar, especialmente en la cuestión del arte. La libertad de
movimientos de que se habla aquí implica, además, que este movimiento
ha de tener la forma de un automovimiento. El automovimiento es el
carácter fundamental de lo viviente en general.
Esto ya lo describió
Aristóteles, formulando con ello el pensamiento de todos los griegos.
Lo que está vivo lleva en sí mismo el impulso de movimiento, es
automovimiento. El juego aparece entonces como el automovimiento que no
tiende a un final o una meta, sino al movimiento en cuanto movimiento,
que indica, por así decirlo, un fenómeno de exceso, de la
autorrepresentación del ser viviente. Esto es lo que, de hecho, vemos
en la naturaleza: el juego de los mosquitos, por ejemplo, o todos los
espectáculos de juegos que se observan en todo el mundo animal,
particularmente entre los cachorros. Todo esto procede, evidentemente,
del carácter básico de exceso que pugna por alcanzar su representación
en el mundo de los seres vivos. Ahora bien, lo particular del juego
humano estriba en que el juego también puede incluir en sí mismo a la
razón, el carácter distintivo más propio del ser humano consistente en
poder darse fines y aspirar a ellos conscientemente, y puede burlar lo
característico de la razón conforme a fines.
Pues la humanidad
del juego humano reside en que, en ese juego de movimientos, ordena y
disciplina, por decirlo así, su propios movimientos de juego como si
tuviesen fines; por ejemplo, cuando un niño va contando cuántas veces
bota el balón en el suelo antes de escapársele.
Eso que se pone reglas a sí mismo en la forma de un
hacer que no está sujeto a fines es la razón. El niño se apena si el
balón se le escapa al décimo bote, y se alegra inmensamente si llega
hasta treinta. Esta racionalidad libre de fines que es propia del juego
humano es un rasgo característico del fenómeno que aún nos seguirá
ayudando. Pues es claro que aquí, en particular en el fenómeno de la
repetición como tal, nos estamos refiriendo a la identidad, la mismidad.
El fin que aquí resulta es, ciertamente, una conducta libre de fines,
pero esa conducta misma es referida como tal. Es a ella a la que el
juego se refiere. Con trabajo, ambición y con la pasión más seria, algo
es referido de este modo. Es éste un primer paso en el camino hacia la
comunicación humana; si algo se representa aquí, aunque sólo sea el
movimiento mismo del juego, también puede decirse del espectador que
"se refiere" al juego, igual que yo, al jugar, aparezco ante mí mismo
como espectador. La función de representación del juego no es un
capricho cualquiera, sino que, al final, el movimiento del juego está
determinado de esta y aquella manera. El juego es, en definitiva,
autorrepresentación del movimiento de juego.
Y podemos añadir, inmediatamente: una determinación
semejante del movimiento de juego significa, a la vez, que al jugar
exige siempre un "jugar-con". Incluso el espectador que observa al niño
y la pelota no puede hacer otra cosa que seguir mirando. Si
verdaderamente "le acompaña", eso no es otra cosa que la participatio,
la participación interior en ese movimiento que se repite. Esto resulta
mucho más evidente en formas de juego más desarrolladas: basta con
mirar alguna vez, por ejemplo, al público de un partido de tenis por
televisión. Es una pura contorsión de cuellos. Nadie puede evitar ese
"jugar-con". Me parece, por lo tanto, otro momento importante el hecho
de que el juego sea un hacer comunicativo también en el sentido de que
no conoce propiamente la distancia entre el que juega y el que mira el
juego. El espectador es, claramente, algo más que un mero observador
que contempla lo que ocurre ante él; en tanto que participa en el
juego, es parte de él.
Naturalmente, con
estas formas de juego no estamos aún en el juego del arte. Pero espero
haber demostrado que es apenas un paso lo que va desde la danza cultual
a la celebración del culto entendida como representación. Y que apenas
hay un paso de ahí a la liberación de la representación, al teatro, por
ejemplo, que surgió a partir de este contexto cultual como su
representación. O a las artes plásticas, cuya función expresiva y
ornamental creció, en suma, a partir de un contexto de vida religiosa.
Una cosa se
transforma en la otra. Que ello es así lo confirma un elemento común en
lo que hemos explicitado como juego, a saber, que algo es referido
como algo, aunque no sea nada conceptual, útil o intencional, sino la
pura prescripción de la autonomía del movimiento.
Esto me parece extraordinariamente significativo para la
discusión actual sobre el arte moderno. Se trata, al fin y al cabo, de
la cuestión de la obra. Uno de los impulsos fundamentales del arte
moderno es el deseo de anular la distancia que media entre audiencia,
consumidores o público y la obra. No cabe duda de que todos los
artistas importantes de los últimos cincuenta años han dirigido su
empeño precisamente a anular esta distancia.
Piénsese, por
ejemplo, en la teoría del teatro épico de Bertolt Brecht, quien, al
destruir deliberadamente el realismo escénico, las expectativas sobre
psicología del personaje, en suma, la identidad de lo que se espera en
el teatro, impugnaba explícitamente el abandono en el sueño dramático
por ser un débil sucedáneo de la conciencia de solidaridad social y
humana. Pero este impulso por transformar el distanciamiento del
espectador en su implicación como co-jugador puede encontrarse en todas
las formas del arte experimental moderno.
Ahora bien, ¿quiere esto decir que la obra ya no existe?
De hecho, así lo creen muchos artistas –al igual que los teóricos del
arte que les siguen–, como si de lo que se tratase fuera de renunciar a
la unidad de la obra. Mas, si recordamos nuestras observaciones sobre
el juego humano, encontrábamos incluso allí una primera experiencia de
racionalidad, a saber, la obediencia a las reglas que el juego mismo se
plantea, la identidad de lo que se pretende repetir. Así que allí
estaba ya en juego algo así como la identidad hermenéutica, y ésta
permanece absolutamente intangible para el juego del arte. Es un error
creer que la unidad de la obra significa su clausura frente al que se
dirige a ella y al que ella alcanza. La identidad hermenéutica de la
obra tiene un fundamento mucho más profundo. Incluso lo más efímero e
irrepetible, cuando aparece o se lo valora en cuanto experiencia
estética, es referido en su mismidad. Tomemos el caso de una
improvisación al órgano. Como tal improvisación, que sólo tiene lugar
una vez, no podrá volverse a oír nunca. El mismo organista apenas sabe,
después de haberlo hecho, cómo ha tocado, y no lo ha registrado nadie.
Sin embargo, todos dicen: "Ha sido una interpretación genial", o, en
otro caso, "Hoy ha estado algo flojo". ¿Qué queremos decir con eso?
Está claro que nos estamos refiriendo a la improvisación. Para
nosotros, algo "está" ahí; es como una obra, no un simple ejercicio del
organista con los dedos. De lo contrario, no se harían juicios sobre
la calidad de la improvisación o sobre sus deficiencias. Y así, es la
identidad hermenéutica la que funda la unidad de la obra. En tanto que
ser que comprende, tengo que identificar. Pues ahí había algo que he
juzgado, que "he comprendido". Yo identifico algo como lo que ha sido o
como lo que es, y sólo esa identidad constituye el sentido de la obra.
Si esto es correcto –y pienso que tiene en sí la
evidencia de lo verdadero–, entonces no puede haber absolutamente
ninguna producción artística posible que no se refiera de igual modo a
lo que produce en tanto que lo que es. Lo confirma incluso el ejemplo
límite de cualquier instrumento –pongamos por caso un botellero– que
pasa de súbito, y con el mismo efecto, a ser ofrecido como si fuera una
obra. Tiene su determinación en su efecto y en tanto que ese efecto
que se produjo una vez. Es probable que no llegue a ser una obra
duradera, en el sentido clásico de perdurabilidad; pero, en el sentido
de la identidad hermenéutica, es ciertamente una "Obra".
Precisamente, el concepto de obra no está ligado de
ningún modo a los ideales clasicistas de armonía. Incluso si hay formas
totalmente diferentes para las cuales la identificación se produce por
acuerdo, tendremos que preguntarnos cómo tiene lugar propiamente ese
ser-interpelados. Pero aquí hay todavía un momento más. Si la identidad
de la obra es esto que hemos dicho, entonces sólo habrá una recepción
real, una experiencia artística real de la obra de arte, para aquel que
"juega-con", es decir, para aquel que, con su actividad, realiza un
trabajo propio. ¿Cómo tiene lugar esto propiamente? Desde luego, no por
un simple retener en algo la memoria. También en ese caso se da una
identificación; pero sin ese asentimiento especial por el cual la
"obra" significa algo para nosotros. ¿Por medio de qué posee una "obra"
su identidad como obra? ¿Qué es lo que hace de su identidad una
identidad, podemos decir, hermenéutica? Esta otra formulación quiere
decir claramente que su identidad consiste precisamente en que hay algo
"que entender", en que pretende ser entendida como aquello a lo que
"se refiere" o como lo que "dice". Es éste un desafío que sale de la
"obra" y que espera ser correspondido. Exige una respuesta que sólo
puede dar quien haya aceptado el desafío. Y esta respuesta tiene que ser
la suya propia, la que él mismo produce activamente. El co-jugador
forma parte del juego.
Por experiencia propia, todos sabemos que visitar un
museo, por ejemplo, o escuchar un concierto, son tareas de intensísima
actividad espiritual. ¿Qué es lo que se hace? Ciertamente, hay aquí
algunas diferencias: uno es un arte interpretativo; en el otro, no se
trata ya de la reproducción, sino que se está ante el original colgado
de la pared. Después de visitar un museo, no se sale de él con el mismo
sentimiento vital con el que se entró: si se ha tenido realmente la
experiencia del arte, el mundo se habrá vuelto más leve y luminoso.
La determinación de la obra como punto de identidad del
reconocimiento, de la comprensión, entraña, además, que tal identidad
se halla enlazada con la variación y con la diferencia. Toda obra deja
al que la recibe un espacio de juego que tiene que rellenar. Puedo
mostrarlo incluso con conceptos teóricos clasicistas. Kant, por
ejemplo, tiene una doctrina muy curiosa. Él sostiene la tesis de que,
en pintura, la auténtica portadora de la belleza es la forma. Por el
contrario, los colores son un mero encanto, esto es, una emocionalidad
sensible que no deja de ser subjetiva y que, por lo tanto, no tiene nada
que ver con la creación propiamente artística o estética.
Quien entienda de arte neoclásico –piénsese en
Thorwaldsen, por ejemplo– admitirá que en este arte de marmórea palidez
son la línea, el dibujo, la forma, los que, de hecho, ocupan el primer
plano. Sin duda, la tesis de Kant está condicionada históricamente.
Nosotros no suscribiríamos nunca que los colores son meros encantos.
Pues sabemos que también es posible construir con los colores y que la
composición no se limita necesariamente a las líneas y la silueta del
dibujo. Mas lo que nos interesa ahora no es la parcialidad de ese gusto
históricamente condicionado. Nos interesa sólo lo que Kant tiene
claramente ante sus ojos. ¿Por qué destaca la forma de esa manera? Y la
respuesta es: porque al verla hay que dibujarla, hay que construirla
activamente, tal y como exige toda composición, ya sea gráfica o
musical, ya sea el teatro o la lectura. Es un continuo ser-activo-con. Y
es claro y manifiesto que, precisamente la identidad de la obra, que
invita a esa actividad, no es una identidad arbitraria cualquiera, sino
que es dirigida y forzada a insertarse dentro de un cierto esquema
para todas las realizaciones posibles.
Piénsese en la literatura, por ejemplo. Fue un mérito
del gran fenomenólogo polaco Roman Ingarden haber sido el primero en
poner esto de relieve. ¿Qué aspecto tiene la función evocativa de una
narración? Tomemos un ejemplo famoso: Los hermanos Karamazov. Ahí está
la escalera por la que se cae Smerdiakov. Dostoievski la describe de un
modo por el que se ve perfectamente cómo es la escalera. Sé cómo
empieza, que luego se vuelve oscura y que tuerce a la izquierda. Para
mí resulta palpablemente claro y, sin embargo, sé que nadie ve la
escalera igual que yo. Y, por su parte, todo el que se haya dejado
afectar por este magistral arte narrativo, "verá" perfectamente la
escalera y estará convencido de verla tal y como es. He aquí el espacio
libre que deja, en cada caso, la palabra poética y que todos llenamos
siguiendo la evocación lingüística del narrador. En las artes plásticas
ocurre algo semejante. Se trata de un acto sintético. Tenemos que
reunir, poner juntas muchas cosas. Como suele decirse, un cuadro se
"lee", igual que se lee un texto escrito. Se empieza a "descifrar" un
cuadro de la misma manera que un texto. La pintura cubista no fue la
primera en plantear esta tarea –si bien lo hizo, por cierto, con una
drástica radicalidad– al exigirnos que hojeásemos, por así decirlo,
sucesivamente las diversas facetas de lo mismo, los diferentes modos,
aspectos, de suerte que al final apareciese en el lienzo lo representado
en una multiplicidad de facetas, con un colorido y una plasticidad
nuevas. No es sólo en el caso de Picasso, Bracque y todos los demás
cúbistas de entonces que "leemos" el cuadro. Es así siempre. Quien esté
admirando, por ejemplo, un Ticiano o un Velázquez famoso, un
Habs-burgo cualquiera a caballo, y sólo alcance a pensar: "¡Ah! Ese es
Carlos V", no ha visto nada del cuadro. Se trata de construirlo como
cuadro, leyéndolo, digamos, palabra por palabra, hasta que al final de
esa construcción forzosa todo converja en la imagen del cuadro, en la
cual se hace presente el significado evocado en él, el significado de
un señor del mundo en cuyo imperio nunca se ponía el sol.
Por tanto, quisiera decir, básicamente: siempre hay un
trabajo de reflexión, un trabajo espiritual, lo mismo si me ocupo de
formas tradicionales de creación artística que si recibo el desafío de
la creación moderna. El trabajo constructivo del juego de reflexión
reside como desafío en la obra en cuanto tal.
Por esta razón, me parece que es falso contraponer un
arte del pasado, con el cual se puede disfrutar, y un arte
contemporáneo, en el cual uno, en virtud de los sofisticados medios de
la creación artística, se ve obligado a participar. El concepto de
juego se ha introducido precisamente para mostrar que, en un juego,
todos son co-jugadores. Y lo mismo debe valer para el juego del arte, a
saber, que no hay ninguna separación de principio entre la propia
confirmación de la obra de arte y el que la experimenta. He resumido el
significado de esto en el postulado explícito de que también hay que
aprender a leer las obras del arte clásico que nos son más familiares y
que están más cargadas de significado por los temas de la tradición.
Pero leer no consiste en deletrear y en pronunciar una
palabra tras otra, sino que significa, sobre todo, ejecutar
permanentemente el movimiento hermenéutico que gobierna la expectativa
de sentido del todo y que, al final, se cumple desde el individuo en la
realización de sentido del todo. Piénsese en lo que ocurre cuando
alguien lee en voz alta un texto que no haya comprendido. No hay quien
entienda lo que está leyendo.
La identidad de la obra no está garantizada por una
determinación clásica o formalista cualquiera, sino que se hace
efectiva por el modo en que nos hacemos cargo de la construcción de la
obra misma como tarea. Si esto es lo importante de la experiencia
artística, podemos recordar la demostración kantiana de que no se trata
aquí de referirse a, o subsumir bajo un concepto una confirmación que
se manifiesta y aparece en su particularidad. El historiador y teórico
del arte Richard Hamann formuló una vez esta idea así: se trata de la
"significatividad propia de la percepción". Esto quiere decir que la
percepción ya no se pone en relación con la vida pragmática en la cual
funciona, sino que se da y se expone en su propio significado. Por
supuesto que, para comprender en su pleno sentido esta formulación, hay
que tener claro lo que significa percepción. La percepción no debe ser
entendida como si la, digamos, "piel sensible de las cosas" fuera lo
principal desde el punto de vista estético, idea que podía parecerle
natural a Hamann en la época final del impresio-nismo. Percibir no es
recolectar puramente diversas impresiones sensoriales, sino que
percibir significa, como ya lo dice muy bellamente la palabra alemana,
wahrnehmen, "tomar (nehmen) algo como verdadero (wahr)". Pero esto
quiere decir: lo que se ofrece a los sentidos es visto y tomado como
algo. Así, a partir de la reflexión de que el concepto de percepción
sensorial que generalmente aplicamos como criterio estético resulta
estrecho y dogmático, he elegido en mis investigaciones una
formulación, algo barroca, que expresa la profunda dimensión de la
percepción: la "no-distinción estética". Quiero decir con ello que
resultaría secundario que uno hiciera abstracción de lo que le
interpela significativamente en la obra artística, y quisiera limitarse
del todo a apreciarla "de un modo puramente estético".
Es como si un crítico de teatro se ocupase
exclusivamente de la escenificación, la calidad del reparto, y cosas
parecidas. Está perfectamente bien que así lo haga; pero no es ése el
modo en que se hace patente la obra misma y el significado que haya
ganado en la representación. Precisamente, es la no distinción entre el
modo particular en que una obra se interpreta y la identidad misma que
hay detrás de la obra lo que constituye la experiencia artística. Y
esto no es válido sólo por las artes interpretativas y la mediación que
entrañan. Siempre es cierto que la obra habla, en lo que es, cada vez
de un modo especial y sin embargo como ella misma, incluso en encuentros
reiterados y variados con la misma obra. Por supuesto que, en el caso
de las artes interpretativas, la identidad debe cumplirse doblemente en
la variación, por cuanto que tanto la interpretación como el original
están expuestos a la identidad y la variación. Lo que yo he descrito
como la no-distinción estética constituye claramente el sentido propio
del juego conjunto de entendimiento e imaginación, que Kant había
descubierto en el "juicio de gusto". Siempre es verdad que hay que
pensar algo en lo que se ve, incluso sólo para ver algo.
Pero lo que hay aquí
es un juego libre que no apunta a ningún concepto. Este juego conjunto
nos obliga a hacernos la pregunta de qué es propiamente lo que se
construye por esta vía del juego libre entre la facultad creadora de
imágenes y la facultad de entender por conceptos. ¿Qué es esa
significatividad en la que algo deviene experimentable y experimentado
como significativo para nosotros? Es claro que toda teoría pura de la
imitación y de la reproducción, toda teoría de la copia naturalista,
pasa totalmente por alto la cuestión. Con seguridad, la esencia de una
gran obra de arte no ha consistido nunca en procurarle a la
"naturaleza" una reproducción plena y fiel, un retrato. Como ya he
mostrado con el Carlos V de Velásquez , en la construcción de un cuadro
se ha llevado a cabo, con toda certeza, un trabajo de estilización
específico. En el cuadro están los caballos de Velázquez, que algo
tienen de especial, pues siempre le hacen a uno acordarse primero del
caballito de cartón de la infancia; pero, luego, ese luminoso horizonte,
la mirada escrutadora y regia del general dueño de ese gran imperio:
vemos cómo todo ello juega conjuntamente, cómo precisamente desde ese
juego conjunto resurge la significatividad propia de la percepción; no
cabe duda de que cualquiera que preguntase, por ejemplo: ¿Le ha salido
bien el caballo?, o ¿está bien reflejada la fisonomía de Carlos V?,
habrá paseado su mirada sin ver la auténtica obra de arte. Este ejemplo
nos ha hecho conscientes de la extraordinaria complejidad del
problema. ¿Qué es lo que entendemos propiamente? ¿Cómo es que la obra
habla, y qué es lo que nos dice? A fin de levantar una primera defensa
contra toda teoría de la imitación, haríamos bien en recordar que no
sólo tenemos esta experiencia estética en presencia del arte, sino
también de la naturaleza. Se trata del problema de "lo bello en la
naturaleza".
El mismo Kant, que fue quien puso claramente de relieve
la autonomía de lo estético, estaba orientado primariamente hacia la
belleza natural. Desde luego, no deja de ser significativo que la
naturaleza nos parezca bella. Es una experiencia moral del hombre
rayana en lo milagroso el que la belleza florezca en la potencia
generativa de la naturaleza, como si ésta mostrase sus bellezas para
nosotros. En el caso de Kant, esta distinción del ser humano por la cual
la belleza de la naturaleza va a su encuentro tiene un trasfondo de
teología de la creación, y es la base obvia a partir de la cual expone
Kant la producción del genio, del artista, como una elevación suma de
la potencia que posee la naturaleza, la obra divina. Pero es claro que
lo que se enuncia con la belleza natural es de una peculiar
indeterminación. A diferencia de la obra de arte, en la cual siempre
tratamos de reconocer o de señalar algo como algo –bien que, tal vez,
se nos haya de obligar a ello–, en la naturaleza nos interpela
significativamente una especie de indeterminada potencia anímica de
soledad. Sólo un análisis más profundo de la experiencia estética por
la que se encuentra lo bello en la naturaleza nos enseña que se trata,
en cierto sentido, de una falsa apariencia, y que, en realidad, no
podemos mirar a la naturaleza con otros ojos que los de hombres
educados artísticamente. Recuérdese, por ejemplo, cómo se describen los
Alpes todavía en los relatos de viajes del siglo XVIII: montañas
terroríficas, cuyo horrible aspecto y cuya espantosa ferocidad eran
sentidos como una expulsión de la belleza, de la humanidad, de la
tranquilidad de la existencia. Hoy en día, en cambio, todo el mundo
está convencido de que las grandes formaciones de nuestras cordilleras
representan, no sólo la sublimidad de la naturaleza, sino también su
belleza más propia.
Lo que ha pasado está muy claro. En el siglo XVIII,
mirábamos con los ojos de una imaginación adiestrada por un orden
racionalista. Los jardines del siglo XVIII –antes de que el estilo de
jardín inglés llegase para simular una especie de naturalidad, de
semejanza con la naturaleza– estaban siempre construidos de un modo
invariablemente geométrico, como la continuación en la naturaleza de la
edificación que se habitaba. Por consiguiente, como muestra este
ejemplo, miramos a la naturaleza con ojos educados por el arte. Hegel
comprendió correctamente que la belleza natural es hasta tal punto un
reflejo de la belleza artística, que aprendemos a percibir lo bello en
la naturaleza guiados por el ojo y la creación del artista. Por
supuesto que aún queda la pregunta de qué utilidad tiene eso para
nosotros hoy, en la situación crítica del arte moderno. Pues, guiándose
por él, a la vista de un paisaje, difícilmente llegaríamos a reconocer
su belleza. De hecho, ocurre que hoy día tendríamos que experimentar
lo bello natural casi como un correctivo para las pretensiones de un
mirar educado por el arte.
Por medio de lo
bello en la naturaleza volveremos a recordar que lo que reconocemos en
la obra de arte no es, ni mucho menos, aquello en lo que habla el
lenguaje del arte. Es justamente la indeterminación del remitir la que
nos colma con la conciencia de la significatividad, del significado
característico de lo que tenemos ante los ojos. ¿Qué pasa con ese
ser-remitido a lo indeterminado? A esta función la llamamos, en un
sentido acuñado especialmente por los clásicos alemanes, por Goethe y
Schiller, lo simbólico.
Gadamer , Hans-Georg: La actualidad de lo bello, Barcelona, Paidós, 1996, pp. 66-83
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