Por Alfredo Cruz Prados*
Bruno Dayan
Es
preciso recuperar un concepto de arte que lo una a la vida, a lo útil y
cotidiano; un concepto que rehabilite para el arte la función de
embellecer la auténtica e integral existencia humana.
Suena a tópico afirmar que, en la
actualidad, asistimos a una crisis del concepto de belleza pero, a pesar
de ello, me parece que no está exento de verdad el pensamiento de que
se nos ha hecho profundamente problemático el concepto de belleza y de
que, por ello, nos resulta terriblemente difícil definirlo. Pero si el
concepto de belleza se ha hecho problemático es porque se nos ha hecho
problemático el modo de buscarla y producirla: me refiero, obviamente,
al arte. Este fenómeno tiene relevancia para la moda, porque parece
razonable pensar que la evolución sufrida por el arte y la situación
actual de este influyan y se reflejen en el mundo de la moda. Quiero
adelantar lo siguiente, para situar estas palabras en sintonía con el
tema central que nos trae aquí. Si la moda tiene alguna relación causal
con problemas como la anorexia, es en la medida en que la moda o ciertas
modas -para ser más justo- han contribuido a la "anatomización" de la
belleza: la belleza de la presencia física personal.
La preocupación y la atención obsesivas respecto del cuerpo -que, como
sabemos, pueden derivar en auténticas patologías- son una reacción
comprensible cuando la belleza de nuestro aparecer es casi por completo
una cuestión anatómica; cuando la belleza de nuestra presencia se reduce
prácticamente a la belleza del cuerpo presente. Esta anatomización es
fruto de una indumentaria que parece no ambicionar otra función que la
de ser un prólogo mudo respecto del texto corporal. Se trata -dicho con
otras palabras- de una moda reducida a la condición de pleonasmo de la
expresión corporal: una reduplicación o redundancia textil de lo que ya
viene dicho por la voz del mismo cuerpo. Esta moda renuncia a lo que
constituye la aportación más valiosa del vestir y, por ello, de la moda
misma: enriquecer el sentido y potenciar la expresividad de la presencia
física de un ser que es personal, y no sólo fisiológico; es decir,
constituir una mediación de lo corporal, que trascienda la pobreza
significativa del cuerpo en su condición inmediata y genérica. Aunque,
en la actualidad, esa preocupación obsesiva por el cuerpo parece afectar
especialmente a mujeres, no creo que los varones quedaran inmunes a
ella en cuanto la moda masculina adoptara los rasgos de cierta moda
femenina.Tengo la impresión de que en la génesis de esta moda inductora
de la anatomización de la belleza han tomado parte algunos de los
caracteres que ha ido adoptando el arte moderno, y que son, a la vez,
las causas de esa problematización del arte y la belleza que he
mencionado antes. Intentaré, pues, una sucinta descripción de esos
caracteres, para señalar final y brevemente su incidencia en la génesis
de ese tipo de moda.
Una de las notas más características de la Modernidad ha sido el gusto
por erigir en esferas autónomas las diversas dimensiones de la
existencia humana. Así, en el pensamiento moderno, han ido apareciendo,
como ámbitos separables e independientes, la política, la ciencia, la
moral, la economía, la cultura y, también, el arte: el mundo de lo
estético.
El arte ha quedado definido por independencia e, incluso, contraposición
respecto de los requerimientos del vivir cotidiano. Surge así un arte
abstraído, desvinculado de toda función vital. En consecuencia, la
belleza resulta convertida en una belleza aislada de lo práctico,
absoluta y olímpica, que es objeto de una experiencia específica y
cuasiangélica, la experiencia estética: una captación puramente
contemplativa, con tintes de éxtasis, que el hombre alcanza cuando se
abstrae de todo interés, cuando se libera de todo cuidado, de toda
referencia utilitaria.
La belleza se eleva al nimbo de lo sublime, afirmándose a sí misma
frente a la prosaica utilidad vital. Pero con esa elevación, la belleza
pierde pie en la realidad; y es esa misma condensación de lo sublime la
que produce la realidad o cosificación de lo prosaico. Al desvincularse
progresivamente de la vida, el arte se curva sobre sí mismo y se hace
autorreferencial: su función ya no es embellecer la vida, elevar lo
cotidiano y vital por encima de su condición pragmática, sino exaltarse a
sí mismo a alturas cada vez más olímpicas, afirmando su propia
sublimidad por distinción y oposición respecto de lo prosaico. Esta
desvinculación entre el arte y la vida hace problemática -en su
concepción y en su práctica- la tarea de buscar la belleza en las
realidades vitales y cotidianas, es decir, hace problemática la búsqueda
de belleza que le corresponde precisamente a la moda.
Bruno Dayan
DESCONEXIÓN ENTRE ARTE Y VIDA
Esa desconexión entre arte y vida nos conduce a la dicotomía entre una
belleza abstracta y excepcional, y una cotidianidad abandonada a su
crudo pragmatismo. El precio de un arte excelso, purificado de toda
función práctica y que se rinde culto a sí mismo -el arte por el arte-,
es una vida completamente pragmatizada y vulgar. La tradición medieval
definió la belleza como splendor formae, y aunque caben, por
supuesto, otras definiciones, no creo que esta haya perdido su vigencia,
ni creo que haya otra que exprese tanto con tan pocos términos.
Nuestras palabras "hermosura", "hermoso" proceden precisamente del
término "forma". La belleza es el esplendor que una forma adquiere
cuando ha alcanzado su plenitud o sazón; es la luminosidad de una forma
tan plenamente lograda, que da todo lo que puede dar de sí misma.
Podemos decir que la belleza es el esplendor de una forma en su
esplendor. La fealdad equivale en última instancia a falta de
realización, a carencia de ser. Existe belleza cuando la forma de un
objeto se trasciende en cierto modo a sí misma, y el objeto es
magnfficamente, espléndidamente, pletóricamente lo que es. Pero tengamos
en cuenta que trascenderse no signilica abstraerse, separarse,
emprender el vuelo desligándose de unos aspectos para desarrollar
exclusivamente otros en completa libertad y puridad. Trascender supone
en primer lugar asumir, incorporar aquello cuyo trascendimiento se
busca.
La belleza es el esplendor de una forma, pero esa forma no es la forma
misma de la belleza o la belleza en su pura y privativa forma, como si
esta fuera otra forma que se alcanza cuando nuestro hacer se despega y
desentiende de cualquier forma que no sea la forma de la belleza en sí.
Se pueden hacer formas bellas, pero no se puede obtener algo así como la
belleza hecha forma. La belleza es de la forma -es un predicado suyo-;
no, la forma de la belleza. Existen formas bellas, pero no forma o
formas de la belleza; y lograr una forma bella, conducir una forma a su
esplendor es precisamente el cometido del artista.
La moda no está condenada a moverse en el terreno de lo prosaico e
intrascendente por ser una actividad distinta de ese supuesto arte
olímpico y abstracto; ni necesita, para poder generar belleza,
desligarse de la vida, imitando el pretendido purismo esteticista de ese
arte ensimismado. La moda puede crear belleza sin dejar de ser moda, y a
condición precisamente de no dejar de serlo, porque la belleza que le
corresponde y puede crear es esa belleza que consiste en el esplendor de
la forma de presencia física personal.
A partir de esa concepción autonomista y excelsa del arte, era lógico
que se dieran ciertos desarrollos en el arte moderno que, como he
señalado, pueden estar ejerciendo cierto influjo en el campo de la moda.
Si el arte, como creación de belleza, se constituía por desvinculación
respecto de toda función o utilidad vital, parece lógico que se acabara
pensando que bastaba des-funcionalizar un objeto utilitario, desvincularlo de su función propia, por prosaica que esta fuera, para convertir, ipsofacto, ese objeto en una obra de arte. Este fue el arte de los objetos ready made, propuesto por el movimiento dadaísta. La conocida obra de Mareel Duchamp titulada Fuente es
un vulgar urinario, colocado, en posición invertida, en la pared de un
museo, que queda así ofrecido a la contemplación del público, a la
actitud perceptiva de un sujeto abstraído de toda necesidad vital. Al
separarlo de su función y convertido en objeto de pura contemplación, es
decir, de experiencia estética desinteresada -cuyo contenido se supone
que es la pura belleza-, ese objeto es transformado, trascendido en obra
de arte.
Lo útil es convertido en bello por el mero acto de abstraerlo de su
utilidad, y este acto es un acto de pura voluntad por parte del artista.
En frase atribuida a Picasso, "arte es lo que el artista dice que es
arte". El arte es pura volición por parte del artista, pura voluntad que
muestra su poder elevando a la condición de estético, de sublime
cualquier objeto, sin necesidad de ninguna intervención sobre él,
excepto el mero acto de querer que lo sea. Y, lógicamente, cuanto más
prosaico sea el objeto que resulte transformado en sublime, más poder
demostrará esa voluntad. El voluntarismo que aparece tan explícito en
esta corriente artística, se encuentra implícito en muchos otros
derroteros del arte moderno.
En todos ellos, este voluntarismo es la consecuencia del afán de
esencialidad que late en esos movimientos. Se busca dar con la esencia
del arte -de cada arte- para practicar después un arte esencial, puro,
un arte reducido a su quintaesencia. Pero se trata de un esencialismo
equivocado, que supone un uso incorrecto -una comprensión superficial-
del concepto de esencia, y que, en consecuencia, no pasa de ser un mero
reduccionismo, en el que un solo elemento del arte -tan parcial como
cualquier otro- es postulado gratuitamente como núcleo esencial del
mismo arte. Este esencialismo es equivocado porque no tiene en cuenta
que buscar la esencia de una realidad es buscar la comprensión más
radical y acabada de esa realidad, y que, por ello, la esencia -si lo es
verdaderamente- es una fórmula o cifra de carácter comprehensivo,
abarcador, y no una simplificación de esa realidad, que la haga
consistir en un rasgo o factor elemental de ella misma, seleccionado y
enfatizado, siempre de manera gratuita. La esencia es el fruto de un
proceso de intelección y universalización, no de un proceso de selección
y reducción.
Esto explica que dicho esencialismo haya adoptado generalmente la forma
de ese minimalismo dogmático que constituye uno de los principales
artículos del credo estético de nuestros días. Por todas partes se
postula con la fuerza de un dogma que la eliminación de elementos en la
obra de arte, que la reducción de esta a su mínimo compositivo es una
exigencia ineludible de su autenticidad y valor artísticos. Bajo la
influencia de este esencialismo minimalista, la pintura se reduce a
simple pigmento, a coloración de superficies; la escultura, a la
alternancia entre lo lleno y lo vacío, entre masa y oquedad; la danza, a
un alarde de elasticidad corporal, a puro contorsionismo; y la música, a
sonido sin melodía.
Es fácil observar que en este proceso de esencialización, la obra de
arte va adquiriendo progresivamente un carácter más marcadamente
material, más físico, más mostrenco podríamos decir. La obra de arte, en
virtud de su más aquilatada esencialidad, parece estar condenada a
terminar consistiendo en una facticidad cerrada, opaca y muda. La
materia se hace hegemónica sobre la forma, hasta el punto de que esta
última parece quedar asfixiada bajo el peso de aquella.
Es el materialismo que podemos observar en tantas esculturas recientes,
en las que el protagonismo corresponde sin lugar a dudas a sus brutales
moles de piedra o bronce. Es el materialismo de tantos cuadros que no
consisten en otra cosa que en un pigmento extendido dentro de los
límites de un bastidor, o hasta alcanzar estos mismos, actuando tales
límites como frontera puramente física de un fenómeno puramente físico.
Pensemos, por ejemplo, en la "composición suprematista" de Malevich,
"cuadrado blanco sobre fondo blanco".
Bruno Dayan
LA ESENCIA DE LO ARTÍSTICO
El esencialismo minimalista lo único que consigue a fuerza de perseguir
lo más esencial del arte, es hacer imposible el arte mismo. Porque lo
que en verdad corresponde a la esencia de lo artístico no es el
minimalismo compositivo -que tiene en el monismo su lógica meta-, sino
el pluralismo. Una obra de arte, para serlo de verdad, necesita
consistir en el juego de una pluralidad de elementos o factores. Para
que haya armonía, ritmo, vida y, en definitiva, belleza es preciso que
haya diversos elementos en acción: lo homogéneo, lo monótono nunca puede
ser bello, pues es de suyo informe, y sin forma no puede haber belleza.
El pigmento no es la esencia de la pintura, sino su base material: el
recurso y modo específico de componer formas bellas. A este modo de
crear formas bellas por medio del pigmento, del color, es a lo que
llamamos pintura artística. Por esto, cuando al color le arrebatamos la
posibilidad de construir algo que es más que mero color, algo que
trasciende la simple realidad física de una pigmentación, no estamos
alcanzando la pintura esencial, sino que hacemos imposible la pintura.
No importa que un cuadro sea figurativo o sea abstracto. Lo que importa
es darse cuenta de que lo que hace que el primero sea verdadera pintura
es lo mismo que hace que el segundo también lo sea; y de que la razón
por la que un cuadro de Velázquez es un buen cuadro es la misma razón
por la que un cuadro de Mondrian es un buen cuadro también. Son
precisamente los postuladores dogmáticos del abstraccionismo, del
minimalismo o del esencialismo quienes parecen haberse creído que el
valor artístico de la pintura figurativa reside exclusivamente en su
valor representacionista, en su parecido con la realidad. Al simplismo
de su diagnóstico corresponde el simplismo de su propuesta.
En otros casos, la búsqueda del arte esencial ha tomado una deriva
distinta: la del arte conceptual. En esta versión del esencialismo, el
arte ha sido convertido -pretendidamente- en una reflexión sobre el
mismo arte. La actividad artística ha acabado po~ curvarse y cerrarse
sobre sí misma completamente, en una narcisita autorreferencialidad,
pretendiendo que la obra de arte no fuera otra cosa que el puro concepto
de arte realizado plásticamente: la visibilización de este concepto. El
arte se funde y se confunde con la filosofía del arte. Se pretende
hacer filosofía con el arte: que el arte sea algo así como la versión
plástica de la especulación sobre el arte. Al convertir el arte en una
reflexión sobre el arte, lo que se acaba teniendo es sólo una reflexión
reiterada pero vacía, sin objeto, pues lo que debería ser su objeto ha
quedado disuelto a su vez en pura reflexión.
El valor "artístico" de una obra como, por ejemplo, la titulada Una y tres sil1as,
de Joseph Kosuth, no es otro que el de constituir -en caso de que lo
logre- la expresión visible de un concepto del arte. Una obra que
consiste en una vulgar silla de tijera colocada junto a una fotografía,
tamaño natural, de esa misma silla, y al lado de una reproducción
aumentada de la definción de "silla" de un diccionario, parece tener la
pretensión de constituir la obra, la realización de un arte que
reflexiona sobre sí mismo; de un arte que ha alcanzado por fin la
condición de auto conciencia, de objeto de sí mismo, de en sí y para sí:
en definitiva, de absoluto. En este tipo de arte, los recursos
materiales no son esencializados, como en el caso anterior; pero tampoco
son conducidos a la generación de una forma en la cual -por surgir de
ellos y en ellos- tales recursos se trascienden, se transfiguran, dando
de sí mismos más de lo que contienen de suyo. En este tipo de arte, los
recursos materiales son puros instrumentos, ocasionales y externos
respecto de lo que la obra de arte aspira a ser.
En la obra de Kosuth, la silla utilizada puede ser sustituida por
cualquier otra semejante; y en todos los museos del mundo podría existir
una Una y tres sillas, sin que hubiera diferencia verdaderamente
artística, sino sólo cronológica y geográfica, entre la primera y las
restantes. ¿Quién sabe si la silla que puede verse en el Museo de Arte
Moderno de Nueva York es la original, o si un visitante despistado la
deterioró al descansar en ella, y un conserje responsable la sustituyó
discretamente por otra idéntica?
¿De cuántas obras de arte moderno no podríamos sospechar maliciosamente
algo parecido? Cuando el objetivo del arte es una obra conceptual, una
obra cuyo valor reside en lo que ella misma nos dice acerca de lo que el
arte es ahora o siempre, la producción artística se embarca en una
espiral progresivamente acelerada de propuestas, ensayos y
experimentaciones; en una creación frenética, rapsódica y volcánica, en
la misma proporción en que la creación artística resulta trivializada.
Cada artista -cada obra de arte, incluso- pretende representar un nuevo
golpe de timón, una ruptura, un nuevo viraje en la concepción del arte,
en el itinerario esforzado del arte hacia sí mismo.
Se exalta y se ambiciona de forma desmedida la creación y la
originalidad y ¿por qué no decirlo?- vanidosa. El genio se presupone
universalmente, y, para no contradecir esta presunción, se admite como
auténtica la versión fácil y trivial de la creación. Si crear es hacer
surgir algo de la nada, y esto, en sentido estricto, no está a nuestro
alcance, al hombre le queda el consuelo de la destrucción, de sentirse
creador (o, al menos, demiúrgico) a base de romper y cortar con todo lo
dado, aunque con esto no se produzca algo positivamente nuevo. Ya que la
radical novedad no puede estar en lo producido, puede estar al menos en
la actitud hacia lo recibido. No es casual que los calificativos más
preciados y ansiados en el mundo artístico de nuestros días sean los de
"rompedor", "iconoclasta", "provocador" o "transgresor". Toda obra de
arte ha de ser un nuevo comienzo, verdadera originalidad; y si esto no
es posible -que no lo es-, ha de ser como mínimo lo suficientemente
destructora para precipitarnos lo más cerca posible del comienzo de
todo. Así como en la actividad política se ha producido una
"motorización legislativa", en la actividad artística, asistimos a una
especie de "motorización creativa". La creación artística se ha hecho
febril y masiva, y sus productos llenan a rebosar ferias, muestras y
macroexposiciones, como si estas fueran grandes superficies de lo
artístico o mercados de abasto.
Como acabo de señalar, esta avalancha de creatividad tiene su fundamento
y su precio en la banalización de la creación artística. El genio
auténtico es sustituido por un fácil sucedáneo: el ingenio; y la
creación es suplantada por su trivialización: la ocurrencia.
Son incontables las obras de arte, que darían para llenar -y de hecho
llenan- museos, ferias y otros grandes almacenes, que no constituyen
otra cosa que simples y episódicas ocurrencias, en el mejor de los
casos, felices ¿Son algo más que una mera, ingeniosa y, quizá, simpática
ocurrencia obras de arte como la Fuente de Duchamp, la Venus de los
harapos de Pistoletto o -con perdón, pero así se titula-la Mierda de
artista de Piero Manzoni? ¿y qué decir de las llamadas "instalaciones",
que tanto ha proliferado últimamente? ¿En qué deviene la creación
artística cuando su fruto sublime, excelso y cautivador consiste, por
ejemplo, en trescientas muñecas baratas, salpicadas de barro y sujetas
con hilos a unas paredes; o en una recua de caballos, vivitos y
coleando, atados a los muros de una gran sala de exposiciones; o en algo
tan sutil y conmovedor como una simpática colección de lechugas
descansando -tan frescas ellas- en una tabla sobre el suelo?
Bruno Dayan
LOS ACTORES DEL MUNDO DE LA MODA
En el arte que sufre los rasgos que aquí estamos considerando, parece
existir una confusión entre el valor artístico y el valor
historiográfico. Da la impresión de que el interés primordial del
artista no es realizar algo bello, sino llevar a cabo una intervención
en el mundo artístico que tenga interés para el historiador del arte y
le dé a éste algo de lo que hablar. No se busca hacer algo bello, sino
hacer historia. Parece que el arte no se ordena a proporcionar belleza,
sino a nutrir la misma historia del arte. Dentro de este planteamiento,
la ocurrencia sale beneficiada, porque la ocurrencia es algo que se le
ocurre al artista, y es también algo que ocurre en el discurrir del
arte: un evento que es susceptible de ser narrado y explicado por el
historiador. Si no hubiera habido tantas ocurrencias, experimentaciones o
transgresiones en el decurso del arte moderno, la historia del arte
sería ciertamente más parca y escueta, pero quizá el mundo que habitamos
sería más bello. Como he indicado al principio, parece razonable pensar
que la moda no ha podido quedar inmune a los extravíos sufridos por el
arte moderno. Muchos de los caracteres considerados hasta aquí pueden
ser reconocidos en la moda actual. Esos rasgos artísticos tienen su
reflejo -más o menos intenso y explícito- en la moda porque, entre otras
razones, el pathos adoptado por numerosos artistas ha sido imitado y reproducido con frecuencia entre los actores del mundo de la moda.
El abstraccionismo y olimpismo del arte moderno tienen su reflejo en esa
moda igualmente olímpica y ensimismada que se hace presente en algunas
de las renombradas pasarelas de la llamada alta costura. Modelos que
expresan un alarde de diseño, pero carentes por completo de practicidad,
y cuya vida parece tan efímera como el contoneante ir y venir de
quienes los exhiben. Presentaciones de moda que no remiten a algo más
allá de sí mismas, a la realidad vital y social del vestir, sino que se
cierran sobre sí mismas, pues cada vez se asemejan más a un espectáculo
artístico, a una performance o a una "instalación" viviente. En
esa moda, también se hace presente la trivialización de la creatividad,
un concepto lúdico del diseño, al que sigue una motorización creativa,
pues el diseño se hace tanto más fácil y exuberante cuanto más se
desentiende de las exigencias de la vida real. Este concepto del diseño,
que lo reviste de tonos trascendentales y efectistas, fuerza la
dialéctica entre diseño y moda, entre creatividad -una creatividad
impostada- y difusión o vigencia social. En estos términos, esa
dialéctica resulta insuperable, lo cual significa que la creación en el
vestir se hace incapaz de llevar a cabo su función propia: embellecer
sin esteticismo y divulgar sin vulgaridad. Y, por añadidura; la
confusión entre el valor artístico y el valor historiográfico aparece
reflejada en no pocas propuestas -así las llaman- de este tipo de moda,
de las que cabe sospechar que lo que se proponen primordialmente es
captar la atención de los medios de comunicación.
El esencialismo minimalista podemos observarlo, por ejemplo, en modelos
consistentes en piezas de tela que reposan, en caída libre, sobre el
cuerpo, careciendo casi por completo de confección; o también, en
prendas que son mínimas, tanto en su consistencia material como en sus
dimensiones. El materialismo al que conduce con facilidad el minimalismo
se refleja en el protagonismo que cobra la textura -lo táctil frente a
lo visual- cuando la indumentaria está casi desprovista de forma. Unas
veces, se trata de prendas magras, de textura nudosa y arpillera, a lo
"povera"; y, en otras ocasiones, se trata de prendas sutiles, tersas o
vaporosas, de intensa adherencia, que dada su fidelidad milimétrica a la
orografía corporal no parecen tener otra misión que la de proporcionar
al cuerpo una coloración y una textura diferentes de la epidérmica. La
indumentaria se reduce a textura y color cuando pierde toda capacidad de
formalizar, y cuando, por consiguiente, la forma de la presencia física
corre a cargo por completo del cuerpo. Es fácil comprender que es esta
clase de moda la que contribuye principalmente a la anatomización de la
belleza que mencioné al principio. El vestido es una mediación de
nuestra corporalidad, que da nueva forma a nuestra presencia física: una
forma enriquecida y enriquecedora, potenciada en su expresividad y
susceptible de estilización, es decir, capaz de adquirir estilo,
personalidad. Frente al anonimato del texto corporal, la auténtica moda
es un lenguaje cuya gramática permite la singular libertad de la
poética. Si en nuestra presencia física la forma descansa por completo
en el cuerpo, la belleza, que es el esplendor de la forma, residirá por
entero en el esplendor del cuerpo. A este esplendor viene a ordenarse
una moda cuya voluntad aparente es la de ejercer la menor mediación
posible y conceder así al cuerpo la mayor inmediatez posible.
Una moda de esta naturaleza es una moda suicida. Es una moda que se
niega a sí misma, al renunciar a su propia y valiosa función. Es una
moda que desconfía de ella misma, de su capacidad para aportar belleza
-una belleza superior a la del cuerpo solo- y que pone su confianza en
la capacidad del cuerpo para esculpir su anatomía. Con esta orientación,
la moda empobrece sus capacidades expresivas y signilicativas, y limita
sus posibilidades de desarrollo y creación auténtica. El mismo arte del
diseño, la pericia y maestría que dan vigor a la moda, pueden ver
menguar progresivamente el acervo de su saber hacer, pues lo que no se
ejercita, por carencia de necesidad u oportunidad, puede acabar
desapareciendo en el olvido.
En la actualidad, la moda necesita emanciparse del efecto que puedan
tener sobre ella los diversos extravíos que ha sufrido el arte moderno, y
emprender su propio camino: un camino que la conduzca al
fortalecimiento de su dinamismo y al reconocimiento de su identidad. De
lo contrario, puede quedar abocada a un mortal descoyuntamiento: por una
parte, una moda sublime para museos, y, por otra, una moda prosaica
para el mejor cuerpo. En una cultura obsesionada con el cultivo del
cuerpo -en una cultura del cuerpo-, es el cuerpo, y no el vestido, lo
que se convierte en el principal producto cultural.
Pero lo necesario no es sólo liberar a la moda de la presión de un arte
que la empuja hacia el suicidio. Hace falta en última instancia rescatar
al arte de algunos derroteros que ha tomado en la Modernidad. Es
preciso recuperar un concepto de arte que conecte a este con la vida,
con lo útil y cotidiano; un concepto que rehabilite para el arte la
función de embellecer la auténtica e integral existencia humana. Ante un
arte así entendido, la moda no necesitará emanciparse del arte para
conservar su vigor y sentido.
Por el contrario, ese arte puede ejercer un influjo positivo sobre la
moda, pues se trata de un concepto de arte que permite reconocer en la
moda -en la auténtica moda- caracteres verdaderamente artísticos; es
decir, se trata de un concepto de arte que no exige a la moda renunciar a
su propia identidad y misión, para que pueda alcanzar el estatuto de
arte. Es posible que esta tarea requiera una buena dosis de valentía,
para que, ante el cúmulo de sedicentes creaciones artísticas, alguien
ose gritar - como en el popular cuento- que "el rey va desnudo".
*El autor leyó esta ponencia en el congreso "Moda y Salud", celebrado en la Universidad de Navarra.
NUESTRO TIEMPO, Nº 553-554 , pp.103-110
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