En
septiembre de 1920, cuando hacía ya un año y medio que no nos daba clases de
historia, Eugen Müller anunció una serie de conferencias sobre el arte
florentino. Estas tuvieron lugar en el auditorio de la universidad, y no me
perdí ni una. La majestad del lugar —todavía me faltaba mucho para ser universitario—
indicaba un distanciamiento del conferenciante. Por supuesto, me sentaba en
primera fila, y él me notó, pero había muchos más oyentes que en el colegio, de
todas las edades, también adultos, sentados entre nosotros, y yo lo tomé como
señal de la popularidad de aquel hombre que había significado mucho más para mí
que cualquier otro profesor. Era el mismo bramido entusiasta y los mismos
sorbos que durante tanto tiempo había echado a faltar, interrumpidos sólo por
las diapositivas que nos iba mostrando. Tan grande era su respeto por las obras
de arte que ante ellas enmudecía. En cuanto se proyectaba una diapositiva
pronunciaba dos o tres frases más con toda modestia, y después callaba para no
molestarnos en la absorción que esperaba de nosotros.
Esto no me gustaba nada,
deploraba cada instante en que interrumpía su rugido, sólo dependía de sus
palabras lo que me penetraba y lo que yo amaba.
Ya en la primera conferencia nos proyectó las puertas del Baptisterio y el hecho
de que Ghiberti hubiera trabajado en ellas veintiuno y veintiocho años me impresionó más
profundamente que lo que vi en las puertas mismas. Ahora sabía que uno podía
emplear toda una vida en una o dos obras, y la paciencia, virtud que siempre
había admirado, se convirtió para mí en algo monumental. Menos de cinco años
después yo encontré la obra a la que quise dedicar mi vida. El que
pudiera enunciarla, no sólo para mí, sino contársela sin turbación a aquellas
personas que merecían mi respeto, se lo debo a la información sobre Ghiberti de
boca de Eugen Müller.
El tema de la tercera conferencia fue la Capilla de los Medici; se le dedicó la
hora entera. La melancolía de las figuras femeninas reclinadas se apoderó de
mí, el sueño sombrío de una, el doloroso esfuerzo de despertar de la otra. La
belleza que no era más que belleza me parecía vacía, Rafael no me decía mucho,
pero la belleza con contenido, la que estaba cargada de pasión, desgracia y
oscuros presentimientos, me fascinaba. Era como si no fuera abstracta, como si
no existiera para sí misma, independientemente de los caprichos del tiempo,
sino que, al contrario, tuviera que ponerse a prueba en la desgracia, como si
tuviera que exponerse a una gran presión, y sólo así, no quemándose en la lucha
sino permaneciendo fuerte y contenida, tuviera derecho a llamarse belleza. Pero
no fue sólo este par de figuras femeninas las que me emocionaron, sino también
lo que dijo Eugen Müller sobre el mismo Miguel Ángel. Poco antes de su
conferencia debió de familiarizarse con las biografías escritas por Condivi y
Vasari; expuso algunos detalles concretos que algunos años después encontré y
reconocí en estos libros. Revivían en su memoria con tanta frescura y presencia
que se hubiera dicho que Müller se acababa de enterar verbalmente de ellos.
Nada parecía disminuido por el transcurso del tiempo, y mucho menos por las
frías investigaciones históricas. Hasta la nariz rota del joven Miguel Ángel me
atrajo, como si con ello se hubiera hecho escultor. Me entusiasmó su amor por
Savonarola, cuyos sermones seguía leyendo cuando era anciano, aun si aquél
había atacado tan violentamente la idolatría del arte, aun si se trataba de un
enemigo de Lorenzo de Medici. Lorenzo había descubierto a Miguel Ángel
muchacho, le había abierto las puertas de su casa y sentado a su mesa; la
muerte del Magnífico sacudió al muchacho, que todavía no tenía veinte años.
Pero esto no significó que no reconociera la vileza de su sucesor; y el sueño de su
amigo, que le inducía a marcharse de Florencia, fue el primero de una larga
serie de sueños que coleccioné y sobre los que reflexioné.
Durante la
conferencia tomé nota de este sueño, leyéndolo después, cuando escribía: Auto
de fe
en que volví a encontrar aquel sueño en Condivi. Amaba el orgullo de Miguel
Ángel, la lucha que se atrevió a librar contra Julio II cuando,
ofendido, abandonó Roma. Verdadero republicano, se enfrentó también con el
papa; hubo momentos en que se encaró con éste como con un igual. Nunca olvidé
los ocho solitarios meses que pasó cerca de Carrara, cuando hacía sacar los
bloques de mármol destinados a la tumba del papa y la tentación que le
sobrevino de esculpir enormes estatuas en el paisaje mismo, para que se vieran
de lejos, desde los barcos en la mar. Después, la bóveda de la Sixtina, con la
que sus enemigos, que no lo consideraban pintor, querían destruirlo: trabajó en
ella cuatro años, ¡y qué obra logró! La amenaza del papa, impaciente, que lo
quería arrojar del andamio; su negarse a decorar los frescos con oro. También
aquí me impresionaron los años, pero esta vez me penetró la obra misma, y nunca
nada ha sido tan determinante para mí como la bóveda de la Capilla Sixtina. Me
enseñó cuan creativa puede ser la obstinación cuando va unida a la paciencia.
El
juicio final fue un trabajo de ocho años, y aunque sólo más tarde comprendí
la grandeza de aquella obra, me quemó la ignominia que sufrió el artista a los
ochenta años, cuando se cubrió con pintura la desnudez de sus figuras.
De esta forma surgió en mí la leyenda del hombre que tolera el martirio y se
sobrepone a él, en aras a las cosas grandes que él crea. Prometeo, a quien yo
amaba, me fue transferido al mundo de los seres humanos. Lo que había hecho el
semidiós, lo había hecho sin miedo; sólo cuando ya todo había pasado se
convirtió en el maestro del martirio. Pero Miguel Ángel había trabajado con
miedo, las esculturas de la Capilla de los Medici se hicieron cuando el Medici
que gobernaba Florencia lo consideraba su enemigo. Su miedo de él estaba bien
fundado, le hubieran podido pasar cosas muy malas, la angustia que pesaba sobre
sus figuras era la suya. Pero no sería correcto decir que este sentimiento
fuera crucial en cuanto a la impresión que me hicieron aquellas otras
creaciones que comenzaron a acompañarme durante años: las figuras de la Capilla
Sixtina. No fue solamente la imagen de Miguel Ángel la que entonces se erigió en mí. Lo
admiraba como no había admirado a nadie desde los exploradores. Fue el primero
que me dio un sentido del dolor que no se agota en sí, que se convierte en
algo, que está ahí para los otros y que perdura. Es un tipo especial de dolor,
no el dolor físico que todos los hombres profesan. Cuando cayó del andamio y se
hirió gravemente mientras trabajaba en El juicio final, se encerró en su
casa y no dejó entrar a ningún servidor ni médico, y se quedó solo. No quería
reconocer este dolor, excluía a todos de él y hubiera perecido en él. Un amigo,
que era médico, encontró el arduo camino a la habitación del artista por una
escalera trasera, donde lo encontró solo en estado lamentable.
El amigo ya no
lo abandonó, ni de día ni de noche, hasta que pasó el peligro. Era un tormento
completamente distinto el que aparecía en su obra y determinaba lo terrible de
sus figuras. Su sensibilidad para la humillación le llevó a emprender las cosas
más difíciles. No podía ser un modelo para mí, él era más: el dios del orgullo.
Fue él quien me condujo a los profetas: Ezequiel, Jeremías e Isaías. Como yo
ambicionaba todo lo que no me estaba cercano, el único libro que entonces no
leía nunca, que evitaba, era la Biblia. Las plegarias del abuelo, ligadas a sus
horas periódicas, me llenaban de repugnancia. Las deshilaba en una lengua que
yo no entendía, no me interesaba saber qué significaban.
¿Qué podían significar
si él mismo era capaz de interrumpirlas para hacerme gestos cómicos sobre los
sellos que me había traído? Me encontré con los profetas no como judío, no con
sus palabras. Se me presentaron en las figuras de Miguel Ángel. Pocos meses
después de las conferencias que he mencionado, me regalaron lo que más deseaba:
una carpeta con enormes reproducciones de los frescos de la Sixtina, justamente
los de los profetas y las sibilas.
Durante
diez años viví íntimamente con estas figuras, y es sabido lo largos que son
estos años jóvenes. Las llegué a conocer mejor que a las personas. Pronto las
colgué de la pared, siempre las tenía ante mí, pero no fue la costumbre lo que me vinculó a
ellas; me quedaba fascinado ante la boca entreabierta de Isaías, tratando de
adivinar las amargas palabras que le dirigía a Dios, y sentía el reproche de su
dedo alzado. Traté de pensar sus palabras antes de conocerlas; su nuevo creador
me había preparado para ellas.
Tal vez fuera arrogante de mi parte pensar aquellas palabras, nacían de su gesto,
no sentía la necesidad de experimentarlas en su forma exacta, no iba en busca
de su contenido literal donde hubiera sido fácil encontrarlo: la imagen, el
gesto contenían tan poderosamente las palabras que me veía obligado a volver de
continuo a ellos; ésta era la coacción, lo esencial, lo inagotable de la
Sixtina. También me atraía la aflicción de Jeremías, y la vehemencia y el fuego
de Ezequiel; nunca contemplé a Isaías sin buscarlos también a ellos.
Eran los
profetas viejos, de los que no me zafaba; y aunque Isaías no apareciera
representado como un viejo, yo lo incluía con ellos. Los profetas jóvenes me
importaban tan poco como las sibilas. Había oído hablar de los audaces escorzos
tan admirados en estas figuras, había oído hablar de la belleza de las sibilas
de Delfos y de Libia, pero todo esto lo asimilaba como cosas leídas, lo supe
por las palabras con las que me lo describieron, pero siguieron siendo cuadros,
no se me pusieron delante como seres humanos exagerados, no creía oírlos como a
los viejos profetas, que para mí tenían una vida como nunca había
experimentado, sólo puedo —de manera muy imperfecta— llamarla una vida de
obsesión junto a la cual nada más existía. Es importante subrayar que no se
convirtieron en dioses para mí. No los percibía como un poder que se me
sobreponía; cuando me hablaban y hasta cuando yo intentaba hablar con ellos,
cuando me ponía ante ellos, no los temía, los admiraba y me atrevía a hacerles
preguntas. Puede que estuviera preparado para ello por haberme acostumbrado
desde muy temprano a los personajes teatrales de la época de Viena. Lo que en
aquel entonces había sentido como un impetuoso torrente confuso en el que me
sumergía aturdido, entre tantas cosas que en aquel momento no sabía
diferenciar, se articulaba ahora en figuras de contornos precisos, abrumadoras
pero lúcidas.
La lengua absuelta Traducido del alemán por Lola Díaz Barcelona, Muchnik Editores 1994 http://patriciadamiano.blogspot.com/2012/04/elias-canetti-miguel-angel.html