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13.33
ENTRE DOS MILENIOS


Por Krzysztof Zanussi




La cultura, en todos sus aspectos, es un instrumento que permite al hombre distraerse de lo cotidiano, despertar su nostalgia y su conciencia...


La globalización ha conseguido llevar la cultura a muchas personas

Un país tiene abundantes contactos e interdependecias con otras naciones. También entre los hombres existen esas ligazones. Nos relacionamos por la vía informática. De repente, sabemos todo de todo. Jamás antes el ser humano había tenido acceso a tanta información. Existen dependencias económicas, que hacen que todo dependa de todo -cuando un tifón pasa por Chile, el cobre aumenta de precio, y eso afecta a los chinos, que viven al otro lado del Pacífico-. Y también las hay culturales: los productos de la cultura, sus obras, pasan de un país a otro con una facilidad nunca vivida en la historia.

ESTOS FENÓMENOS son nuevos, y habitual mente los denominamos "frutos de la globalización”. Un escéptico puede argumentar que la globalización concierne sólo a una parte de la humanidad, que en medio de la selva africana nada ha cambiado, que ahí nadie sabe qué es eso de Internet y que, aunque se llegara a conocer, a nadie le importaría. Pero lo cierto es que una gran parte del mundo ya experimenta la globalización.


El arranque del siglo XXI es un buen momento para reflexionar, pues este fenómeno ha sembrado cierta o mucha confusión en los ciudadanos. Que todo sea global significa, por ejemplo, que en el arte cuentan aquellas obras que estén en circulación universal. Y pensaremos que no serán importantes las que queden fuera. De igual modo, un libro parecerá apreciable cuando todos lo lean, y una película valdrá algo cuando todos la vean. Por tanto, si un chino, un indio de Alaska y un habitante de Tasmania tararean una melodía de El padrino, será porque, además de que sea bella, los tres la conocen.


Mayoría igual o peor


Estamos ante un fenómeno nuevo: cada producto de la cultura tiene una circulación mundial. Pero a esta revelación, que también es un hecho nuevo, debe seguir una reflexión común y presente en la cultura desde hace siglos. Vale la pena recordarla para no caer en la exageración. En la vida social nos guiamos por los principios de la estadística, según los cuales todo lo que se refiere a la mayoría es siempre peor. Por lo general, la mayoría se asocia con la mediocridad, con -en consecuencia- lo no muy deseado. El nuevo mundo, el globalizado, no puede ir contra esta regla, lo que significa que, si algo gusta a todos, ése algo será de mal gusto porque "todos” tienen mal gusto.


Si tenemos presente esta idea, entenderemos por qué
Gombrowick -famoso escritor polaco que ganó renombre literario antes y después de la II Guerra Mundial-, al enterarse de que tras el "deshielo” de 1956 se habían impreso en Polonia -él vivía en Argentina- diez mil ejemplares de una de sus obras, señaló: "¿Y por qué tantos? ¿Escribo yo un libro para las cocineras? Antes de la guerra bastaron tres mil ejemplares para que la obra fuese un acontecimiento literario”. El comentario, que parece muy arrogante, se enfrenta radicalmente al llamamiento de Mickiewick : "Ojalá mis libros lleguen bajo los techos de paja”. Con esta frase, la verdad, escribió una de las mayores tonterías étnicas de nuestra literatura, porque ¿bajo qué techos de paja iban a llegar sus libros? ¿A los lituanos o bielorrusos? ¿Iba a leer un lituano un libro en polaco?

La gran bondad de la globalización


El elitismo es simplemente una necesidad natural de los creadores. En este punto, no existe ninguna diferencia entre la cultura y otros campos donde no cabe aplicar la democracia. Pensemos en el de la ciencia: si un 99% de la población mundial no cree en las tesis de
Einstein , eso no significa que el científico se equivocara. Lo hace el 99%.

Ocurre lo mismo en la esfera del deporte. El que la mayoría de la gente corra como lo hacen los patos no indica que ése sea el buen y mejor estilo para correr. Y todos corremos así. En los estadios admiramos a unos pocos que se desplazan como las gacelas. Pero son casos insólitos porque los demás corremos mal. Y al decimos estas cosas, la globalización deja de ser horrible.


El proceso de valoración de las obras de arte se somete a la misma regla, es decir lo bello no tiene nada en común con lo corriente y popular. En cada sociedad, en cada grupo social, hay una élite. El elitismo se asocia con un umbral superior de exigencia, con un mejor gusto -refinado y sutil-, con una mayor sensibilidad e imaginación. Y para contentar a este reducido grupo de espectadores -lectores, auditorio...-, hay que crear una obra que no pueda gustar a todos. Y es que "los más” tienen un gusto peor que "los menos”. Hay que crear algo que satisfaga los gustos rebuscados y bien formados de ese público minoritario. Y así ha sucedido siempre. Alguien podría decir que
Mozart era popular Efectivamente: lo era... entre quienes acudían a los palacios. Una parte muy, muy pequeña de la sociedad.

La globalización ha conseguido llevar la cultura a muchas personas -de nivel más mediano que alto- que tiempos atrás nunca hubieran podido acceder a ella. Antes muy pocos leían, escuchaban y veían. Y hoy lo pueden hacer, y en cantidad, muchos.


Siglo XXI nada cambiará


¿Qué cambios se van a producir en el siglo XXI? Pienso.., que ninguno, de acuerdo con el viejo principio conservador de que todo tiene que cambiar para que todo siga igual. Habrá un arte para los más exigentes, para aquellos que ven la vida con más profundidad y desean con mayor fuerza la belleza. Y existirán un montón de obras universales, que no valdrán mucho, para los hombres corrientes.


Es verdad que la democracia se sustenta en buenos principios -dar a todos acceso a la justicia, al derecho, a la cultura-, en la idea de que cada hombre tenga una posibilidad. Pero no podemos ilusionamos con la idea de que cada hombre aprovechará esa posibilidad. Lo harán unos pocos: los más ilusionados, los más necesitados.


La cultura, en todos sus aspectos, es un instrumento que permite al hombre distraerse de lo cotidiano, elevarse sobre lo cotidiano, despertar su nostalgia y su conciencia. Ese efecto producen
Mozart y Goethe , el mismo que el gran arte dramático, la gran literatura, la gran pintura. Nos permiten ver las cosas que normalmente no vemos, no oímos y no sentimos. Nos permiten salir de nuestro letargo e ir hacia algo más bello y mejor. Y eso no cambiará. Y, la verdad, no me altera el hecho de que se extingan algunos dominios del arte y resuciten otras disciplinas. Mantengo desde hace tiempo esa postura porque no vale la pena hacer gestos de desesperación ante unos procesos irreversibles.

La época de la palabra impresa se va, la sentimos irse. Los jóvenes no leen mucho, la mayoría de la gente lee poco. Y es una lástima, porque la literatura ha alcanzado unas alturas de espíritu a las que aún no han llegado otros dominios del arte. Todo lo que conocemos en una forma tradicional tiende a desaparecer: la pintura de caballete se extinguió, apenas se desarrolla la música que tocamos en las salas sinfónicas. Nos conformamos con que la ópera ha muerto hace cien años y la es cuchamos como una obra de museo. El drama no ha cambiado su forma desde hace cien años -un escenario con telón-. Pero el teatro como tal no pasará al museo.


Un monje nos pone en la buena pista


Cuento estas cosas porque el nuevo siglo se asocia con el miedo a la globalización, a la masificación. Todos chocamos con ese problema, y con el temor de que quizá todo se haya ido. Pero todo sigue igual. Lo que han cambiado son los detalles. Y tal vez nazca un nuevo arte basado en las nuevas tecnologías.
Umberto Eco -tuve la ocasión de preguntárselo- me dio un argumento genial: me contó que cuando se empezó a imprimir, haciendo uso del invento de Guttenberg , un monje se lamentó de que quizá había llegado el final de la cultura.

Veamos: desde que la palabra impresa empezó a circular, dejamos de aprender de me moria -el monje había escrito: "¿Qué se puede entender de un texto si el hombre no lo aprende de memoria?-. Es verdad que, si aprendemos algo de memoria, entendemos el texto en su profundidad. Así que perdimos algo cuando
Guttenberg inventó la máquina. Nació la cantidad. Perdimos mucho del contacto con el texto, y lo padeció la calidad. Por que un texto transmitido oralmente y, sobre todo, retenido en la memoria, perpetuaba las cosas importantes.

Escribir a mano y aprender de memoria eran ocupaciones penosas. En aquellos tiempos la selección resultaba rigurosa. Hoy, Internet está en las antípodas de ese modo de funcionar. Hoy, una estupidez puede introducirse en el ordenador, una tontería puede circular por todo el mundo y llegar hasta el habitante de Tasmania que tarareaba
El padrino . Esta realidad alegra al que ha buscado su propia expresión, pero, al mismo tiempo, la cantidad de ruidos informativos, la oleada de espuma resulta infernal: resulta muy difícil orientarse sobre qué tiene sentido y qué no. El choque cuantitativo resulta agobiante, de ahí que, en los tiempos que corren, todo lo que sea "micro” o "mini” suene tan agra dable. La globalización, es cierto, nos estremeció y asustó un poco.

Cultura e imagen del hombre


Pero hay otro plano aún más interesante para reflexionar sobre la cultura del siglo XXI. Es el vinculado a esta pregunta: ¿con qué imagen del hombre se construirá esa cultura? Aquí se ha esbozado una encrucijada, aun que haya hablado de ella con poca claridad. Al parecer, existen dos imágenes del hombre, contradictorias entre sí. Y las dos penetran en nuestra conciencia. Una procede de la época de la ilustración y la originó
J.J. Rousseau . Se trata de una imagen humanista del hombre, considerado como un punto de referencia definitivo. La otra es una viva imagen espiritualista . El punto de referencia es Dios, y el hombre, una obra creada.

Entre estas dos imágenes se producen conflictos en varios aspectos. Por ejemplo, ante la idea de la calidad humanista de la vida. Si partimos de la base de que el hombre es un jalón definitivo, podemos concluir que un hombre invalido lleva una vida incompleta, y de ahí a que no valga la pena sostener o proteger una vida así... De este humanismo nace la idea de eliminar a los inválidos de alguna manera humanitaria. Es una idea que proviene de la concepción de que el hombre es quien decide sobre la calidad de vida. Y de ahí se nutre la demanda para legalizar la eutanasia y otras muchas -y lógicas- demandas.


El hombre como ser creado -el hombre que rinde cuentas a alguien, el hombre que responde de sus actos ante alguien- se nos presenta como una concepción radicalmente distinta. Hay terrenos sagrados que no pueden transgredirse. Si creemos que somos criaturas de Dios, creemos también que Dios nos prohibió ciertas cosas, y también sus consecuencias (cuidado, si os saltáis estas normas, pereceréis).


Si asumimos la perspectiva humanista, nos está permitido llegar hasta el limite de nuestro conocimiento apoyándonos en la razón. Y si la razón no nos falla, podemos cambiarnos genéticamente, introducir la ingeniería que nos transforme en otra cosa, que nos perfeccione. Porque todo está permitido.


Se trata de una encrucijada muy interesan te. A menudo, no nos damos cuenta de que una tonta discusión sobre si se debe trabajar o no el domingo -tonta, porque hay un montón de razones a favor de que las tiendas abran- es muy interesante. ¿De verdad hemos de seguir el mandato bíblico de celebrar el día santo? ¿Es racional hacerlo? Si esa orden tiene tanto arraigo en nuestra tradición, quizá haya que obedecerla en vez de discutirla. Aunque el mundo no se va a terminar por esta pequeñez: hay otras resoluciones similares que nos advierten sobre algo prohibido, sobre algo que nosotros queremos.


Criaturas o creadores


¿Debemos seguir nuestro impulso? Parece evidente que entre la idea de cerrar el supermercado el domingo y la ingeniería genética hay un buen trecho, pero es un espacio continuo: porque se pasa de una cosa a otra naturalmente, porque admitimos que se nos quite algo si tiene una justificación racional. Y llegamos a la conclusión de que -sin limitaciones- podemos cambiarnos tanto a nosotros mismos como al mundo. ¿Es la familia un verdadero bien si constituye un inconveniente para vivir la vida? Dejando a un lado a los egoístas solitarios, la familia trae bajo el brazo un montón de fastidios: criar a los hijos, fidelidad matrimonial... Demasiadas limitaciones. El instinto del hombre contemporáneo, ese que busca calidad de vida, le empuja sin remisión hacia una libertad egoísta. Además, ya hay instituciones que se ocupan de los niños. Alguien los educará. Si no somos criaturas sino creadores, efectivamente hay que probar de todo y todo nos está permitido. Criaturas o creadores.


Sobre esta alternativa existe una gran indecisión, y con ella entramos en el siglo XXI. Se atribuye a
André Malraux un pensamiento que parece haber calado en este arranque de siglo: el siglo XXI llegará como un siglo espiritual o no llegará en absoluto. Y lo cierto es que esa alternativa, esa duda acerca de cómo será la cultura, se nos presenta como un interesante dilema.

Juan Pablo II ideó una estupenda forma de hablar sobre la cultura de la vida. Y yo la enlazo con una preocupación por la supervivencia de la especie. Es la idea de que la especie tiene ciertas garantías de supervivencia si se considera criatura de Dios. Porque Dios nos creó con algún motivo. Por eso, si observamos sus indicaciones, tendremos la posibilidad de experimentar tanto la vida terrenal como la eterna.


La cultura de la muerte es la del hombre que ha creído en que tiene posibilidades ilimitadas. Y corremos el riesgo de que esa concepción lleve por el mal camino a toda la especie humana. Podemos perecer -somos ya muy conscientes- como lo hicieron los dinosaurios.


En el planeta hay suficientes medios de destrucción como para eliminarnos a todos. Las ciudades se pueden convertir en selvas. Se puede regresar al estado de apenas -así podría escribirlo un astrónomo, porque ve la historia del mundo desde una perspectiva más larga y ancha- diez mil años.


No es una visión muy optimista, pero estoy convencido de que aún hay esperanza: el XXI puede ser un siglo de renacimiento espiritual. Depende de nosotros, porque nosotros mismos resolveremos qué seremos y qué escogeremos. Y como tenemos constancia de que el siglo XX ha sido uno de los más horribles, podemos pensar que el siglo XXI será mejor.



Publicado en nuestro tiempo
Marzo 2002 nº 573
Edición digital autorizada de Arvo Net

Krzysztof Zanussi : (1939-), Cineasta polaco. Nacido el día 17 de junio de 1939 en Varsovia. Realiza estudios de física en la Universidad de Varsovia, su interés por el cine le hace seguir los cursos del profesor Aleksander Jackiewicz en el Instituto de Arte de la Academia polaca de Ciencias (de 1956 a 1958). Realizó varias películas de amateur. Una de ellas, Droga do nieba, obtuvo el Gran Premio del Festival de películas amateur para estudiantes. A los veinte años deja sus estudios científicos y entra en la Facultad de filosofía de Cracovia. En 1960 se matricula en la Escuela superior de cine de Lódz, en la sección "realizadores". En 1966 dirige su película de diplomatura Smierc prowincjaka , que es ya una obra de autor donde revela su maestría y originalidad. Trabajó para la televisión (Krzysztof Penderecki, 1968; Twarza w twarz; id.; Zaliczenje, id.) y en 1969 realiza su primer largometraje La estructura de cristal , que fue muy bien acogido por la crítica y premiado en varios Festivales internacionales. Sus películas Vida familiar (1971), Iluminación (1973), Balance matrimonial (1975), Barwy ochromme (1976), Spirala (1978), Constans (1980), Kontrakt (id.), participan todas de la denuncia de una sociedad "falsa" que arruina al individuo, lo envilece y le impide desarrollarse tanto en la esfera privada como en la pública. Trabaja en el La amante del asesino (1974) en los Estados Unidos pero no se acaba, De un país lejano (1981, sobre el papa "polaco" Juan Pablo II) en Italia, Wege in der nacht (1979) y Rok spokojnego stonca (1984). Más adelante Imperative (1982)y Paradigme (1985.
Categoría: Cultura | Visiones: 1049 | Ha añadido: esquimal | Tags: milenio, cultura, Globalización | Ranking: 0.0/0

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