Por Krzysztof Zanussi
La cultura, en todos sus aspectos, es un instrumento que permite al
hombre distraerse de lo cotidiano, despertar su nostalgia y su
conciencia...
La globalización ha conseguido llevar la cultura a muchas personas
Un país tiene abundantes contactos e interdependecias con otras
naciones. También entre los hombres existen esas ligazones. Nos
relacionamos por la vía informática. De repente, sabemos todo de todo.
Jamás antes el ser humano había tenido acceso a tanta información.
Existen dependencias económicas, que hacen que todo dependa de todo
-cuando un tifón pasa por Chile, el cobre aumenta de precio, y eso
afecta a los chinos, que viven al otro lado del Pacífico-. Y también las
hay culturales: los productos de la cultura, sus obras, pasan de un
país a otro con una facilidad nunca vivida en la historia.
ESTOS FENÓMENOS son nuevos, y habitual mente los denominamos "frutos
de la globalización”. Un escéptico puede argumentar que la globalización
concierne sólo a una parte de la humanidad, que en medio de la selva
africana nada ha cambiado, que ahí nadie sabe qué es eso de Internet y
que, aunque se llegara a conocer, a nadie le importaría. Pero lo cierto
es que una gran parte del mundo ya experimenta la globalización.
El arranque del siglo XXI es un buen momento para reflexionar, pues
este fenómeno ha sembrado cierta o mucha confusión en los ciudadanos.
Que todo sea global significa, por ejemplo, que en el arte cuentan
aquellas obras que estén en circulación universal. Y pensaremos que no
serán importantes las que queden fuera. De igual modo, un libro parecerá
apreciable cuando todos lo lean, y una película valdrá algo cuando
todos la vean. Por tanto, si un chino, un indio de Alaska y un habitante
de Tasmania tararean una melodía de El padrino, será porque, además de
que sea bella, los tres la conocen.
Mayoría igual o peor
Estamos ante un fenómeno nuevo: cada producto de la cultura tiene una
circulación mundial. Pero a esta revelación, que también es un hecho
nuevo, debe seguir una reflexión común y presente en la cultura desde
hace siglos. Vale la pena recordarla para no caer en la exageración. En
la vida social nos guiamos por los principios de la estadística, según
los cuales todo lo que se refiere a la mayoría es siempre peor. Por lo
general, la mayoría se asocia con la mediocridad, con -en consecuencia-
lo no muy deseado. El nuevo mundo, el globalizado, no puede ir contra
esta regla, lo que significa que, si algo gusta a todos, ése algo será
de mal gusto porque "todos” tienen mal gusto.
Si tenemos presente esta idea, entenderemos por qué
Gombrowick
-famoso escritor polaco que ganó renombre literario antes y después de
la II Guerra Mundial-, al enterarse de que tras el "deshielo” de 1956 se
habían impreso en Polonia -él vivía en Argentina- diez mil ejemplares
de una de sus obras, señaló: "¿Y por qué tantos? ¿Escribo yo un libro
para las cocineras? Antes de la guerra bastaron tres mil ejemplares para
que la obra fuese un acontecimiento literario”. El comentario, que
parece muy arrogante, se enfrenta radicalmente al llamamiento de Mickiewick :
"Ojalá mis libros lleguen bajo los techos de paja”. Con esta frase, la
verdad, escribió una de las mayores tonterías étnicas de nuestra
literatura, porque ¿bajo qué techos de paja iban a llegar sus libros? ¿A
los lituanos o bielorrusos? ¿Iba a leer un lituano un libro en polaco?
La gran bondad de la globalización
El elitismo es simplemente una necesidad natural de los creadores. En
este punto, no existe ninguna diferencia entre la cultura y otros campos
donde no cabe aplicar la democracia. Pensemos en el de la ciencia: si
un 99% de la población mundial no cree en las tesis de
Einstein , eso no significa que el científico se equivocara. Lo hace el 99%.
Ocurre lo mismo en la esfera del deporte. El que la mayoría de la
gente corra como lo hacen los patos no indica que ése sea el buen y
mejor estilo para correr. Y todos corremos así. En los estadios
admiramos a unos pocos que se desplazan como las gacelas. Pero son casos
insólitos porque los demás corremos mal. Y al decimos estas cosas, la
globalización deja de ser horrible.
El proceso de valoración de las obras de arte se somete a la misma
regla, es decir lo bello no tiene nada en común con lo corriente y
popular. En cada sociedad, en cada grupo social, hay una élite. El
elitismo se asocia con un umbral superior de exigencia, con un mejor
gusto -refinado y sutil-, con una mayor sensibilidad e imaginación. Y
para contentar a este reducido grupo de espectadores -lectores,
auditorio...-, hay que crear una obra que no pueda gustar a todos. Y es
que "los más” tienen un gusto peor que "los menos”. Hay que crear algo
que satisfaga los gustos rebuscados y bien formados de ese público
minoritario. Y así ha sucedido siempre. Alguien podría decir que
Mozart era popular Efectivamente: lo era... entre quienes acudían a los palacios. Una parte muy, muy pequeña de la sociedad.
La globalización ha conseguido llevar la cultura a muchas personas -de
nivel más mediano que alto- que tiempos atrás nunca hubieran podido
acceder a ella. Antes muy pocos leían, escuchaban y veían. Y hoy lo
pueden hacer, y en cantidad, muchos.
Siglo XXI nada cambiará
¿Qué cambios se van a producir en el siglo XXI? Pienso.., que ninguno,
de acuerdo con el viejo principio conservador de que todo tiene que
cambiar para que todo siga igual. Habrá un arte para los más exigentes,
para aquellos que ven la vida con más profundidad y desean con mayor
fuerza la belleza. Y existirán un montón de obras universales, que no
valdrán mucho, para los hombres corrientes.
Es verdad que la democracia se sustenta en buenos principios -dar a
todos acceso a la justicia, al derecho, a la cultura-, en la idea de que
cada hombre tenga una posibilidad. Pero no podemos ilusionamos con la
idea de que cada hombre aprovechará esa posibilidad. Lo harán unos
pocos: los más ilusionados, los más necesitados.
La cultura, en todos sus aspectos, es un instrumento que permite al
hombre distraerse de lo cotidiano, elevarse sobre lo cotidiano,
despertar su nostalgia y su conciencia. Ese efecto producen
Mozart y Goethe ,
el mismo que el gran arte dramático, la gran literatura, la gran
pintura. Nos permiten ver las cosas que normalmente no vemos, no oímos y
no sentimos. Nos permiten salir de nuestro letargo e ir hacia algo más
bello y mejor. Y eso no cambiará. Y, la verdad, no me altera el hecho de
que se extingan algunos dominios del arte y resuciten otras
disciplinas. Mantengo desde hace tiempo esa postura porque no vale la
pena hacer gestos de desesperación ante unos procesos irreversibles.
La época de la palabra impresa se va, la sentimos irse. Los jóvenes no
leen mucho, la mayoría de la gente lee poco. Y es una lástima, porque
la literatura ha alcanzado unas alturas de espíritu a las que aún no han
llegado otros dominios del arte. Todo lo que conocemos en una forma
tradicional tiende a desaparecer: la pintura de caballete se extinguió,
apenas se desarrolla la música que tocamos en las salas sinfónicas. Nos
conformamos con que la ópera ha muerto hace cien años y la es cuchamos
como una obra de museo. El drama no ha cambiado su forma desde hace cien
años -un escenario con telón-. Pero el teatro como tal no pasará al
museo.
Un monje nos pone en la buena pista
Cuento estas cosas porque el nuevo siglo se asocia con el miedo a la
globalización, a la masificación. Todos chocamos con ese problema, y con
el temor de que quizá todo se haya ido. Pero todo sigue igual. Lo que
han cambiado son los detalles. Y tal vez nazca un nuevo arte basado en
las nuevas tecnologías.
Umberto Eco -tuve la ocasión
de preguntárselo- me dio un argumento genial: me contó que cuando se
empezó a imprimir, haciendo uso del invento de Guttenberg , un monje se lamentó de que quizá había llegado el final de la cultura.
Veamos: desde que la palabra impresa empezó a circular, dejamos de
aprender de me moria -el monje había escrito: "¿Qué se puede entender de
un texto si el hombre no lo aprende de memoria?-. Es verdad que, si
aprendemos algo de memoria, entendemos el texto en su profundidad. Así
que perdimos algo cuando
Guttenberg inventó la
máquina. Nació la cantidad. Perdimos mucho del contacto con el texto, y
lo padeció la calidad. Por que un texto transmitido oralmente y, sobre
todo, retenido en la memoria, perpetuaba las cosas importantes.
Escribir a mano y aprender de memoria eran ocupaciones penosas. En
aquellos tiempos la selección resultaba rigurosa. Hoy, Internet está en
las antípodas de ese modo de funcionar. Hoy, una estupidez puede
introducirse en el ordenador, una tontería puede circular por todo el
mundo y llegar hasta el habitante de Tasmania que tarareaba
El padrino .
Esta realidad alegra al que ha buscado su propia expresión, pero, al
mismo tiempo, la cantidad de ruidos informativos, la oleada de espuma
resulta infernal: resulta muy difícil orientarse sobre qué tiene sentido
y qué no. El choque cuantitativo resulta agobiante, de ahí que, en los
tiempos que corren, todo lo que sea "micro” o "mini” suene tan agra
dable. La globalización, es cierto, nos estremeció y asustó un poco.
Cultura e imagen del hombre
Pero hay otro plano aún más interesante para reflexionar sobre la
cultura del siglo XXI. Es el vinculado a esta pregunta: ¿con qué imagen
del hombre se construirá esa cultura? Aquí se ha esbozado una
encrucijada, aun que haya hablado de ella con poca claridad. Al parecer,
existen dos imágenes del hombre, contradictorias entre sí. Y las dos
penetran en nuestra conciencia. Una procede de la época de la
ilustración y la originó
J.J. Rousseau . Se trata de una imagen humanista del hombre, considerado como un punto de referencia definitivo. La otra es una viva imagen espiritualista . El punto de referencia es Dios, y el hombre, una obra creada.
Entre estas dos imágenes se producen conflictos en varios aspectos.
Por ejemplo, ante la idea de la calidad humanista de la vida. Si
partimos de la base de que el hombre es un jalón definitivo, podemos
concluir que un hombre invalido lleva una vida incompleta, y de ahí a
que no valga la pena sostener o proteger una vida así... De este
humanismo nace la idea de eliminar a los inválidos de alguna manera
humanitaria. Es una idea que proviene de la concepción de que el hombre
es quien decide sobre la calidad de vida. Y de ahí se nutre la demanda
para legalizar la eutanasia y otras muchas -y lógicas- demandas.
El hombre como ser creado -el hombre que rinde cuentas a alguien, el
hombre que responde de sus actos ante alguien- se nos presenta como una
concepción radicalmente distinta. Hay terrenos sagrados que no pueden
transgredirse. Si creemos que somos criaturas de Dios, creemos también
que Dios nos prohibió ciertas cosas, y también sus consecuencias
(cuidado, si os saltáis estas normas, pereceréis).
Si asumimos la perspectiva humanista, nos está permitido llegar hasta
el limite de nuestro conocimiento apoyándonos en la razón. Y si la razón
no nos falla, podemos cambiarnos genéticamente, introducir la
ingeniería que nos transforme en otra cosa, que nos perfeccione. Porque
todo está permitido.
Se trata de una encrucijada muy interesan te. A menudo, no nos damos
cuenta de que una tonta discusión sobre si se debe trabajar o no el
domingo -tonta, porque hay un montón de razones a favor de que las
tiendas abran- es muy interesante. ¿De verdad hemos de seguir el mandato
bíblico de celebrar el día santo? ¿Es racional hacerlo? Si esa orden
tiene tanto arraigo en nuestra tradición, quizá haya que obedecerla en
vez de discutirla. Aunque el mundo no se va a terminar por esta
pequeñez: hay otras resoluciones similares que nos advierten sobre algo
prohibido, sobre algo que nosotros queremos.
Criaturas o creadores
¿Debemos seguir nuestro impulso? Parece evidente que entre la idea de
cerrar el supermercado el domingo y la ingeniería genética hay un buen
trecho, pero es un espacio continuo: porque se pasa de una cosa a otra
naturalmente, porque admitimos que se nos quite algo si tiene una
justificación racional. Y llegamos a la conclusión de que -sin
limitaciones- podemos cambiarnos tanto a nosotros mismos como al mundo.
¿Es la familia un verdadero bien si constituye un inconveniente para
vivir la vida? Dejando a un lado a los egoístas solitarios, la familia
trae bajo el brazo un montón de fastidios: criar a los hijos, fidelidad
matrimonial... Demasiadas limitaciones. El instinto del hombre
contemporáneo, ese que busca calidad de vida, le empuja sin remisión
hacia una libertad egoísta. Además, ya hay instituciones que se ocupan
de los niños. Alguien los educará. Si no somos criaturas sino creadores,
efectivamente hay que probar de todo y todo nos está permitido.
Criaturas o creadores.
Sobre esta alternativa existe una gran indecisión, y con ella entramos en el siglo XXI. Se atribuye a
André Malraux
un pensamiento que parece haber calado en este arranque de siglo: el
siglo XXI llegará como un siglo espiritual o no llegará en absoluto. Y
lo cierto es que esa alternativa, esa duda acerca de cómo será la
cultura, se nos presenta como un interesante dilema.
Juan Pablo II ideó una estupenda forma de hablar sobre la cultura de
la vida. Y yo la enlazo con una preocupación por la supervivencia de la
especie. Es la idea de que la especie tiene ciertas garantías de
supervivencia si se considera criatura de Dios. Porque Dios nos creó con
algún motivo. Por eso, si observamos sus indicaciones, tendremos la
posibilidad de experimentar tanto la vida terrenal como la eterna.
La cultura de la muerte es la del hombre que ha creído en que tiene
posibilidades ilimitadas. Y corremos el riesgo de que esa concepción
lleve por el mal camino a toda la especie humana. Podemos perecer -somos
ya muy conscientes- como lo hicieron los dinosaurios.
En el planeta hay suficientes medios de destrucción como para
eliminarnos a todos. Las ciudades se pueden convertir en selvas. Se
puede regresar al estado de apenas -así podría escribirlo un astrónomo,
porque ve la historia del mundo desde una perspectiva más larga y ancha-
diez mil años.
No es una visión muy optimista, pero estoy convencido de que aún hay
esperanza: el XXI puede ser un siglo de renacimiento espiritual. Depende
de nosotros, porque nosotros mismos resolveremos qué seremos y qué
escogeremos. Y como tenemos constancia de que el siglo XX ha sido uno de
los más horribles, podemos pensar que el siglo XXI será mejor.
Publicado en nuestro tiempo
Marzo 2002 nº 573
Edición digital autorizada de Arvo Net
Krzysztof Zanussi : (1939-), Cineasta polaco. Nacido
el día 17 de junio de 1939 en Varsovia. Realiza estudios de física en la
Universidad de Varsovia, su interés por el cine le hace seguir los
cursos del profesor Aleksander Jackiewicz en el Instituto de Arte de la
Academia polaca de Ciencias (de 1956 a 1958). Realizó varias películas
de amateur. Una de ellas, Droga do nieba, obtuvo el Gran Premio del
Festival de películas amateur para estudiantes. A los veinte años deja
sus estudios científicos y entra en la Facultad de filosofía de
Cracovia. En 1960 se matricula en la Escuela superior de cine de Lódz,
en la sección "realizadores". En 1966 dirige su película de diplomatura
Smierc prowincjaka , que es ya una obra de autor donde revela su
maestría y originalidad. Trabajó para la televisión (Krzysztof
Penderecki, 1968; Twarza w twarz; id.; Zaliczenje, id.) y en 1969
realiza su primer largometraje La estructura de cristal , que fue muy
bien acogido por la crítica y premiado en varios Festivales
internacionales. Sus películas Vida familiar (1971), Iluminación (1973),
Balance matrimonial (1975), Barwy ochromme (1976), Spirala (1978),
Constans (1980), Kontrakt (id.), participan todas de la denuncia de una
sociedad "falsa" que arruina al individuo, lo envilece y le impide
desarrollarse tanto en la esfera privada como en la pública. Trabaja en
el La amante del asesino (1974) en los Estados Unidos pero no se acaba,
De un país lejano (1981, sobre el papa "polaco" Juan Pablo II) en
Italia, Wege in der nacht (1979) y Rok spokojnego stonca (1984). Más
adelante Imperative (1982)y Paradigme (1985.
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