por
Patricia DamianoEl arte románico fue un arte
monástico, pero al mismo tiempo también un arte aristocrático, Quizá sea
en él donde se refleja de manera más evidente la solidaridad espiritual
entre en clero y la nobleza. Lo mismo que ocurría en la antigua Roma
con las dignidades sacerdotales, también en la Iglesia de la Edad Media
los puestos más importantes estaban reservados a los miembros de la
aristocracia (101). Los abades y los obispos no estaban, sin embargo,
tan íntimamente unidos a la nobleza feudal por razón de su origen noble
cuanto por sus intereses económicos y políticos, pues debían sus
propiedades y su poder al mismo orden social en que se basaban también
los privilegios de la nobleza secular. Entre ambas aristocracias existía
una alianza que, aunque no siempre era expresa se mantenía
continuamente. Las Ordenes monásticas, cuyos abades disponían de
inmensas riquezas y legiones de súbditos y de cuyas filas procedían los
más poderosos Papas, los más influyentes consejeros y los más peligrosos
rivales de emperadores y reyes, estaban tan por encima y eran tan
ajenas a las masas como los señores temporales. Hasta el movimiento
reformador ascético de Cluny no aparece un cambio en su actitud
señorial; pero de una inclinación hacia ideas democráticas sólo puede
hablarse realmente a partir del movimiento de las Ordenes mendicantes.
Los monasterios, situados en medio de sus extensas propiedades, en las
faldas de las montañas que dominaban desde arriba el país, con sus muros
escarpados, macizos, construidos como baluartes, eran moradas
señoriales tan inabordables como los burgos y castillos de los príncipes
y barones. Es, por consiguiente, bien comprensible que también el arte
que se creaba en estos monasterios correspondiera a la mentalidad de la
nobleza temporal.
La nobleza proveniente de la aristocracia
franca de guerreros y funcionarios, nobleza que a partir del siglo IX se
hace cada vez más feudal, está situada en esta época en la cumbre de la
sociedad y se convierte en la poseedora efectiva del poder estatal. La
antigua nobleza que estaba al servicio del rey se convierte en una
nobleza hereditaria, poderosa, arrogante y rebelde, en la que el
recuerdo de sus orígenes como empleados está borrado e incluso
desvanecido hace largo tiempo, y cuyos privilegios parecen remontarse a
tiempos inmemoriales. Con el transcurso del tiempo la relación entre los
reyes y esta nobleza se invirtió por completo. Primitivamente la Corona
era hereditaria y el señor podía escoger a su gusto sus consejeros y
funcionarios; ahora, por el contrario, son hereditarios los privilegios
de la nobleza, y los reyes son los elegidos (102). Los Estados
románico-germánicos de la Alta Edad Media tropezaron con dificultades
que ya se habían hecho perceptibles en los finales del mundo antiguo y a
las que ya entonces se había intentado dar solución mediante
instituciones que, como el colonato, la imposición de tributos en
especie y la responsabilidad de los terratenientes para las
contribuciones del Estado, estaban ya en la misma línea que el
feudalismo.
La falta de medios monetarios suficientes para
mantener el necesario aparato administrativo y un ejército adecuado, el
peligro de las invasiones y la dificultad de defender contra ellas los
extensos territorios eran cosas que existían ya en los finales de la
época romana. Pero en la Edad Media se presentaron nuevas dificultades,
derivadas de la falta de funcionarios preparados, del acrecido y
prolongado peligro de ataques hostiles y de la necesidad de introducir,
ante todo contra los árabes, la nueva arma de la caballería acorazada.
Esta última reforma, a causa del costoso armamento y del período
relativamente largo que requería la instrucción de las nuevas fuerzas,
estaba ligada con cargas insoportables para el Estado. El feudalismo es
la institución con la cual intentó el siglo IX resolver estas
dificultades, principalmente la de la creación de un ejército a caballo y
dotado de armadura pesada. El servicio militar, a falta de otros
medios, fue comprado mediante la concesión de propiedades territoriales,
inmunidades y privilegios señoriales, especialmente de derechos
fiscales y judiciales. Estos privilegios constituyeron el fundamento del
nuevo sistema. El "beneficio”, esto es, la donación ocasional de
propiedades pertenecientes a los dominios reales como pago por servicios
prestados o la concesión del usufructo de tales propiedades como
compensación por servicios regulares administrativos y militares existía
ya en la época merovingia. Lo nuevo es el carácter feudal de las
concesiones y el vasallaje de los favorecidos; en otras palabras, la
relación contractual y la alianza de lealtad, el sistema de los mutuos
servicios y obligaciones, el principio de la recíproca fidelidad y de la
lealtad personal, que ahora viene a sustituir a la antigua
subordinación. El "feudo”, que al comienzo era sólo un usufructo
concedido por tiempo limitado, se convierte en hereditario en el curso
del siglo IX.
La creación de la caballería feudal, con la
enfeudación hereditaria de tierras como base de la relación de servicio,
constituye una de las más revolucionarias innovaciones militares en la
historia del Occidente. Esta medida transforma un órgano del poder
central en una fuerza casi ilimitada dentro del Estado. La monarquía
absoluta medieval llega con ello a su fin. A partir de este momento el
rey no tiene más poder que el que le corresponde por sus propiedades
privadas, ni más autoridad de la que tendría también en el caso de que
poseyera sus territorios como mero feudo. La época inmediatamente
siguiente no conoce un Estado como nosotros lo concebimos. No existen en
ella administración uniforme, ni la solidaridad ciudadana, ni sumisión
general formalmente legal de los súbditos (103). El Estado feudal es una
sociedad en pirámide con un punto abstracto en la cúspide. El rey hace
guerras, pero no gobierno; gobiernan los grandes terratenientes, y no
como funcionarios o mercenarios, favoritos o arribistas, beneficiarios o
prebendados, sino como señores territoriales independientes, que no
basan sus privilegios en un poder administrativo procedente del soberano
como fuente del Derecho, sino únicamente en su poder efectivo, directo y
personal. Encontramos aquí una casta dominante que reclama para sí
todas las prerrogativas del gobierno, todo el aparato administrativo,
todos los puestos importantes en el ejército, todos los cargos
superiores en la jerarquía eclesiástica, y con ello adquiere en el
Estado un influjo como probablemente jamás había poseído ninguna clase
social. La propia aristocracia griega, en su época de mayor
florecimiento, aseguraba a sus miembros menos libertad personal que la
que tenía que conceder a los señores feudales la debilitada monarquía de
la Alta Edad Media. Los siglos en que dominó esta aristocracia han
sido, con razón, designados como la época aristocrática por excelencia
de la Historia de Europa (104). En ninguna otra fase del desarrollo de
Occidente dependieron las formas de la cultura tan exclusivamente de la
visión del mundo, de los ideales sociales y de la orientación económica
de una sola clase social relativamente reducida.
En la Alta Edad
Media, cuando no existían el dinero ni el tráfico, y la propiedad
territorial era la única fuente de renta y la única forma de riqueza, el
sistema del feudalismo fue la mejor solución de las exigencias
impuestas por la administración y la defensa del país. La ruralización
de la cultura, que ya se había iniciado en los finales del mundo
antiguo, se consuma ahora. La economía se vuelve completamente agraria;
la vida, totalmente rústica. Las ciudades han perdido su importancia y
su atracción; la absoluta mayoría de la población está encerrada en
poblados pequeños, dispersos, aislados unos de otros. La sociedad
urbana, el comercio y el tráfico se han extinguido; la vida ha adoptado
formas más sencillas, menos complicadas, más limitadas al aspecto
regional. La unidad económica y social sobre cuya base se organiza todo
ahora es la corte feudal; se ha perdido la memoria de moverse en
círculos más amplios, de pensar con categorías más generales. Como
faltan el dinero y los medios de tráfico, y no hay, por lo general, ni
ciudades ni mercados, la gente se encuentra forzada a independizarse del
mundo exterior y a renunciar tanto a la adquisición de productos ajenos
como a la venta de los propios. Así se desarrolla una situación en la
que ya no existe ningún estímulo para producir bienes que excedan a las
propias necesidades. Como se sabe, Karl Bücher ha designado este sistema
como "economía doméstica cerrada”, y lo ha caracterizado como una
autarquía en la que no existen en absoluto el dinero y el cambio (105).
Tal tajante formulación no corresponde, desde luego, del todo a la
realidad. Se ha demostrado que es insostenible con respecto a la Edad
Media la idea de una economía doméstica pura y completamente autárquica
(106); y, sin duda, es una corrección acertada la propuesta de hablar
aquí mejor de una "economía sin mercados” que de una "economía natural
sin cambios” (107). Pero Bücher no ha hecho más que exagerar los rasgos
de la economía doméstica medieval; estos rasgos no son propiamente una
invención arbitraria suya, pues nadie negará que en la época del
feudalismo existía una inclinación a la autarquía. Lo ordinario en esta
época es consumir los bienes dentro de la misma economía en la que se
han producido, aunque haya tantas excepciones y el tráfico de mercancías
nunca haya cesado del todo. La distinción entre la producción para las
propias necesidades de la Alta Edad Media y la producción de mercancías
ulterior es, como ya fue señalado por Marx, perfectamente clara, y la
categoría de "economía doméstica cerrada” aparece incluso inevitable
para caracterizar la economía feudal si se la concibe como tipo ideal y
no como realidad concreta.
La característica más peculiar de la
economía de la Alta Edad Media y a la vez el rasgo de esta economía que
influye, más profundamente en la cultura espiritual de la época,
consiste, sin duda, en que en ella falta todo estímulo para la
superproducción, y, en consecuencia, se mantiene sujeta a los métodos
tradicionales y al ritmo acostumbrado en la producción, sin preocuparse
de inventos técnicos ni de innovaciones en la organización. Es, como se
ha observado (108), una pura "economía de gasto” que sólo produce lo que
consume, y que, como tal, carece de todo principio de ahorro y de
lucro, de todo sentido para el cálculo y la especulación, de toda idea
para el uso planificado y racional de las fuerzas disponibles. Al
tradicionalismo e irracionalismo de esta economía corresponden el
estatismo inmóvil de las formas sociales, la rigidez de las barreras que
separan entre sí las distintas clases. Los estamentos en que está
organizada la sociedad no tienen sólo validez en cuanto que poseen un
sentido intrínseco, sino en cuanto ordenados por Dios. Puede decirse,
pues, que no hay ninguna posibilidad de ascender de una clase a otra;
todo intento de traspasar las fronteras existentes entre ellas equivale a
la rebelión contra un mandamiento divino. En una sociedad tan
inflexible, tan inmóvil, la idea de la competencia intelectual, la
ambición de desarrollar la propia personalidad y hacerla valer frente a
los otros pueden surgir tan escasamente como el principio de la
competencia comercial en una sociedad sin mercados, sin recompensas al
mayor rendimiento y sin perspectivas de ganancia. Al estático espíritu
económico y a la petrificada estructura social corresponde también en la
ciencia, el arte y la literatura de la época el dominio de un espíritu
conservador, estrecho, inmóvil y apegado a los valores reconocidos. El
mismo principio de inmovilidad que ata a la economía y la sociedad a sus
tradiciones, retrasa también el desarrollo de las formas de pensamiento
científico y de experiencias artísticas y da a la historia del arte
románico aquel carácter tranquilo y casi pesante que durante cerca de
dos siglos impide todo cambio profundo en el estilo. Y así como en la
economía faltan por completo el espíritu del racionalismo, la
comprensión para los métodos exactos de producción y la aptitud para el
cálculo y la especulación, y lo mismo que en la vida práctica no existe
sentido alguno del número exacto, la fecha precisa y la evaluación de
las cantidades en general, de igual manera a esta época le faltan en
absoluto las categorías de pensamiento basadas en el concepto de
mercancía, de dinero y de ganancia. A la economía precapitalista y
pre-racionalista corresponde una concepción espiritual
pre-individualista, que es tanto más fácil de explicar porque el
individualismo lleva consigo el principio de la competencia.
La
idea del progreso es completamente desconocida en la Alta Edad Media.
Tampoco tiene esta época ningún sentido para el valor de lo nuevo.
Busca, más bien, conservar fielmente lo antiguo y lo tradicional; y no
sólo le es ajeno el pensamiento del progreso propio de la ciencia
moderna (109), sino que en la misma interpretación de las verdades
conocidas y garantizadas por las autoridades busca mucho menos la
originalidad de la explicación que la confirmación y comprobación de las
verdades mismas. Volver a descubrir lo ya conocido, reformar lo ya
formado, interpretar la verdad de nuevo, parece entonces algo carente de
finalidad y de sentido. Los valores supremos están fuera de duda y se
encuentran encerrados en formas eternamente válidas. Sería puro orgullo
querer cambiar sin más tales formas. La posesión de estos valores, no la
fecundidad del espíritu, es el objeto de la vida. Es ésta una época
tranquila, segura de sí misma, robusta en su fe, que no duda de la
validez de su concepción de la verdad ni de sus leyes morales, que no
conoce ningún conflicto del espíritu ni ningún problema de conciencia,
que no siente deseos de novedad ni se cansa de lo viejo. En todo caso no
favorece tales ideas y sentimientos.
La Iglesia de la Alta Edad
Media, que en todas las cuestiones espirituales tenía los plenos poderes
de la clase dominante y obraba como su mandataria, sofocada ya en su
germen toda duda acerca del valor incondicionado de los mandamientos y
de las doctrinas que se seguían de la idea de la ordenación divinal de
este mundo y garantizaban el dominio del orden establecido. La cultura,
en la cual todo ámbito de la vida estaba en relación inmediata con la fe
y con las verdades eternas, hacía prácticamente depender toda la vida
intelectual de la sociedad, toda su ciencia y su arte, todo su
pensamiento y su voluntad, de la autoridad de la Iglesia. La concepción
metafísico-religiosa, en la que todo lo terrenal estaba relacionado con
el más allá, todo lo humano estaba referido a lo divino, y en la que
cada cosa tenía que expresar su sentido trasmundano y una intención
divina, fue utilizada por la Iglesia, ante todo, para dar validez plena a
la teocracia jerárquica, basada en el orden sacramental. Del primado de
la fe sobre la ciencia derivaba la Iglesia su derecho a establecer de
manera autoritaria e inapelable las orientaciones y límites de la
cultura. Sólo con esta "cultura autoritaria y coercitiva” (110), sólo
bajo la presión de sanciones tales como las que podía imponer la
Iglesia, dueña de todos los instrumentos de salvación, se pudo
desarrollar y mantener una visión del mundo tan homogénea y cerrada como
la de la Alta Edad Media. Los estrechos límites que el feudalismo, con
la ayuda de la Iglesia, ponía al pensamiento y a la voluntad de la
época, explican el absolutismo del sistema metafísico, que en el campo
de la filosofía procedía de manera implacable contra todo lo peculiar e
individual, lo mismo que el orden social existente luchaba contra toda
libertad en su propio campo, y hacía valer en el cosmos espiritual los
mismos principios de autoridad y jerarquía que se expresaban en las
formas sociales imperantes en la época.
El programa cultural
absolutista de la Iglesia no llegó a ser una realidad plena hasta
después del fin del siglo X, cuando el movimiento cluniacense dio vida a
un nuevo espiritualismo y a una nueva intransigencia intelectual. El
clero, persiguiendo sus fines totalitarios, crea un estado de ánimo
apocalíptico, de huida del mundo y anhelo de muerte, mantiene los
espíritus en permanente excitación religiosa, predica el fin del mundo y
el juicio final, organiza peregrinaciones y cruzadas, y excomulga a
emperadores y reyes. Con este espíritu autoritario y militante consolida
la Iglesia el edificio de la cultura medieval, que sólo entonces, hacia
el fin del milenio, se manifiesta en su unidad y singularidad (111).
Entonces se construyen también las primeras grandes iglesias románicas,
las primeras creaciones importantes del arte medieval en el sentido
estricto de la palabra. El siglo XI es una época brillantísima en la
arquitectura sagrada como es también una época de florecimiento de la
filosofía escolástica, y, en Francia, de la poesía heroica de
inspiración eclesiástica. Todo este movimiento intelectual, ante todo el
florecimiento de la arquitectura, sería inconcebible sin el enorme
aumento de los bienes eclesiásticos que entonces tuvo lugar. La época de
las reformas monásticas es, al mismo tiempo una época de grandes
donaciones y fundaciones a favor de los monasterios (112). Pero no sólo
las riquezas de las Ordenes, sino también las de los obispados aumentan,
sobre todo en Alemania, donde los reyes buscan ganarse a los príncipes
eclesiásticos como aliados contra los vasallos rebeldes. Gracias a estas
donaciones se construyen entonces, junto a las grandes iglesias
monásticas, las primeras grandes catedrales. Como se sabe, los reyes no
tienen en esta época corte fija y se albergan con su séquito ora en casa
de un obispo ora en una abadía real (113). A falta de una capital y
corte, los reyes no construyen edificios directamente, sino que
satisfacen su pasión arquitectónica favoreciendo las iniciativas
episcopales. Por eso en Alemania las grandes iglesias episcopales de
esta época son consideradas y llamadas con razón "catedrales
imperiales”.
Como corresponde a la influencia de sus
constructores, estas iglesias románicas son edificios imponentes y
poderosos, expresión de un poder ilimitado y de unos medios inagotables.
Se les ha llamado "fortalezas de Dios”, y realmente son grandes, firmes
y macizas, como los castillos y fortalezas de la época; y son, además
demasiado grandes para los fines mismos. Pero no fueron construidas para
los fieles, sino para la gloria de Dios, y sirven, lo mismo que las
construcciones sagradas del antiguo Oriente, y en su misma medida, que
desde entonces no ha vuelto a alcanzar ninguna otra arquitectura, para
simbolizar la suprema autoridad. La iglesia de Santa Sofía tenía,
ciertamente, dimensiones enormes, pero su grandeza estaba fundada, en
cierta medida, en razones prácticas, pues era la iglesia principal de
una metrópoli cosmopolita. Las iglesias románicas se encuentran, por el
contrario, en el mejor de los casos, en pequeñas ciudades tranquilas,
pues en el Occidente ya no existían grandes ciudades.
Sería
natural poner en relación no sólo las proporciones, sino también las
formas pesadas, anchas y poderosas de la arquitectura románica, con el
poder político de sus constructores, y considerar esta arquitectura como
la expresión de un rígido señorío clasista y de un cerrado espíritu de
casta. Pero esto no explicaría nada y lo único que haría sería
confundirlo todo. Si se quiere comprender el carácter voluminoso y
opresor, serio y grave, del arte románico, se debe explicar por su
"arcaísmo”, por su vuelta a las formas simples, estilizadas y
geométricas. Este fenómeno está relacionado con circunstancias mucho más
concretamente tangibles que la general tendencia autoritaria de la
época. El arte del período románico es más simple y homogéneo, menos
ecléctico y diferenciado que el de la época bizantina o carolingia, por
una parte, porque ya no es un arte cortesano, y, por otra, porque desde
la época de Carlomagno y a consecuencia, sobre todo, de la presión de
los árabes sobre el Mediterráneo y de la interrupción del comercio entre
Oriente y Occidente, las ciudades de Occidente sufrieron un nuevo
retroceso. En otras palabras: ahora la producción artística no está
sometida ni al gusto refinado y variable de la corte ni a la agitación
intelectual de la ciudad: es, en muchos aspectos, más bárbara y
primitiva que la producción artística de la época inmediatamente
precedente, pero, por otra parte, arrastra consigo muchos menos
elementos sin elaborar o sin asimilar que el arte bizantino y, sobre
todo, el arte carolingio. El arte de la época romántica no habla ya en
el lenguaje de una época de cultura receptiva, sino el de una renovación
religiosa.
De nuevo encontramos aquí un arte religioso en el que
lo espiritual y lo temporal puede decirse que no están separados y
frente al cual los contemporáneos no siempre tenían conciencia de la
diferencia existente entre la finalidad eclesiástica y la finalidad
mundana. Desde luego, sentían el abismo que se abre entre estas dos
esferas mucho menos que nosotros, aunque es verdad que no se puede
hablar siquiera de que en esta época relativamente tardía se diera una
completa síntesis de arte, vida y religión, cual la soñaba el
Romanticismo. Pues si bien la Edad Media cristiana era mucho más
profunda e ingenuamente religiosa que la Antigüedad clásica, la
vinculación entre la vida religiosa y la social era aún más estrecha
entre los griegos y los romanos que entre los pueblos cristianos de la
Edad Media. El mundo antiguo estaba por lo menos más cerca de la
prehistoria, en cuanto que, para el Estado, estirpe y familia no eran
sólo grupos sociales, sino que, al mismo tiempo, constituían
asociaciones de culto y realidades religiosas. Los cristianos de la Edad
Media, por el contrario, separaban y distinguían ya las formas sociales
naturales de las relaciones religiosas sobrenaturales (114). La
unificación a
posteriori de ambos órdenes en la idea de la
civitas Dei nunca
fue tan íntima que los grupos políticos y los vínculos de la sangre
adquiriesen un carácter religioso en la conciencia popular.
La
naturaleza sacra del arte románico no provino, pues, de la circunstancia
de que la vida de la época estuviera condicionada por la religión en
todas sus manifestaciones, pues no lo estaba, sino de la situación de
que se había desarrollado después de la disolución de la sociedad
cortesana, las administraciones munici8pales y el poder político
centralizado, y en la cual la Iglesia se convirtió, puede decirse, en el
único cliente de obras de arte. Hay que añadir a esto que, a
consecuencia de la completa clericalización de la cultura, el arte era
considerado no ya como objeto de placer estético, sino "como culto
ampliado, como ofrenda, como sacrificio” (115). En este aspecto la Edad
Media está mucho más cerca del primitivismo que la Antigüedad clásica.
Pero con esto no está dicho que el lenguaje artístico de la época
románica fuera más comprensible para las grandes masas que el de la
Antigüedad o el de la Alta Edad Media. El arte de la época carolingia
dependía del gusto de los círculos cultos de la corte y, en cuanto tal,
era extraño al pueblo. De igual manera, ahora el arte es propiedad
espiritual de una minoría del clero que, aunque más amplia que la
sociedad de literatos áulicos de Carlomagno, no abarcaba ni siquiera a
todo el clero. Siendo el arte de la Edad Media un instrumento de
propaganda de la Iglesia, su misión sólo podía consistir en inspirar a
las masas un espíritu solemne y religioso, pero bastante indefinido. El
sentido simbólico, a menudo difícil de entender, y la forma artística
refinada de las representaciones religiosas no eran seguramente
comprendidos ni estimados por los simples creyentes. Aunque las formas
del estilo románico sean más concisas y sugerentes que las del primitivo
arte cristiano, tampoco eran, en modo alguno, más populares ni más
sencillas que éstas. La simplificación de las formas no significa
ninguna concesión al gusto ni a la capacidad de comprensión de las
masas, sino solamente una adaptación a la concepción artística de una
aristocracia que estaba más orgullosa de su autoridad que de su cultura.
El
cambio rítmico de los estilos alcanza otra vez en el arte románico
–después del geometrismo de los inicios de la Antigüedad y del
naturalismo de sus finales, después de la abstracción de la época
cristiana primitiva, y del eclecticismo de la carolingia- una fase de
antinaturalismo y de formalismo. La cultura feudal, que es esencialmente
antindividualista , prefiere también en el arte lo general y lo
homogéneo, y se inclina a dar del mundo una representación en la que
todo –las fisonomías como los paños, las grandes manos gesticulantes
como los árboles pequeños con ramas como de palmera, así como las
colinas de hojalata- está reducido a tipos. Lo mismo este formalismo
estereotipado que la monumentalidad del arte románico se muestran del
modo más sorprendente en la exaltación de la forma cúbica y en la
adaptación de la plástica a la arquitectura. Las esculturas de las
iglesias románicas son miembros del edificio; pilares y columnas, partes
de la construcción del muro o del pórtico. El marco arquitectónico es
un elemento constitutivo de las representaciones de figuras. No sólo los
animales y el follaje, sino la misma figura humana cumple una función
ornamental en el conjunto artístico de la iglesia; se pliega y se
tuerce, se estira y reduce, según el espacio que tiene que ocupar. El
papel subordinado de cada detalle está tan acentuado que los límites
entre el arte libre y aplicado, entre escultura y artesanía, son siempre
fluctuantes (116). También aquí es natural pensar en la correlación
existente entre estos rasgos y las formas autoritarias de la política.
Sería también la explicación más sencilla relacionar el espíritu
autoritario de la época con la coherencia funcional de los elementos de
una construcción románica y su subordinación a la unidad arquitectónica,
e igualmente atribuir éstas al principio de la unidad, principio que
domina las formas sociales contemporáneas y se manifiesta en estructuras
colectivas como la Iglesia universal y el monacato, el feudalismo y la
economía doméstica cerrada. Pero tal explicación está sujeta siempre a
un equívoco. Las esculturas de una iglesia románica "dependen” de la
arquitectura en un sentido completamente distinto de aquél en que los
labradores y vasallos dependen de los señores feudales.
El
rigorismo formal y la abstracción de la realidad son, sin duda, los
rasgos estilísticos más importantes, pero en modo alguno los únicos del
arte románico. Lo mismo que en la filosofía de la época actúa, junto a
la dirección escolástica, una dirección mística, y así como en el
monacato el espíritu militante se una con la inclinación a la vida
contemplativa, y en el movimiento de reforma monástica se manifiesta
junto al estricto dogmatismo una religiosidad violenta, indomable y
extática, también en el arte se abre paso, junto al formalismo y el
abstraccionismo estereotipado, una tendencia emocional y expresionista.
Esta concepción artística, más libre, sólo se hace perceptible en la
segunda mitad del período románico, esto es, al mismo tiempo que se
vivifica la economía y se renueva la vida ciudadana en el siglo XI
(117). Pero, por modestos que sean en sí estos comienzos, constituyen el
primer signo de un cambio que abre el camino al individualismo y al
liberalismo de la mentalidad moderna. Por el momento no hubo
exteriormente muchas transformaciones; la tendencia fundamental del arte
sigue siendo antinaturalista y hierática. Con todo, si en algún momento
hay que señalar un primer paso hacia la disolución de los vínculos
medievales, es ahora, en este siglo XI de sorprendente fecundidad, con
sus nuevas ciudades y mercados, sus nuevas Ordenes y escuelas, las
primeras cruzadas y los primeros Estados normandos, con los comienzos de
la escultura monumental cristiana y las formas primeras de la
arquitectura gótica. No puede ser casual el que esta nueva vida coincida
con la época en la que la autarquía económica de la Alta Edad Media,
después de una estabilidad plurisecular, comienza a ceder el paso a una
economía mercantil.
En el arte el cambio se realiza muy
lentamente. La escultura constituye ciertamente un arte nuevo, olvidado
desde la decadencia de la Antigüedad clásica, pero su lenguaje formal
permanece ligado en lo esencial a las convenciones de la primitiva
pintura románica; y, por lo que hace al estilo protogótico de las
iglesias normandas del siglo XI, es considerado, con razón, como una
forma del románico. La disolución vertical del muto y el expresionismo
de las figuras revelan, desde luego, la orientación hacia una concepción
más dinámica. Las exageraciones con que se pretende alcanzar el efecto
–la alteración de las proporciones naturales, el aumento
desproporcionado de las partes expresivas del rostro y del cuerpo, sobre
todo de los ojos y las manos, el desbordamiento de los gestos, la
ostentosa profundidad de las inclinaciones, de los brazos elevados en
alto y las piernas cruzadas como en un paso de danza- no constituyen ya
sólo aquel fenómeno que, como se ha supuesto, existe en todo arte
primitivo y que consiste, sencillamente, en que "las partes del cuerpo
cuyo movimiento manifiesta más claramente la voluntad y la emoción están
representadas con mayor fuerza y tamaño” (118). Más bien nos
encontramos aquí con un manifiesto expresionismo dinámico (119). La
violencia con que el arte se lanza a este estilo expresivo procede del
espiritualismo y del activismo del movimiento cluniacense. La dinámica
del "barroco románico tardío” está relacionada con Cluny y con el
movimiento monástico reformador, lo mismo que el patetismo del siglo
XVIII se relaciona con los jesuitas y la Contrarreforma. La plástica
como la pintura, las esculturas de Autun y Vézelay, Moissac y Souillac,
como las figuras de los evangelistas del
Evangeliario de Amiens y
del de Otón III, expresan el mismo espíritu de ascética reforma, la
misma atmósfera apocalíptica de Juicio Final. Los profetas y los
apóstoles, esbeltos, frágiles, devorados por la llama de su fe, que en
los tímpanos de las iglesias rodean a Cristo, los elegidos y
bienaventurados, los ángeles y los santos del Juicio Final y las
Ascensiones, son otros santos ascetas espiritualizados, que los
creadores de este arte, los piadosos monjes de los monasterios, se
proponían como modelos de perfección.
Ya las representaciones
escenográficas del arte románico tardío son muchas veces producto de una
fantasía desbordada y visionaria. Pero en las composiciones
ornamentales, por ejemplo, en el pilar zoomorfo de la abadía de
Souillac, esta fantasía se remonta a los absurdos del delirio. Hombres,
animales, quimeras y monstruos se entremezclan en una única corriente de
vida pululante y forman un caótico enjambre de cuerpos animales y
humanos que, en muchos aspectos, recuerda las líneas enredadas de las
miniaturas irlandesas y muestra que la tradición de este viejo arte no
se ha apagado todavía, apero a la vez, que desde los tiempos de su
florecimiento todo ha cambiado, y sobre todo, que el rígido geometrismo
de la Alta Edad Media ha sido disuelto por el dinamismo del siglo XI.
Sólo
ahora aparece fijo y completamente realizado lo que nosotros entendemos
por arte cristiano y medieval. Sólo ahora se completa el sentido
trascendente de las pinturas y esculturas. Fenómenos como el excesivo
alargamiento o los convulsivos gestos de las figuras ya no pueden ser
explicados racionalmente, a diferencia de las proporciones antinaturales
del arte cristiano primitivo, que se derivaban con una cierta lógica de
la jerarquía espiritual de las figuras. En la antigüedad cristiana, la
aparición de un mundo trascendental llevó a la deformación de la verdad
natural, pero el valor de las leyes naturales permaneció vivo en el
fondo. Ahora, por el contrario, estas leyes son completamente abolidas y
con ellas cesa también el predominio de la concepción clásica de la
belleza. En el arte cristiano primitivo las desviaciones de la realidad
natural se mueven siempre dentro de los límites de lo biológicamente
posible y de lo formalmente correcto. Ahora tales desviaciones resultan
completamente inconciliables con los criterios clásicos de realidad y
belleza, y finalmente, "desaparece todo intrínseco valor plástico de las
figuras” (120). En las representaciones, la referencia a lo
trascendental es ahora tan predominante que las formas aisladas no
poseen ya absolutamente ningún valor inmanente; son sólo símbolo y
signo. Ya no expresan el mundo trascendental sólo con medios negativos,
es decir, no se refieren a la realidad sobrenatural dejando meramente
hiatos en la realidad natural y negando el orden de ésta, sino que
describen lo irracional y supramundano de una manera completamente
positiva y directa. Si se comparan las figuras incorpóreas y
extáticamente convulsionadas de este arte con las robustas y
equilibradas figuras de héroes de la Antigüedad clásica, como se ha
comparado el San Pedro de Moissac, con el Doríforo (121), resulta con
toda claridad la peculiaridad de la concepción artística medieval.
Frente al clasicismo, que se limita exclusivamente a lo corporalmente
bello, a lo sensible y viviente y a lo formalmente regular, y que evita
toda alusión a lo psíquico y espiritual, el etilo románico aparece como
un arte que se interesa única y exclusivamente por la expresión anímica.
Las leyes de este estilo no se rigen por la lógica de la experiencia
sensible, sino por la visión interior. Este rasgo visionario encierra de
la manera más concentrada la explicación del espectral alargamiento, de
la actitud forzada, de la movilidad como de marioneta de sus figuras.
La
afición del arte románico a la ilustración crece continuamente, y al
final es tan grande como su interés por la decoración. La inquietud
espiritual se manifiesta en la continua ampliación del repertorio
figurativo, que llega a extenderse al contenido entero de la Biblia. Los
nuevos temas, esto es, los temas del Juicio Final y la Pasión, son tan
significativos de la peculiaridad de la época como del estilo con que
son tratados. El tema capital de la escultura románica tardía es el
Juicio Final. Este es el tema que se elige con particular preferencia
para los tímpanos de los pórticos. Producto de la psicosis milenarista
del fin del mundo, es a la vez la más poderosa expresión de la autoridad
de la Iglesia. En él se celebra el juicio de la Humanidad, y ésta,
según que la Iglesia acuse o interceda, es condenada o absuelta. El arte
no podía imaginar un medio más eficaz para intimidar a los espíritus
que este cuadro del infinito pavor y de bienaventuranza eterna. La
popularidad del otro gran tema del arte románico, la Pasión, significa
una vuelta hacia el emocionalismo, aunque el modo de tratarlo siga
moviéndose todavía casi siempre dentro de los límites del viejo estilo,
no-sentimental y solemnemente ceremonioso. Los cuadros románicos de la
Pasión están a mitad de camino entre la anterior repugnancia a
representar la divinidad sufriente y humillada y la posterior
insistencia morbosa en las heridas del Salvador. Para los antiguos
cristianos, educados todavía en el espíritu de la Antigüedad clásica, la
representación del Salvador que moría en la cruz de los criminales era
siempre algo penoso. El arte carolingio aceptó, es verdad, la imagen
oriental del Crucificado, pero se resistió a representar a Cristo
martirizado y humillado; para el espíritu de los señores de aquella
época, la sublimidad divina y el sufrimiento corporal eran
incompatibles. También en las Pasiones románicas el Crucificado no suele
estar pendiente de la cruz, sino que se mantiene en pie en ella y, por
regla general, es representado con los ojos abiertos, no raramente con
corona, y aun muchas veces vestido (122). La sociedad aristocrática de
aquella época tenía que vencer su repugnancia ante la representación del
desnudo, repugnancia que tenía motivos sociales y no sólo religiosos,
antes de que pudiera acostumbrarse a la contemplación de Cristo desnudo.
El arte medieval evita también, más tarde, mostrar cuerpos desnudos
cuando el tema no lo exige expresamente (123). Al Cristo-Rey-Héroe, que
aún en la misma cruz aparece como vencedor de todo lo terreno y
perecedero, corresponde lógicamente una imagen de la Virgen que muestra,
en lugar de la Madre de Dios representada en su amor y en su dolor,
según estamos acostumbrados a verla desde la época gótica, una Reina
celestial elevada sobre todo lo humano.
El
placer con que el arte románico tardío puede abismarse en la
ilustración de una materia épica se manifiesta de la manera más directa
en la
Tapicería de Bayeaux, obra
que, a pesar de estar destinada a una iglesia, manifiesta una
concepción artística distinta de la del arte eclesiástico. Con un estilo
admirablemente fluido, con muy variados episodios y con un amor
sorprendente por el pormenor realista, narra la historia de la conquista
de Inglaterra por los normandos. Se manifiesta en ella una difusa
manera de narrar los acontecimientos, que anticipa la composición
cíclica del arte gótico, marcadamente contrapuesto a los principios de
unidad de la concepción artística románica. Tenemos evidentemente aquí
no una obra del arte monacal, sino el producto de un taller más o menos
independiente de la Iglesia. La tradición que adscribe los bordados a
la reina Matilde se apoya, sin duda, en una leyenda, pues la obra ha
sido realizada evidentemente por artistas experimentados y prácticos en
el oficio; pero la leyenda alude, al menos, al origen profano del
trabajo. En ningún otro monumento del arte románico podemos obtener una
idea tan amplia de los medios de que pudo disponer el arte profano de la
época. Ello hace lamentar doblemente la pérdida de obras semejantes, en
cuya conservación se puso evidentemente menos cuidado que en las del
arte eclesiástico. No sabemos qué extensión alcanzó la producción
artística profana. Desde luego no debió nunca de aproximarse a la
eclesiástica; pero era, por lo menos en la época románica tardía, a la
que pertenece la
Tapicería de Bayeaux, más importante de lo que podría suponerse a juzgar por los pocos monumentos conservados.
El
retrato, que, por decirlo así, se mueve de manera indecisa entre el
arte sagrado y el profano, muestra excelentemente cuán difícil es,
basándose en los restos que poseemos, hablar del arte profano de esta
época. Entonces no se tenía ninguna comprensión para el retrato
individualizado, que acentúa los rasgos personales del modelo. El
retrato románico no es más que un parte de la representación ceremonial o
del monumento. Lo hallamos o bien en la páginas dedicatorias de los
manuscritos de la Biblia o en los monumentos sepulcrales de las
iglesias. La pintura dedicatoria, que además de la persona que encargó u
ordenó copiar el manuscrito representa también al copista y al pintor,
abre, no obstante su solemnidad, el camino a un género muy personal,
aunque por el momento tratado de forma estereotipada: el autorretrato.
La íntima contraposición existente entre los dos estilos aparece todavía
más marcada en los retratos escultóricos de las sepulturas. En el
primitivo arte sepulcral cristiano la persona del difunto o no aparece
en absoluto o se muestra en forma muy discreta. En cambio, en los
sepulcros de la época románica se convierte en el tema principal de la
representación. La sociedad feudal, que piensa con categorías de casta,
se resiste todavía a acentuar los rasgos individuales de la
personalidad, pero favorece ya la idea del monumento personal.
Notas
(101) A. Schulte: op. cit., p. 221.
(102) Heinrich V. Eicken: Gesch. u. System der mittelalterlichen Weltanschauung. 1887, p. 224.
(103) E. Troeltsch: Soziallehren, p. 242.
(104) Joannes Bühler: Die Kultur del Mittelalters, 1931, p. 95.
(105) Karl Bücher: Die Entstehung der Volkswirtschaft, I, 1919, páginas 92 ss.
(106) Georg V. Below: Probleme der Wirtschaftsgesch., 1920, páginas 178-179, 194 y ss.; A. Dopsch: Wirtsch, und soz. Grundl., II, pp. 405-406.
(107) H. Pirenne: Le mouvement écon., p. 13.
(108) Werner Sombart: Der mod. Kapit., I, 1916, 2ª ed., p. 31.
(109) J. Bühler: op. cit., pp. 261-62.
(110) E. Troeltsch: op. cit., p. 223.
(111) Cf. Oswald Spengler: Der Untergang des Abendlandes, I, 1918, p. 262.
(112) H. Pirenne: A history of Europe, p. 171.
(113) G. Dehio: op. cit., p. 73.
(114) E Troeltsch: op. cit., p. 215.
(115) G. Dehio: op. cit., p. 73.
(116) Ibid., p. 144.
(117) A Fliche: La Civilisation occidentale aux Xe. et XVe. Siècles, en Histoire du Moyen Age, editada por G. Glotz, II, 1930. pp. 597-609.
(118) Anton Springer: Die Psalterillustrationen im frühen Mittelalter, "Memorias de la Real Soc. Sajona de Cien.”, VIII, 1883, página 195.
(119) H. Beenken: Romanische Skulptur in Deutschland, 1924, página 17.
(120) G.V. Luecken: Burgundische Skulpturen des 11. und 12. Jahrh., en "Jahrb. der Kunstw.”, 1923, p. 108.
(121) G. Kaschnitz-Weinberg: Spätrömische Porträts, en Die Antike, II, 1926, p. 37.
(122) G. Dehio: op. cit., pp. 193-94.
(123) Julius Baum: Die Mal. und Plastik des Mittelalters in Deutschl. Frankr. u. Britannien, 1930, p. 76.