Manel Clot
«Este rumor del mundo es el
amor»
J. A. González Iglesias
«I’m weak & inmature»
Tricky
«Happiness is an option»
Pet Shop Boys
«Out here, in there, it
is you, this is who you are»
Presence
Chasse Blueroom, Karen Knorr
*
Una vez más, por qué no, y aun a riesgo de
acabar resultando en exceso reiterativos (¿una vez más?), tal vez
podríamos empezar con la necesidad de insistir de nuevo en algunos
puntos de vista, más o menos apriorísticos, que por más recurrentes que
normalmente nos puedan parecer, nunca acaban por resultar
suficientemente efectivos y claros en las persistentes consideraciones
respecto a lo que es el arte (o acaso lo que debería ser o, tal vez, lo
que en realidad debería llegar a ser, esencia o construcción, inercia o
adopción, modernidad clasista o tardomodernidad transversal) y a lo que
entendemos o debemos entender por semejante término (qué designa, a qué
se refiere, qué incluye, cuándo aparece, cuánto dura, cómo se
constituye, cuándo opera, cómo circula: es decir, cuánto tiene aún de
autónomo y cuánto debe ya, definitivamente, al entorno de su propia
construcción cultural, no sólo por lo que se refiere a su propia
existencia y funcionamiento sino también directamente a su misma
concepción o suposición iniciales), y sobre todo en estos últimos años,
unos tiempos afortunadamente agitados y complejos, múltiples e
interafectivos, en los que la multiplicación de las voces y las
presencias, por una parte, y las interrelaciones de maneras y
dispositivos, por otra, están conformando un panorama creativo de tal
(sobre)dimensión (más que extensa, expandida) que debe ser
contemplado, analizado, intervenido, consumido y asumido desde unas
perspectivas sustancialmente más abiertas y notablemente más ampliadas
-en este sentido, casi irremediablemente, o felizmente, más ampliadas-,
rebosadas hacia los territorios crecientes de la visualidad
reconsiderada, de la sonoridad instalada, de la transitoriedad
germinada, de la implicación desubjetivizada, de la politización
contextualizada, de la tecnificación desacomplejada, de la narración
intercruzada, territorios en los que se ha ido instalando un renovado y
creciente interés por unas prácticas culturales -y artísticas, en
particular- totalmente invisibles con anterioridad en el marco
genérico y socialmente establecido de la producción cultural (que, no
olvidemos, aparece como inevitablemente y activamente occidental,
tardocapitalista y urbana), un creciente interés por parte de los
sectores implicados o también una más directa construcción (de sentido,
lógicamente) que opera gracias a una ya imparable ampliación de márgenes
y perímetros, de áreas de sentido y de dispositivos de significación,
que sitúa los ejes de reflexión artísticos en unos terrenos que
configuran fundamentalmente los distintos episodios de eso que podríamos
denominar una vida de artista, es decir, ese cúmulo inacabable y
mutacional de experiencias, investigaciones, alusiones y deseos, que
abre una cierta militancia del despertar perpetuo en la
conciencia de los creadores contemporáneos.
Es en este estado de cosas, desde luego,
donde una especie de atrevido pas au-delà (atrevido tanto por
contundente como por actualizado, claro está) se ha producido con
respecto a, por ejemplo, distinciones tan clásicas (y tan
clasistas, insisto) y tan propias de un cierto espíritu bastante
timorato de la modernidad, como la que separa(ba) una supuesta «alta
cultura» de una -supuesta también- «baja cultura» o cultura popular
(elitismo frente a consumo, exquisitez frente a vulgarización, autoría
frente a masificación, distinción frente a democratización),
aunque atendiendo a cómo evolucionan los diversos elementos sociales y
sus también diversas funciones y mecanismos operativos, quizás hoy ya
cabría hablar más propiamente de cultura de masas, poniendo
considerables diferencias por tanto, entre lo que es (o sería) el pueblo
y lo que es la masa (y con todos los riesgos que eso supone), acaso un
mismo grupo con comportamientos y configuraciones muy distintas en
función de su utilidad, papel o utilización: todo ello debería hacernos
pensar muy seriamente, pues, en qué consistiría realmente, hoy en día,
una cultura popular si partiéramos del axioma de que también existe una
cultura de masas, quizás bastante más visible.
Pero la actual distinción discursiva entre
alta y baja cultura, entre cultura elitista y cultura popular, quizás no
sea en estos momentos más que una de las últimas formulaciones
socioculturales de una modernidad poco o mal evolucionada en este
terreno: al igual que podemos seguir dudando acerca de la auténtica
dimensión y eficacia de términos como multiculturalismo por los
considerabilísimos residuos etnocentristas que siguen conteniendo
(habida cuenta del punto desde el cual se suelen aún formular este tipo
de propuestas supuestamente aperturistas e integradoras), del mismo
modo, pues, la rutinaria distinción entre alta cultura y cultura popular
sigue produciéndose y ejerciéndose desde los estamentos situados
precisamente en los niveles superiores de decisión y control social y
cultural. Pero es que en realidad es ese excesivo anclaje en una
dinámica moderna bastante caduca lo que se nos aparece necesitado
de una revisión muy a fondo, y que tenga en cuenta, por ejemplo, el
espacio deliberadamente americano en el que surgió,
inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial, con nuevas clases
sociales y nuevos grupos enriquecidos y con ansias de destacar; que
tenga en cuenta también el espíritu protestante que regía buena parte de
ese mismo espacio -así como el espacio europeo en el que ya se habían
empezado a formular, con anterioridad, sus propuestas fundacionales-;
que tenga en cuenta qué ha sido popular y cómo ha llegado a serlo en
estos últimos cincuenta años; o que tenga en cuenta también, qué
factores de todo tipo marcan e incorporan los grupos sociales en los que
esa dualiad ha desarrollado su presencia: a este respecto, dudo de que
la figura de Warhol, por ejemplo, sirva nunca más para ejemplificar ese
tipo de discusiones, es más, creo que sería muy conveniente no invocarlo
nunca más, aunque, como apunto inmediatamente, ése mismo sea en
realidad un punto de partida si no erróneo sí tremendamente parcial y
caduco. Porque probablemente, y como decía Marcel, no hay solución
porque no hay problema: la cuestión no estriba en diferenciar o
pormenorizar esos dos niveles (o desniveles) en lo que a la producción
cultural actual respecta, sino en trascenderlos, superarlos, ir más allá
de esquemas tan estrechos para poder alcanzar otra mirada y otro
horizonte más complejo y, fundamentalmente, más desacomplejado.
**
En estos territorios mutacionales que se
desplazan simultáneamente en múltiples direcciones, pues, la obra de
José Maldonado, es decir, su discurso considerado como un contínuum
difícilmente fragmentable, ha ido experimentando en los últimos años una
transformación, más que radical, intencional y configural, que le ha
llevado a plantear(se), sin abandonar ninguna de sus preocupaciones,
podríamos decir, históricas, la capital presencia de los elementos no
artísticos (contextuales, periféricos, laterales, perimetrales: todo
ello, remarquémoslo, fruto aún de una terminología igualmente
etnocentrista) en el discurso contemporáneo del arte (y no sólo como
unos meros ingredientes adicionales procedentes de la experiencia del
artista con el fin de personalizar o pormenorizar lenguajes o recursos),
la necesidad de su instalación agitada en el cuerpo social, la
inevitable asunción de las tareas políticas reconsideradas en
consecuencia, y un no menos importante sentido de responsabilidad epocal
y generacional que contempla la posibilidad del discurso del arte como
la manifestacipón más compleja y múltiple de un escenario territorial
(una inter/zona) fundamental compuesto por los rostros innumerables de
la experiencia de mundo y de vida.
***
El artista no expresa ni comunica, formula.
Y reconfigura. Todo conato de ficcionalización es una construcción de
relato, incluso la que pertenece a los mecanismos de la memoria (quizás
los que más) o la que se activa con motivo de nuestro lugar en el mundo.
El espacio del arte -y para el arte- se configura como un territorio si
no nuevo sí enormemente renovado, ampliado, socializado desde lo íntimo
aunque privatizado desde lo público. La obra de arte se presenta cada
vez más como un lugar del acontecimiento, múltiple y cambiante, con
apariencia de objeto o con intuición de inminencia: lugar de producción o
de ausencia, escenario de actualización o renuncia, sitio de
consagración o fracaso, ubicación idónea de un efecto retardado aunque
de amplio espectro. En este sentido, y en la obra de Maldonado, toda
formulación artística consciente acaba por ser un costoso episodio de la
escenarización de ese rumor del mundo, inacabable y
transformador, y que se transforma a veces en el amor, esa otra idea
terrible (¿una condición, una situación?) de la que ya nos dijeron que
jamás hubiéramos conocido a no ser por la existencia precisa del
lenguaje que lo designa y lo ahuyenta, que lo nombra y lo conjura: el amor
indigente que jamás encuentra su lugar en mí. La obra de
arte no existe por sí sola, y es por ello, pues, que necesita estar
incrustada y formar parte de un discurso mayor y más extenso, como un
engarce más, porque toda obra de arte debe ser y debe constituirse en
discurso, al fin y al cabo, su finalidad última y su mostración
postrera. Toda obra de arte (nos) aparece como un fotograma de un relato
más extenso y, fundamentalmente, más dilatado, ni lineal ni evolutivo,
no vertical sino horizontal, sin un antes y sin un después, una
secuencia digitalizada, rebosante de significancias y, por qué no, de diferancias,
un rizoma que propicia la reconsideración activa de los perímetros
relacionales establecidos, su reconstrucción a partir de las
nuevas transitoriedades, la esencia profunda de la transversalidad que
hace del tránsito (del espíritu, no del hecho) no sólo una idea o una
condición sino directamente un lugar, ese lugar que la obra propicia, el
lugar que le pertenece y que le identifica, construyéndola.
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Cualquier intento por verbalizar la obra de
arte comportará el riesgo mayor de constituirse como un mecanismo
monumentalizador de ésta y, lo que es fatal, contribuir a su imparable
capacidad para convertirse en sujeto de fingimiento continuo, en
prótesis fascinante de una ausencia, en fetiche improductivo que nunca
(nos) saciará. La obra de arte debe permitirse aparecer en sus
posibilidades mutantes y variables -variantes- sin dejar por ello de
seguir siendo siempre ella misma, es decir, una sola y siempre la misma,
una sola a lo largo del tiempo, una caída exterior, soledad sin
consuelo. Nunca sab(r)emos, por tanto, si es posible hacer obras
que no sean de arte. Toda obra de arte contiene -o debería contener- su
propia y específica configuración epocal, su inscripción como sentido
de tiempo y su ansia referencial de presente, más en tanto que una idea
de lo constante que de lo inevitable del tiempo. Y la obra de arte, esto
es, el discurso del arte, en suma, acaba siempre por situarse -al mismo
tiempo que, por ello mismo, lo está redefiniendo sin descanso: el
desastre inmóvil que no obstante se acerca- en una zona de tránsito
entre la realidad y la ficción, una inter/zona, es decir, ese territorio
pantanoso y relacional, aunque inagotable, conformado por lo verosímil
narrable, que contribuye así a concretar y a situar su lugar en el
mundo, un lugar en el mundo, y que, en consecuencia, deriva cada vez más
hacia esa virtualidad transversal y fértil que planea eterna e
intangible por encima de los estatutos de la representación. Como
formulaba Gadamer a propósito de un interminable, inabarcable, ya casi
inalcanzable Celan, ¿quién soy yo y quién eres tú?. O como en
Chemical Brothers, dig your own hole. O como en Björk, all is
full of love. Como en dj Mal: sonado, soñado... Quizás Desafinado.
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Recurrimos a imágenes (en un sentido
convencional) pobres que indican la probabilidad de definir aún más lo
que ya son objetos que, rebasando el mero estereotipo, funcionan en el
territorio al que son expuestos. Pobreza y precariedad tecnológica,
soportes reducidos a su tautológica cualidad, desplazamientos figurales
del sonido hacia los volúmenes, cámaras fotográficas con flashes de usar
y tirar, positivados estandard, videocámaras casi infantiles: una
extraña pobreza de lo tecnológico que alcanza a mostrar (sólo) el
pensar, la articulación básica de lo que es una acción comunicativa demo,
que señala el acontecer más allá del objeto y el devenir cosa del
objeto que muestra la relación con lo infinito del deseo: desear. La
característica de las obras de Maldonado como acontecimientos demo se
reinstala en el sentido de mostrar sólo el vértice de lo inalcanzable
en su totalidad, de lo incompleto, de lo imposible, y todos sus
múltiples porqués: Limbo (1995), Sound System (1997), Sonado,
Mal Soñado, Desafinado, Purloined (1998), M.A.L., No Baile,
Blinde Zukunft, 1 X 2, Epitafio (1999).
Bandas apartes, sonidos tartamudos que
resisten la frustración de la frase mal dicha, de lo mal oído, de lo mal
visto, y que perseveran en la intención de comunicar al menos la
persistencia del intento, esa tozuidez en mostrar sólo un imposible
reflejo, un reflejo ciego en los espejos del pensamiento. Tartamudez de
la imagen, del espacio, del tiempo, del sonido, del reflejo, de la
propia visibilidad invisible, del arte. Un sonido tan fuera de sincronía
que desterritorializa la imagen para llevarla al límite posible de lo
que es: allí donde resiste y donde permanece su carácter transversal y
su núcleo intencional; una imagen que desterritorializa el sonido para
llevarlo al limen donde deja de ser sonido, una imagen movimiento que
deviene tiempo, y un tiempo que deviene movimiento que algo dice y que
algo deshace: tartajez... balbuceo... ceguera... reflejo hipnótico...
imagen velada... sonidos palpitantes... deseo sin cumplir... Todos estos
trabajos del artista inciden de en pleno (de hecho, contribuyen de
manera decisiva a establecer sus términos) en la penúltima proyección de
algunos de los debates antes citados: los círculos que enhebran la
dificultad con la inconcreción, la sospecha con la interpretación, lo
incompleto con lo inasible, para articularse en torno a un único tema
central verdaderamente fundamental, ése que de verdad estructura las
relaciones de la práctica artística con la experiencia de lo real, los
términos de una seria investigación en curso que Maldonado ofrece a
partir de una conciencia irrenunciable de presente y de una pertenencia
clara a la complejidad contextual.
Tomado de: acción paralela.org
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