Néstor García Canclini
Fotografía: konstantin sorokin
En un mundo fascinado con el entretenimiento masivo, el viejo dilema que se daba ``entre la alta cultura y la de masas'' ha dejado de plantearse. En este ensayo de Néstor García Canclini, que forma parte de su libro La globalización imaginada, de próxima aparición en Paidós, se analizan ``los modos variados en que se globalizan las artes musicales, las diversas industrias culturales, los países centrales y los periféricos''. Ante los nuevos actos interruptores que ``no aspiran a obtener el poder'' sino que, al decir de Calhoun, ``luchan por la significación'', García Canclini indica la urgencia de ``ascender hasta la reconfiguración general de la política''. A comienzos de 1998 Susan Sontag estuvo en México y en una entrevista le recordaron que en su libro Contra la interpretación afirmó que si se viera forzada a elegir entre Dostoievski y los Doors, escogería a Dostoievski. Pero también había escrito: ``¿por qué tenemos que elegir?'' El entrevistador le preguntó cuáles serían hoy los equivalentes de aquellas manifestaciones culturales. Sontag dijo que la oposición Dostoievski-Doors era propia de los años sesenta, cuando el dilema se daba entre la alta cultura y la de masas, y los intelectuales defendían la legitimidad de diversas experiencias. ``El problema ahora -agregó- es que la gente está tan fascinada con el entretenimiento de masas, que difícilmente puede pensar en otro nivel. La idea por la que tienes que pelear ahora tiene que ver con los conceptos de `seriedad' y `compromiso'. Ahora la pregunta es: ¿por qué va uno a querer otra cosa que no sea el entretenimiento masivo?''
Este dilema no apunta únicamente a un conflicto entre narrativas estéticas. Nos coloca en el centro del espacio público transnacional e implica lo que hoy se juega en el intercambio entre culturas. Tiene que ver, para usar una expresión de Jesús Martín Barbero, con recuperar la dimensión simbólica de la política y con ``lo que no puede hacer el mercado''. Este autor señala tres carencias:
El mercado no puede sedimentar tradiciones, ya que todo lo que produce ``se evapora en el aire'' dada su tendencia estructural a una obsolescencia acelerada y generalizada, no sólo de las cosas sino también de las formas y las instituciones. El mercado no puede crear vínculos societales, esto es entre sujetos, pues éstos se constituyen en procesos de comunicación de sentido, y el mercado opera anónimamente mediante lógicas de valor que implican intercambios puramente formales, asociaciones y promesas evanescentes que sólo engendran satisfacciones o frustraciones pero nunca sentido. El mercado no puede engendrar innovación social pues ésta presupone diferencias y solidaridades no funcionales, resistencias y disidencias, mientras el mercado trabaja únicamente con rentabilidades.
Olivia Steele
Fracasos del mercado
Quiero añadir una cuarta carencia del mercado como ``organizador'' de la interculturalidad. Pese a que los mercados se rigen por la competencia, y a que la globalización la intensifica, las mezclas entre culturas suelen presentarse en los circuitos mercantiles como reconciliación y ecualización, con más tendencia a encubrir los conflictos que a elaborarlos. Pienso en las razas conviviendo en los carteles publicitarios de Benetton; las melodías flamencas, italianas, inglesas y de sociedades no europeas que ``superan'' sus diferencias locales en las giras de conciertos de los tres tenores; las exposiciones universales, los espectáculos olímpicos y las fiestas deportivas que ``hermanan a los pueblos'' y ofrecen a todos versiones sencillas de lo diverso y lo múltiple; el zapping que nos permite vincularnos en pocos minutos con canales de treinta países. Estas son algunas de las experiencias que crean la ilusión de que el repertorio cultural del mundo está a nuestra disposición en una interconexión apaciguada y comprensible.
Cuando la hibridación es la mezcla de elementos de tantas sociedades como conjuntos de clientes se desea interesar en un producto, suele aplicarse a las diferencias entre culturas lo que en música se llama ecualización. Así como mediante artificios electrónicos en la grabación y reproducción se reducen las variaciones tímbricas y los estilos melódicos pierden su especificidad, formas culturales distantes pueden volverse demasiado fácilmente conmensurables.
La búsqueda de una estética de equilibrio sonoro, iniciada en aeropuertos, restaurantes, centros comerciales y otros lugares donde se trataba de ``climatizar'' el ambiente, se expande ahora mediante técnicas de grabación industrial que eliminan ``lo discordante''. Jose Jorge de Carvalho ha estudiado los principales procedimientos utilizados: a) las intensidades de distintos géneros e instrumentos musicales, los pianísmos y fortísimos, son equilibrados para que suenen bajo una homogeneidad orquestal o subordinados al canal de la voz; b) el abuso en el efecto de retorno o reverberación del sonido en shows y bares, que atrofia la capacidad del oyente para captar pasajes más sutiles, se extiende a los hábitos de grupos juveniles, y aun a individuos con walkman, para los cuales la mejor manera de escuchar música es con la mayor amplificación y volumen de la masa sonora; c) el disco compacto consagra los paradigmas uniformadores de audición al ofrecer versiones ``depuradas'', que se presentan como si fueran producidas en salas acústicas equilibradas, con la orquesta perfecta y el espectador en la posición ideal para oír: la grabación ecualizada, con un sujeto auditor ecuánime, siempre en el centro.
Forjada como un recurso del gusto occidental, la ecualización se vuelve un procedimiento de hibridación tranquilizadora, reducción de los puntos de resistencia de otras estéticas musicales y de los desafíos que traen culturas incomprendidas. Bajo el aspecto de una convivencia amable entre ellas, se simula estar cerca de los otros sin preocuparnos por entenderlos. Como el turismo apresurado, como tantas superproducciones fílmicas transnacionales, la ecualización es muchas veces un intento de climatización monológica, olvidoÊde las diferencias que no se dejan disolver.
Más que para reconciliar o emparejar a etnias y naciones, la hibridación es un punto de partida para deshacerse de las tentaciones fundamentalistas y del fatalismo de las doctrinas sobre guerras civilizadoras. Sirve para volverse capaz de reconocer la productividad de los intercambios y los cruces, habilita para participar en varios repertorios simbólicos, para ser gourmets multiculturales, viajar entre patrimonios y saborear sus diferencias. Los patrimonios históricos, entendidos de este modo abierto y cambiante, pueden enriquecerse y actuar como puentes de comprensión entre sociedades distintas. Pero la hibridación es, a veces, el lugar donde las culturas se descaracterizan o se frustran, como se comprueba en los migrantes obligados a renunciar a su lengua o que la ven desvanecerse en sus hijos, y en los artistas presionados para ``descontextualizar'' su estilo si quieren ingresar al mainstream. Quizá el rock, donde conviven ``su ideología rebelde, su intensidad de sentimiento y su presencia masiva y millonaria en el mercado'', la mayor libertad intercultural y el riesgo constante de quedar atrapado en fetichismos generacionales, sea el lugar en que se manifiestan con más elocuencia estas paradojas, como afirma Ochoa Gautier.
``¿Por qué dar tanta importancia a la cuestión estética al debatir políticas culturales?'', me preguntaba un funcionario de un organismo internacional. Efectivamente, parecería que el énfasis en la búsqueda estética sólo es interesante para grupos minoritarios y, por tanto, opuesto a la vida pública, que acostumbra asociarse con lo que puede ser compartido por todos. Sin embargo, el arte importa aquí de un modo paradójico. Los escritores y artistas no devorados por el establishment cultural, o que aun siendo recibidos por él rechazan la agenda única con que el mercado estructura la esfera pública, cumplen una función contra-pública en tanto introducen temas locales o formas de enunciarlos que parecen improductivos para la hegemonía mercantil. Quienes requieren usar tanto tiempo para una actividad privada de dudosos réditos (¿cuatro años para escribir una novela que van a leer dos mil personas?) y de un modo asombroso confiesan dedicar semanas o meses a decir en una página lo que algunos viven, o a discutir lo que muchos prefieren olvidar, son personajes contrapúblicos, al menos para quienes suponen que la vida pública es la de la racionalidad capitalista (por ejemplo, las telenovelas en las cuales producir un capítulo de un hora requiere invertir entre cien y ciento veinte mil dólares, filmarlo en tres días y luego venderlo a más de cien países). Al trastornar las relaciones habituales entre lo público y lo privado, entre experimentación cultural y rendimiento económico, la lenta economía de la producción artística cumple la función pública de incitar a repensar lo que la economía apremiante de las industrias simbólicas impone como público, fugaz y desmemoriado.
El escritor y el artista no sometidos a los medios interrumpen esa interrupción, reinstalan el drama social, la tensión entre lenguajes, entre formas de vivir y pensar, que los medios querían reducir a espectáculo, un espectáculo rápido para pasar pronto al siguiente.
Llegamos así a una segunda característica de la acción estética: en un mundo narrado como globalización circular, que simula encerrar todo, el arte mantiene abiertas las globalizaciones tangenciales y aun desviadas. O sea, mantiene la posibilidad de elección, la incertidumbre de elegir en la densidad y variedad de lo social, algo bastante más estratégico que manejar el control remoto de la televisión. Interrumpir el relato y escoger otra lógica es sostener la tensión inestable entre lo social y los modos de re-imaginarlo, entre lo que existe y cómo podemos criticarlo. Es negarse a que la globalización y su potencialidad masificadora se parezcan al fin de la historia anunciado por Francis Fukuyama, o al fin de la geografía celebrado por Paul Virilio y los ideólogos internéticos de un mundo sin centro ni orillas.
La historia de la globalización apenas comienza. Su generalización de la interactividad está entorpecida no sólo por el ``retraso'' de las culturas poco integradas sino por las nuevas fronteras y la segmentación de circuitos y públicos, inventadas por quienes afirman colocar al mundo en estado de telepresencia. Pese a la retórica unificadora, las diferencias históricas y locales persisten, ante todo, porque los poderes globalizadores son insuficientes para abarcar a todos y también porque su modo de reproducirse y expandirse necesita que el centro no esté en todas partes, que haya diferencias entre la circulación mundial de las mercancías y la distribución desigual de la capacidad política de usarlas. Además, porque la lógica de la desigualdad impulsa a los excluidos del trabajo, del comercio y los consumos unificados a revitalizar producciones artesanales o preglobalizadas. Las creaciones artísticas, lentas y divergentes, a veces representan, en sus relatos y procedimientos, las contradicciones irresueltas de las políticas globales, las peripecias de la desigualdad y la necesidad de los marginados de interrumpir los flujos totalizadores, totalitarios, con afirmaciones de lo propio, con invenciones desglobalizantes.
Photo by andrzej sobolewsky
Del gesto artístico a las políticas Estoy insinuando en qué sentido la interrupción artística se correlaciona con movimientos culturales y sociales más amplios. Con movimientos indígenas y ecológicos que reafirman la territorialidad y los usos locales de bienes naturales y sociales no reducibles a la lógica global. Con movimientos feministas que cuestionan en ámbitos específicos las pretensiones masculinas de definir en una sola perspectiva de género la esfera pública. Con sectores desocupados o excluidos de la productividad o el consumo mundializados que, no logrando ser representados por los políticos ni escuchados por los gobiernos, cortan carreteras, hacen ``escraches'' (denuncias públicas tipo performance frente a la casa del torturador amnistiado, en Argentina, Chile y Uruguay) o se organizan en movimientos de consumidores o televidentes. Así como la mercantilización compulsiva de la publicidad interrumpe cada pocos minutos las películas, el relato de la globalización es entrecortado por la irrupción de intereses locales insatisfechos.
Los estudios culturales y antropológicos han destacado en los últimos años que muchos actos interruptores con aspecto político no aspiran a obtener el poder o controlar el Estado. ¿Para qué desplegaron los estudiantes chinos un ``coraje desmesurado'' al desafiar a los tanques en la plaza de Tiananmen, pregunta Craig Calhoun, si era previsible que esos enfrentamientos fracasarían? El pensamiento instrumental sobre el interés, atentoÊsólo a la racionalidad del éxito económico y macropolítico, no alcanza a entender comportamientos que buscan, más bien, legitimar o expresar identidades. Son, dice Calhoun, ``luchas por la significación''. Al valorar la dimensión afectiva de las prácticas culturales y sociales, la solidaridad y la cohesión grupal, se hace visible el peculiar sentido político de acciones análogas a las del arte, en tanto no persiguen la satisfacción literal de demandas ni réditos mercantiles sino reivindican las estructuras de sentido de ciertos modos de vida. No obstante, estos actos -aun cuando a veces logran eficacia porque se apropian de los silencios y contradicciones del orden hegemónico- deben llevarnos a preguntar de nuevas maneras cómo ascender hasta la reconfiguración general de la política.
Tomado de:
http://www.jornada.unam.mx/1999/12/05/sem-nestor.html
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