GUILLERMO SOLANA
Para el profesor Danto, la historia
del arte concluyó un día de abril de 1964. Aquel día, al entrar en una
galería de Manhattan donde se exponían obras de Andy Warhol, Danto
sufrió una violenta conmoción. Lo que vio superaba las anteriores
novedades del Pop y sacudía todas sus certezas. En el suelo de la
galería se apilaban las cajas de detergente Brillo, de
ketchup Heinz y de conservas de melocotón Del Monte.
No eran los embalajes de cartón auténticos, sino unos facsímiles en
madera pintada y serigrafiada, pero tenían el aspecto completamente
convincente de los productos del supermercado.
¿Podía aquello ser
arte? Por entonces Danto enseñaba filosofía y fue el asombro
filosófico, más que un genuino placer estético, lo que le atrajo hacia
el Pop. Incitado por la perplejidad, escribió «The Art World», un texto
que sería el primer esfuerzo teórico por comprender la obra de
Warhol y Lichtenstein, Rauschenberg y Oldenburg 1 .
Danto descubrió en
el Pop una «consagración de lo ordinario», paralela a la «filosofía
del lenguaje ordinario» de Wittgenstein y de J. L. Austin que él
conocía muy bien; el Pop era la «transfiguración de lo trivial», como lo
llamaría más tarde en el título de su libro más importante, The
Transfiguration of the Commonplace (1981). Las cajas Brillo,
como antes los readymades de Marcel Duchamp 2 , planteaban un
desafío a la crítica de arte y a la estética: la cuestión de si algo
era o no una obra de arte ya no podía juzgarse a simple vista.
La creciente dedicación de Danto a estos problemas culminó en 1984,
cuando se convirtió en crítico de arte de la prestigiosa revista The
Nation. Paradójicamente, aquel mismo año Danto llegó a la conclusión
de que el arte había terminado; el final del arte había tenido
lugar precisamente en una galería de Manhattan en un lejano día de abril
de 1964 3 .
Las implicaciones del final del arte son de nuevo el
tema del presente libro, publicado en inglés en 1997 y basado en las
conferencias pronunciadas por su autor en 1995 en la National
Gallery de Washington, bajo los auspicios de la A. W. Mellon Foundation.
El carácter divulgativo de aquellas sesiones, dirigidas a un público no
especializado, le presta al texto su estilo ligero y anecdótico, a
veces un poco superficial, porque se evita aburrir al lector con
argumentaciones detalladas. (En todo caso, sería inútil juzgar la
eficacia del estilo a través de esta versión castellana, verdaderamente
lamentable, plagada de confusiones y errores, de frases
ininteligibles, de solecismos y barbarismos).
Junto a las citadas
conferencias Mellon, el libro incorpora otros textos de mediados
de los noventa y entre ellos, como capítulo 11, el debate que Danto
mantuvo con David Carrier y Kathleen M. Higgins en las páginas de The
Journal of Aesthetics and Art Criticism en el verano de 1996. Este
es el mejor punto de partida para nuestra discusión, porque en él se
despejan algunos malentendidos básicos.
En aquella discusión David
Carrier intervino comparando las posiciones de Gombrich y Danto sobre
el problema de la definición del arte. Para Carrier, el análisis de
Danto se dirige contra la tesis de que el arte tiene actualmente una
esencia; si un readymade de Duchamp o una caja Brillo de
Warhol pueden ser obras de arte, entonces ya no hay ningún rasgo
distintivo de lo que es arte. El final del arte del que habla
Danto consistiría, según Carrier, en esto: que el arte, que una vez tuvo
una esencia, la perdió a partir de cierto momento. Carrier arguye que
sería preferible, como hace Gombrich, negar desde una posición
nominalista que haya existido nunca algo llamado «Arte». Entonces
Duchamp y Warhol pierden su importancia, y ya no tenemos que plantearnos
cuestiones tan dudosas como si la historia del arte ha terminado y
cuándo comenzó; nos bastará con estudiar las formas concretas de la
creación artística 4 .
El caso es que, en su respuesta a Carrier, Danto
desmiente haber sido nunca un enemigo de las esencias: todo lo
contrario. No se ha servido de las cajas Brillo para negar que el arte
tenga hoy una esencia, sino para corregir los intentos anteriores de
captar dicha esencia. Así pues, Danto se considera esencialista,
pero al mismo tiempo se declara historicista.
Para él, si el
concepto de arte (su intensión) es fijo y atemporal, la extensión
del término está condicionada históricamente. Lo que se considera
como obra de arte varía mucho de una época a otra: un objeto considerado
como obra de arte en 1965 no habría obtenido tal status en 1865.
Debemos procurar ante todo, dice Danto, no incluir en la esencia nada
que sea históricamente contingente. Por ejemplo, de esa esencia del arte
no forma parte la belleza. Este descubrimiento no sería muy
original, si no fuera porque Danto lo atribuye a Duchamp y el Pop.
Sostiene que «un logro de los readymades de Duchamp, y en menor
medida del Pop, fue expulsar a la belleza del conjunto de atributos que
integrarían la esencia del arte, y reducirla a un atributo meramente
local del arte en ciertos períodos históricos» 5 .
El profesor Danto ha
olvidado al parecer lo que cualquier estudiante sabe: que en la historia
del arte occidental la belleza ha sido un valor esencial exclusivamente
para cierta tradición clásica, fundada en la Grecia antigua,
reinventada en el Quattrocento y entronizada finalmente en las
academias. Pero mucho antes de Duchamp, hubo en la pintura europea
algunos episodios ajenos a la primacía clásica de la belleza:
Grünewald, Caravaggio, Rembrandt, Goya... En cuanto a la teoría del
arte, la simple ecuación entre arte y belleza sería abolida desde
mediados del siglo XVIII , con el descubrimiento de nuevos valores
estéticos (lo sublime, lo pintoresco, lo característico...) en los
textos de Burke, Herder o el joven Goethe. Tras excluir de su definición
atemporal del arte todo lo históricamente contingente, no es
extraño que la esencia del arte según Danto resulte algo incolora,
inodora e insípida. Según la definición que el filósofo formuló en
libros anteriores y que ahora repite sin añadir nada nuevo «ser una obra
de arte» significa: 1) ser acerca de algo [to be about something]
y 2) encarnar su sentido [to embody its meaning] (pág. 203).
La
primera condición, la aboutness, equivale a la capacidad de
«exteriorizar un modo de ver el mundo». La segunda condición evoca
la vieja distinción entre símbolo y alegoría; el sentido en la obra de
arte sería inseparable de la presencia sensible. La definición resulta
imprecisa y decepcionante, y el propio Danto sólo la considera un
esbozo inconcluso. La definición es vaga para ser compatible con la
diversidad histórica. Danto aspira, como hemos visto, reconciliar
el esencialismo con el historicismo, y encuentra el
prototipo de tal reconciliación en Hegel.
Para Hegel, la historia se
identifica con el proceso de despliegue de la esencia, y una vez
consumada esa revelación progresiva, la historia misma concluye. Por eso
el hegeliano Alexandre Kojève (quien, por cierto, era sobrino del
pintor Kandinsky) pudo sostener que la historia (política) había
terminado en 1806 con la victoria de Bonaparte en la batalla de Jena,
que significaba el triunfo global de los valores de la Revolución
francesa (su tesis ha sido retomada más tarde por Fukuyama para
aplicarla al mundo posterior a la guerra fría).
Lo mismo sucede en el
campo de la historia del arte. En su célebre profecía de la muerte
del arte, Hegel afirma que en la época moderna, el destino del
arte no será ya proporcionarnos una satisfacción intuitiva, sino
aumentar el conocimiento filosófico del propio arte. Así el arte se
disolvería en la reflexión. Danto adopta ese dictum hegeliano
como modelo; para él, el final del arte representa el punto
culminante en el despliegue de la esencia, el momento de la revelación
suprema: «El Pop marcó el final del gran relato del arte occidental al
brindarnos la autoconciencia de la verdad filosófica del arte» (pág.
136).
Lo que según Danto concluye con este final del arte no es,
desde luego, la misma creación artística, sino la posibilidad del
relato, de los relatos, que le han dado sentido. Así como hubo
arte antes de la era del arte, antes de 1400, seguirá habiendo arte
después del final del arte. De este modo, el anuncio
sensacional que había atraído al lector se va rebajando hasta quedarse
en nada. El «final del arte» anunciado en el título se reduce enseguida
al «final de la historia del arte», que a su vez resulta ser sólo
«final de los grandes relatos [master narratives] en la
historia del arte». Grandes relatos serían aquellos que nos ofrecen
un desarrollo continuo, lineal y teleológico del arte 6 .
Dos de esos
grandes relatos han dominado, según Danto, la historia del arte en
Occidente hasta nuestros días. El primero de ellos fue el de Giorgio
Vasari, el gran biógrafo de los artistas del Renacimiento, que
interpretaba la sucesión de artistas y obras como un creciente
perfeccionamiento de la imitatio naturae, como un ascenso hacia
una ilusión más perfecta de realidad. A finales del siglo XIX terminó
aquella era de la mímesis y se inició la modernidad, la época
de las vanguardias. A partir de entonces, abandonando la obsesión por
reproducir las apariencias, la pintura iba a ensimismarse en busca de su
propia identidad, de su diferencia frente a las demás artes, encarnada
en las condiciones materiales del medio: el plano pictórico, los
pigmentos y la pincelada... Tras los tanteos de algunos precursores
(como Roger Fry y Daniel-Henry Kahnweiler) sería el crítico
norteamericano Clement Greenberg quien articularía el nuevo relato
de la historia del arte, diferente del de Vasari en su meta, pero
lineal, progresivo y teleológico como el de Vasari. Ahora bien, por
mucha importancia que se atribuya a Vasari y Greenberg no se
puede reducir la complejidad de la historia del arte a sus
modelos, como hace Danto, confundiendo de manera flagrante la
historia real con los relatos que la representan.
El modelo vasariano
del progreso hacia el realismo no es el único (ni siquiera
quizá el dominante) en el período post-renacentista. Como la
modernidad no puede reducirse a las ideas de Greenberg, que son sólo una
versión tardía y particularmente esquemática de su espíritu.
En
todo caso, la modernidad greenberguiana quedó superada a comienzos de
los sesenta con la aparición del Pop. Desde entonces han sucedido
muchas cosas, pero los acontecimientos no han seguido una pauta fácil de
reconocer, una orientación clara. Es que, como dice Danto, ya no se
ajustan a ningún relato lineal y progresivo... En la etapa
posthistórica ya no hay vanguardia ni retaguardia, ya no hay una corriente
principal, ninguna tendencia artística puede arrogarse una misión
histórica; todas las tendencias disfrutan en principio de iguales
derechos.
La famosa frase de Wölfflin: «No todo es posible en todas
las épocas», ha de ser hoy matizada, si no invalidada. Hoy no existen
formas que nos estén prohibidas; lo único que nos está prohibido es que
cada una de esas formas sea exclusiva. Danto describe nuestro presente
como un momento de máximo pluralismo estético, de la máxima libertad,
donde ningún género artístico goza hoy del privilegio de la
exclusividad, de la primacía jerárquica. La pintura sigue y seguirá
existiendo, pero ya no es la reina de las artes. Hay una disyunción
abierta de medios artísticos. El artista posthistórico ideal
sería aquel que dominara todos los lenguajes, todos los estilos, sin
aferrarse a ninguno fijo.
Danto cita las palabras de Warhol: «¿Cómo
podría alguien decir que algún estilo es mejor que otro? Uno debería
ser capaz de ser expresionista abstracto la próxima semana, o
artista pop, o realista» (pág. 58). Un autor menos optimista que Danto
encontraría en esta situación algunos rasgos inquietantes: la sospecha
de una cultura alejandrina, epigonal, que, lejos de emanciparse
de la historia, cae completamente bajo el hechizo de las formas del
pasado.
Es la situación en que se encontraba la arquitectura en
Europa en el siglo XIX , cuando los estilos de época se mezclaban como
en un baile de máscaras, cuando el neogriego y el neogótico, el
pastiche de los palacios renacentistas y de las iglesias barrocas, todo
era posible a la vez y los mismos arquitectos cultivaban sucesiva o
simultáneamente esos estilos. No es preciso recordar cuánto había de
falso en aquella libertad. Cuando hacia 1890 llegó el modern style y
barrió todo aquello, se hizo evidente que la exuberante
pluralidad ornamental del historicismo sólo encubría la estéril
monotonía de las reglas académicas.
Algo semejante podría sucedernos
en nuestra «época posthistórica», como la llama Danto, que tal vez
sólo sea un momento de transición. En el panorama actual, el propio
Danto tiene que admitir que no todo es pluralismo, que hay «formas
distintivas de nuestro período» y observa que al ojear el catálogo
de la Bienal de Estambul de 1995, no ha encontrado prácticamente
nada de pintura, sino casi exclusivamente instalaciones (pág.
207). La instalación funciona como un género de segundo orden, como un
hipergénero que puede incluir elementos de todos los demás medios:
fotografía, pintura, escultura, vídeo, etc.
De este modo, la instalación
favorece la ilusión de un pluralismo sin límites. Pero la mise-en-scène
modifica radicalmente el sentido y el valor de todo lo que
engulle, convirtiéndolo en attrezzo de una función teatral.
Desde su posición dominante, el género instalación ya está
inspirando una reinterpretación del arte del siglo XX , donde ciertos
episodios (las veladas futuristas y el cabaret dadá, las columnas Merz
de Kurt Schwitters y los espacios Proun de Lissitski, las
exposiciones surrealistas, los ambientes Pop, las instalaciones minimal...)
adquieren una importancia inédita. Todavía es pronto para decir si
se trata de una moda que se irá con la década o si estamos entrando en
la prisión de un nuevo relato.
Tomado de: http://www.revistadelibros.com
|