por Mircea Eliade
(ed.taurus, versión española de Carmen castro)
REDESCUBRIMIENTO DEL SIMBOLISMO
La gran boga actual del psicoanálisis ha puesto en circulación palabras
claves como imagen, símbolo y simbolismo, que son hoy del lenguaje
corriente. Por otra parte, las investigaciones sistemáticas realizadas
sobre el mecanismo de la «mentalidad primitiva» han revelado la
importancia que tiene el simbolismo para el pensamiento arcaico, así
como el papel fundamental que desempeña en cualquier sociedad
tradicional. La superación en la filosofía del «cientificismo», el
renacimiento después de la primera guerra mundial del interés religioso,
las múltiples experiencias poéticas y, sobre todo las búsquedas del
surrealismo (con el redescubrimiento del ocultismo, de la literatura
negra, del absurdo, etc.) han atraído la atención del gran público--en
planos diferentes y con resultados dispares-sobre el símbolo considerado
en tanto que modo autónomo de conocimiento. Semejante situación forma
parte de la reacción contra el racionalismo, el positivismo y el
cientificismo del siglo XIX, y basta por sí misma para caracterizar el
segundo cuarto del siglo XX. Pero esta entrega a los diversos
simbolismos no es, en realidad, un «descubrimiento» inédito, mérito del
mundo moderno. El mundo moderno, al restaurar el símbolo en su carácter
de instrumento de conocimiento, no ha hecho sino volver a una
orientación que fue general en Europa hasta el siglo XVIII y que es,
además, connatural a las demás culturas extraeuropeas, ya sean
«históricas» (por ejemplo, las de Asia o de América Central) o «arcaicas
y primitivas» . Nótese
que la invasión de Europa Occidental por el simbolismo coincide con el
advenimiento de Asia al horizonte de la Historia, advenimiento que,
esbozado por la revolución de Sun Yat Sen, se ha afirmado sobre todo en
el curso de los últimos años; sincrónicamente, grupos étnicos que hasta
el momento no habían participado en la Historia, en la historia con
mayúscula, sino de un modo esporádico y por alusiones (así, los
oceánicos, los africanos, etc.), se preparan a su vez para enrolarse en
las corrientes de la historia contemporánea y se sienten impacientes por
participar en ellas. No se trata de que exista una relación causal
cualquiera entre el nacimiento del mundo «exótico», o «arcaico”, en el
horizonte de la historia, y el nuevo interés vigente en Europa, por el
conocimiento simbólico. El hecho es que este sincronismo resulta
especialmente feliz; nos preguntamos cómo la Europa positivista y
materialista del siglo XIX habría podido dialogar espiritualmente con
culturas «exóticas» que exigen, todas, sin excepción, vías de pensar que
no sean el empirismo o el positivismo. He aquí una razón, al menos,
para esperar que Europa no se paralice ante las imágenes y los símbolos,
que, en el mundo exótico, ocupan el lugar de nuestros conceptos o son
sus vehículos y los prolongan. Sorprende que de toda la espiritualidad
europea moderna tan sólo dos mensajes interesen realmente a los mundos
extraeuropeos: el cristianismo y el comunismo. Los dos, de modo
distinto, es cierto, y en planos netamente opuestos, son soteriologías,
doctrinas de salvación, y, por tanto, aprehenden los «símbolos» y los
«mitos» dentro de una escala que sólo tiene par en la humanidad
extraeuropea.
Decíamos
que una feliz conjunción temporal ha hecho que la Europa de Occidente
redescubra el valor cognoscitivo del símbolo en el momento en que no es
ya ella sola la que «hace la historia», cuando la cultura europea, a
menos de enclaustrarse en un provincionalismo estéril, tiene obligación
de contar con otras vía de conocimiento, con otras escalas de valoración
que no son las suyas. A este respecto, todos los descubrimientos y
todas las modas sucesivas, por lo que respecta a lo irracional, a lo
inconsciente, al simbolismo, a las experiencias poéticas, a las artes
exóticas y no figurativas, etc., han servido indirectamente a Occidente,
preparándole para una comprensión más viva, y, por tanto, más profunda
de los valores extraeuropeos y, en definitiva, al diálogo con los
pueblos no europeos. Basta con tener en cuenta la actitud del etnólogo
del siglo XIX ante su "objeto” y, sobre todo, los resultados de sus
investigaciones para medir el progreso gigante realizado por la
etnología en el curso de los últimos treinta años. El etnólogo de hoy ha
comprendido la importancia que el simbolismo tiene para el pensamiento
arcaico, y a la vez su coherencia intrínseca, su validez, su audacia
especulativa, su «nobleza».
Todavía
más: Hoy comprendemos algo que en el siglo XIX ni siquiera podía
presentirse; que símbolo, mito, imagen, pertenecen a la sustancia de la
vida espiritual; que pueden camuflarse, mutilarse, degradarse, pero
jamás extirparse. Valdría la pena estudiar la supervivencia de los mitos
a lo largo del siglo XIX. Se vería cómo, humildes, aminorados,
condenados a cambiar incesantemente de apariencia, han resistido a esta
hibernación, gracias, sobre todo, a la literatura .
Así,
el simbolismo del «paraíso terrestre» ha llegado hasta nuestros días
adoptando la forma de «Paraíso Oceánico»; desde hace ciento cincuenta
años, todos los grandes escritores europeos han celebrado a porfía las
islas paradisíacas del Gran Océano, sede de todas las felicidades,
cuando la realidad era muy otra: «paisaje liso y monótono, clima
insalubre, mujeres feas y obesas, etc.». Asimismo, la imagen de este
«paraíso oceánico» estaba ya a prueba de cualquier «realidad» geográfica
o de cualquiera otra índole. Nada tenían que ver con el «paraíso
oceánico» las realidades objetivas: este paraíso era de orden teológico;
había recibido, asimilado y readaptado todas las imágenes paradisíacas
rechazadas por el positivismo y el cientificismo. El Paraíso Terrestre,
en el que todavía creía Cristóbal Colón (¿pues no pensó haberlo
descubierto?), había llegado a ser en el siglo XIX una isla oceánica,
pero su fundación en la economía de la psique humana continuaba siendo
la misma: allí, en la «isla», en el «Paraíso», la existencia transcurría
fuera del «Tiempo» y de la Historia; el hombre era feliz, libre, sin
restricciones; no tenía que trabajar para vivir; las mujeres eran
bellas, eternamente jóvenes, ninguna «ley» pesaba sobre sus amores.
Hasta la desnudez recobraba en la isla lejana su sentido metafísico: la
condición del hombre perfecto, de Adán antes de la caída .La «realidad»
geográfica podía desmentir este paisaje paradisíaco, ante los viajeros
podían desfilar mujeres feas y obesas: nada se percibía; cada cual no
veía más que la imagen que llevaba en sí mismo.
SIMBOLISMO y PSICOANÁLISIS
El pensar simbólico no es haber exclusivo del niño, del poeta o del
desequilibrado. Es consustancial al ser humano: precede al lenguaje y a
la razón discursiva. El símbolo revela ciertos aspectos de la realidad
-los más profundos que se niegan a cualquier otro medio de conocimiento.
Imágenes, símbolos, mitos, no son creaciones irresponsables de la
psique; responden a una necesidad y llenan una función: dejar al desnudo
las modalidades más secretas del ser. Por consiguiente, su estudio
permitirá un mejor conocimiento del hombre; del «hombre sin más», que
todavía no ha contemporizado con las exigencias de la historia. Cada ser
histórico lleva en sí una gran parte de la humanidad anterior a la
Historia. Sin duda, esto jamás se ha olvidado, ni siquiera en los
tiempos más inclementes del positivismo: ¿Quién mejor que un positivista
sabe que el hombre es un «animal», definido y regido por los mismos
instintos que sus hermanos los animales? Constatación exacta pero
parcial, fondo de un plano exclusivo de referencias. Hoy comienza a
verse que la parte ahistórica de todo ser humano no se pierde, como se
pensaba en el siglo XIX, en el reino animal y, en definitiva, en la
«Vida», sino que, por el contrario, se bifurca y eleva muy por encima de
ella: esta parte ahistórica del ser humano lleva, como una medalla, la
huella del recuerdo de una existencia más rica, más completa, casi
beatífica. Cuando un ser históricamente condicionado, por ejemplo, un
occidental de nuestros días, se deja invadir por la parte no histórica
de sí mismo (lo cual le sucede al hombre con mucha mayor frecuencia, y
mucho más radicalmente de lo que se imagina), no es necesariamente para
retrotraerse al estadio animal de la humanidad, para bajar a las fuentes
más profundas de la vida orgánica: infinitas veces, mediante las
imágenes y los símbolos que pone a contribución, vuelve a recuperar la
situación paradisíaca del hombre primordial (cualquiera que fuere la
existencia concreta de éste, porque este «hombre primordial» se revela
sobre todo como un arquetipo, imposible de realizar plenamente en
ninguna existencia humana). Al escaparse de su historicidad, el hombre
no abdica de su cualidad de ser humano para perderse en la «animalidad»;
vuelve a encontrar el lenguaje y, a veces, la experiencia de un
«paraíso perdido». Los sueños, los ensueños, las imágenes de sus
nostalgias, de sus deseos, de sus entusiasmos, etc., son otras tantas
fuerzas que proyectan al ser humano, condicionado históricamente, hacia
un mundo espiritual infinitamente más rico que el mundo cerrado de su
«momento histórico».
Al
decir de los surrealistas, en todo hombre hay un poeta: basta con saber
abandonarse a un escribir automático. Esta técnica se justifica
plenamente en sana psicología. El «inconsciente», como se dice, es mucho
más «poético” -y, añadiremos, más «filosófico”, más «mítico”- que la
vida consciente. No siempre es necesario conocer la mitología para vivir
los grandes temas míticos. Bien lo saben los psicólogos, que descubren
las mitologías más bellas en los ensueños o en los sueños de sus
pacientes. Porque no sólo monstruos pueblan el inconsciente: dioses,
diosas, héroes, hadas también habitan en él, y, por lo demás, los
monstruos del inconsciente son también ellos mitológicos, puesto que
siguen realizando los mismos papeles que tuvieron en todas las
mitologías : en último análisis, ayudan al hombre a liberarse, a
realizar su iniciación. Muchas veces, el lenguaje brutal de Freud y de
sus discípulos más ortodoxos ha irritado a los lectores pacatos. En
realidad, este lenguaje brutal se debe a un malentendido: no era la
sexualidad en cuanto tal lo que irritaba, era la ideología que Freud
había levantado sobre su «sexualidad pura». Fascinado por su misión se
creía el «Gran Clarividente», cuando no era sino el Ultimo Positivista ,
Freud no podía darse cuenta de que la sexualidad jamás ha sido «pura»,
de que en todas partes siempre ha sido una función polivalente, cuya
primera valencia, y acaso la suprema, es la función cosmológica; que
traducir una situación psíquica en términos sexuales no es, en modo
alguno, rebajarla, porque, con excepción hecha para el mundo moderno, la
sexualidad ha sido siempre y en todas partes una hierofanía, y el acto
sexual, un acto integral (por tanto, también un modo de conocimiento).
La
atracción que experimenta el niño por la madre, y el corolario de esta
atracción, el complejo de Edipo, no son «escandalosos» más que en la
medida en que se traducen en cuanto tales, en vez de presentarse, como
debe hacerse, en tanto que Imágenes. Porque la Imagen de la Madre es lo
que es verdad, y no de ésta o aquella madre hic et nunc, como dejaba
entender Freud. La Imagen de la Madre es lo que revela la que sólo puede
revelar su realidad y sus funciones a la vez cosmológicas,
antropológicas y psicológicas.
«Traducir» las Imágenes en términos concretos es una operación carente
de sentido: sin duda, las Imágenes engloban todas las alusiones a lo
«concreto» puestas de manifiesto por Freud, pero la realidad que
intentan significar no se agota en semejantes referencias a lo
«concreto». El «origen» de las Imágenes es, además, un problema sin
sentido, como si se contestara la verdad matemática alegando que el
«descubrimiento histórico» de la geometría procede de los trabajos
emprendidos por los egipcios para la canalización del Delta.
Filosóficamente, carecen de sentido estos problemas del "origen” y de la
«verdadera traducción» de las Imágenes. Baste con recordar que la
atracción materna, interpretada sobre el plano inmediato y «concreto»
como deseo de poseer a la propia madre , no significa más de lo que
significa; por el contrario, si se tiene en cuenta que se trata de la
Imagen de la Madre, este deseo significa a la vez muchas cosas, puesto
que es el deseo de devolver su beatitud a la Materia viva, todavía no
"formada», con todas las quebraduras posibles, cosmológica,
antropológica, etc., la atracción ejercida sobre el «Espíritu» por la
«Materia», la nostalgia de la unidad primordial y, por tanto, el deseo
de abolir los opuestos, las polarizaciones, etc. Ahora bien, como hemos
dicho y harán ver las páginas que siguen, las Imágenes son multivalentes
por su propia estructura. Si el espíritu se vale de las Imágenes para
aprehender la realidad última de las cosas, es precisamente porque esta
realidad se manifiesta de un modo contradictorio y, por consiguiente, no
puede expresarse en conceptos. (Son bien conocidos los desesperados
esfuerzos que realizaron diversos teólogos y metafísicos, tanto
orientales como occidentales, para expresar conceptualmente la
coincidentia oppositorum, modo de ser fácil y, además, abundantemente
expresado por las Imágenes y los símbolos.) Por tanto, la Imagen en
cuanto tal, en tanto que haz de significaciones, es lo que es verdad, y
no una sola de sus significaciones o uno solo de sus numerosos planos de
referencia. Traducir una Imagen a una terminología concreta,
reduciéndola a uno solo de sus planos de referencia, es peor que
mutilarla, es aniquilarla, anularla en cuanto instrumento de
conocimiento.
No
ignoramos que en ciertos casos la psique fija una imagen sobre un solo
plano de referencia: el plano "concreto”; pero esto mismo es ya prueba
de desequilibrio psíquico. Sin duda, existen casos en que la Imagen de
la Madre no es más que el deseo incestuoso de la propia madre; pero los
psicólogos están de acuerdo en ver la señal de una crisis psíquica en
semejante interpretación carnal de un símbolo. Sobre el propio plano de
la dialéctica de la Imagen, toda reducción exclusiva es aberrante. La
historia de las religiones abunda en interpretaciones unilaterales y,
por tanto, aberrantes de los símbolos. Difícilmente se hallará un solo
gran símbolo religioso cuya historia no sea la trágica sucesión de
innumerables «caídas». No hay ninguna herejía monstruosa, ni orgía
infernal, ni crueldad religiosa, ni locura, ni absurdo o insania
mágico-religiosa que no se «justifiquen», en su propio principio, por
una interpretación falsa porque parcial, incompleta de un símbolo
grandioso.
PERENNIDAD DE LAS IMÁGENES
No hace falta
recurrir a los descubrimientos de la psicología profunda, o a los de la
técnica surrealista de la escritura automática, para probar que existe
en el hombre moderno la supervivencia subconsciente de una mitología
abundante y, en cuanto a nosotros, de un género espiritual superior a la
vida «consciente». Se puede prescindir de los poetas, o de los
psiquismos en crisis, para confirmar la actualidad y la fuerza de las
Imágenes y de los Símbolos. La existencia más mediocre está plagada de
símbolos. El hombre más realista vive de imágenes. Repetimos, y más
adelante se verá con claridad, que jamás desaparecen los símbolos de la
actualidad psíquica: los símbolos pueden cambiar de aspecto; su función
permanece la misma. Se trata sólo de descubrir sus nuevas máscaras.
La
«nostalgia» más abyecta disfraza la «nostalgia del paraíso». Hemos
aludido a las imágenes del «paraíso oceánico» que pueblan libros y
películas. (¿Quién ha dicho que el cine era «fábrica de sueños»?)
También pueden analizarse las imágenes que liberan repentinamente una
música cualquiera, a veces la romanza más vulgar, y se constatará que
estas imágenes revelan la nostalgia de un pasado mitificado,
transformado en arquetipo, y que este «pasado» encierra, además de la
nostalgia de un tiempo perdido, otros mil sentidos: expresa todo cuanto
pudo ser y no fue, la tristeza de toda existencia que no es sino dejando
de ser otra cosa, la pena de no vivir en el paisaje y en el tiempo que
evoca la romanza (sean cuales fueren los colores locales o históricos:
(«el tiempo pasado mejor», Rusia de las balalaikas, Oriente romántico,
Haití de las películas, millonarios americanos, príncipes exóticos,
etc.); en fin de cuentas, el deseo de algo completamente distinto del
instante presente; en definitiva, de algo inaccesible o perdido
irremediablemente: el «Paraíso».
Lo
importante, en estas imágenes de la «nostalgia del paraíso», es que
siempre dicen más de lo que podría decir con palabras el sujeto que las
ha experimentado. La mayoría de los seres humanos serían, por lo demás,
incapaces de referirlas: no es que sean menos inteligentes que otros, es
que no confieren demasiada importancia a nuestro lenguaje analítico.
Sin embargo, estas imágenes aproximan a los hombres más efectiva y
realmente que cualquier lenguaje analítico. En realidad, si existe una
solidaridad total del género humano, no puede sentirse y «actualizarse»,
sino en el nivel de las imágenes (no decimos del subconsciente porque
nada prueba que no exista también un transconsciente).
No
se ha conferido bastante atención a estas «nostalgias»; tan sólo se han
reconocido en ellas fragmentos psíquicos sin significación. Todo lo
más, se ha dicho que podían ser interesantes para ciertas
investigaciones acerca de las formas de evasión psíquica. Ahora bien,
las nostalgias se hallan, a veces, cargadas de significados, que
implican la propia situación del hombre; en este respecto, se imponen
tanto al filósofo como al teólogo. Pero no se tomaron en serio; se
consideraron «frívolas»; la Imagen del Paraíso Perdido, lanzada de
pronto por la música de un acordeón, ¡qué tema de estudio más
arriesgado! Y es que se olvida cómo la vida del hombre moderno está
plagada de mitos medio olvidados, de hierofanÍas en desuso, de símbolos
gastados. La desacralización ininterrumpida del hombre moderno ha
alterado el contenido de su vida espiritual, pero no ha roto las
matrices de su imaginación: un inmenso residuo mitológico perdura en
zonas mal controladas.
Por
lo demás, la parte más «noble» de la conciencia de un hombre moderno es
menos «espiritual» de lo que pudiera creerse. Un análisis rápido
descubriría en esta esfera de la conciencia «noble y elevada» algunas
reminiscencias librescas, muchos prejuicios de diversos órdenes
(religioso, moral, social, estético, etc.), algunas ideas ya acuñadas
sobre el «sentido de la vida», la «realidad última», etc. No se pretenda
ir a buscar el paradero, por ejemplo, del mito del Paraíso Perdido, la
imagen del Hombre perfecto, el misterio de la Mujer y del Amor, etc.
Todo ello, y otras muchas cosas secularizado, degradado y maquillado ,
se encuentra en el flujo medio-consciente de la existencia más ramplona:
en los ensueños, las melancolías, en el juego libre de las imágenes
durante las «horas vacías» de la conciencia (en la calle, en el metro,
etc.), en las distracciones y en las diversiones de toda índole. Pero,
vuelvo a repetir, este tesoro mítico yace aquí «secularizado» y
«modernizado». A estas imágenes les ha sucedido lo que Freud ya demostró
sucedía con respecto a las alusiones demasiado crudas o realidades
sexuales: han cambiado de «forma». Para asegurar su supervivencia, las
Imágenes se han hecho «familiares».
Mas,
con esto, su interés no ha disminuido. Porque estas imágenes degradadas
ofrecen un punto de partida posible para la renovación espiritual del
hombre moderno. Pensamos que tiene importancia capital encontrar toda
una mitología, si no una teología, emboscada en la vida más «vulgar» del
hombre moderno: depende el remontar la corriente y redescubrir la
significación profunda de todas las imágenes marchitas y de todos estos
mitos degradados. Que no se nos diga que este desecho no interesa ya al
hombre moderno, que pertenece a un «pasado supersticioso» felizmente
liquidado por el siglo XIX, que conviene a los poetas, a los niños y a
las gentes que van en metro el recuperar imágenes y nostalgias, pero que
¡por caridad! se se deje a las personas serias el seguir pensando y
«haciendo la historia»: semejante separación entre lo «serio de la vida»
y los «sueños» no corresponden a la realidad. Libre es el hombre
moderno de despreciar las mito y las teologías. Mas por ello no dejará
de nutrirse de mitos caídos y de imágenes degradadas. La crisis
histórica más terrible del mundo moderno -la segunda guerra mundial y lo
que consigo trajo, y tras sí desencadenó- ha demostrado suficientemente
que es ilusoria la extirpación de los mitos y de los símbolos. Incluso
en la situación histórica más desesperada (en las trincheras de
Stalingrado, en los campos de concentración nazis y soviéticos) los
hombres y las mujeres ha cantado canciones, han escuchado narraciones
(han llegado hasta sacrificar por tenerlas, parte de su escasa ración);
esas narraciones no hacían sino actualizar mitos; aquellas canciones
estaban cargadas de «nostalgias» Toda la parte del hombre, esencial e
imprescriptible, que se llama «imaginación», nada en pleno simbolismo y
continúa viviendo de mitos y de teologías arcaicas. Decíamos que al
hombre moderno le compete «despertar» este tesoro inestimable de
imágenes que lleva consigo mismo; despertar las imágenes para
contemplarlas en su pureza virginal y asimilarse su mensaje. Mil
veces la sabiduría popular ha significado la importancia de la
imaginación incluso para la salud del individuo, para el equilibrio y la
riqueza de su vida interior. Algunas lenguas modernas siguen
considerando a quien «carece de imaginación» como un ser limitado,
mediocre, triste, un pobre desgraciado. Los psicólogos, entre los que se
encuentra en primer lugar C. G. Jung, han mostrado hasta dónde los
dramas del mundo moderno proceden del profundo desequilibrio de la
psique -tanto de la vida individual como de la colectiva-, provocado, en
gran parte, por la creciente esterilización de la imaginación. «Tener
imaginación» es disfrutar de una riqueza interior de un flujo de
imágenes ininterrumpido y espontáneo. Pero, aquí, espontaneidad no
quiere decir invención arbitraria. Etimológicamente, imaginación» es
solidaria de imago, «representación, imitación» , y de imitar, «imitar,
reproducir». Esta vez la etimología responde tanto a las realidades
psicológicas como a la verdad espiritual. La imaginación imita modelos
ejemplares: las Imágenes, los reproduce, los reactualiza, los repite
indefinidamente. Tener imaginación es ver el mundo en su totalidad;
porque la misión y el poder de las Imágenes es hacer ver todo cuanto
permanece refractario al concepto. De aquí procede el que la desgracia y
la ruina del hombre que «carece de imaginación» sea el hallarse cortado
de la realidad profunda de la vida y de su propia alma. Al recordar
estos principios hemos querido mostrar que el estudio de los simbolismos
no es un mero trabajo de pura erudición, sino que, al menos
indirectamente, interesa al conocimiento del hombre mismo; es decir, que
tiene cabida allí donde se hable de un humanismo nuevo, o de una nueva
antropología.
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