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JEAN AUGUSTE DOMINIQUE INGRES

por Joaquín Lledó

Álbum. Letras y Artes nº 96




El sueño de Ossian, Ingres


Aunque de ello ya se ocupó Picasso, si alguien -de nuevo- pretendiese darle un rostro a la pintura, este rostro, necesariamente, debería ser imagen de la paradoja, guardar la huella de la despiadada batalla que se celebra en el seno de la estética entre lo admirable y lo denigrable. Debería ser un rostro como el de Dafne convirtiéndose en laurel. Un rostro que escapase al pincel impetuoso que intentase atraparlo, pero que escapase desvaneciéndose en el laurel que ofrece a quien le persigue.

Los premios. Los premios y los honores. La gloria. El reconocimiento. ¿Acaso no es éste, en definitiva, el rostro que buscan los artistas en su lidia con el lienzo? Así parece serlo. Lo es de manera evidente en todos aquellos que fueron pintores oficiales, pintores de corte; en todos los que pusieron su arte al servicio de papas, reyes y poderosos. Por supuesto, lo es en nuestro pintor, Jean-Auguste-Dominique Ingres. Pero, aunque de forma más velada, también es muy probablemente ésta la meta de los artistas que dan la espalda al mundo y pretenden tener como motivación la verdad y pureza de su arte, su independencia de creador, su originalidad. Una actitud que, como veremos, también adopta Ingres, pese a su tantas veces citado academicismo.
Y es que de lo que se trata es de imitar la grandeza de los antiguos maestros, pero sin que eso suponga imitarlos simplemente, sino que esta imitación debe ser en realidad búsqueda de lo que estos maestros lograron, es decir, debe tener como propósito crear la obra singular, lo nunca visto, la excepción inolvidable.

Inscribirse en la historia de la pintura. Dejar huella en su rostro. Terrible empresa. Proeza de titanes. Sobre todo si se tiene en cuenta que el artista debe afrontarla sometido a las circunstancias sociales, culturales y espirituales que le ha tocado vivir, pues éstas, lógicamente condicionan los gustos de su tiempo, las modas y las tendencias. Y todo ello teniendo como fondo el eterno debate entre el academicismo, representando las pautas reconocidas, aceptadas, y la modernidad, representando el cambio, las rupturas y subversiones del orden establecido, el emerger de nuevas tendencias y teorías.

Claro que nada es completamente blanco o completamente negro. En primer lugar porque así lo quiere el propio tiempo. En el siglo XVIII modernidad fue el neoclasicismo, imponiendo razón frente a los excesos del decadente barroco entonces de moda. Luego, con David, convertido ya en pauta, el neoclasicismo ejerció una total hegemonía sobre la Academia Francesa de Bellas Artes, creada en 1795 por la Convención, por lo que en definitiva sería esta tendencia, el neoclasicismo, quien ejercería su dictado sobre la pintura de las primeras décadas del siglo XIX. Un academicismo al que vendría a enfrentarse luego otra modernidad, la romántica.    
Nuestro artista, Jean-Auguste-Dominique Ingres, había nacido en 1780, en Montauban, y murió en París en 1867. A caballo entre el siglo XVIII y las primeras manifestaciones del impresionismo y otras tendencias que comenzarían a surgir en la segunda mitad del XIX, tuvo Ingres una larga vida, lo que le permitió conocer el Antiguo Régimen del Luís XVI, la Revolución (Ingres, que había estudiado en Toulouse, llega a París en agosto de 1797 y se incorpora como alumno al estudio de Jacques-Louis David), el Directorio y el Consulado de Bonaparte (es en 1801 cuando obtiene el Premio de Roma con Aquiles recibe a los embajadores de Agamenón), el Imperio, la Restauración Borbónica, la monarquía parlamentaria de los Orleáns, y, finalmente, el Segundo Imperio.

En los últimos años de su vida, habiendo alcanzado ya todos los honores, todos los cargos, pero acosado por una crítica cada vez más adversa que le convertía en el paradigma mismo de lo que debía ser cambiado, el viejo maestro se defendía y, citando con sorna la consigna de los románticos, que exigían un arte que reflejase su propio mundo y no una forzada idealización, Ingres decía: "Uno debe acomodarse a su siglo. Pero ¿qué ocurre si su siglo se equivoca? Sólo porque mi vecino haga mal ¿debo errar yo también? Si los demás ignoran la virtud y la belleza ¿debo ignorarlas yo también?" Por supuesto, como escribía Andrew Carrington en el prólogo de su excelente libro comentando esta frase del artista, "Tal desdén por su propia era, combinado con una fe inquebrantable en la grandeza del arte clásico y renacentista, llevaron a Ingres a producir un arte que, desde cualquier punto de vista, debe considerarse como el más profundamente conservador y enfáticamente pasado de moda del siglo XIX".

Pero si esto es sin ninguna duda cierto, lo es, sobre todo, en la etapa final. Lo que no supone negar que el artista, a lo largo de toda su vida, frente a los  sucesivos retos que tuvo que afrontar la pintura de su tiempo, siempre adoptara posiciones "conservadoras". Sometido a los rigores de la formación académica, el artista se mantuvo fiel a la visión idealizadora y clásica de la Academia durante los setenta años que duró su carrera profesional. Los escritos y las declaraciones de Ingres están repletos de bons mots que condensan en agudos aforismos los principios fundamentales del academicismo: El dibujo es la probidad del arte, Homero es el principio y el modelo de toda belleza, La belleza sólo puede estudiarse de rodillas. Y no menos importante es el hecho de que Ingres siguió al pie de la letra el modelo académico del éxito profesional  a lo largo de su carrera: desde el Premio de Roma en 1801, pasando por su ingreso en la Academia en 1825 y la obtención finalmente del título de director de la Academia de Francia en Roma. 

Pero sin embargo, como decíamos, la carrera del artista también estuvo jalonada de enfrentamientos y rupturas con la oficialidad institucional, como la sistemática crítica adversa y la denigración académica de su obra temprana, o como su abandono del Salón en 1834 prometiendo no volver a exponer en lo que era la muestra oficial de su país a causa del debate provocado por el Maririo de san Sinforiano, (una decisión inquebrantable que en los años siguientes le obligaría a crear estrategias "alternativas" para mostrar su obra). Y también como director de la Academia de Francia en Roma recibió Ingres las críticas del Instituto, que le acusaba de ejercer una influencia excesiva y demasiado personal sobre sus alumnos.


Es evidente que lienzos como Antioco y Estratónice, con el que alcanzó por cierto un gran éxito, son el ejemplo perfecto de la temática neoclásica del exemplum virtutis (Jacques-Louis David había ganado setenta años antes el Premio de Roma con un cuadro sobre esta misma fábula de la Antigüedad). Pero también lo es que, obligado a pintar retratos para subsistir o por razones sociales, pese a su predilección por lo que el academicismo llamaba los grandes temas, Ingres pintó extraordinarios retratos, que además, y quizás pese a él, anuncian e inician el retrato moderno. Y que incluso en los temas históricos se aproxima a la tenebrosidad del incipiente Romanticismo. ¿Qué podría ser más rotundamente "romántico" que el estremecimiento gótico del Sueño de Ossian o la morbosa sensualidad de Rogar liberando a Angélica? Y por supuesto lo mismo sucede con los desnudos femeninos que, por unas razones u otras, fue pintando a lo largo de su larguísima carrera. Sus tantas veces citadas deformaciones morfológicas al servicio de la opción estética. Al mismo tiempo que prolongan y exacerban algo del manierismo, anuncian las anamorfosis de los surrealistas.

Baudelaire, que le era adverso, muy a su pesar, sentía una envidiosa admiración por el artista. "lo bello es siempre extraño", decía. Y eso le hacía admitir la charme bizarre que emanaba de las obras de Ingres. Aunque continuaba mostrándose implacable contra lo que consideraba la principal causa de esta extravagancia, "el apetito voraz de estilo" del pintor. "Hasta ahora se sostenía que la naturaleza debía interpretarse y traducirse en su totalidad y con toda lógica, pero en las obras del maestro que nos ocupa, el fraude, las artimañas y la violencia no son elementos extraños, y a veces recurre a trampas y trucos trillados", y Baudelaire enumeraba: un "ejército de dedos, todos uniformemente afilados como husos, con sus puntas, estrechísimas, estrangulando las uñas", "ese ombligo dislocado en dirección a las costillas", "esos rostros delicados, esos hombros de elegancia sencilla unidos a brazos demasiado rollizos, rebosantes de suculencia rafaelista".
 
Pero pese a las críticas sólo un par de meses después de su fallecimiento la Escuela de Bellas Artes de París dedicó a Ingres una exposición retrospectiva con más de quinientas obras. Y pocos años más tarde comenzaron a entrar en el Louvre algunos de sus más famosos cuadros. Luego, ya convertido en historia, las vanguardias lo recuperarían, para subvertirlo, como en la obra de Man Ray El violín de Ingres, con Kiki de Montparnasse  posando como la Gran Odalisca, o, como hizo en un golpe de genio el burlón Picasso, para revelarnos algunos de los secretos del oscuro laberinto del maestro.

Pero además, el viejo y reaccionario maestro logró, no sólo aquello de que cuando nos referimos a alguien que cultiva junto a su profesión otra afición decimos: Es su violín de Ingres, sino también que para alabar el talento de alguien digamos: Dibuja como un Ingres







Categoría: Cultura | Visiones: 3644 | Ha añadido: esquimal | Tags: pintura, INGRES, Six Sound Records | Ranking: 0.0/0

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