JEAN BAUDRILLARD
Se
tiene la impresión de que una parte del arte actual concurre
a un trabajo de disuasión, de duelo de la imagen y de lo
imaginario,
duelo estético, la mayor parte del tiempo fallido, lo que
entraña
una melancolía general en la esfera artística, que parece
sobrevivir en el reciclaje de su historia y de sus vestigios
(aunque
ni el arte ni la estética son los únicos que se dirigen
a este destino de vida melancólico más allá de
sus medios y sus propios fines). Es como si estuviéramos
asignados
a la retrospectiva infinita de aquello que nos ha precedido.
Es verdad
en la política, en la historia, en la moral, pero también
en el arte, que en esto no tiene ningún privilegio. Todo el
movimiento
pictórico se ha retirado del futuro y desplazado hacia el
pasado.
Citación, simulación, reapropiación, el arte actual
se ha apropiado de manera más o menos lúdica, o más
o menos kitsch, de todas las formas, de las obras del
pasado
cercano o lejano, incluso del más contemporáneo. Es lo que
Russell Connor ha llamado "el rapto del arte moderno".
Seguramente
este remake, este reciclaje, se vuelven irónicos. Pero esta
ironía es la trama usada de un velo, no resulta sino de la desilusión de
las cosas: es una ironía fósil. El guiño que consiste en yuxtaponer el
desnudo del Desayuno sobre la hierba con el Jugador de cartas
de Cézanne no es más que un gag publicitario: el humor, la ironía,
la crítica en tromp l’oeil que caracterizan a la publicidad y que
sumergen al mundo artístico. Hoy es la ironía del arrepentimiento y el
resentimiento de cara a su propia cultura.
Puede
ser que el arrepentimiento y el resentimiento constituyan el estadio
último de la historia del arte así como, según Nietzsche, constituyen el
estadio último de la genealogía de la moral. Es una parodia al mismo tiempo que una
palinodia del arte y de la historia del arte, una parodia de la cultura
por ella misma en forma de venganza, característica de la desilusión
radical. Es como si el arte, como si la historia, hicieran sus propios
basureros y buscaran su redención en los detritus.
La ilusión cinematográfica perdida
Basta
con ver esos filmes (Bajos instintos, Salvaje de corazón, Barton
Fink, etcétera) que no dejan ningún lugar a la crítica, porque de
alguna forma se destruyen a sí mismos desde el interior. Citacionales,
prolijos, high tech, llevan en ellos el chancro del cine, la
excrecencia interna, cancerosa, de su propia técnica, su propia
escenografía y su propia cultura cinematográfica. Se tiene la impresión
de que el director de escena tiene lástima de su propia filmación, que
no la puede soportar (sea por exceso de ambición, sea por falta de
imaginación). De otro modo nada explica el derroche de medios y
esfuerzos dedicados a descalificar su propia filmación por exceso de
virtuosismo, efectos especiales y megaloclichés, como si se tratara de
hacer sufrir y hostigar a las imágenes mismas, forzando los efectos
hasta hacer del escenario donde se podría soñar (uno espera) una parodia
sarcástica, una pornografía de las imágenes. Todo parece realmente
programado para la desilusión del espectador, al que no se le ha dejado
otra prueba que la de este exceso del cine poniendo fin a su propia
ilusión cinematográfica.
¿Qué
decir del cine sino que, al filo de su evolución y su progreso técnico,
desde el filme mudo al hablado, del color a la alta tecnología de los
efectos especiales, la ilusión, en su sentido fuerte, se ha puesto en
retirada? Es por medio de esta tecnología, de esta eficiencia
cinematográfica, como la ilusión se retira. El cine actual desconoce la
ilusión y la alusión: se encadena bajo un modelo hipertécnico,
hipereficaz, hipervisible. Nada de blanco, nada de vacío, nada de
elipse, nada de silencio, nada más que la televisión, con la que se
confunde cada vez más, perdiendo la especificidad de sus imágenes; nos
dirigimos hacia la alta definición, es decir a la perfección inútil de
la imagen, que de golpe ya no es una imagen a fuerza de producirse en
tiempo real. Cuanto más nos acercamos a la perfección de la imagen, más
se pierde su poder de ilusión.
Basta
con pensar en la Ópera de Pekín: la forma en que, con el simple
movimiento dual de dos cuerpos en una barca, se puede imitar la
corriente viva, la forma en que dos cuerpos se evitan, se mueven cada
vez más uno hacia el otro, sin siquiera tocarse, en una cópula
invisible, logrando imitar la presencia física sobre la escena de la
oscuridad donde se libraba el combate. La ilusión era total e intensa;
más que estético, un éxtasis físico, justamente porque se le había
arrancado toda presencia realista de la noche y del río, y donde
solamente los cuerpos tenían a su cargo la ilusión natural. Hoy veríamos
venir cubetadas de agua sobre la escena, el duelo se tornaría
infrarrojo, etc. Miseria de la imagen sometida, como en la Guerra del
Golfo en CNN. Pornografía de la imagen en tres o
cuatro dimensiones, de la música en tres o cuatro o cuarenta y ocho
pistas y aún más, siempre ajustándose a lo real, añadiendo lo real a lo
real para lograr la ilusión perfecta (la de la semejanza, la del
estereotipo realista), que mata toda ilusión en profundidad. Es el
porno, que añade una dimensión a la imagen del sexo, en detrimento de la
dimensión del deseo y descalificando toda ilusión seductora. El apogeo
de esta desimaginación de la imagen, de estos esfuerzos inútiles para
hacer que una imagen deje de serlo, es la imagen de síntesis, la imagen
numérica, la realidad virtual.
Una imagen es justamente una abstracción del mundo en dos dimensiones,
aquello que hurta una dimensión al mundo real y por lo mismo inaugura el
poder de la ilusión. La virtualidad, por el contrario, nos hace entrar
en la imagen, recreando la imagen realista en tres dimensiones
(añadiendo también una suerte de cuarta dimensión a lo real para
volverse hiperreal), destruye esta ilusión (el equivalente de esta
operación en el tiempo es el "tiempo real", que cierra la espiral del
tiempo sobre sí mismo en la instantaneidad, y que anula toda ilusión del
pasado, así como del futuro). La virtualidad tiende a la ilusión
perfecta. Pero no se trata para nada de la misma ilusión creadora que es
la de la imagen (del signo, del concepto, etcétera). Se trata de una
ilusión "recreadora", realista, mimética, hologramática. Pone fin al
juego de la ilusión por medio de la perfección de lo reproducido, de la
reedición virtual de lo real. No busca más que la prostitución, la
exterminación de todo lo real por su doble. En el otro lado está el tromp
l’oeil, que hurta una dimensión a los objetos reales, entregando su
presencia mágica y recuperando el sueño, la irrealidad total en su
exactitud minuciosa. El tromp l’oeil es el éxtasis del objeto
real en su forma inmanente, es lo que añade al encanto formal de la
pintura el encanto espiritual del señuelo, de la mistificación del
sentido. Porque lo sublime no es suficiente, lo sutil es necesario, la
sutileza que consiste en apartar lo real y tomarlo literalmente. Esto
hemos desaprendido de la modernidad: la sustracción es la que otorga la
fuerza, la ausencia nace del dominio. No hemos cesado de acumular,
adicionar y sobrepujar. Y no somos ya capaces de enfrentar el misterio
simbólico de la ausencia; es por ello que estamos ahora hundidos en la
ilusión invertida, la ilusión de la profusión, la del desencantamiento,
en la ilusión moderna de la proliferación de los filtros y las imágenes.
El arte, ilusión exacerbada
Hay
una gran dificultad para hablar de la pintura actualmente, porque
existe una gran dificultad para verla y la mayor parte del tiempo no
quiere ser vista, sino absorbida visualmente, circular sin dejar huella.
Esta
sería, de alguna manera, la forma estética simplificada del intercambio
imposible. Y el discurso que rendiría mejor cuenta de ella sería un
discurso que no tiene nada que decir. El equivalente de un objeto que ya
dejó de serlo.
Pero un objeto así no es precisamente nada, es un objeto que no cesa de
obsesionar por su inmanencia, su presencia vacía e inmaterial. Todo el
problema se encuentra, en los confines de la nada, en materializar esa
nada; en los confines del vacío, en trazar la filigrana del vacío; en
los confines de la indiferencia, en jugar según las reglas misteriosas
de la indiferencia.
El
arte no es nunca un reflejo mecánico de las condiciones positivas o
negativas del mundo, es la ilusión exacerbada, el espejo hiperbólico. En
un mundo dirigido a la indiferencia, el arte no puede más que
contribuir a esta indiferencia: girar en torno al vacío de la imagen,
del objeto que ya dejó de serlo. Así, el cine de autores como Wenders,
Jarmusch, Antonioni, Altman, Godard, Warhol, explora la insignificancia
del mundo por la imagen, y por medio de sus imágenes contribuye a la
insignificancia del mundo, ayuda a su ilusión real o hiperreal; mientras
que un cine como el de los últimos Scorsese, Greenaway, etc. no hace
más que reemplazar el vacío de la imagen bajo la forma de una
maquinación barroca, high tech, por medio de una agitación
frenética y ecléctica, y que por lo tanto contribuye a la desilusión
imaginaria. Como los simulacionistas de Nueva York, que al hipostasiar
el simulacro no hacen más que hipostasiar la pintura misma como otro
simulacro, como si fuera una máquina que se captura a sí misma.
Así
también en esos casos (bad painting, new painting, instalación y
performance), la pintura se reniega, se parodia, se vomita a sí
misma. Deyecciones plastificadas, vitrificadas, congeladas.
Administración del desecho, inmortalización del desecho. No hay la
posibilidad de una mirada, de aquello que suscita la mirada, porque, en
todos los sentidos del término, aquello ha dejado de mirarnos. Si eso ya
no nos mira, nos deja completamente indiferentes. Y esta pintura en
efecto se ha vuelto por completo indiferente a sí misma en cuanto
pintura, cuanto que arte, cuanto que ilusión más poderosa que lo real.
No cree en su propia ilusión, y cae irremediablemente en el ridículo de
la simulación de sí misma.
La desencarnación del mundo
La
Abstracción fue la gran aventura del arte moderno. En su fase
"irruptora", primitiva, original, ya sea expresionista o geométrica,
formaba todavía parte de una historia heroica de la pintura, de una
deconstrucción de la representación y de un relumbre del objeto. Al
volatilizar su objeto, es el objeto mismo de la pintura el que se
aventura a los confines de su propia desaparición. Pero las formas
múltiples de la abstracción contemporánea (y también la Nueva
Figuración) están más allá del avatar revolucionario, más allá de la
desaparición "en el acto": no aportan más que una traza en el campo
indiferenciado, banalizado, desintensificado de nuestra vida cotidiana,
la banalidad de las imágenes que ha entrado en las costumbres. La Nueva
Abstracción, la Nueva Figuración, no se oponen más que en apariencia; de
hecho trazan por igual la desencarnación de nuestro mundo, ya no en su
fase dramática, sino en su fase banalizada. La abstracción de nuestro
mundo se adquiere de aquí en adelante, y desde hace tiempo, en todas las
formas de arte en un mundo indiferente, portando los mismos estigmas de
la indiferencia. No se trata ni de una negación ni de una condena, así
son las cosas. Una pintura actual auténtica debe ser también indiferente
a sí misma porque el mundo la ha convertido en eso, una vez
desvanecidas las puestas en juego esenciales. El arte en su conjunto no
es otra cosa que el metalenguaje de la banalidad. ¿Será posible que esta
simulación desdramatizada pueda seguir al infinito? Cualquiera que sean
las formas mismas de que nos sirvamos, nos hemos dirigido durante mucho
tiempo hacia el psicodrama de la desaparición y de la transparencia. No
hace falta engañarnos con una falsa continuidad del arte y de su
historia.
En
breve, y para retomar la expresión de Benjamin, existe un aura del
simulacro así como había un aura de lo original, hay una simulación
auténtica y una simulación inauténtica.
Esto puede resultar paradójico, pero es cierto: hay una "verdadera" y
una "falsa" simulación. Cuando Warhol pinta sus Sopas Campbell en
los años sesenta, se trata de un atisbo del brillo de la simulación y
de todo el arte moderno: de un solo golpe, el objeto-mercancía, el
signo-mercancía se vuelve sagrado de una manera irónica: es el único
ritual que nos queda, el ritual de la transparencia. Sin embargo, cuando
pinta las Soup Boxes en 1986, ya no hay fulgor, ya está en el
estereotipo de la simulación. En 1965, se atacaba el concepto de
originalidad de una manera original. En 1986, se reproduce la
inoriginalidad de una manera poco original. En 1965, es todo el
traumatismo estético de la mercancía irrumpiendo en el arte, tratado de
una forma al mismo tiempo ascética e irónica (el ascetismo de la
mercancía, su lado a la vez puritano y férrico, enigmático, como decía
Marx) y que simplifica de un solo golpe la práctica artística. La
genialidad de la mercancía, el genio maligno de la mercancía, suscita
una nueva genialidad del arte: el genio de la simulación. Nada queda de
esto en 1986, o se trata simplemente del genio publicitario que viene a
ilustrar una nueva fase de la mercancía. Es de nuevo un arte oficial que
viene a estetizar la mercancía, que recae en la estetización cínica y
sentimental que estigmatizaba Baudelaire. Se puede pensar que se trata
de una ironía superior más que de rehacer la misma cosa veinte años
después. No lo creo así. Yo creo en el genio (maligno) de la simulación,
no en su fantasma. Ni en su cadáver, aunque sea en estéreo. Sé que
dentro de algunos siglos no habrá ninguna diferencia entre una villa
pompeyana verdadera y el museo Paul Getty en Malibu, ni tampoco alguna
diferencia entre la Revolución Francesa y su conmemoración olímpica en
Los Angeles durante 1989, sin embargo nosotros vivimos todavía en esa
diferencia.
Las imágenes que nada tienen que ver
Todo
el dilema está en esto: o bien la simulación es irreversible y no hay
un más allá de la simulación, no hay un acontecimiento, es nuestra
banalidad absoluta, una obscenidad de todos los días, el nihilismo
definitivo y nos preparamos para una repetición insensata de todas las
formas de nuestra cultura en espera de un nuevo acontecimiento
imprevisible –¿pero de dónde podría venir?–; o bien hay por lo menos un
arte de la simulación, una cualidad irónica que resucita cada vez las
apariencias del mundo para destruirlas. De otra forma, el arte no haría
más que encarnar su propio cadáver, como lo hace muy a menudo en estos
días. No hace falta añadir lo mismo a lo mismo y así hasta el abismo:
esa es la simulación pobre. Hace falta que cada imagen rete a la
realidad del mundo, hace falta que en la imagen alguna cosa desaparezca,
pero no hace falta ceder a la tentación del vaciamiento, de la entropía
definitiva, hace falta que la desaparición siga viva: ahí está el
secreto del arte y de la seducción. Hay en el arte, tanto en el
contemporáneo como en el clásico, un doble postulado y por lo tanto una
doble estrategia. Una pulsión de vaciamiento, de borrar todas las
huellas del mundo y de la realidad, y una resistencia inversa a esta
pulsión. Según palabras de Michaux, el artista es "aquel que resiste con
todas sus fuerzas la pulsión fundamental de no dejar huellas".
El arte se ha vuelto iconoclasta. La iconolatría moderna no consiste en
herir a las imágenes, sino en fabricarlas, una profusión de imágenes
donde no hay nada que ver.
Estas
son literalmente las imágenes que no dejan huella. Son sus
consecuencias estéticas propiamente hablando. Pero detrás de cada una de
ellas algo ha desaparecido. Ahí está su secreto, si es que tienen
alguno, y ahí está el secreto de la simulación. En el horizonte de la
simulación no solamente el mundo ha desaparecido, sino la cuestión misma
de su existencia ya no tiene ya sentido.
Si se reflexiona en esto, se trata del problema de la iconolatría en
Bizancio. Los iconoclastas eran gente sutil que pretendían representar a
Dios en las imágenes, disimulando al mismo tiempo el problema de su
existencia. Cada imagen era un pretexto para no reparar en el problema
de la existencia de Dios. Detrás de cada imagen, en efecto, Dios había
desaparecido. No estaba muerto, había desaparecido, es decir que el
problema dejaba de existir. El problema de la existencia o de la
inexistencia de Dios se resolvía por la simulación.
Pero
podemos pensar que ésta era la estrategia de Dios para desaparecer
justamente tras las imágenes. Dios suplía estas imágenes para
desaparecer, obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huella. De
este modo la profecía se cumplía. Vivimos en un mundo de simulación, en
un mundo donde la más alta función del signo consiste en hacer
desaparecer la realidad y enmascarar al mismo tiempo esa desaparición.
El arte no hace otra cosa. Los medios actuales no hacen otra cosa. Es
por esto que están dirigidos al mismo destino.
Detrás
de la orgía de las imágenes cada cosa se oculta. El mundo se disfraza
detrás de la profusión de las imágenes; ésta es otra forma de ilusión,
una forma irónica quizá (por ejemplo la parábola de Canetti acerca de
los animales: detrás de cada uno de ellos se tiene la impresión de que
algo humano se oculta y se burla de nosotros).
La
ilusión, que procedía de la capacidad de separarse de lo real a través
de la invención de las formas, de oponer otra escena, de pasar al otro
lado del espejo, la que inventa otro juego y otra regla de juego, es
imposible de ahora en adelante, porque las imágenes se han pasado hacia
las cosas. Ya no son el espejo de la realidad, pues han cubierto el
corazón de la realidad y la han transformado en hiperrealidad donde de
filtro en filtro no hay otro destino para la imagen que la imagen. La
imagen ya no puede imaginar lo real, porque ella misma es lo real y no
puede trascenderlo, transfigurarlo ni soñarlo, porque se trata de una
imagen efectivamente virtual. En la imagen virtual es como si las cosas
hubiesen avalado su propio espejo.
Habiendo
avalado su espejo, han devenido transparentes en sí mismas, ya no
tienen secreto, ya no pueden hacer la ilusión (porque la ilusión está
ligada al secreto, al grado de que las cosas están ausentes de sí
mismas, se retiran de sí mismas en sus apariencias); no hay más que
transparencia, y las cosas, todas ellas presentes en sí mismas, en su
visibilidad, en su virtualidad, en su transcripción despiadada
(eventualmente en términos numéricos en todas las últimas tecnologías),
no se inscriben más que bajo un filtro, bajo los millones de filtros en
el horizonte, desde los cuales lo real, pero también la imagen
propiamente hablando, han desaparecido.
Todas la utopías de los siglos XIX y XX han expulsado la realidad de la realidad, y nos han
dejado en una hiperrealidad vacía de sentido, ya que toda perspectiva
final ha sido como absorbida, digerida, dejando nada más que una
superficie sin profundidad como residuo. Puede ser que la tecnología sea
la única fuerza todavía capaz de religar los fragmentos dispersos de lo
real, ¿pero dónde se ha ido la constelación del sentido? ¿Dónde se ha
ido la constelación del secreto?
Fin
de la representación entonces, fin de la estética, fin de la imagen
misma en la virtualidad superficial de sus filtros. Sin embargo –y aquí
se encuentra un efecto paradójico quizás positivo– parece ser que, al
mismo tiempo que la ilusión y la utopía han sido expulsadas de lo real
por la fuerza de todas nuestras tecnologías, por medio de esas mismas
tecnologías la ironía se ha pasado hacia las cosas. Habría una
contrapartida a la pérdida de la ilusión del mundo, que resultaría en
una aparición de la ironía objetiva de ese mismo mundo. La ironía como
forma universal y espiritual del mundo. Espiritual en el sentido de
pensamiento vivo que, surge del corazón mismo de la banalidad técnica de
nuestras imágenes. Los japoneses presentan una divinidad en cada objeto
industrial. Entre nosotros esta presencia está reducida a un jugueteo
irónico, pero es al mismo tiempo una forma espiritual.
El objeto, amo del juego
Ya no hay una función del sujeto, un espejo crítico donde se refleja la
incertidumbre, la sinrazón del mundo es el espejo del mundo mismo, del
mundo objetual y artificial que nos rodea y donde se reflejan la
ausencia y la transparencia del sujeto. A la función crítica del sujeto
ha sucedido la función irónica del objeto, ironía objetiva y no ya
subjetiva. A partir del momento en que son productos fabricados,
artefactos, signos, mercancías, las cosas ejercen una función artificial
e irónica por su propia existencia. A mayor necesidad de proyectar la
ironía sobre el mundo real, la necesidad de otro espejo exterior que
rinda al mundo la imagen de su doble es mayor: nuestro universo nos ha
otorgado su doble, ya ha devenido espectral, ha perdido su sombra, y la
ironía de este doble incorporado deslumbra a cada instante, en cada
fragmento de nuestros signos, de nuestros objetos, de nuestras imágenes y
modelos. Ya no es el deseo, como hicieran los surrealistas, de exagerar
la funcionalidad, de enfrentar a los objetos al absurdo de su función
en una irrealidad poética: las cosas se encargan de iluminarse
irónicamente a sí mismas, se despojan de su sentido sin esfuerzo, sin
necesidad de subrayar el artificio o el sin sentido a partir de la
propia necesidad de su propia representación, del encadenamiento
visible, demasiado visible, de su superficialidad, que crea en sí misma
un efecto de parodia. Después de la física y de la metafísica, nos
encontramos en la patafísica de los objetos y de la mercancía, en una
patafísica de los signos y de lo operacional. Todas las cosas, privadas
de su secreto y de su ilusión, están condenadas a la existencia, a la
apariencia visible, a la publicidad, a hacer-creer, a hacer-ver, a
hacer-valer. Nuestro mundo moderno es publicitario en esencia. Tanto así
que se podría decir que ha sido inventado nada más que para hacer
publicidad en otro mundo. No hace falta creer que la publicidad haya
venido después de la mercancía: hay, en el corazón de la mercancía (y
por extensión en el corazón de todo nuestro universo de signos) un genio
maligno publicitario, un embustero que ha integrado la bufonería de la
mercancía y su puesta en escena. Un escenógrafo genial (quizás El
Capital mismo) ha dirigido al mundo hacia una fantasmagoría de la
que todos somos por fin víctimas fascinadas.
Todas
las cosas quieren hoy manifestarse. Los objetos técnicos, industriales,
mediáticos, todos los artefactos quieren significar, ser vistos, ser
leídos, ser registrados, ser fotografiados.
Ustedes creen
fotografiar alguna cosa por placer, pero de hecho es ella la que quiere
ser fotografiada, no son más que la figura de su puesta en escena,
secretamente, por la perversión autopublicitaria del mundo circundante.
Ahí está la ironía patafísica de la situación. Toda metafísica ha sido
en efecto barrida por este trastrocamiento de la situación, donde el
sujeto no está ya en el origen del proceso, donde no es más que el
agente o el operador de la ironía del mundo. Ya no es el sujeto quien se
representa al mundo (¡I’ll be your mirror! ), es el objeto el
que refracta al sujeto y que sutilmente, a través de nuestras
tecnologías, le impone su presencia y su forma aleatoria.
Ya no es
entonces el sujeto el amo del juego, al parecer ha tenido lugar una
especie de inversión en la relación. Es el poder del objeto que se abre
camino a través de todo el juego de la simulación y de los simulacros, a
través del artificio mismo que nosotros le hemos impuesto. Ahí está la
revancha irónica: el objeto se convierte en un atractor extraño, justo
ahí, en el límite de la aventura estética, del dominio estético del
mundo por el sujeto (pero también en el fin de la aventura de la
representación), pues el objeto como atractor extraño no es ya un objeto
estético en sí.
Despojado de todo secreto, de toda ilusión por la técnica misma,
despojado de su origen, en cuanto generado por sus modelos, despojado de
toda connotación de sentido y de valor, exorbitado, es decir,
desprendido de la órbita del sujeto al mismo tiempo que del modo de
visión determinado que forma parte de la definición estética del mundo:
es ahí donde se convierte, de alguna forma, en un objeto puro, y que
retoma algo de la fuerza y de la inmediatez de las formas anteriores o
posteriores a la estetización general de nuestra cultura. Todos estos
artefactos, todos estos objetos e imágenes artificiales ejercen sobre
nosotros una forma de deslumbramiento artificial, de fascinación; los
simulacros ya no son simulacros, se reconvierten en evidencia material:
fetiches, puede ser, a la vez despersonalizados, desimbolizados y con
una intensidad máxima, investidos directamente como medium, como
lo es el objeto fetiche sin mediación estética. Es quizá ahí donde
nuestros objetos más artificiales, los más estereotipados, recobran una
fuerza de exorcismo, al igual que las máscaras de sacrificio.
Exactamente como las máscaras, que absorben la identidad de los actores,
los danzantes, los espectadores, y cuya función es por ello provocar
una suerte de vértigo traumatúrgico, así yo creo que todos los
artefactos modernos, de lo publicitario a la electrónica, de lo
mediático a lo virtual, objetos, imágenes, modelos, redes, tienen una
función de absorción y de vértigo del interlocutor (nosotros, los
sujetos, los supuestos actuantes, los actores), mucho más que de
comunicación o de información, y al mismo tiempo tienen la función de
eyección y de rechazo, como en las formas de exorcismo y paroxismo
anteriores. ¡We shall be your favorite dissapearing act!
Estos
objetos reúnen también –más allá de la forma estética–las formas de
juego aleatorio y de vértigo de que hablaba Caillois y que se oponen a
los juegos de representación mimética y estética. Ellos ilustran nuestro
tipo de sociedad de paroxismo y de exorcismo, es decir, donde hemos
absorbido hasta el vértigo nuestra propia realidad, nuestra propia
identidad, y donde buscamos rechazarla con la misma fuerza, cuando la
realidad entera ha absorbido hasta el vértigo su propio doble y busca
expulsarlo bajo todas sus formas. Estos objetos banales, técnicos y
virtuales, serían entonces los nuevos atractores extraños, los nuevos
objetos más allá de la estética, transestéticos, objetos-fetiches, sin
significación, sin ilusión, sin aura, sin valor y que serían el espejo
de nuestra desilusión radical del mundo. Objetos irónicamente puros,
como las imágenes de Warhol.
Warhol, introducción al fetichismo
Andy
Warhol parte de no importa qué imagen para eliminar de ella lo
imaginario y hacerla un puro producto visual. Lógica pura, simulacro
incondicional. Steve Miller (y todos aquellos que retrabajan
"estéticamente" la imagen-video, la imagen científica, la imagen de
síntesis) hace exactamente lo inverso: refunda la estética con un
material en bruto. Uno se sirve de la máquina para rehacer arte, el otro
(Warhol) es una máquina. La verdadera metamorfosis maquinal es Warhol.
Steve Miller no hace más que simulación maquinal y se sirve de la
técnica para hacer ilusión. Warhol nos libra de la ilusión pura de la
técnica –la técnica como ilusión radical–, muy superior a la de la
pintura.
En
este sentido una máquina puede convertirse en célebre, y Warhol no
pretendió nunca otra cosa que esta celebridad maquinal, sin
consecuencias, que no deja huella. Celebridad fotogénica, que releva
también la exigencia de cualquier cosa y de todo individuo hoy de ser
visto, de ser registrado por la mirada. Así hace Warhol: no es más que
el agente de la aparición irónica de las cosas. No es más que el medio
de esta gigantesca publicidad que se hace del mundo a través de la
técnica y de las imágenes, forzando nuestra imaginación a borrarse,
nuestras pasiones a extrovertirse, hiriendo el espejo que ofrecemos,
hipócritamente más allá, para captarlo a nuestro beneficio.
Por
las imágenes, por los artefactos técnicos de todas las suertes, de los
cuales los de Warhol son el "tipo ideal" moderno, el mundo es el que
impone su discontinuidad, su despedazamiento, su estereofonía, su
instantaneidad superficial.
Evidencia
de la máquina Warhol, de esta extraordinaria máquina para filtrar el
mundo en su evidencia material: las imágenes de Warhol no son del todo
banales porque sean el reflejo de un mundo banal, sino porque resultan
de la ausencia de toda pretensión del sujeto a interpretarlo: son el
resultado de la elevación de la imagen a la figuración pura, sin la más
mínima transfiguración. No se trata entonces de una trascendencia del
signo que, perdiendo toda significación natural, resplandece en el vacío
de toda su luz artificial. Warhol es el primero en reintroducir el
fetichismo.
Si
lo pensamos bien, ¿qué hacen de todas maneras los artistas modernos?
Así como los artistas después del Renacimiento pensaban hacer pintura
religiosa y no hacían sino retocar de hecho las obras de arte, ¿nuestros
artistas modernos piensan producir obras de arte y de hecho no hacen
más que retocarlas? ¿Es que los objetos que producen no son más que
arte? Objetos-fetiches, por ejemplo, pero fetiches desencantados,
objetos puramente decorativos, de uso temporal (Roger Caillois diría:
adornos hiperbólicos). Objetos literalmente supersticiosos, en el
sentido que no revelan una naturaleza sublime del arte ni responden ya a
una creencia profunda del arte, sino que perpetúan la superstición bajo
todas sus formas. Los fetiches son, entonces, de la misma inspiración
que el fetichismo sexual, que es de hecho sexualmente indiferente, pues
al constituir su objeto en fetichismo, niega a la vez la realidad del
sexo y el placer sexual. El fetichismo no cree en el sexo, no cree más
que en la idea del sexo (que de seguro es asexuada). De la misma forma,
no creemos en el arte, sino solamente en la idea del arte (que en rigor
no tiene nada de estética).
Es porque el arte, no siendo sutilmente otra cosa que una idea, se ha
metido en el trabajo de las ideas. El portabotellas de Duchamp es una
idea, la lata Campbell de Warhol es una idea, Yves Klein, vendiendo aire
a cambio de un cheque en blanco en una galería, es una idea. Todas
éstas son ideas, signos, alusiones, conceptos. Eso significa nada, pero
significa al menos. Eso que llamamos arte hoy parece llevar el
testimonio de un vacío irremediable. El arte es travestido por la idea,
la idea es travestida por el arte. Se trata de una forma, nuestra forma
de transexualidad, llevada al dominio del arte y de la cultura.
Transexual a su manera, el arte es atravesado por la idea y
particularmente por los signos de su desaparición.
Todo el arte moderno es abstracto en el sentido de que está atravesado
por la idea, más que por la imaginación de las formas y las sustancias.
Todo el arte moderno es conceptual en el sentido de que fetichiza en la
obra el concepto, el estereotipo de un modelo cerebral del arte;
exactamente como aquello que es fetichizado en la mercancía no tiene
valor real, sino en el estereotipo abstracto de su valor. Dirigido a
esta ideología fetichista y decorativa, el arte no tiene existencia
propia. En esta perspectiva se puede decir que estamos en vías de una
desaparición del arte en cuanto actividad específica. Esto puede
conducir ya sea a una reversión del arte en técnica y artesanado puros,
transferido eventualmente a la electrónica, como podemos ver por todos
lados, o hacia un ritualismo primario, donde no importa quién hará el
oficio de producir utensilios estéticos: el arte se detiene en el kitsch
universal, tal y como el arte religioso en su tiempo terminó en el kitsch
del santo suplicio. Quién sabe si el arte, como tal, no sea más que un
paréntesis, una suerte de lujo efímero de la especie. El tedio es lo que
esta crisis interminable del arte amenaza en devenir. Y la diferencia
entre Warhol y todos los otros que se acomodan a esta crisis
interminable, es que con Andy Warhol la crisis del arte ha terminado
sustancialmente.
Retomar la ilusión radical
¿Hay
todavía una ilusión estética? ¿Y si no, hay un medio hacia una ilusión
"anestética" radical del secreto, la seducción y la magia? ¿Existe, en
los confines de la hipervisibilidad y la virtualidad, lugar para un
enigma? ¿Lugar para un poder de la ilusión, una estrategia de las formas
y las apariencias?
Contra toda la superstición moderna de una "liberación", hay que decir
que no se liberan las formas, que no se liberan las figuras. Se les
encadena a lo contrario: el sólo hecho de liberarlas es encadenarlas, o
sea, encontrar su encadenamiento, el hijo que las engendra y las ata,
que las encadena una a la otra a través de la dulzura. Más allá, ellas
se encadenan y se engendran por sí mismas. El arte consiste precisamente
en entrar en la intimidad de ese proceso. "Es mejor reducir a la
esclavitud a un solo hombre libre que liberar a mil esclavos" (Omar
Khayam).
Para
los objetos cuyo secreto no es el de su expresión, de su forma
representativa, sino al contrario, el de su condensación y el de su
dispersión posterior en el ciclo de las metamorfosis, hay de hecho dos
maneras de escapar a la trampa de la representación. La de su
deconstrucción interminable, donde la pintura no cesa de mirarse morir
en los fragmentos del espejo y obliga en seguida a regodearse con los
restos, siempre en contradependencia de la significación perdida,
siempre en detrimento de un reflejo o de una historia. O bien abandonar
simplemente toda representación, olvidar toda preocupación de lectura,
interpretación y desciframiento, olvidar la violencia crítica del
sentido y del contrasentido para recuperar la matriz de la aparición de
las cosas, ahí donde rinden simplemente su presencia, en las formas
múltiples, multiplicadas según el espectro de las metamorfosis.
Entrar
en el espectro de dispersión del objeto, en la matriz de distribución
de las formas, es la forma misma de la ilusión, la respuesta en juego.
Traspasar una idea es negarla. Traspasar una forma es pasar de una forma
a la otra. La primera define la posición intelectual crítica, y es muy a
menudo la de la pintura moderna en sus relaciones con el mundo. La
segunda describe el principio mismo de la ilusión, por el cual no hay
otro destino para la forma que la forma. En este sentido nos hacen falta
ilusionistas que sepan que el arte, la pintura, son ilusión, es decir
algo tan lejos de la crítica intelectual del mundo como de la estética
propiamente dicha (que supone una discriminación reflexiva de lo bello y
de lo feo); ilusionistas que sepan que todo el arte es desde luego un trompe
l’oeil, un engaño de la vida, como toda teoría es un engaño del
sentido y que toda la pintura, lejos de ser una versión expresiva y por
lo tanto pretendidamente verídica del mundo, consiste en dirigir los
señuelos ahí donde la supuesta realidad del mundo es lo suficientemente
ingenua para dejarse atrapar. Así como la teoría no consiste en tener
ideas (y por lo tanto flirtear con la verdad), sino en colocar señuelos y
trampas donde el sentido sea lo bastante ingenuo para dejarse atrapar.
Recuperemos, a través de la ilusión, una forma de seducción fundamental.
Exigencia delicada de no sucumbir al encanto nostálgico de la pintura, y
de mantenerse sobre esa línea sutil que tiene menos de la estética que
del señuelo, heredera de una tradición ritual que jamás se ha mezclado
con la pintura: la de su trompe l’oeil. Dimensión que renueva,
más allá de la ilusión estética, una forma aún más fundamental de
ilusión que yo llamaría "antropológica", para designar esta función
genérica que es la del mundo y de su aparición, por donde el mundo se
nos aparece ya sea antes de tener sentido, o antes de volverse real,
aquello que no ha devenido más que tardíamente y sin duda de manera
efímera. No la ilusión negativa y supersticiosa de otro mundo, sino la
ilusión positiva de este mundo, de la operación simbólica del mundo, de
la ilusión vital de las apariencias de que habla Nietzsche: la ilusión
como escena primitiva, ya anterior, ya más fundamental que la escena
estética.
El
dominio de los artefactos sobrepasa ampliamente el del arte. El reino
del arte es en rigor el de una gestión convencional de la ilusión, una
convención que en principio neutraliza los efectos delirantes de la
ilusión, que neutraliza la ilusión como fenómeno extremo. La estética
constituye una suerte de sublimación, de dominio por la forma de la
ilusión radical del mundo, que de otro modo nos vaciaría. Esta ilusión
original del mundo de la que otras culturas han aceptado la cruel
evidencia que dispone un equilibrio artificial. Nosotros, las culturas
modernas, no creemos ya en esa ilusión del mundo, sino en su realidad
(que es por supuesto la última de las ilusiones), cuyos estragos hemos
escogido atemperar por medio de esa forma cultivada, dócil, de simulacro
que es la forma estética.
La
ilusión no tiene historia. La forma estética en sí misma tiene una.
Pero debido a que tiene una historia, no tiene más que un tiempo, y es
sin duda ahora cuando asistimos al desvanecimiento de esta forma
condicional, de esta forma estética del simulacro, en beneficio del
simulacro incondicional, es decir en una escena primitiva de la ilusión,
donde recuperaremos los rituales y las fantasmagorías inhumanas de las
culturas más allá de la nuestra.
©Jean Baudrillard,
Illusion, désillusion esthétique. Sens & Tonka. París, 1997, 46 pp.
Traducción
del francés por Mauricio Molina
Jean
Baudrillard, "Duelo",
Fractal n° 7, octubre-diciembre, 1997,
año 2, volumen II, pp. 91-110.
Tomado de: http://www.fractal.com.mx/F7baudri.html
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