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LA COMPENSACION ESTETICA

LEWIS MUMFORD

   "The Kiss" by Toulouse-Lautrec


La industria paleotécnica no carecía de ciertos aspectos idealistas. La sordidez del nuevo medio ambiente suscitaba compensaciones estéticas. El ojo, privado de luz solar y de color, descubrió un mundo nuevo en el crepúsculo, en la niebla, en el humo y en las distinciones tonales. La bruma de la ciudad fabril ejercía su propia magia visual: los feos cuerpos de los seres humanos, las fábricas sórdidas y los montones de desperdicios desaparecían en la niebla, y en lugar de las crudas realidades que el sol hubiera hecho resaltar, un velo de suaves colores las recubría.

Fue un pintor inglés, J.W.M.Turner, que trabajó en el auge del régimen paleotécnico, quien abandonó el paisaje clásico a la moda y sus ruinas artificiales, para pintar cuadros que sólo tenías dos temas: la niebla y la luz. Turner fue quizá el primer pintor que absorbió y expresó directamente los efectos característicos del nuevo industrialismo. Su representación de la locomotora, apareciendo en medio de la lluvia, fue quizá la primera nota lírica inspirada por la máquina de vapor.

La chimenea humeante de la fábrica había contribuido a crear esa densa atmósfera, y gracias a ésta uno se liberaba, en lo que a la vista concierne, de algunos de los peores efectos de la chimenea de la fábrica. En el dominio de la pintura no se sentían los olores acres, y sólo quedaba la ilusión de la belleza. Vistas de lejos, envueltas en la niebla, las alfarerías de Doulton, en Lambeth, con sus decoraciones chabacanas, casi podían rivalizar con algunos de los paisajes que figuraban en la Tate Gallery. Whistler, desde su estudio en el malecón de Chelsea, que dominaba el distrito de fábricas de Battersea, se expresó mediante esa niebla y esa bruma sin la ayuda de luz; las gradaciones delicadas de tono revelaban y definían las barcazas, el contorno de un puente y la ribera distante. En la niebla, los faroles en hilera de la calle brillaban como pequeñas lunas en una noche de verano.

Pero Turner no sólo reaccionó frente a la niebla, sino también contra ella; se alejó de las calles cubiertas de desperdicios de Covent Market, de las fábricas tétricas y de los slums oscuros de Londres, y se entregó a la pureza de la luz. En una serie de cuadros pintó un himno a la maravilla de la luz, un himno que un ciego podría cantar al recobrar la vista, un peán a la luz, que emergiera de la noche, de la niebla y del humo y conquistase el mundo. La falta de sol, la falta de color, la inanición dentro de las ciudades industriales era lo que incitaba a buscar escenas rurales y estimuló el arte de la pintura paisajista en este periodo, dando lugar a sus principales triunfos colectivos: la obra de la escuela de Barbizón y de los impresionistas posteriores, Monet, Sisley, Pissarro, y el más característico, si es que no el más original de ellos, Vicente Van Gogh.

Van Gogh conocía toda la lobreguez de la ciudad paleotécnica; el Londres sucio y alumbrado a gas del año 1870. También conocía las fuentes de sus oscuras energías, lugares como las minas de La Borinage, donde había vivido con los mineros. En sus primeros cuadros absorbió y afrontó con valor las partes más siniestras del ambiente; pintó los cuerpos retorcidos de los mineros, el estupor casi animal de su caras inclinadas sobre el plato de papas, e hizo resaltar los tintes negros, los grises, los azules oscuros y el amarillo manchado de sus hogares invadidos por la miseria. Van Gogh se identificó con esa vida sombría. Luego fue a Francia, que nunca había sucumbido totalmente ante la máquina de vapor y la producción en gran escala, que todavía conservaba sus pueblos agrícolas y la habilidad de sus artesanos, y el pintor se rebeló contra las deformaciones y las privaciones impuestas por el nuevo industrialismo.

En la atmósfera diáfana de Provenza, Van Gogh contempló el mundo que sus ojos veían como si estuviera ebrio, y estas impresiones estaban agudizadas por la lóbrega negación que había conocido durante tanto tiempo: los sentidos, ya no más embotados por el humo y la suciedad, reaccionaron y cayeron en éxtasis. La niebla se disipó; el ciego recobró la vista; el color retornó.

Aun cuando el análisis cromático de los impresionistas tenía su origen en las investigaciones científicas de Chevreul sobre el color, la visión de éstos no era comprendida por sus contemporáneos. Estos pintores fueron denunciados como impostores, porque los colores que pintaban no estaban atenuados por los muros del taller, empalidecidos por la niebla, o suavizados por el tiempo, el humo o el barniz, porque el verde del pasto que pintaban resultaba amarillo en la intensidad de la luz solar, la nieve rosada, y las sombras de los muros blancos, verdosas. Como el mundo natural no era abstemio, los paleotecas pensaron que los artistas se habían emborrachado.

Mientras que los nuevos pintores quedaban absortos, ante la luz y el color, la música limitó sus dominios y se hizo más intensa en su reacción contra el nuevo ambiente. El canto del taller, los gritos del calderero, del florista y del vendedor ambulante proferidos en la calle, el canto de los marinos al tirar de los cables, los cantos tradicionales del campo y de la taberna, murieron lentamente durante este período, a la vez que desaparecía el poder de crear otros nuevos. El trabajo era regulado por el número de revoluciones por minuto, más bien que por el ritmo de una canción. La balada, con su viejo contenido religioso, militar o trágico, fue reducida a la categoría de sentimental canción popular; hasta su erotismo fue atenuado; su elevado patetismo se hizo ridículo, y sólo logró sobrevivir en la literatura para las clases cultivadas y en los poemas de Coleridge, de Wordsworth y de Morris. La canción y la poesía dejaron de ser posesiones del pueblo, y se tornaron "literarias", profesionales, segregadas. Nadie pensaba ahora en decirle a la servidumbre que pasara a la sala para cantar, junto con los demás, el madrigal o la balada. Lo que ocurrió en la poesía ocurrió asimismo en el dominio de la música pura. Pero la música, en la creación de la nueva orquesta, y en el alcance, poder y movimiento de las nuevas sinfonías, llegó a ser de una manera singularmente representativa la imagen ideal de la sociedad industrial.

La orquesta barroca había sido creada sobre la base de la sonoridad y el volumen de los instrumentos de cuerda. Mientras tanto, la invención mecánica había contribuido a aumentar extraordinariamente el alcance del sonido y las cualidades de tono que podían ser producidas: el oído llegó a percibir nuevos sonidos y nuevos ritmos. El clavicordio se convirtió en una máquina maciza conocida con el nombre de piano, con gran tablero sonoro y un teclado extenso. En forma similar una serie de antiguos instrumentos de viento, de cuerda y de bronce fueron modificados o introducidos por Adolfo Sax, el inventor del saxófono, alrededor de 1840. Todos los instrumentos estaban ahora científicamente calibrados: la producción del sonido, llegó a ser, dentro de ciertos límites, una producción en serie y predecible. Y con el aumento del número de instrumentos, la división del trabajo dentro de la orquesta correspondía a la de la fábrica; en cuanto a la división del sistema mismo podía observarse en las nuevas sinfonías. El director de orquesta era el superintendente y el empresario, que tenía a su cargo la manufactura del producto, vale decir, de la pieza musical, en tanto que el compositor era el equivalente del inventor, del ingeniero y del diseñador, que debía calcular en el papel, con la ayuda de ciertos instrumentos, como por ejemplo el piano, la naturaleza del producto final, elaborando hasta el último de sus detalles antes de que se diera un solo paso en la fábrica. A veces se inventaban nuevos instrumentos o se corregían los antiguos para ejecutar composiciones difíciles; pero en la orquesta la eficiencia colectiva, la armonía colectiva, la división funcional del trabajo y la interacción cooperativa leal entre los conductores y los conducidos producía, según todas las probabilidades, una unión colectiva más grande que la lograda dentro de cualquier fábrica. Una cosa era segura, el ritmo era más sutil; y la disposición de las operaciones sucesivas fue perfeccionada en la orquesta mucho antes de que una ordenación igualmente eficiente apareciera en la fábrica.

Por lo tanto, en la constitución de la orquesta estaba el modelo ideal de la nueva sociedad. Éste apareció en el dominio del arte antes de ser ensayado en la técnica. En cuanto a los productos que se pudieron conseguir gracias a la orquesta, las sinfonías de Beethoven y las de Brahms, o la música reorquestada de Bach, tienen el honor de ser las obras de arte más perfectas producidas durante el periodo paleotécnico. Ningún poema ni ninguna pintura expresan esa profundidad y energía de espíritu que, por paradójico que parezca, se nutría de los mismos elementos de vida que asfixiaban y deformaban la sociedad existente, en forma tan completa como las nuevas sinfonías. El mundo visual del Renacimiento casi había sido destruido. Únicamente en Francia, que no había sucumbido del todo ni ante la decadencia ni ante el progreso, ese mundo permaneció vivo en la sucesión de pintores que se intercalan entre Delacroix y Renoir. Pero lo que se perdió en las otras artes, lo que había desaparecido casi completamente en la arquitectura, fue recuperado en la música. El tempo, el ritmo, el tono, la armonía, la melodía, la polifonía, el contrapunto y aun la disonancia y la atonalidad eran utilizados libremente para crear un nuevo mundo ideal, donde el sino trágico, los anhelos confusos y los destinos heroicos de los hombres podían ser revividos una vez más. Aherrojado por los nuevos hábitos pragmáticos, expulsado del mercado y de la fábrica, el espíritu humano se elevó a una nueva supremacía en la sala de música. Sus más grandes estructuras estaban construidas por sonidos y se desvanecían en el acto de ser producidas. Aun cuando sólo una pequeña parte de la población escuchaba esas obras de arte o vislumbraba su significado, de todas maneras alcanzaban a ver otro cielo que el de Ciudadcarbón. La música dio más alimentos sanos que los comestibles adulterados y averiados de Ciudadcarbón, y también dio más calor que sus trajes de lana artificial y sus casas construidas de cualquier modo.

Aparte de la pintura y de la música, se buscan casi en vano entre los algodones de Mánchester, las cerámicas de Burslem y de Limoges, o los artículos de metal de Solingen y de Sheffield, objetos suficientemente finos como para ser colocados aunque sólo sea en los estantes más oscuros de un museo. Aun cuando el mejor escultor inglés de ese periodo, Alfred Stevens, fue comisionado para hacer diseños para la cuchillería de Sheffield, su trabajo era una excepción. Disgustado por la fealdad de sus propios productos, el período paleotécnico se volvió hacia el pasado en busca de modelos de arte auténtico. Este movimiento comenzó con la comprensión de que el arte producido por las máquinas para la gran exposición de 1851 era un arte despreciable. Bajo el patronazgo del príncipe Alberto, se fundaron la escuela y el museo de South Kensington, a fin de mejorar el gusto y el diseño; el resultado puso en evidencia lo persistente de la fealdad de la época. Los esfuerzos similares hechos en los países de habla alemana, bajo la dirección de Gottfried Semper, así como en Francia, Italia y en los Estados Unidos, no produjeron mejores resultados. Por el momento, el trabajo manual, que Morgan, La Farge y William Morris introdujeron nuevamente, proporcionó la única alternativa viva frente a los muertos diseños de las máquinas. Las artes fueron rebajadas al nivel de los trabajos de fantasía realizados por las señoras victorianas: a mera trivialidad y pérdida de tiempo.

Naturalmente, la vida en conjunto no se detuvo por completo durante ese periodo. Mucha gente seguía viviendo, aunque con dificultad, para otros fines que los de la ganancia, el poder y la comodidad. Ciertamente, esos fines no estaban al alcance de los millones de hombres y mujeres que integraban las clases trabajadoras. Quizá la mayoría de los poetas, de los novelistas y de los pintores estaban desconcertados por el nuevo orden, y lo desafiaban de cien maneras; sobre todo, por el hecho de existir poetas, novelistas y pintores, es decir, por el hecho de ser criatura inútiles, cuya manera de encarar la vida en sus múltiples facetas era considerada por los escritores del tipo Gradgrind como una censurable fuga de las "realidades" de su contabilidad abstracta. Thackeray deliberadamente moldeó sus obras en un ambiente preindustrial, a fin de eludir los nuevos problemas, Carlyle, que predicaba el evangelio del trabajo, denunció las realidades del trabajo victoriano. Dickens satirizó al agente que se dedicaba a organizar empresas, al individualista de Mánchester, al utilitario y al self-made-man jactancioso. Balzac y Zola, al pintar el nuevo orden financiero con realismo documental, disipaban toda duda en cuanto a su rebajamiento y fealdad. Morris y otros artistas se orientaron hacia los pre-rafaelistas de la Edad Media. En ese movimiento fueron precedidos por Overbeck y Hoffmann en Alemania, y por Chateaubriand y Hugo en Francia. Browning y otros más se orientaron hacia la Italia del Renacimiento. Doughty hacia la Arabia primitiva, Melville y Gaugin hacia los mares del Sur, Thoreau hacia las selvas vírgenes y Tolstoy se acercó a los campesinos. ¿Qué buscaban? Algunas pocas cosas sencillas que no podían encontrarse entre la estación y la fábrica: simple respeto animal por sí mismos, color en el ambiente exterior y profundidad emotiva en el paisaje interior, una vida vivida por sus propios valores en lugar de una vida fabricada. Los campesinos y los salvajes habían retenido algunas de esas cualidades, y el recuperarlas se convirtió en uno de los principales deberes de aquellos que trataban de eludir el férreo abrazo del industrialismo.


Del libro Técnica y Civilización, Lewis Mumford, Tomo I (Emecé Editores, Buenos Aires, 1945)





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