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17.25
LA CULTURA PRIVADA


Juan Ignacio Macua






He sido siempre incrédulo ante las teorías de la conspiración. Me han gustado los best-sellers de espías y las películas de acción en las que un grupo de ancianos caballeros, muy ricos y poderosos, se reúne en una preciosa y envidiable casa de campo y desde allí programa la destrucción del mundo.
 
Claro que casi siempre hay un mayordomo o guardaespaldas que les sale rana y va con el cuento a una de las innumerables agencias que tienen los norteamericanos, a partir de lo cual se monta el argumento central del bodrio. Añadiéndole, claro, persecuciones en los más raros vehículos, peleas multitudinarias, balaceras y algún buen efecto especial. Pues yo me divierto.

Quizá es lo que me ha vacunado contra las conspiraciones. Aunque debo confesar que estoy empezando a sospechar que, haberlas, «haylas». Me estoy refiriendo a ese sorprendente y coincidente, ahí está el mal olor, ataque que están recibiendo las instituciones culturales públicas de Europa. Da igual su tamaño, antigüedad o importancia, no se libra ninguna. Toda una campaña para demostrar que les sobra el segundo apellido, públicas, pues en él tienen origen todos esos males que, sin embargo, han venido capeando más bien que mal.

 Parecía que los grandes museos se librarían del ataque, pero la estrategia de los conspiradores no se para en barras y a por ellos van con descaradas sutilezas, campañas de prensa y aprietos económicos.
Es cierto que la crisis fomenta y da alas a estas opiniones. Las administraciones públicas no deben entretener los fondos que deben sostener el bienestar en lujos y añejos prestigios. Dejen eso, si lo estiman conveniente, en manos de la iniciativa privada. Es el momento propicio para imitar el sistema americano en el que los museos, buques insignia de las instituciones culturales, son privados, aunque no se vean privados del todo de la ayuda oficial.

Sus propietarios son, generalmente, grupos de ciudadanos, los amigos, que se unen para que en su ciudad no falte un museo de acuerdo con su prestigio, fundaciones u otros. Lo que se dice ciudadanos conscientes, preocupados por el bien común. Hombre, a cambio tienen alguna ventajilla. Desde luego prestigio y fama, disfrute privilegiado y descuentos fiscales. En la vieja Europa los museos son, en la mayoría de los casos, propiedad del Estado, la región o la ciudad, aunque todos admiten donaciones o mecenazgos.

Este globo sonda que últimamente ha surcado los aires europeos, tiene detrás una realidad complicada y difícil. Lo curioso es que el tema ha saltado a la vez en varios periódicos de diferentes tendencias y distintos países. Claro que esto puede ser absolutamente normal, pues los periódicos se copian las noticias unos a otros sin el menor pudor, pero si lo juntamos con otros pequeños síntomas que van surgiendo, no deja de ser inquietante. Así suelen empezar muchos programas privatizadores.

Primero, se magnifican los problemas que a nadie le preocupaban; luego, se estudia la posibilidad «técnica» y se explica que la solución no es dolorosa; van haciéndose suaves aproximaciones, un retoque por aquí y un recorte por allá, una dura campaña sobre la pérdida de prestigio que la situación está consiguiendo, lo que la mayoría de las veces es verdad, pero de cuyas causas ya nadie habla; se pone rápidamente el consabido ejemplo de lo bien que funciona una empresa, que suele ser «El Corte Inglés», y todos convencidos: la modernidad ha vencido.

No se ha hablado, todavía, de la propiedad de los museos tradicionales, se habla solamente de su administración, mantenimiento y explotación. Los conspiradores no son tontos y saben que edificios y colecciones ya tienen propietarios y no tienen precio. Sería imposible que el Estado se deshiciera de esos bienes, la mayoría de las leyes lo hacen impensable. ¿Imposible e im­pensable? Bueno, lo mismo se decía de los sistemas de comunicación o de la energía y ahí están, libres, vivitos y coleando en la mayoría de los países, con tímidas y provisionales excepciones. En España tenemos un ejemplo de cesión de los museos sin que la propiedad de los edificios y de su contenido haya sido un obstáculo. La Administración central transfirió a las comunidades autónomas los llamados museos provinciales y en tiempos de bonanza algunas pedían más cesiones.

Es cómodo, los grandes problemas de infraestructura corren a cuenta del ministerio, la vida diaria, de la comunidad. Surgieron y surgen abundantes problemas, pero no ha sido más dramático que muchas otras transferencias. Lo peor ha sido que los museos languidecen dado el escaso interés que sienten por ellos los que se han desprendido de su carga y los que se han hecho cargo de ella. La mayor parte siguen apolillándose, con esas extrañas colecciones que nadie sabe por qué ni cuándo recalaron en ese museo y que no responden a la idolatrada «identidad» de la nación, nacionalidad o región que los cuida y administra. Por supuesto que hay excepciones, pero todas ellas originadas por el celo profesional de unos, demasiado pocos, técnicos apasionados por investigar, conservar y exhibir los bienes que les han encomendado y que, ya en el colmo de vocación mal pagada y poco estimada, intentan que el museo, por pequeño, solitario y extraño que sea, haga de foco cultural si no de la comunidad entera, que sería exagerar, sí de la ciudad en la que se ubica.

La pregunta es la misma que se hace en todas las especulaciones y en todos los crímenes que se precien: ¿quién se beneficia? Y, la verdad, no se ve claro dónde está la ventaja, ni para quién. Que los impuestos tengan un destino fijo, bien porque así se señala en la oportuna ley, bien porque se libera de ellos al que hace determinadas donaciones o inversiones, beneficia a los más ricos, al menos, vistas las cosas desde la óptica impertinente de los profanos en la materia. Si pueden elegir la aplicación, buscarán hacerlo en lo que más les favorezca: infraestructuras por las que transportar sus productos, energía que abarate costes, etc., y esto, según afirman los llamados liberales, es muy bueno, pues el interés de todos hace que las cosas funcionen, ¿no? Siempre que quede alguien que se ocupe de los problemas para los que nadie se apunta: educar, sanar y dar de comer a los que no tienen medios, cuidar del medio ambiente, en fin, todo eso que ya sabemos desde hace siglos y que debemos mantener al margen para que así puedan ejercer la caridad voluntariamente los que estén, y en la medida en que estén, dispuestos a ello.

¿Creemos que alguien destinará sus impuestos a los museos? En Estados Unidos lo hacen muchos y han conseguido tener unos museos hermosos, de gran proyección y muy envidiados. Igual es que allí importa el buen nombre y por ese camino se busca el renombre. O será que conviene sentir la conciencia tranquila porque, de todas formas, impuestos hay que pagarlos, y un museo puede esconder y tapar mucha porquería.


De momento la crisis ha detenido, al menos, la virulencia con la que se presentaron todas estas especulaciones; los tiempos son de turbación y todos sabemos lo de las mudanzas. Los museos no iban a ser una excepción. Nadie quiere hacerse cargo en estos momentos de unas instituciones hipotecadas. Lo que se anuncia es un recorte importante en los presupuestos y, por tanto, un reajuste a la baja de sus actividades y quizá un poco de contención en los gastos ordinarios. Van a disminuir los actos efímeros o a bajar un poco los listones, que estaban muy altos, pues la competencia de prestigios así lo exigía. Pero, esperamos, no se van a tocar los fondos destinados a investigación, si es que esa partida se nota en los presupuestos, conservación, seguridad y mantenimiento de las exposiciones permanentes.

El personal fijo verá cómo disminuye su poder adquisitivo sin que lo haga el trabajo, y el temporal verá cómo se difumina su puesto. Algunos de los directores de los grandes museos opinan que se seguirán haciendo grandes muestras que costarán menos gracias a la colaboración con otros museos. Será que hay algún museo al que no le atañen los recortes. Otros opinan que la solución está en hacer las exposiciones más largas. Lo que, a mi juicio, dificulta los préstamos de obras importantes y aumenta los costes del seguro. Y los más prudentes hablan de disminuir programas y aprovechar lo más posible la colección propia. Para lo que se necesita ingenio y mucho trabajo.

Parece que los más perjudicados van a ser los centros o los museos que actúan habitualmente como tales y que suelen ser los que se dedican al arte contemporáneo, sobre todo aquellos cuyas colecciones son meros embriones, tanto por el número de obras custodiadas como por la inseguridad de su valor, ya que no han pasado todavía el duro examen pericial del tiempo. Estos museos, cuya razón de ser son las exposiciones, lo tienen crudo. Estaría bien que, aprovechando esa crudeza, dedicasen sus esfuerzos a investigar precisamente en lo que se ha tenido como arte crudo sin necesidad de apoyarse en lo ya cocido.

En el caso de España, esta situación se agudiza por la gran y acelerada proliferación de museos de arte contemporáneo de los últimos años, en los que ninguna entidad autonómica, creo, se ha quedado atrás. Es de temer que languidezcan o cambien sus criterios. Es cierto que hay tanto por hacer que no es difícil encontrar nuevas líneas de trabajo, lo mismo desde una perspectiva local que desde una visión más universal. Un ejemplo a seguir es el del c2m, conocido como el «museo de Móstoles», pues en esta ciudad madrileña se halla. Realmente es el Centro de la Comunidad de Madrid que oficialmente lleva el nombre «2 de mayo» y que lucha por sobrevivir entre el desconocimiento y el asombro que produce en los madrileños, tan centralistas, que un centro con ambición de enseñar algunas de las cosas que están pasando por el mundo haya sido montado en la periferia, y en la periferia sur, de la capital.

En el poco tiempo que lleva funcionando ha conseguido cierto respeto entre las gentes del municipio que lo visitan expectantes y el apoyo de los jóvenes, que los hay, interesados en conocer y disfrutar las nuevas experiencias artísticas. La clave ha sido la elección de exposiciones tan interesantes como las dos últimas: una, dedicada al famoso grupo musical Sonic Youth y todo lo que surgió a su alrededor, y la que bajo el título Fetiches críticos han comisionado tres artistas mexicanos y que nos habla, con fascinante gracia, de la situación actual y de cómo el arte puede implicarse en ella. Ah, el catálogo, repleto de información, textos sobre la situación y sus fetiches, datos de los que se exponen y textos sobre el compromiso del arte, ¡se regala!

Pues a pesar de este incierto panorama, o precisamente por él, los ataques y las pistas que los desvelan se concentran más que en el lado económico en el de la intervención, en la dirección que debe tomar la institución, todavía pública. Los primeros síntomas aparecieron cuando se hizo fuerte y extraño hincapié en la necesidad de que instituciones tan importantes como los museos, sobre todo los grandes, no debían estar en manos de funcionarios aunque éstos pertenecieran a los cuerpos de élite especializados y formados en el tema, o se dedicaran con prestigio a la enseñanza de la cuestión. Mejor que decidieran los políticos que, al fin y al cabo, son los elegidos. Pero un museo debe planear sus actividades con mayor perspectiva temporal que la que hoy pueden permitirse éstos. Además, y esto era fundamental, los políticos no tenían posibilidades, o no tenían ninguna o no les convenía tenerlas, de buscar ayudas económicas entre las fuerzas vivas de la sociedad. Con lo que se encontró la solución dándole a las instituciones un status especial, cierta independencia organizativa y dotándolas de un patronato con poder de decisión. Los gastos y costes siguen corriendo a cuenta del presupuesto.

De estos patronatos forman parte la administración, algún político, banqueros y grandes empresarios que, a veces, son a la vez significados coleccionistas y por ello hasta académicos de las Bellas Artes, y algún historiador o crítico de arte que de tono y hasta, gran concesión, algún presidente de las asociaciones de amigos del museo que, por casualidad, es también una personalidad de reconocido rango social y nulo prestigio académico.

Otra manera de ir socavando el carácter público de los museos es a través del más absoluto desprecio por sus clientes. Quería decir, por su público. Las entradas no dan ni para pagar los costes de la limpieza y, además, no vamos a meternos en las agitadas aguas de la gratuidad de los museos; el que quiera cultura que la pague, un baluarte a derribar y ya por los suelos. Pero hay que potenciar las cifras pues de ellas depende la fama, y de la fama el interés de los mecenas; no se cuida para nada la labor pedagógica que el propio museo debiera hacer.

 Ni con el montaje, ni con los elementos auxiliares ni de ninguna otra manera se facilita que el público conozca algo más que lo que ve. Alegando a menudo que ésta es la verdadera función del museo, que lo demás se haga en la escuela, por lo que solamente los entendidos, si son muy listos, tienen la clave para entender el baile de modos de ver con el que nos obsequian. Será porque los directivos actuales, elegidos por el «código de las buenas prácticas», como le han llamado los que lo han propuesto, quieran dejar su huella en la historia.

Por ejemplo, se pensaba hasta ahora que una tarea primordial de los museos era rescatar los objetos que por su significación, rareza y/o belleza, convenía estudiar, conservar y exponer, para lo que se les hacía objeto de una curiosa transformación, por la que sin cambiar de apariencia, se mudaba su esencia. De ahí la acusación estúpida y repetida de que los museos estaban cargados de un tufo rancio a vieja iglesia. Debía ser por esa «sacralización» de lo expuesto, que tenía cierto parecido con la llamada transustanciación que sucede en el rito de la Consagración de la misa católica.

Una cosa pasa a ser otra sin perder su apariencia. Así era el caso de la colección real, base del Museo del Prado, que en su ubicación primaria servía para adornar las salas de palacio y, sobre todo, para intimidar a los visitantes -embajadores de otros reyes, principales de la corte o simples peticionarios- con la prepotencia, riqueza o exhibición de buen gusto. Ahora, en el museo, tienen una tarea diferente, ahora sirven para que el contemplador disfrute y goce con las emociones que despiertan y, quizá por connotación, conozca algo del contexto histórico en el que se crearon. Pues bien, los directivos del Museo del Prado han decidido, a petición y por el consejo de dos conocidos hispanistas, que es más importante la función de «documento histórico» de estos cuadros que la de proporcionar las emociones estéticas que una buena pintura proporciona. Para ello van a recrear el Salón de Reinos tal como estaba en la época de los últimos Austrias.

Así podremos conocer de primera mano la riqueza, el buen gusto y el poder que estos monarcas gozaron y las batallas que ganaron, aunque algunas ya no ocupan más que unas pocas líneas en algún manual de historia. No importa nada la jerarquía de lo expuesto, se mezclan obras mayores, como la velazqueña La rendición de Breda con otras de mucha menor entidad, ni la propia forma de ver las obras, como la situación en la que quedarían los Los trabajos de Hércules de Zurbarán, que estarán a una altura indebida, como meros adornos decorativos. Y para eso se ha trasladado el museo del Ejército, que antes ocupaba este lugar, y se van a trastocar muchas e importantes salas del actual museo.

Y esto no ocurre sólo en los museos que deben cargar sobre sus espaldas con el peso de la historia y de los historiadores, sino en los que parecían menos expuestos a estos caprichos. Un museo que por creación fluctúa entre la historia y la innovación, el Reina Sofía, resuelve el aparente conflicto con un montaje de la parte histórica, la llamada colección permanente, que es fruto del más individual y personal punto de mira. No es la historia del arte español del último siglo, es la historia personalmente interpretada, en algunos casos con la obligatoriedad que imponen las ausencias y en otros con la ilusión de lo que debió haber sido, pero no fue, como dice la canción.

La historia del arte español del siglo xx, pasando por alto las caprichosas fronteras temporales que se le han impuesto y cuya arbitrariedad hace que flote continuamente la amenaza de que el Guernica se vuelva al Prado, no es una historia, sino una ficción bien imaginada que gira en la órbita picassiana, tan ausente en la realidad histórica. Quizá habría que cambiarle eso de colección permanente ya que, gracias a la interpretación de las buenas prácticas, podremos ver cómo cambia la historia según vayan cambiando los directores. Al fin y al cabo el Prado no ha dejado de experimentar cada día con nuevas instalaciones, lo que nos ha permitido gozar del descubrimiento en todas y cada una de las visitas. En mi juventud se insistía en que los experimentos había que hacerlos con gaseosa, aquí se tira el champagne como en la entrega de trofeos de cualquier «Fórmula 1» o cualquier gp de motos.

Dentro de toda esta conspiración que, como decía antes, es casi seguro que no exista, destaca como ariete en su estrategia la continua y bien programada aparición de diversas y autoritarias voces que reclaman la desaparición del Ministerio de Cultura. Sus argumentos son muy claros. Uno, «las Autonomías pueden hacerse perfectamente cargo de sus tareas ya que no es importante la existencia de una cultura estatal, basta con sumar las culturas nacionales», y dos, «total, para qué sirve esta institución, aparte de ocuparse de subvencionar a comediantes, músicos, bailarines o gente del cine, si los museos, las bibliotecas, los teatros y alguna otra cosilla no transferida pueden, con alguna pequeña ayuda del Estado, convertirse en empresas con lo que funcionarían mucho mejor y más libremente».


Tomado de:
Letra Internacional nº 107, Verano 2010


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