Ana Rimblas
Éramos por primera vez en la historia modernos.
Amos de una técnica cada vez más sofisticada que nos permitía dominar el
mundo, recorrerlo de un extremo al otro, a bordo de máquinas que nos
permitían volar o al volante de nuestros cada vez más veloces
automóviles.
Éramos modernos. Pero sobre todo éramos, también
por primera vez en la historia, jóvenes. Todo nos estaba prometido y
además todo nos estaba permitido. La terrible pesadilla que había
cubierto el mundo de sangre, sudor, cenizas y lodo había por fin
concluido. Todo comenzaba. Era el alba del mundo moderno.
Eran los locos y felices años veinte. La década
en la que en París se celebraba la Exposition
Internationale des Arts Décoratifs et Industrielles modernes
la feria que daría su nombre, Art Deco, a un movimiento artístico
dinámico que se manifestaría en muy distintos ámbitos, por supuesto en
el de la arquitectura con Le Corbusier y el constructivismo ruso de
Konstantin Melnikov y Alexander Rodchenko, o en el de la pintura
propiamente dicha, pues el movimiento mantendría un fecundo diálogo con
el cubismo, el futurismo y las otras corrientes pictóricas vanguardistas
del periodo. Pero además, al extenderse la posibilidad de viajar, el
nuevo movimiento recibiría influencias procedentes de lugares exóticos y
remotos, al mismo tiempo que los cada vez más espectaculares hallazgos
arqueológicos aportaban un enorme interés por las cada vez mejor
conocidas culturas de Egipto, el África negra o el México azteca.
En 1909 el empresario teatral Sergéi Diáguilev
hacía triunfar en París los Ballets Rusos, una compañía que aunaba
diseñadores geniales como León Bakst, músicos como Rimski-Körsakov, cuya
Scheherazade fascinaría al público y pondría lo oriental de
moda, y por supuesto coreógrafos y bailarines también geniales, como el
inolvidable Nijisnsky.
En 1916 un grupo de artista de diversas
nacionalidades que habían ido a refugiarse en Suiza huyendo de la guerra
-los rumanos Tristan Tzara y Marcel Jank, el francés Jean Arp y los
alemanes Hugo Ball y Hans Ritcher entre otros- fundaron en el famoso
Cabaret Voltaire de Zurich el movimiento Dadá. Ese mismo año se publicó
un panfleto en el que colaboraron Guillaume Apollinaire, Marinetti,
Pablo Picasso, Amadeo Modigliani y Wassily Kandinsky. Luego Duchamp,
Picabia y otros refugiados europeos darían nacimiento en Nueva York al
dadá neoyorquino, en el que colaboraron los estadounidenses Man Ray y
Morton Schamberg.
Pero además de estar conectada de una manera o
de otra con los movimientos artísticos de vanguardia de la década
anterior, la Exposition Internationale des Arts Décoratifs
et Industrielles modernes de 1925 también lo estaba, lógicamente,
con los movimientos que estaban revolucionando el diseño gráfico, el
diseño industrial y el interiorismo. En estos años la Bauhaus sentaría
las bases de lo que hoy conocemos como diseño industrial y gráfico. Para
Walter Gropius la tarea era recuperar el espíritu de los artesanos en
la actividad constructiva, elevando al mismo nivel que las Bellas Artes
la potencia creativa artesanal e integrando las obras en la metodología
de la moderna producción industrial, con el fin de crear productos que
pudiesen convertirse en objetos de consumo asequibles para el gran
público. Paul Klee, que llegó a la Bauhaus en 1920, colaboró en el
taller de tejidos. Y también colaboraría con la Bauhaus Kandinsky.
En Viena Josef Hoffman, discípulo de Otto Wagner
y miembro fundador del grupo de artistas que creó la Secesión de Viena,
también fundó, en colaboración con Koloman Moser y financiados por
Fritz Wandorfer, la Wienner Werkstäte, un taller para la producción de
objetos, cristalería, platería y textiles, que alcanzó un gran éxito
internacional, llegando a colaborar en él más de un centenar de
personas. Y en la feria de París también tuvo mucho éxito el alsaciano
Émile Jacques Ruhlmann, fundador junto a Pierre Laurent de la Compañía
Ruhlmann-Laurent, una sociedad especializada en la decoración de
interiores y en la creación de objetos de lujo para el hogar, desde
estatuillas crisoelefantinas a lámparas.
En un intervalo muy breve los comportamientos
sociales se modificaron radicalmente. Durante la Primera Guerra Mundial
las mujeres tuvieron que desempeñar profesiones tradicionalmente
masculinas para sustituir a los hombres que luchaban en el frente, lo
que les permitió el acceso a ámbitos que hasta entonces les habían
estado vedados. Por supuesto al mundo del trabajo colectivo tal como se
había ido estructurando con el triunfo de la revolución industrial, pero
también a la práctica del deporte y a la vida en sociedad. Los años
veinte son los años en los que triunfa la música de jazz y el
charlestón. Se impone una nueva silueta femenina. La voluptuosidad y la
redondez se abandonaron en pro de un aspecto más masculino. Las largas
cabelleras dieron paso a melenitas cortas y redondas, las denominadas bob.
Pero de todas maneras, aunque la guerra y los
violentos cambios que provocó en la sociedad jugaron por supuesto un
importante papel en el fenómeno, sería absurdo considerar que la
alucinante transformación de los años veinte se debió únicamente a la
euforia de la victoria. Los años veinte son el resultado de la suma de
muchos y muy diversos ingredientes. Ya hemos hablado de los movimientos
artísticos que desde los primeros años del siglo XX ya anunciaban los
nuevos tiempos. Evidentemente otro factor muy importante es la serie de
descubrimientos y progresos científicos que se producen entre las
últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, aviación, automóvil,
telecomunicaciones, etc. Y también tiene gran importancia la definitiva
consolidación de la revolución industrial y la aparición de una sociedad
basada en el consumo y uso de los cada vez más numerosos y diversos
objetos fabricados. Aunque su origen se remonta al año 1852, cuando se
inauguró la Maison du Bon Marche en la calle Sevrès de París, lo que hoy
entendemos como grandes almacenes no comenzaron a proliferar sino en
las primeras décadas del siglo XX. En Nueva York los primeros fueron Mc
Creary's y Abraham & Strauss. En Chicago Marshall Field's. En 1909
un joven socio de esta última compañía, Harry Gordon Selfridge,
abandonaba América para ir a inaugurar tres años más tarde en Londres
los almacenes Selfridge. En España la primera apertura se produjo en
Barcelona, fueron los Almacenes Capitolio que abrieron sus puertas al
público en el año 1916.
También proliferaron las revistas de moda y en las primeras décadas del
siglo XX sastres y modistos como Paul Poiret, que había colaborado con
los Ballets Rusos y que fue el creador de esa falda pantalón que alcanzó
el extraordinario honor de ser condenada por el papa Pío X en persona,
el británico Charles Frederick Worth o el barón austriaco Christoff von
Drecoll, que abrieron sus talleres de alta costura en París y se
convirtieron en auténticas estrellas. Madelaine Cherult, también
conocida como Madame Worsmer, inauguró su casa de alta costura en 1906.
Inspirada en el cubismo creó vestidos pintados a mano con estampados
geométricos. Sentía fascinación por el efecto de la luz sobre los
tejidos, lo que la llevó a utilizar tafetán luminoso y lamé brillante en
sus creaciones. La sombrerera Amadame Agnès imprimió a sus originales
sombreros un toque surrealista. Todos ellos hicieron que los años veinte
fueran una de las décadas más felices de nuestra larga y triste
historia.
Tomado de:
Álbum. Letras y
Artes nº
95
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