ARTE BAJO CERO  24.12.23, 01.03
Inicio | Contacto | Registrarse | Entrada
Buscar en el sitio

Notas

Lectores

[Libros]
En busca del espectador emancipado 

[Literatura]
Loco por ser salvado 

[Textos]
El fluir de una palabra: una breve disertación derridiana 

[Textos]
No querer ser gobernados así: la relación entre ira y crítica 

[Textos]
¿Pesimismo del intelecto, optimismo del General Intellect? 

Letras

Fotólia

Video
00:00:48

Ariston Aqualtis

  • Vistas:
  • Total de comentarios: 0
  • Valoración: 0.0
00:01:30

Sampled Room

  • Vistas:
  • Total de comentarios: 0
  • Valoración: 0.0
00:01:20

405nm laser fade out test 2 (Daito Manabe + Motoi Ishibashi)

  • Vistas:
  • Total de comentarios: 0
  • Valoración: 0.0

!Noticias!

Visitas

Inicio » 2010 » Junio » 15 » LA FALSIFICACION COMO REVELADORA DE AUTENTICIDAD
11.42
LA FALSIFICACION COMO REVELADORA DE AUTENTICIDAD

por Nathalie Heinich

Revista de Occidente nº 345, Febrero 2010



 Falso Vermeer


¿Qué puede aportar un investigador en humanidades a una reflexión sobre la falsificación? Evidentemente, no se dedicará, como haría un experto, a ningún ejercicio de atribución o retirada de atribución, ni a mostrar las técnicas al servicio de la autentificación. Si fuera historiador del arte, podría ofrecer una historia de las falsificaciones en pintura y en escultura, mostrando el carácter tardío de la exigencia de autenticidad de las obras de arte, haciendo un recorrido por el desarrollo de las diversas operaciones de autentificación -trátese de la de las estatuas antiguas en el siglo XVIIII estudiada por Francis Haskell (véase La Norme et le caprice. Redécouvertes en art, 1976, Paris, Flammarion, 1986) o del auge del atribucionismo en el curso del siglo XIX analizado por Carlo Ginzburg en Mythes, emblèmes, traces. Morphologie et histoire (1986, Paris, Flammarion, 1989). Si fuera economista, propondría una economía de la autentificación, tanto más interesante cuanto que, como es sabido, ésta tiene enormes repercusiones económicas, lo mismo en caso de atribución que de retirada de atribución (baste recordar las consecuencias del proyecto Rembrandt). Si fuera psicólogo, se interesaría por las profundas implicaciones afectivas que tiene el tema de la autenticidad, de las que dan fe las reacciones de indignación, el sentimiento de escándalo tanto frente a la autentificación errónea (la aceptación de lo falso) como frente al no reconocimiento de lo auténtico (el rechazo de lo verdadero). Si se tratara de un jurista, estudiaría la legislación sobre la imitación fraudulenta y los criterios de originalidad aplicables a las creaciones del espíritu. (Sobre los criterios de autenticidad en el contexto museológico, véase Marie Cornu y Nathalie Mallet-Poujol, Droit, oeuvres d'art et musées. Protection et valorisation des collections, Paris, CNRS Éditions, 2001.) Un filósofo trataría de aislar los principios conceptuales que permiten pensar la idea de falsificación (Denis Dutton, éd, The Forger's Art. Forgery and the Philosophy of Art, Berkeley, University of California Press, 1983). Un antropólogo nos ilustraría sobre las variantes de la exigencia de autenticidad en las diferentes culturas (véase especialmente James Clifford, Malaise dans la culture,1988, París, ENSBA, 1996). Finalmente, si fuera sociólogo, propondría plantear una descripción de las interacciones entre los expertos, así como entre éstos y los objetos sometidos a su dictamen, en el contexto de la perspectiva ergonómica de una «sociología de la percepción » (ver Christian Bessy, Francis Chateauraynaud, Experts et faussaires. Pour une sociologie de la perception, Paris, Métailié, 1995); pero también podría, como voy a hacer yo aquí, adoptar una perspectiva «axiológica» (la axiología es, quiero recordarlo, la ciencia de los valores), tomando como objeto de análisis el valor de autenticidad en nuestra cultura: se tratará pues de abarcar los valores que intervienen en los procedimientos de autentificación o de no autentificación.

Hoy día apenas puede decirse que exista una teoría sociológica o antropológica acerca de la autenticidad: este concepto está tan presente en nuestra vida como ausente de los estudios de humanidades. Tal vez sea debido a sus implicaciones normativas, es decir a la fuerte propensión a tomar partido: por ejemplo, a «creer» o a «no creer» en la autenticidad de un objeto, e incluso en la propia pertinencia del valor de autenticidad. Ahora bien, como ocurre siempre que un problema tiene muchas connotaciones afectivas, la normatividad tiende a bloquear el análisis (véase Norbert Elias, Engagement et distanciation. Contributions à la sociologie de la connaissance, 1983, París, Fayard, 1993). En eso reside, por lo general, la dificultad para que exista una sociología de los valores no normativa: en este caso, que no sea susceptible de ser percibida a priori como una defensa («esencialista») de la autenticidad ni como una crítica («constructivista») de la ilusión de autenticidad.

¿Cuándo existe falsificación?

La falsificación se considera generalmente como un atentado a la autenticidad -ésta sería precisamente su definición, desde el punto de vista factual. Pero, desde el punto de vista de los valores y de las representaciones, también puede considerarse como el indicador de una exigencia de autenticidad: exigencia que en las sociedades occidentales tiene un campo de aplicación privilegiado en el arte, la magia y la religión. De tal manera que mientras las falsificaciones constituyen una amenaza permanente para los coleccionistas, los marchantes de arte y los conservadores de museos, para el sociólogo o el antropólogo representan un valioso indicador acerca del estatus de los valores propios de los campos de actividad en que aparecen.
Así, por ejemplo, sólo puede haber falsificación si el supuesto autor de la obra goza de un estatus suficientemente reconocido -valorado y singularizado a un tiempo- para que sus obras puedan ser solicitadas no sólo por determinadas cualidades estéticas sino también, y a menudo sobre todo, por su firma (Alfred Lessing, «What's wrong in a forgery?», en Denis Dutton ed., op. cit., n.o 4. Sobre las diferentes funciones atribuidas a la firma, véase Béatrice Fraenkel, La Signature. Genèse d'un signe, París, Gallimard, 1992). Ésta es la razón de que, por ejemplo, no pudiesen existir falsificaciones de Van Gogh en la generación siguiente a su muerte; y también de que fuese necesario que se produjera el «redescubrimiento» de Vermeer antes de que apareciera, en los años de entreguerras, un falsificador como Van Meegeren, cuyas hazañas dan testimonio no sólo de la evolución de la cotización de Vermeer entre los aficionados, sino también del bajo nivel de conocimiento de su obra por parte de los especialistas, puesto que se dejaron engañar por unas pinturas que incluso un ojo profano detecta hoy, inmediatamente, como inauténticas.

Como indicadores de las fluctuaciones del gusto y también de la competencia de los expertos, las falsificaciones ponen de relieve las expectativas de autenticidad no sólo a través de los fenómenos de atribución errónea (cuando el aficionado se deja engañar por el falsificador), sino también a través de fenómenos de negativa de atribución equivocada (cuando una obra auténtica es rechazada como si fuera falsa). Este caso concreto se puede considerar como la consecuencia de los traumas sufridos por los expertos debido al excesivo número de mistificaciones exitosas, fallos profesionales que comprometen al conjunto de la profesión. Eso explica que un exceso de desconfianza pueda suceder a un exceso de credulidad, como sugieren las tribulaciones de la colección Marijnissen, uno de los episodios más ilustrativos de la suerte póstuma de Van Gogh. Pero Benoît Landais, autor de una investigación sobre el asunto, cree que existe una gran falta de simetría entre los actos de atribución y los de rechazo de la atribución: en el terreno jurídico, «declarar dudosa una obra auténtica no es un hecho punible; sólo el certificado de autenticidad de una obra falsa y la salida al mercado de la misma son susceptibles de ser sancionados. Este desequilibrio funciona como un estímulo para poner en cuarentena todo lo que sale a la luz cuando no está blindado y cargado de pruebas»; en el terreno económico la disimetría actúa de manera inversa: «equivocarse al rechazar una obra auténtica es un error cuyas consecuencias económicas no guardan ninguna proporción con las que supone la aceptación de una falsificación» (Benoît Landais, Vincent avant Van Gogh, L'affaire Marijnissen, París, Les Impressions Nouvelles, 2003, p. 55).
En fin, la desconfianza ante posibles falsificaciones que desemboca en la negativa a atribuir o en las decisiones de retirar la atribución, puede también tener su origen en una concepción anacrónica de la creación, erróneamente interpretada como individual cuando era producto de un proceso mucho más colectivo. Es el caso del «Proyecto Rembrandt», cuyo objetivo era retirar la atribución a una serie de cuadros que no habían sido totalmente realizados por Rembrandt (David Phillips, Exhibiting Authenticity, Manchester University Press, 1997, p. 77): esta exigencia de autenticidad, fiel a las concepciones postrománticas, fuertemente individualizadas, de la creación, no tiene ningún sentido en el contexto artesanal en el que trabajaba Rembrandt, con un taller donde dominaba la división del trabajo bajo la autoridad del maestro -a pesar de que fuera precisamente Rembrandt el que, en su tiempo, empezó a imprimir a su obra una orientación individualista, que se convertiría en norma dos siglos después. Comprobamos en este caso cómo los «falsos» Rembrandt desclasificados en el marco del proyecto no nos aportan nada acerca de la pintura del maestro, pero, en cambio, nos revelan mucho acerca del aumento del nivel de exigencia de autenticidad por parte de los expertos en la segunda mitad del siglo XX.
En su investigación sobre los Van Gogh rechazados, Benoît Landais llega a hablar de «excomunión» para referirse a la negativa de los expertos a dar por auténticos algunos lienzos. Pero ya se trate de autentificar, de negarse a autentificar o de retirar la autentificación, las pruebas de autenticidad son tan minuciosas, largas y comprometidas en el campo del arte como lo son los esfuerzos para dar o o no por buenos los milagros (ver Élisabeth Claverie, Les Guerres de la Vierge. Une anthropologie des apparitions, Paris, Gallimard, 2003), para realizar beatificaciones o canonizaciones (ver Kenneth L. Woodward, Comment l'Église fait les saints, 1990, Paris, Grasset, 1992), o para autentificar las reliquias -como prueba la extraordinaria historia del Santo Sudario (ver Odile Cerlier, Le Signe du linceul. Le Sainte Suaire de Turin: de la relique à l'image, Paris, Le Cerf, 1992). Veremos que estos procedimientos responden a criterios similares: con ello quedará demostrada la utilidad de ampliar nuestro campo de investigación más allá del ámbito artístico, para poder volver después a él sobre bases más seguras.

Ampliar la perspectiva

Una sociología del valor de autenticidad nos obliga a ampliar nuestro campo de visión más allá del dominio del arte: pues, aunque éste sea en la actualidad un terreno de aplicación privilegiado, no es en absoluto el único. Por eso también es necesario ampliar el objeto de investigación: el hecho es que, lejos de concernir sólo a los objetos materiales, como podríamos suponer cuando fijamos nuestra atención en las obras de arte, la exigencia de autenticidad puede aplicarse también a otras categorías de seres, algunos de los cuales no tienen nada que ver con el arte.
Podemos empezar por referirnos a las cosas. Todos sabemos que un bolso de Vuitton, un perfume de Chanel o una camiseta Lacoste pueden no ser «auténticos»: se trata entonces de imitaciones fraudulentas que están sometidas al peso de la ley. En este caso, la autenticidad representa toda una categoría, identificada y valorizada por la marca. Otro tanto ocurre cuando lo que garantiza la autenticidad es el origen geográfico o las normas de fabricación que rigen para las denominaciones de origen controladas en el campo de la alimentación: así, un queso ha de reunir unas condiciones muy precisas para poder ser considerado como un auténtico beaufort. Pero la «cosa» en cuestión puede deber su autenticidad no a una marca o a una denominación sino a su relación con un acontecimiento: recuérdese el Citroën DS expuesto en el museo Charles de Gaulle de Lille como si fuera el que sufrió el atentado de Petit-Clamart y que resultó ser falso: la casa Citroën se había limitado a proporcionar un coche de la misma serie, pero, en descargo del conservador del museo, con la misma placa de matrícula (Le Monde, 7-8 de marzo, 1999).

La exigencia de autenticidad puede aplicarse también a los animales. Al igual que el queso de Beaufort, el buey de Aubrac está sometido a estrictos criterios para poder ser considerado perteneciente a tal categoría, lo mismo que ocurre con el perro dálmata. Pero a algunas de estas categorías «autentificables» se les puede aplicar además una prueba de autenticidad específica, en el caso de individuos identificables de manera precisa: es el caso de los animales de raza que, como el dálmata, para ser verdaderamente auténticos deberán estar provistos de un pedigrí con la descripción de sus orígenes, sin el cual su autenticidad será considerada dudosa; y si el pedigrí está falsificado, el propio perro será considerado falso, pese a que tenga toda la apariencia de un dálmata.

Además de las cosas -artísticas o no- y de los animales, la cuestión de la autenticidad se puede aplicar también a las personas. En el terreno que nos interesa aquí, se dirá de un artista que es auténtico si es original y sincero en su creación -más tarde volveré sobre ello. Pero un enamorado también deberá someterse a la prueba de autenticidad, dando muestras de que su enamoramiento es sincero, al igual que quien se adhiera a cualquier causa habrá de demostrar la sinceridad de su compromiso con ella, si no quiere arriesgarse a ser acusado de falsía. El artesano se ve igualmente obligado a ser auténtico, y a no producir sus objetos en serie por medios mecánicos. Y el curandero, la vidente o el médium sólo podrán probar la autenticidad de sus capacidades curando, haciendo predicciones o convocando a los ausentes -sin lo cual serán acusados de no ser un «auténtico» sanador, una «auténtica» vidente, un «auténtico» médium.
Una obra intelectual debe, igualmente, ser auténtica: ni un plagio, si se trata de una obra de ficción o de una composición musical, ni una invención si se trata de un documental. Por ejemplo, un artículo que recibió el premio Pulitzer resultó ser una «falsificación »: el autor se había inventado totalmente el reportaje, de manera que hubo que anular la concesión del premio (LeMonde del 17 de abril de 1981).

Finalmente, también algunas situaciones puede ser sometidas a la prueba de la autenticidad. Sería el caso de un coloquio o conferencia donde los intervinientes estuviesen siendo filmados para hacerlos aparecer, sin saberlo ellos, en una película de ficción cuya realización sería el verdadero motivo de organizar la conferencia; o para participar sin su conocimiento en un experimento científico comparado acerca del grado de paciencia o impaciencia de un público voluntario. Por supuesto, la situación habría tenido lugar; pero no sería «auténtica». Es lo que el sociólogo Erving Goffman llama una «fabricación», es decir un montaje en el cual una parte de los participantes están engañados. En arte, el tipo ideal de estas «fabricaciones» es la tomadura de pelo, que puede referirse tanto a un objeto (por ejemplo, el lienzo firmado por «Boronali», en la famosa broma de 1910) como a una situación «falsa» -por ejemplo, la inauguración verdadera de una exposición falsa, que presenta obras fabricadas con el único fin de engañar a los invitados (ver Natalie Heinich, «L'hypothèse du canular. Authenticité et gestion des frontières de l'art»,en Du canular dans l'art et la littérature, París, L'Harmattan, 1999).

Cosas, animales, personas, obras, situaciones: para identificar estos diferentes tipos de entes sometidos a la exigencia de autenticidad, nos ha bastado con poner ejemplos de «falsificaciones». El hecho es que a cada categoría de objetos auténticos corresponde una categoría de falsos, que se puede identificar mediante una prueba específica de autenticidad. Ahora, tras haber delimitado nuestro tema -el valor de autenticidad- y ampliado en consecuencia nuestro campo -que ya no se reduce al de las obras de arte-, podemos precisar nuestro método: la cuestión de la autenticidad sólo puede tratarse de manera eficaz si se repasan las controversias y las pruebas de identificación a que son sometidos los objetos. Igual que no existe falsificación sin expectativa de autenticidad, tampoco existe autenticidad a falta de unos procedimientos de autentificación o de no autentificación: «una falsificación es el objeto de una atribución falsa, una obra auténtica, el objeto de una atribución verdadera», como resume Lucien Stephan «Le vraie, l'authentique et le faux» en (Cahiers du Musée National d'Art Moderne, «Signatures», n.o 36, 1991, p.8). Vamos a tratar de arrojar más luz sobre estos procedimientos.

Rastreabilidad ( Preferimos este término al más extendido «trazabilidad», adaptación mecánica del inglés traceability y el francés traçabilité que pasa por alto la diferencia de significado entre «traza» y trace (N. de la T.).  y sustancialidad de las cosas, carácter insustituible de las personas

  Sometidos a pruebas de autenticidad, el queso de Beaufort o el buey de Aubrac fracasan cuando no resulta posible establecer la relación entre la pieza sometida al dictamen de los expertos y su origen geográfico, o más bien cuando el origen que se declara no se corresponde con el origen que revela el examen. Ante el bolso de Vuitton o el perfume de Chanel interceptados en las aduanas del otro extremo del mundo, lo que marcará la diferencia serán más bien las características físicas del objeto y sobre todo la calidad de sus materiales, ya que la presunta imitación se puede comparar con el «original». Así pues hay que distinguir dos grandes categorías de pruebas de autenticidad: una de ellas hace referencia a lo que llamamos «rastreabilidad» (la posibilidad de rastrear la historia de algo hasta su origen), la otra se refiere a la sustancia. Pero en uno y otro caso, se trata de confirmar o no confirmar un vínculo con el origen del objeto, sea cual sea la manera en que se define este origen. Frente a esta misma prueba de autenticidad, el perro de raza será sometido a un examen potencialmente más complejo, puesto que puede referirse tanto a su origen genético -la sustancia- como a la identidad y credibilidad de sus propietarios, la rastreabilidad. Las cosas son aún más complejas cuando se trata de una gran obra de arte: a la prueba de la rastreabilidad (el seguimiento que conduciría del actual poseedor de la obra al supuesto pintor) y a la prueba de la sustancia (análisis químico y datación de los pigmentos y del lienzo) se suma la prueba del estilo, cuyas técnicas se han afinado también mucho -el estudio de la pincelada, el dibujo, el colorido y, de manera más general, todos los caracteres estilísticos que son del conocimiento de los especialistas.

Leer artículo completo en:

http://www.revistasculturales.com/articulos/97/revista-de-occidente/1243/1/la-falsificacion-como-reveladora-de-la-autenticidad.html
Categoría: Pintura | Visiones: 1459 | Ha añadido: esquimal | Tags: Falsificaciones | Ranking: 5.0/1

comments powered by Disqus
Información | Contacto Copyright © 2024