por Nathalie Heinich
Revista de Occidente
nº 345, Febrero 2010
Falso Vermeer
¿Qué puede aportar un investigador en
humanidades a una reflexión sobre la falsificación? Evidentemente, no se
dedicará, como haría un experto, a ningún ejercicio de atribución o
retirada de atribución, ni a mostrar las técnicas al servicio de la
autentificación. Si fuera historiador del arte, podría ofrecer una
historia de las falsificaciones en pintura y en escultura, mostrando el
carácter tardío de la exigencia de autenticidad de las obras de arte,
haciendo un recorrido por el desarrollo de las diversas operaciones de
autentificación -trátese de la de las estatuas antiguas en el siglo
XVIIII estudiada por Francis Haskell (véase La Norme et le caprice.
Redécouvertes en art, 1976, Paris, Flammarion, 1986) o del auge del
atribucionismo en el curso del siglo XIX analizado por Carlo Ginzburg
en Mythes, emblèmes, traces. Morphologie et histoire (1986,
Paris, Flammarion, 1989). Si fuera economista, propondría una economía
de la autentificación, tanto más interesante cuanto que, como es sabido,
ésta tiene enormes repercusiones económicas, lo mismo en caso de
atribución que de retirada de atribución (baste recordar las
consecuencias del proyecto Rembrandt). Si fuera psicólogo, se
interesaría por las profundas implicaciones afectivas que tiene el tema
de la autenticidad, de las que dan fe las reacciones de indignación, el
sentimiento de escándalo tanto frente a la autentificación errónea (la
aceptación de lo falso) como frente al no reconocimiento de lo auténtico
(el rechazo de lo verdadero). Si se tratara de un jurista, estudiaría
la legislación sobre la imitación fraudulenta y los criterios de
originalidad aplicables a las creaciones del espíritu. (Sobre los
criterios de autenticidad en el contexto museológico, véase Marie Cornu y
Nathalie Mallet-Poujol, Droit, oeuvres d'art et musées. Protection
et valorisation des collections, Paris, CNRS Éditions, 2001.) Un
filósofo trataría de aislar los principios conceptuales que permiten
pensar la idea de falsificación (Denis Dutton, éd, The Forger's Art.
Forgery and the Philosophy of Art, Berkeley, University
of California Press, 1983). Un antropólogo nos ilustraría sobre las
variantes de la exigencia de autenticidad en las diferentes culturas
(véase especialmente James Clifford, Malaise dans la culture,1988,
París, ENSBA, 1996). Finalmente, si fuera sociólogo, propondría
plantear una descripción de las interacciones entre los expertos, así
como entre éstos y los objetos sometidos a su dictamen, en el contexto
de la perspectiva ergonómica de una «sociología de la percepción » (ver
Christian Bessy, Francis Chateauraynaud, Experts et faussaires. Pour
une sociologie de la perception, Paris, Métailié, 1995); pero
también podría, como voy a hacer yo aquí, adoptar una perspectiva
«axiológica» (la axiología es, quiero recordarlo, la ciencia de los
valores), tomando como objeto de análisis el valor de autenticidad en
nuestra cultura: se tratará pues de abarcar los valores que intervienen
en los procedimientos de autentificación o de no autentificación.
Hoy día apenas puede decirse que exista una
teoría sociológica o antropológica acerca de la autenticidad: este
concepto está tan presente en nuestra vida como ausente de los estudios
de humanidades. Tal vez sea debido a sus implicaciones normativas, es
decir a la fuerte propensión a tomar partido: por ejemplo, a «creer» o a
«no creer» en la autenticidad de un objeto, e incluso en la propia
pertinencia del valor de autenticidad. Ahora bien, como ocurre siempre
que un problema tiene muchas connotaciones afectivas, la normatividad
tiende a bloquear el análisis (véase Norbert Elias, Engagement et
distanciation. Contributions à la sociologie de la connaissance, 1983,
París, Fayard, 1993). En eso reside, por lo general, la dificultad para
que exista una sociología de los valores no normativa: en este caso,
que no sea susceptible de ser percibida a priori como una
defensa («esencialista») de la autenticidad ni como una crítica
(«constructivista») de la ilusión de autenticidad.
¿Cuándo existe falsificación?
La falsificación se considera generalmente como
un atentado a la autenticidad -ésta sería precisamente su definición,
desde el punto de vista factual. Pero, desde el punto de vista de los
valores y de las representaciones, también puede considerarse como el
indicador de una exigencia de autenticidad: exigencia que en las
sociedades occidentales tiene un campo de aplicación privilegiado en el
arte, la magia y la religión. De tal manera que mientras las
falsificaciones constituyen una amenaza permanente para los
coleccionistas, los marchantes de arte y los conservadores de museos,
para el sociólogo o el antropólogo representan un valioso indicador
acerca del estatus de los valores propios de los campos de actividad en
que aparecen.
Así, por ejemplo, sólo puede haber falsificación
si el supuesto autor de la obra goza de un estatus suficientemente
reconocido -valorado y singularizado a un tiempo- para que sus obras
puedan ser solicitadas no sólo por determinadas cualidades estéticas
sino también, y a menudo sobre todo, por su firma (Alfred Lessing,
«What's wrong in a forgery?», en Denis Dutton ed., op. cit., n.o
4. Sobre las diferentes funciones atribuidas a la firma, véase Béatrice
Fraenkel, La Signature. Genèse d'un signe, París, Gallimard,
1992). Ésta es la razón de que, por ejemplo, no pudiesen existir
falsificaciones de Van Gogh en la generación siguiente a su muerte; y
también de que fuese necesario que se produjera el «redescubrimiento» de
Vermeer antes de que apareciera, en los años de entreguerras, un
falsificador como Van Meegeren, cuyas hazañas dan testimonio no sólo de
la evolución de la cotización de Vermeer entre los aficionados, sino
también del bajo nivel de conocimiento de su obra por parte de los
especialistas, puesto que se dejaron engañar por unas pinturas que
incluso un ojo profano detecta hoy, inmediatamente, como inauténticas.
Como indicadores de las fluctuaciones del gusto
y también de la competencia de los expertos, las falsificaciones ponen
de relieve las expectativas de autenticidad no sólo a través de los
fenómenos de atribución errónea (cuando el aficionado se deja engañar
por el falsificador), sino también a través de fenómenos de negativa de
atribución equivocada (cuando una obra auténtica es rechazada como si
fuera falsa). Este caso concreto se puede considerar como la
consecuencia de los traumas sufridos por los expertos debido al excesivo
número de mistificaciones exitosas, fallos profesionales que
comprometen al conjunto de la profesión. Eso explica que un exceso de
desconfianza pueda suceder a un exceso de credulidad, como sugieren las
tribulaciones de la colección Marijnissen, uno de los episodios más
ilustrativos de la suerte póstuma de Van Gogh. Pero Benoît Landais,
autor de una investigación sobre el asunto, cree que existe una gran
falta de simetría entre los actos de atribución y los de rechazo de la
atribución: en el terreno jurídico, «declarar dudosa una obra auténtica
no es un hecho punible; sólo el certificado de autenticidad de una obra
falsa y la salida al mercado de la misma son susceptibles de ser
sancionados. Este desequilibrio funciona como un estímulo para poner en
cuarentena todo lo que sale a la luz cuando no está blindado y cargado
de pruebas»; en el terreno económico la disimetría actúa de manera
inversa: «equivocarse al rechazar una obra auténtica es un error cuyas
consecuencias económicas no guardan ninguna proporción con las que
supone la aceptación de una falsificación» (Benoît Landais, Vincent
avant Van Gogh, L'affaire Marijnissen, París, Les Impressions
Nouvelles, 2003, p. 55).
En fin, la desconfianza ante posibles
falsificaciones que desemboca en la negativa a atribuir o en las
decisiones de retirar la atribución, puede también tener su origen en
una concepción anacrónica de la creación, erróneamente interpretada como
individual cuando era producto de un proceso mucho más colectivo. Es el
caso del «Proyecto Rembrandt», cuyo objetivo era retirar la atribución a
una serie de cuadros que no habían sido totalmente realizados por
Rembrandt (David Phillips, Exhibiting Authenticity, Manchester
University Press, 1997, p. 77): esta exigencia de autenticidad, fiel a
las concepciones postrománticas, fuertemente individualizadas, de la
creación, no tiene ningún sentido en el contexto artesanal en el que
trabajaba Rembrandt, con un taller donde dominaba la división del
trabajo bajo la autoridad del maestro -a pesar de que fuera precisamente
Rembrandt el que, en su tiempo, empezó a imprimir a su obra una
orientación individualista, que se convertiría en norma dos siglos
después. Comprobamos en este caso cómo los «falsos» Rembrandt
desclasificados en el marco del proyecto no nos aportan nada acerca de
la pintura del maestro, pero, en cambio, nos revelan mucho acerca del
aumento del nivel de exigencia de autenticidad por parte de los expertos
en la segunda mitad del siglo XX.
En su investigación sobre los Van Gogh
rechazados, Benoît Landais llega a hablar de «excomunión» para referirse
a la negativa de los expertos a dar por auténticos algunos lienzos.
Pero ya se trate de autentificar, de negarse a autentificar o de retirar
la autentificación, las pruebas de autenticidad son tan minuciosas,
largas y comprometidas en el campo del arte como lo son los esfuerzos
para dar o o no por buenos los milagros (ver Élisabeth Claverie, Les
Guerres de la Vierge. Une anthropologie des apparitions, Paris,
Gallimard, 2003), para realizar beatificaciones o canonizaciones (ver
Kenneth L. Woodward, Comment l'Église fait les saints, 1990,
Paris, Grasset, 1992), o para autentificar las reliquias -como prueba la
extraordinaria historia del Santo Sudario (ver Odile Cerlier, Le
Signe du linceul. Le Sainte Suaire de Turin: de la relique à l'image, Paris,
Le Cerf, 1992). Veremos que estos procedimientos responden a criterios
similares: con ello quedará demostrada la utilidad de ampliar nuestro
campo de investigación más allá del ámbito artístico, para poder volver
después a él sobre bases más seguras.
Ampliar la perspectiva
Una sociología del valor de autenticidad nos
obliga a ampliar nuestro campo de visión más allá del dominio del arte:
pues, aunque éste sea en la actualidad un terreno de aplicación
privilegiado, no es en absoluto el único. Por eso también es necesario
ampliar el objeto de investigación: el hecho es que, lejos de concernir
sólo a los objetos materiales, como podríamos suponer cuando fijamos
nuestra atención en las obras de arte, la exigencia de autenticidad
puede aplicarse también a otras categorías de seres, algunos de los
cuales no tienen nada que ver con el arte.
Podemos empezar por referirnos a las cosas.
Todos sabemos que un bolso de Vuitton, un perfume de Chanel o una
camiseta Lacoste pueden no ser «auténticos»: se trata entonces de
imitaciones fraudulentas que están sometidas al peso de la ley. En este
caso, la autenticidad representa toda una categoría, identificada y
valorizada por la marca. Otro tanto ocurre cuando lo que garantiza la
autenticidad es el origen geográfico o las normas de fabricación que
rigen para las denominaciones de origen controladas en el campo de la
alimentación: así, un queso ha de reunir unas condiciones muy precisas
para poder ser considerado como un auténtico beaufort. Pero la
«cosa» en cuestión puede deber su autenticidad no a una marca o a una
denominación sino a su relación con un acontecimiento: recuérdese el
Citroën DS expuesto en el museo Charles de Gaulle de Lille como si fuera
el que sufrió el atentado de Petit-Clamart y que resultó ser falso: la
casa Citroën se había limitado a proporcionar un coche de la misma
serie, pero, en descargo del conservador del museo, con la misma placa
de matrícula (Le Monde, 7-8 de marzo, 1999).
La exigencia de autenticidad puede aplicarse
también a los animales. Al igual que el queso de Beaufort, el buey de
Aubrac está sometido a estrictos criterios para poder ser considerado
perteneciente a tal categoría, lo mismo que ocurre con el perro dálmata.
Pero a algunas de estas categorías «autentificables» se les puede
aplicar además una prueba de autenticidad específica, en el caso de
individuos identificables de manera precisa: es el caso de los animales
de raza que, como el dálmata, para ser verdaderamente auténticos deberán
estar provistos de un pedigrí con la descripción de sus orígenes, sin
el cual su autenticidad será considerada dudosa; y si el pedigrí está
falsificado, el propio perro será considerado falso, pese a que tenga
toda la apariencia de un dálmata.
Además de las cosas -artísticas o no- y de los
animales, la cuestión de la autenticidad se puede aplicar también a las
personas. En el terreno que nos interesa aquí, se dirá de un artista que
es auténtico si es original y sincero en su creación -más tarde volveré
sobre ello. Pero un enamorado también deberá someterse a la prueba de
autenticidad, dando muestras de que su enamoramiento es sincero, al
igual que quien se adhiera a cualquier causa habrá de demostrar la
sinceridad de su compromiso con ella, si no quiere arriesgarse a ser
acusado de falsía. El artesano se ve igualmente obligado a ser
auténtico, y a no producir sus objetos en serie por medios mecánicos. Y
el curandero, la vidente o el médium sólo podrán probar la autenticidad
de sus capacidades curando, haciendo predicciones o convocando a los
ausentes -sin lo cual serán acusados de no ser un «auténtico» sanador,
una «auténtica» vidente, un «auténtico» médium.
Una obra intelectual debe, igualmente, ser
auténtica: ni un plagio, si se trata de una obra de ficción o de una
composición musical, ni una invención si se trata de un documental. Por
ejemplo, un artículo que recibió el premio Pulitzer resultó ser una
«falsificación »: el autor se había inventado totalmente el reportaje,
de manera que hubo que anular la concesión del premio (LeMonde del
17 de abril de 1981).
Finalmente, también algunas situaciones puede
ser sometidas a la prueba de la autenticidad. Sería el caso de un
coloquio o conferencia donde los intervinientes estuviesen siendo
filmados para hacerlos aparecer, sin saberlo ellos, en una película de
ficción cuya realización sería el verdadero motivo de organizar la
conferencia; o para participar sin su conocimiento en un experimento
científico comparado acerca del grado de paciencia o impaciencia de un
público voluntario. Por supuesto, la situación habría tenido lugar; pero
no sería «auténtica». Es lo que el sociólogo Erving Goffman llama una
«fabricación», es decir un montaje en el cual una parte de los
participantes están engañados. En arte, el tipo ideal de estas
«fabricaciones» es la tomadura de pelo, que puede referirse tanto a un
objeto (por ejemplo, el lienzo firmado por «Boronali», en la famosa
broma de 1910) como a una situación «falsa» -por ejemplo, la
inauguración verdadera de una exposición falsa, que presenta obras
fabricadas con el único fin de engañar a los invitados (ver Natalie
Heinich, «L'hypothèse du canular. Authenticité et gestion des frontières
de l'art»,en Du canular dans l'art et la littérature, París,
L'Harmattan, 1999).
Cosas, animales, personas, obras, situaciones:
para identificar estos diferentes tipos de entes sometidos a la
exigencia de autenticidad, nos ha bastado con poner ejemplos de
«falsificaciones». El hecho es que a cada categoría de objetos
auténticos corresponde una categoría de falsos, que se puede identificar
mediante una prueba específica de autenticidad. Ahora, tras haber
delimitado nuestro tema -el valor de autenticidad- y ampliado en
consecuencia nuestro campo -que ya no se reduce al de las obras de
arte-, podemos precisar nuestro método: la cuestión de la autenticidad
sólo puede tratarse de manera eficaz si se repasan las controversias y
las pruebas de identificación a que son sometidos los objetos. Igual que
no existe falsificación sin expectativa de autenticidad, tampoco existe
autenticidad a falta de unos procedimientos de autentificación o de no
autentificación: «una falsificación es el objeto de una atribución
falsa, una obra auténtica, el objeto de una atribución verdadera», como
resume Lucien Stephan «Le vraie, l'authentique et le faux» en (Cahiers
du Musée National d'Art Moderne, «Signatures», n.o 36, 1991, p.8).
Vamos a tratar de arrojar más luz sobre estos procedimientos.
Rastreabilidad (
Preferimos este término al más extendido «trazabilidad», adaptación
mecánica del inglés traceability y el francés traçabilité que
pasa por alto la diferencia de significado entre «traza» y trace (N.
de la T.). y sustancialidad de las cosas, carácter
insustituible de las personas
Sometidos a pruebas de autenticidad,
el queso de Beaufort o el buey de Aubrac fracasan cuando no resulta
posible establecer la relación entre la pieza sometida al dictamen de
los expertos y su origen geográfico, o más bien cuando el origen que se
declara no se corresponde con el origen que revela el examen. Ante el
bolso de Vuitton o el perfume de Chanel interceptados en las aduanas del
otro extremo del mundo, lo que marcará la diferencia serán más bien las
características físicas del objeto y sobre todo la calidad de sus
materiales, ya que la presunta imitación se puede comparar con el
«original». Así pues hay que distinguir dos grandes categorías de
pruebas de autenticidad: una de ellas hace referencia a lo que llamamos
«rastreabilidad» (la posibilidad de rastrear la historia de algo hasta
su origen), la otra se refiere a la sustancia. Pero en uno y otro caso,
se trata de confirmar o no confirmar un vínculo con el origen del
objeto, sea cual sea la manera en que se define este origen. Frente a
esta misma prueba de autenticidad, el perro de raza será sometido a un
examen potencialmente más complejo, puesto que puede referirse tanto a
su origen genético -la sustancia- como a la identidad y credibilidad de
sus propietarios, la rastreabilidad. Las cosas son aún más complejas
cuando se trata de una gran obra de arte: a la prueba de la
rastreabilidad (el seguimiento que conduciría del actual poseedor de la
obra al supuesto pintor) y a la prueba de la sustancia (análisis químico
y datación de los pigmentos y del lienzo) se suma la prueba del estilo,
cuyas técnicas se han afinado también mucho -el estudio de la
pincelada, el dibujo, el colorido y, de manera más general, todos los
caracteres estilísticos que son del conocimiento de los especialistas.
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