Suely Rolnik Traducción: Damian Kraus revisada por Ana Longoni
Lygia Clark (1967) Sensorial Hood I
Voy a dar un ejemplo personal: considero la poesía como uno de los
componentes más importantes de la existencia humana, no como valor sino como
elemento funcional. Deberíamos recetar poesías como se recetan vitaminas. Félix
Guattari, São Paulo, 1982[1]
La trayectoria de la artista brasileña Lygia Clark ocupa una posición
singular en el movimiento de crítica institucional que se desarrolla a lo largo
de los años 1960 y 1970. En la época, artistas de distintos países toman como
objeto de su investigación el poder institucional del así llamado "sistema del
arte” en la determinación de sus obras, desde los espacios destinados a las
mismas hasta las categorías a partir de las cuales la historia (oficial) del
arte las califica, pasando por los medios empleados y los géneros reconocidos,
entre otros elementos. La explicitación, la problematización y la superación de
tales limitaciones pasan así a orientar la práctica artística como condición de
su fuerza poética —la vitalidad propiamente dicha de la obra, de la cual emana
su poder de interferencia crítica en la realidad—.
En Brasil, la crítica a la institución artística se manifiesta desde
comienzos de los años 1960 en prácticas especialmente vigorosas y se
intensifica en el transcurso de esa década; y ya desde entonces lo hace en el
seno de un amplio movimiento contracultural que persiste aun después de 1964,
cuando se instala en el país una dictadura militar. Con todo, a finales de la
década dicho movimiento empieza a flaquear debido al efecto de las heridas
asestadas en las fuerzas de creación por el recrudecimiento de la violencia de
la dictadura militar con la promulgación del Acto Institucional Número 5, el
llamado AI5,[2] en diciembre
de 1968. Muchos artistas son forzados a exiliarse, ya sea por el riesgo
inminente de ser encarcelados o sencillamente porque la situación se había
vuelto intolerable: tal fue el caso de Lygia Clark. Como todo trauma colectivo
de ese porte, el debilitamiento del poder crítico de la creación por efecto del
terrorismo de Estado se extiende durante una década más, tras el regreso a la
democracia de los años ochenta, cuando se instala el neoliberalismo en el país.
A excepción de un breve período de agitación cultural en el seno del movimiento
por el fin de la dictadura, a comienzos de los años ochenta, sólo más
recientemente la fuerza crítica del arte se ha vuelto a activar con una
generación que se afirma a partir de la segunda mitad de los años noventa, con
cuestiones y estrategias concebidas en función de los problemas que trae
aparejados el nuevo régimen, entonces sí ya plenamente instalado.
Al igual que en prácticas similares que se llevan a cabo actualmente por
doquier, una de las características de las estrategias actuales es la deriva
extraterritorial, tal como la señala Brian Holmes. [3]
En el caso de Brasil y de muchos otros países de Latinoamérica, en dicha deriva
se privilegia la conexión con prácticas sociales y políticas (como por ejemplo
el Movimiento de los Sin Techo del Centro de la ciudad de São Paulo). [4]
Con todo, esto no implica desertar completamente de la institución artística,
con la cual estas prácticas mantienen una relación desprejuiciada, en un
movimiento fluido de entradas y salidas que en cada vuelta al territorio del
arte tiende a inyectar dosis de fuerza poética en su cuerpo agonizante, que
desencadenan micromovimientos de su desterritorialización crítica. Ésta es otra
de las características de dichas prácticas, que la distingue de las propuestas
que llevan la impronta de las generaciones de la crítica institucional de los
años sesenta y setenta, tal como sugiere Holmes. El autor califica tal deriva
como "extradisciplinaria”, para designar a aquello que circunscribe como una
tercera generación de la crítica institucional, de manera tal de diferenciarla
de las generaciones anteriores: la primera, la de los años sesenta y setenta,
que caracteriza como "antidisciplinaria”, y la segunda, la de finales de los
años ochenta y comienzos de los años noventa que, de acuerdo con Holmes, lleva
al movimiento de la década anterior a su límite, revelando así el callejón sin
salida ante el cual el arte se confronta al orientar la crítica en el interior
de la propia institución artística. La tendencia extradisciplinaria que se
afirma en los años noventa es una respuesta a dicho impás, como así también a
las cuestiones que se plantean en el contexto del neoliberalismo, cuya
hegemonía internacional coincide con el surgimiento de esta generación de
artistas. Pero, al detectar en la actualidad la tendencia extradisciplinaria,
el autor también pretende distinguirla de otras tendencias presentes en parte
de la misma generación, que se vuelcan hacia lo que éste califica como
"interdisciplinaridad” o "indisciplina”. Con el primer término, Holmes apunta
una deriva similar hacia otras disciplinas, pero que es únicamente discursiva y
que echa mano de un glamouroso virtuosismo con el objetivo de rellenar un texto
vacío, un pastiche enteramente destituido de crítica, de fácil digestión por
parte del mercado y muy al gusto de la demanda de estetización del nuevo
régimen. Con el segundo término, el autor señala en ciertas prácticas actuales
la presencia de una libertad de experimentación indisciplinada aparentemente
similar a la de los movimientos de los años sesenta y setenta, pero cuya razón
de ser es a decir verdad la adaptación a la flexibilidad de demanda de signos
propia del sistema capitalista contemporáneo. En este contexto, tal como
sabemos, el conocimiento y la creación se han convertido en objetos
privilegiados de instrumentalización al servicio del mercado, lo que lleva a
algunos autores a calificar al neoliberalismo globalizado como "capitalismo cognitivo”
o "cultural”.
La artista digiere el objeto
En 1969, Lygia Clark escribe: "En el preciso
momento en que el artista digiere el objeto, es digerido por la sociedad que ya
le encuentra un título y una ocupación burocrática: será así el ingeniero de los
pasatiempos del futuro, actividad que en nada afecta el equilibrio de las
estructuras sociales” [5]. Una especie
de profecía, ese pequeño texto constituye una prueba de la aguda lucidez de
esta artista en relación con los efectos perversos del capitalismo cultural
sobre el territorio del arte; y eso en 1969, cuando el nuevo régimen apenas sí
despuntaba en el horizonte, pues se instalaría más incisivamente a partir de
finales de los años setenta. Las formas de la crítica que Lygia pone en acción
en sus propuestas de las dos décadas siguientes solamente encontrarán
resonancia diez años después de su muerte, en el movimiento de deriva
extradisciplinario emprendido por la nueva camada de artistas. Ante la
evidencia de esta resonancia, y consecuentemente por la sustentación colectiva
que entonces sí se le ofrecía al gesto crítico de la artista –que por otro lado
había sido abolido por la forma que tomaba la incorporación reciente de su obra
por parte del mercado–, decidí realizar un proyecto de construcción de memoria
en torno a su trayectoria. Desarrollado entre 2002 y 2007, la intención del
mismo fue crear las condiciones para la reactivación de la contundencia de
dicha obra en su regreso al terreno institucional del arte.
Lygia Clark se embarcó en su periplo como artista en 1947. Sus trece
primeros años se consagraron a la pintura y la escultura. Desde 1963, con Caminando, su investigación experimentó
un viraje radicalmente innovador que se mostró irreversible, al volcarse a la
creación de propuestas que dependían del proceso que movilizaban en el cuerpo
de sus participantes como condición de realización. Pero, ¿en qué consistían
precisamente tales propuestas?
Las prácticas experimentales de Lygia Clark suelen comprenderse como
experiencias multisensoriales, cuya importancia habría radicado en desbordar la
reducción de la investigación artística al ámbito de la mirada. Sin embargo, si
bien la exploración del conjunto de los órganos de los sentidos era una
cuestión de la época, de hecho compartida por Lygia Clark, los trabajos de esta
artista fueron más lejos: el foco de su investigación consistía en la
movilización de dos capacidades de las que serían portadores cada uno de los
sentidos. Me refiero a las capacidades de percepción y de sensación, que nos
permiten aprehender la alteridad del mundo respectivamente como un mapa de
formas sobre las cuales proyectamos representaciones o como un diagrama de
fuerzas que afectan a todos los sentidos en su vibratibilidad.
Las figuras de sujeto y objeto solamente existen para la primera capacidad,
que las supone y las mantiene en una relación de exterioridad. En tanto, para
la segunda, el otro constituye una multiplicidad plástica de fuerzas que pulsan
en nuestra textura sensible, que se convierte así en parte de nosotros mismos,
en una especie de fusión. La tensión entre estas dos capacidades
irreductiblemente paradójicas de lo sensible es lo que convoca y da impulso a
la imaginación creadora (es decir, el ejercicio del pensamiento), la cual a su
vez desencadena devenires de uno mismo y del medio en direcciones singulares y
no paralelas, impulsadas por los efectos de sus encuentros[6].
Desde el comienzo de su recorrido, la experimentación artística de Lygia
Clark apuntó a movilizar en los receptores de sus propuestas la aprehensión
vibrátil del mundo, como así también su paradoja en relación con la percepción,
con miras a afirmar la imaginación creadora que esta diferencia pondría en
movimiento y su efecto transformador. El trabajo ya no se interrumpiría en la
finitud de la espacialidad del objeto: pasaba a realizarse ahora como
temporalidad en una experiencia donde el objeto se descosifica para volver a
ser un campo de fuerzas vivas que afectan al mundo y son afectadas por éste,
promoviendo así un proceso continuo de diferenciación. Fue ésa su manera de
resistir a la tendencia de la institución artística de neutralizar la potencia
de creación por medio de la reificación de su producto, al reducirlo a un
objeto fetichizado. Efectivamente, la artista digirió el objeto: la obra deviene acontecimiento, acción sobre la realidad, transformación de la
misma.
Esta cuestión ya estaba presente en las estrategias pictóricas y
esculturales de Lygia Clark[7].
Pero, tras 1963, la obra ya no puede
existir más que en la experiencia del receptor, fuera de la cual los objetos se
convierten en una especie de nada, resistiendo en principio a cualquier deseo
de fetichización. El penúltimo paso se plasmó en el trabajo con sus estudiantes
de La Sorbona, donde la artista fue docente entre 1972 y 1976[8].
Allí opta por exiliarse del territorio institucional y disciplinario del arte,
migrando a la Universidad en el contexto del París estudiantil
postsesentayocho, donde se hace más factible introducir en sus propuestas la
alteridad y el tiempo, que habían sido expulsados del territorio del arte. Pero
allí se revela a su vez que la experiencia que sus objetos suponen y movilizan
como condición de su expresividad choca contra ciertas barreras subjetivas de
sus participantes. Éstas son erigidas por la fantasmática inscrita en la
memoria del cuerpo como producto de los traumas vividos en el pasado en los
intentos de establecer este tipo de relación sensible con el mundo, intentos
que habrían sido inhibidos por no haber encontrado eco en un entorno reacio a
esta cualidad de relación con la alteridad del mundo (lo que puede agravarse en
regímenes dictatoriales, donde este tipo de relación es objeto de
humillaciones, prohibiciones o castigos, como es el caso de Brasil en los años
sesenta-setenta). En otras palabras, Lygia Clark se da cuenta entonces de que
era algo para nada evidente el concretar una de las cuestiones centrales de su
investigación artística: la reactivación en los receptores de sus creaciones de
esta cualidad de experiencia estética.
Me refiero a la capacidad de los mismos de dejarse afectar por las fuerzas de
los objetos creados por la artista y del ambiente donde éstos eran vivenciados;
pero también y sobre todo, por la capacidad de dejarse afectar, por añadidura,
por las fuerzas de los ambientes de su existencia cotidiana. Ante este impasse,
la artista crea la Estructuración del
Self, el último gesto de su obra, que acontece después de su regreso
definitivo a Río de Janeiro, en 1976.
El nuevo foco de investigación pasaba a ser entonces la memoria de los traumas
y de sus fantasmas, cuya movilización dejaría así de ser un mero efecto
colateral de sus propuestas para ocupar el propio centro nervioso de su nuevo
dispositivo. Lygia Clark procuraba explotar el poder de aquellos objetos para
traer a la luz esta memoria y "tratarla” (una operación a la que denominaba
"vomitar la fantasmática”). Por ende, es la propia lógica de su investigación
lo que la llevó a inventar su postrera propuesta artística, a la cual se le
agregaba una dimensión deliberadamente terapéutica. La artista trabajaba con
cada persona individualmente en sesiones que duraban una hora, de una a tres
veces por semana, durante meses y en ciertos casos más de un año. Su relación
con el receptor, mediada por los objetos, se había vuelto indispensable para la
realización de la obra: a partir de sus sensaciones de la presencia viva del
otro en su propio "cuerpo vibrátil”[9]
en el transcurso de cada sesión, la artista iba definiendo el uso singular de
los Objetos Relacionales[10].
Esta misma cualidad de la apertura al otro es lo que ella procuraba provocar en
aquéllos que participaban de este trabajo. En ese laboratorio clínico-poético,
la obra se realizaba en la toma de consistencia de esta cualidad de relación
con la alteridad en la subjetividad de sus receptores.
La investigación de esta cualidad relacional en sus propuestas artísticas
fue posiblemente la manera que Lygia Clark halló para desplazarse de la
política de subjetivación signada por el individualismo en ese entonces ya
dominante, tal como se presentaba —y se presenta cada vez más— en el terreno
del arte: la pareja formada por el artista inofensivo en estado de goce
narcisista y su espectador-consumidor en estado de anestesia sensible. En este
sentido, la noción de "relacional”, médula de la poética pensante de la obra de
Lygia Clark, podría servirnos como lupa suplementaria para distinguir actitudes
en la masa de propuestas aparentemente similares que prolifera en los días
actuales, sumándose a las distinciones planteadas por Holmes entre la tendencia
crítica volcada a la "extradisciplinaridad”, de un lado, y la tendencia
acrítica volcada a la "interdisciplinaridad” y a la "indisciplina”, del otro.
En el interior del circuito institucional, las
propuestas que se ha dado en calificar y teorizar como "relacionales”[11]
(lo que incluye aquéllas categorizadas bajo el rótulo de "interactividad”,
"participación del espectador” y otras) se reduce a menudo a un ejercicio
estéril de entretenimiento que contribuye a la neutralización de la experiencia
estética, cosa de ingenieros de
pasatiempos, parafraseando a Lygia Clark. Una "tendencia” perfectamente al
gusto del capitalismo cognitivo que se expande junto con éste, exactamente al
mismo ritmo, velocidad y dirección. Tales prácticas establecen una relación de
exterioridad entre el cuerpo y el mundo, donde todo se mantiene en el mismo
lugar y la atención se mantiene entretenida,
inmersa en un estado de distracción
que vuelve a la subjetividad insensible a los efectos de las fuerzas que agitan
el medio que la circunda. Así, la supuesta indisciplina de tales propuestas, o
la interdisciplinaridad estéril de los floreos discursivos que suelen
acompañarlas constituyen los medios privilegiados de producción de una
subjetividad fácilmente instrumentalizable.
Poética "y” política
En este sentido, podemos considerar que, al menos en lo que hace a la
intención, es otra la situación de las denominadas prácticas
"extradiscipinarias”. Éstas se caracterizan por un movimiento deliberado de
deriva que las lleva hacia fuera de las fronteras del circuito e incluso a
contracorriente. Me refiero principalmente a las propuestas que se infiltran en
los intersticios más tensos de las ciudades, usuales en Latinoamérica. En este
movimiento, las mismas se acercan a menudo a las prácticas militantes. Pero, en
este nuevo contexto, ¿qué estaría aproximando a artistas y activistas? ¿Qué
tendrían en común sus prácticas? Por otra parte, ¿qué las diferenciaría en su
intersección?
Las acciones activistas y las acciones artísticas tienen en común el hecho
de constituir dos maneras de enfrentar las tensiones de la vida social en los
puntos donde su dinámica de transformación se encuentra obturada. Ambas tienen
como blanco la liberación del movimiento vital, lo que hace de ellas
actividades esenciales para la salud
de una sociedad —es decir, la afirmación de su potencial inventivo de cambio
cuando éste se hace necesario—. Pero son distintos los órdenes de tensiones que
cada una enfrenta, como así también las operaciones de ese enfrentamiento y las
facultades subjetivas que involucran.
La operación propia del activismo, con su potencia macropolítica,
interviene en las tensiones que se producen en la realidad visible,
estratificada, entre polos en conflicto en la distribución de los lugares
establecida por la cartografía dominante en un determinado contexto social
(conflictos de clase, de raza, de género, etc.). La acción activista se
inscribe en el corazón de esos conflictos, ubicándose en la posición del
oprimido y/o del explotado, y tiene por objeto luchar en pos de una
configuración social más justa. En tanto, la operación propia de la acción
artística, con su potencia micropolítica, interviene en la tensión de la
dinámica paradójica ubicada entre la cartografía dominante, con su relativa
estabilidad de un lado, y del otro la realidad sensible en permanente cambio,
producto de la presencia viva de la alteridad que no cesa de afectar nuestros
cuerpos. Tales cambios tensan la cartografía en curso, cosa que termina por
provocar colapsos de sentido. Éstos se manifiestan en crisis en la subjetividad
que llevan al artista a crear, de manera tal de dotar de expresividad a la
realidad sensible que genera esa tensión. La acción artística se inscribe en el
plano performativo —visual, musical, verbal u otro—, operando cambios
irreversibles en la cartografía vigente. Al cobrar cuerpo en sus creaciones,
estos cambios hacen que las mismas se vuelvan portadoras de un poder de
contagio en su recepción. Como escribe Guattari: "Cuando una idea es válida,
cuando una obra de arte corresponde a una mutación verdadera, no son precisos
artículos en la prensa o en la televisión para explicarla. Se transmite
directamente, tan deprisa como el virus de la gripe japonesa”[12].
En definitiva: del lado de la militancia, nos encontramos ante las tensiones
propias de los conflictos en el plano de la cartografía de lo real visible y
decible (el plano de las estratificaciones que delimitan los sujetos, los
objetos y sus representaciones); del lado del arte, estamos ante las tensiones
existentes entre este plano y el que se ya anuncia en el diagrama de lo real
sensible, invisible e indecible (el plano de los flujos, intensidades,
sensaciones y devenires). El primero convoca principalmente la percepción, y el
segundo la sensación.
Si bien el arte en su deriva extraterritorial se acerca al activismo en el
contexto del capitalismo cultural, esto se debe al bloqueo de la potencia
política que le es peculiar, ocasionado por el nuevo régimen. Tal bloqueo es
producto de la lógica mercantil-mediática que éste impuso en el terreno del
arte, que actúa dentro y fuera del mismo. Dentro del terreno del arte, la
operación es más obvia: consiste en asociar a las prácticas artísticas los
logotipos de las empresas, añadiéndoles así "poder cultural”, lo que incrementa
su poder de seducción en el mercado. Y lo propio vale para las ciudades, que
hoy en día tienen en los museos de arte contemporáneo, con sus ostentosas
arquitecturas, uno de sus principales equipamientos de poder para insertarlas
en el escenario del capitalismo globalizado, volviéndolas así polos más
atrayentes para las inversiones. Y es seguramente al sentir la exigencia de
enfrentar la opresión de la dominación y de la explotación en su propio
terreno, producto de la relación entre el capital y la cultura en el
neoliberalismo, que los artistas empezaron a optar por estrategias
extradisciplinarias, añadiendo la dimensión macropolítica a sus acciones.
Con todo, el bloqueo de la potencia
crítica del arte se lleva a cabo también fuera de su terreno, pues la lógica
mercantil-mediática no solamente tiene en las fuerzas de creación una de sus
principales fuentes de extracción de plusvalía, tal como sabemos, sino y sobre
todo porque opera una instrumentalización de las mismas para constituir lo que
designaré como la "imagosfera” que hoy recubre enteramente el planeta —una capa
continua de imágenes que como un filtro se interpone entre el mundo y nuestros
ojos, que los vuelve ciegos ante la tensa pulsación de la realidad. Dicha
ceguera, sumada a la identificación acrítica con estas imágenes (que tiende a
producirse en los más diversos estratos de la población por todo el planeta) es
precisamente lo que prepara a las subjetividades para someterse a los designios
del mercado, lo que hace posible reclutar a todas las fuerzas vitales para la
hipermáquina de producción capitalista. Debido a que la vida social el destino
final de la fuerza inventiva así instrumentalizada —que es sistemáticamente
desviada de su cauce hacia la producción de la intoxicante imagosfera—, es
precisamente la vida social el lugar que muchos artistas han escogido para
montar sus dispositivos críticos, impulsados a arrojarse a una deriva hacia
fuera del terreno igualmente irrespirable de las instituciones artísticas. En
ese éxodo se crean otros medios de producción artística, como así también otros
territorios vitales (de allí la tendencia a organizarse en colectivos que se
relacionan entre sí juntándose a menudo en torno a objetivos comunes, ya sea en
el terreno cultural o en el terreno político, para retomar luego su autonomía).
En estos nuevos territorios vuelven a respirar tanto la relación vibrátil con
la alteridad viva (es decir, de la experiencia estética), como el ejercicio de
la libertad del artista de crear en función de las tensiones indicadas por los
afectos del mundo en su cuerpo, lo que tropieza con muchas barreras en el
terreno del arte.
La dimensión macropolítica que se activa
en este tipo de prácticas artísticas es lo que las acerca a los movimientos
sociales en la resistencia a la perversión del régimen imperante. Tal
acercamiento encuentra reciprocidad en los movimientos sociales, que a su vez
son llevados a añadir una dimensión micropolítica a su activismo
tradicionalmente ceñido a la macropolítica. Esto sucede porque en el nuevo
régimen la dominación y la explotación económica tienen en la manipulación de
la subjetividad vía imagen una de sus principales armas, cuando no "la”
principal; su lucha, por lo tanto, deja de restringirse al plano de la economía
política para englobar los planos de la economía del deseo y la política de la
imagen. La colaboración entre artistas y activistas en la actualidad se impone
muchas veces como condición necesaria para llevar a buen puerto el trabajo de
interferencia crítica que cada uno de ellos emprende en un ámbito específico de
lo real y cuyo encuentro produce efectos de transversalidad
en cada uno de los respectivos terrenos.
La lente relacional
Una vez identificada la deriva
extraterritorial, acorde con la visión que Holmes nos suministra con su
cartografía, estamos en condiciones de imprimir mayor precisión aún al trazado
de la misma. Sucede que resulta necesario diferenciar actitudes también en esta
deriva. Si bien en el contexto del capitalismo cultural los artistas comparten
con los activistas los mismos focos de tensión de la realidad, las prácticas
artísticas de interferencia más contundente en la vida pública no son las que
en su acercamiento a las prácticas militantes terminan por confundirse con
éstas –reduciendo así su campo de acción a la macropolítica y corriendo el
riesgo de volverse estrictamente pedagógicas, ilustrativas e incluso
panfletarias. En efecto, las prácticas artísticas de interferencia más
contundente son aquéllas que afirman la potencia política propia del arte.
Y en esto, nuevamente puede servirnos de
lente la noción de "relacional”, tal como se define en las propuestas de Lygia
Clark. En esta deriva en dirección hacia la vida pública, las intervenciones
artísticas que preservan su potencia micropolítica serían aquéllas que se hacen
a partir del modo en que las tensiones del capitalismo cultural afectan el
cuerpo del artista, y es esta cualidad de relación con el presente lo que
dichas acciones pretenden convocar en sus receptores. Y cuanto más preciso es
su lenguaje, mayor es el poder de las mismas para liberar la expresión y sus
imágenes de un uso perverso. Esto favorece otros usos de las imágenes, otras
formas de recepción y también de expresión, que pueden introducir nuevas
políticas de la subjetividad y de su relación con el mundo —es decir, nuevas
configuraciones del inconsciente en el campo social, en ruptura con las
referencias dominantes—. En otras palabras, lo que este tipo de práctica puede
suscitar en aquéllos que la reciben no es sencillamente la conciencia de la
dominación y la explotación, su cara visible, macropolítica, como lo hace el
activismo, sino la experiencia de estas relaciones de poder en el propio
cuerpo, su cara invisible, inconsciente, micropolítica, que interfiere en el
proceso de subjetivación allí donde éste queda cautivo. Frente a dicha
experiencia, tiende a ser imposible ignorar el malestar que esta perversa
cartografía nos provoca, lo que puede llevarnos a romper el hechizo del poder
de la imagosfera neoliberal sobre nuestros ojos, despertando así su
vibratilidad de la larga y morbosa hibernación. Así se adquiere una mayor
precisión de foco en procura de una práctica de resistencia efectiva, incluso
en el plano macropolítico. En compensación, ésta se debilita cuando todo lo
relativo a la vida social vuelve a reducirse exclusivamente a la macropolítica,
haciendo de los artistas que actúan en este terreno meros escenógrafos,
diseñadores gráficos y/o publicistas del activismo (cosa que favorece además a
las fuerzas reactivas que predominan en el territorio institucional del arte,
suministrándoles argumentos para justificar su separación de la realidad y su
despolitización).
El nuevo contexto lleva a la colaboración
entre artistas y activistas que permite sortear el abismo existente entre la micro
y la macropolítica, que caracterizó a la conturbada relación de amor y odio
entre los movimientos artísticos y los movimientos políticos a lo largo del
siglo XX, responsable de muchos de los fracasos de las tentativas colectivas de
cambio. Pero, para ello, se hace necesario mantener la tensión de esta
diferencia irreconciliable, de manera tal que ambas potencias —micro y
macropolíticas— se mantengan activas, y se preserve su transversalidad en las
acciones artísticas y militantes que la nueva situación favorece en cada una de
ellas, y por extensión en la vida social en general. Una relación signada por
un "y” tensado entre acciones radicalmente heterogéneas, distinta de las
relaciones caracterizadas ya sea por la reducción de una a la otra, por la opción
por una "u” otra o aun por la alucinación de su síntesis, pero también por la
suposición de su no-relación, pues, como sugiere Rancière: "El problema no es
mandar a cada uno a lo suyo, sino mantener la tensión que hace tender una a la
otra, una política del arte y una poética de la política que no pueden unirse
sin autosuprimirse”[13].
Sensible precozmente a este estado de cosas, Lygia Clark optó por la
soledad de esta postura extradisciplinaria ya en los años setenta, mucho antes
de que la misma se volviera objeto de un amplio movimiento colectivo de crítica
en el terreno del arte. El trabajo desarrollado en esta deriva consistió en la
construcción de un territorio singular al cual la artista fue dando cuerpo paso
a paso en el decurso de toda su trayectoria. Con la Estructuración del Self se completa esta construcción. En tal
sentido, resulta importante reconocer que Lygia abandonó efectivamente el campo
del arte y optó por el campo de la clínica, tras su breve paso por la
Universidad. Ésta es una decisión estratégica que debe reconocerse como tal. Se
trataba de hacer un cuerpo en el exilio del territorio institucional del arte
donde su potencia crítica no encontraba resonancia y tendía a borrarse en la
esterilidad de un campo sin alteridad (lo que se agravaba más aún en el Brasil
bajo dictadura). En esa migración, la artista reinventa lo público en su sentido fuerte de subjetividades portadoras de la experiencia estética que había
desaparecido del universo del arte, allí donde éste había sido sustituido por
una masa indiferenciada de consumidores, desprovistos del ejercicio vibrátil de
su sensibilidad y cuya definición se reduce a su clasificación en categorías
establecidas estadísticamente. Con sus dispositivos, Lygia construye este nuevo
público en una relación con cada uno de sus receptores, que tiene como objeto
la política de subjetivación, y como medio, la duración (la condición para
interferir en este campo, que permite reintroducir allí la alteridad, la
imaginación creadora y el devenir). Pero, si bien con esta démarche Lygia Clark se inscribe en el movimiento de deriva
extradisciplinaria que vendría a tomar cuerpo dos décadas más tarde, su gesto
se vio conminado a quedarse en el exilio, ya que el territorio del arte no
estaba preparado para recibirlo. En tal sentido, su obra tuvo que mantenerse
parcialmente prisionera de la postura antidisciplinaria que caracterizara a los
movimientos de su época.
Desde el punto de vista de este territorio
insólito que la artista constituyó con su obra, la estética, la clínica y la
política se revelan como potencias de la experiencia, inseparables en su acción
de interferencia en la realidad subjetiva y objetiva. Como vimos, opera en esta
propuesta una intervención sutil en el estado de empobrecimiento de la creación
y la recepción en el circuito institucional del arte, síntoma de la política de
subjetivación del nuevo régimen capitalista. Pero la cosa no se detiene ahí: la
reactivación de la experiencia estética que estas propuestas promovían
consistió más ampliamente en un acto terapéutico y de resistencia política en
el tejido de la vida social que fue más allá de las fronteras del campo del
arte y puso así en crisis su supuesta autonomía. Con ese trabajo, sus
"clientes” brasileños —así calificaba Lygia Clark a quienes se disponían a
vivenciar la experiencia— estarían probablemente mejor equipados para tratar
los efectos tóxicos que el poder dictatorial producía sobre su potencia de
creación. Pero también para evitar que esta fuerza fuese tan fácilmente
instrumentalizada en el momento de su reactivación a cargo del poder perverso
del nuevo régimen.[14]
Esta triple potencia de la obra de Lygia
Clark —estética, clínica y política— es lo que quise reactivar con el proyecto
de construcción de memoria, ante la niebla de olvido que la envuelve. Pero,
¿qué quiere decir "olvido” en el caso de un cuerpo de obras como éste que es al
contrario cada vez más celebrado en el circuito internacional del arte?
De regreso al museo
En efecto, durante la vida de Lygia y aún pasados
diez años desde su muerte, sus prácticas experimentales no tuvieron ninguna
recepción en el territorio del arte. En 1998, el circuito institucional
reconoce al fin las propuestas experimentales de la artista[15], pero a partir de entonces éstas pasan a
ser fetichizadas: se exponen los objetos que participaban en estas acciones o
se rehacen tales acciones ante espectadores externos a las mismas. Si la
artista había hecho de su obra la digestión del objeto para reactivar el poder
crítico de la experiencia artística, el circuito ahora digería a la artista,
haciendo de ella el ingeniero de pasatiempos de un futuro que ya había llegado,
lo que "en nada afecta el equilibrio de las estructuras sociales”, exactamente
como ella lo había vaticinado. En el mejor de los casos se presentan
documentos, pero éstos apenas si permiten aprehender tales acciones
fragmentariamente y en su mera exterioridad, destituidas de su esencia "relacional”. Se anula así el valiente esfuerzo del gesto
crítico de la artista, de manera tal de hacer de su obra una lujosa exquisitez
en el banquete de la instrumentalización.
El malestar que esta situación me provocaba cada
vez que me deparaba con la obra de Lygia Clark encerrada en el territorio de la
clínica o reducida a una nada fetichizada en el territorio del arte es lo que
me impuso la exigencia de inventar una estrategia de transmisión de aquello que
estaba en juego en estas prácticas, a fin de que activase así la contundencia
de su gesto en el preciso momento de su incorporación neutralizadora por parte del
sistema del arte.
Si el chuleo de la energía crítica de las propuestas de Lygia Clark con los
fines del capitalismo cultural sería su muerte, el dejarlas en la clínica,
destituidas del sentido del gesto migratorio que las había caracterizado, sería
confinarla a una nueva disciplina, apagándoles así la llama disruptiva de esta
deriva. Como en todo exilio, si el territorio de la clínica le había servido de
cuerpo prótesis para reactivar la vitalidad de la creación agonizante en el
territorio del arte, el proceso proseguiría con el retorno al mismo, con la
condición de que el cuerpo de su obra reinventado y revitalizado en el exilio
irradiase allí su potencia, abriendo espacios de pulsación poética. Pero, ¿cómo
transmitir una obra que no es visible, ya que se realiza en la temporalidad de
los efectos de la relación que cada persona establece con los objetos que la
componen y con el contexto establecido por su dispositivo?
El promover un trabajo de memoria mediante la
realización de varias entrevistas que habrían de registrarse
cinematográficamente fue el camino de respuesta que hallé. La idea era producir
un registro vivo de reverberación del cuerpo constituido por Lygia en su exilio
del arte, en su entorno cultural y político, en el Brasil y en la Francia de la
época. El objetivo era reflotar la memoria de las potencias de estas propuestas
mediante una inmersión en las sensaciones vividas en las experiencias que las
mismas promovían. Para ello, no bastaba con acotar las entrevistas a aquéllos
que estaban directamente ligados a Lygia Clark, su vida y/o su obra; urgía
producir igualmente una memoria del contexto en el que su poética tuvo su
origen y sus condiciones de posibilidad, ya que la intervención en la política
de subjetivación de relación con el otro por entonces dominante estaba en el
aire del tiempo y se daba igualmente, de otros tantos modos, en el efervescente
ambiente contracultural de la época. Era particularmente importante convocar y
registrar la angustiante experiencia del abismo que se interponía entre las
acciones macro y micropolíticas (que se manifestaban en la guerrilla y en la
contracultura, respectivamente) en una especie de mutuo rechazo paranoico. Este
abismo ahora podía problematizarse, ya que empezaba a transponerse. Se hacía
necesario incitar la reanudación de un trabajo de elaboración que había sido
impedido hasta ese momento como resultado de la superposición de los efectos
nefastos de la dictadura y del neoliberalismo en el ejercicio del pensamiento
(tarea para la cual yo contaba con mis treinta y tantos años de práctica
clínica). En definitiva, se trataba de producir una memoria de los cuerpos que
la experiencia de las propuestas de Lygia Clark había afectado, y allí donde la
misma se inscribiera, para hacerla pulsar en el presente, ya que su suelo, irrigado
en el transcurso de treinta años por las sucesivas generaciones de la crítica
institucional, volvía a ser potencialmente fertilizable. La operación iría a
contrapelo de la neutralización de la obra de Lygia Clark en su regreso a este
territorio impulsado por el mercado. La apuesta apuntaba a que la reactivación de esta memoria —especialmente
la del legado de esta artista— agenciada con el vigor del movimiento artístico
reavivado por la actual generación de crítica institucional, tendría el poder
de añadir a éste nuevas fuerzas, oriundas de estas poéticas ancestrales y,
recíprocamente, el poder de aportar nuevas fuerzas hacia la experiencia de
dichas poéticas ancestrales que se habían vuelto objeto de un olvido defensivo.
De esta manera, éstas podrían reactivarse y llevar a un replanteo de sus
cuestiones en la confrontación con el presente.
La estrategia hizo posible la escucha de un concierto de voces paradójicas
y heterogéneas, signadas por el tono de la singularidad de las experiencias
vividas y, por lo tanto, disonantes de los timbres a los cuales estamos
habituados, ya sea en el campo del arte, la clínica o la política. A tal fin,
se realizaron sesenta y seis entrevistas en Francia, Estados Unidos y Brasil,
cuyo producto es una serie de dvds[16].
En el transcurso de las filmaciones, Corinne Diserens, quien dirigía en la
época el Musée des Beaux-Arts de Nantes, propuso que pensásemos en una
exposición basada en este material. Otro desafío se nos planteaba entonces:
¿sería pertinente llevar esta obra al espacio museológico, sabiendo que Lygia
Clark había desertado de este territorio en 1963? ¿Y si la artista estuviera
todavía viva, habría optado por la circulación de doble mano que se ha vuelto
posible en la actualidad? Nunca lo sabremos. No obstante, de algo podemos estar
seguros: reaccionaría enérgicamente al modo en que su obra ha sido trasladada
nuevamente al museo. Pero Lygia ya no está entre nosotros, y la decisión de
cómo reaccionar ante esta vuelta solamente podemos tomarla nosotros mismos. Al
asumir la responsabilidad y el riesgo de esta decisión, opté por interferir en
los parámetros de transmisión de su obra, en el interior del propio museo.
Pero, ¿cómo transmitir un trabajo como el de Lygia Clark en este tipo de
espacio?
La exposición aportó entonces una
respuesta posible en el recurso de la memoria, que constituyó su nervio
central. Las películas impregnaban memoria viva en el conjunto de objetos y
documentos expuestos, restituyéndoles el sentido, es decir, la experiencia estética,
indisociablemente clínica y política, vivida por quienes tomaron parte en estas
acciones y en el contexto donde tuvieron lugar. Yo suponía que solamente así se
podría ir más allá de la condición de archivo
muerto que caracteriza a los documentos y objetos que restan de estas
acciones, para hacer de dichos elementos una memoria viva, productora de
diferencias en el presente.
A tal fin yo contaba con un tipo de experiencia de
trabajo clínico en el ámbito social, introducida por la psicoterapia y el análisis
institucional. A ello me había dedicado durante los mismos años setenta y
ochenta, cuando Lygia desarrollaba sus experimentaciones relacionales. En
dichas décadas, un amplio movimiento de crítica institucional agitaba el campo
de la salud mental en diversos países, provocando rupturas irreversibles.
Probablemente fue ésta la razón por la cual Lygia escogió este campo y no otro
para hacer su deriva extraterritorial (período en el cual en el territorio del
arte, en cambio, el movimiento crítico se había callado, bajo el peso
aplastante del mercado del arte que llega a su apogeo en los años ochenta). Lo
que me lleva a suponer la razón de esta elección es el vivo interés que estos
movimientos habían suscitado en Lygia —especialmente
la experiencia de psicoterapia institucional emprendida en La Borde, hospital
psiquiátrico cuyo director clínico era Guattari, y también su despliegue en el
esquizoanálisis, fruto de la colaboración del psicoanalista con Deleuze—. La artista leyó con avidez El antiedipo, la primera obra conjunta de los autores, en el
momento de su publicación en 1972, y allí encontrará una curiosa sintonía con
sus propias investigaciones.
Inyecciones de poesía en el circuito
No es quizá la mejor manera de plantear el problema de cómo presentar este
tipo de propuestas el cuestionar si los museos todavía permiten este tipo de
deflagración crítica. A diferencia de lo que pensaba la primera generación de
la crítica institucional, no existen regiones de la realidad que sean buenas o
malas en una supuesta esencia identitaria o moral que las definiría de una vez
por todas. Es necesario desplazar los datos del problema, tal como se ha hecho
más recientemente. El foco de la cuestión debe ser ético: hay que rastrear las
fuerzas que invisten cada museo y en cada momento de su existencia, desde las
fuerzas más poéticas hasta las de neutralización instrumental más indigna.
Entre ambos polos, activo y reactivo, se afirma una multiplicidad cambiante de
fuerzas, en grados de potencia variados y variables, en un constante
reordenamiento de los diagramas de poder.
No existen fórmulas pret-à-porter
con las que se pueda realizar semejante evaluación. Para tal tarea, los
artistas, los críticos y los comisarios pueden únicamente contar con las
potencias vibrátiles de sus propios cuerpos, para hacerse vulnerables a los
nuevos problemas que pulsan en la sensibilidad en cada contexto y en cada
momento, procurando traerlos posteriormente hacia lo visible y/o lo decible. En
el caso de los comisarios, por ejemplo, tal vulnerabilidad les sirve para
husmear las propuestas artísticas que tendrían el poder de actualizar estos
problemas hasta ahora virtuales, asumiendo la responsabilidad ética de su
función, conscientes del valor político (y clínico) de la experiencia
artística. El siguiente paso sería buscar el lugar y la estrategia de
presentación adecuados a la singularidad de cada una de estas propuestas, con
el fin de crear sus condiciones de transmisibilidad.
Que tales acciones artísticas se plasmen o no en espacios museológicos dependerá
de su singularidad y de la calidad del problema que se encuentra en su origen;
y si bien en ciertos casos el museo puede ser uno de los lugares posibles para
tales acciones, la elección acerca de la institución adecuada a ello ha de
pasar por una cartografía de las fuerzas en juego antes de hacer efectiva
cualquier iniciativa. Es de esta manera que la fuerza propiamente poética puede
participar en el destino de una sociedad, contribuyendo así a que su vitalidad
pueda afirmarse inmune al seductor llamado del mercado, que le propone
orientarse exclusivamente de acuerdo con sus intereses.
La fuerza poética es una de las voces de la polifonía paradójica a
través de la cual se delinean los devenires heterodoxos e imprevisibles de la
vida pública. Estos devenires no cesan de inventarse, para liberar la vida de
los impasses que tienen lugar en los focos infecciosos donde el presente se
vuelve intolerable. El artista tiene un oído fino para los sonidos
inarticulados que nos llegan desde lo indecible en los puntos donde se
deshilacha la cartografía dominante. Su poesía es la encarnación de tales
sonidos que así se hacen escuchar entre nosotros. "Los microprocesos
revolucionarios pueden no ser del orden de las relaciones sociales. Por
ejemplo, la relación de un individuo con la música o con la pintura puede
acarrear un proceso de percepción y de sensibilidad completamente nuevo”[17],
señala Guattari. Y el esquizoanalista recomienda: "deberíamos recetar poesía
como se recetan vitaminas”. Y es quizá por haber producido dosis generosas de
fuerza poética que el legado de Lygia Clark sigue alimentando el pensamiento en
nuestra actualidad.
[1] Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolítica.
Cartografias do desejo, Vozes,
São Paulo 1986, 7a ed. revisada y ampliada, 2007, pág. 269.
Versión en castellano: Micropolítica.
Cartografías del deseo. Tinta Limón, Buenos Aires, 2006, pág. 328;
Traficantes de Sueños, Madrid, 2006, pág. 263.
[2] El Acto Institucional N° 5, promulgado por la dictadura militar en 13 de
diciembre de 1968, permitía castigar con la pena de prisión cualesquiera
acciones o actitudes que se considerasen subversivas, sin derecho a recurso de habeas corpus.
[3] cf. Brian Holmes,
"L'extradisciplinaire”, publicado con motivo de un trabajo de cuestionamiento
en colaboración con François Deck, en la exposición Traversées, Musée d'art Moderne de la Ville de París, 2001. cf. también, del mismo autor,
"L'extradisciplinaire. Vers une nouvelle critique Institutionnelle”, Multitude, nº 28, París, 2007.
[5] Lygia Clark, "L’homme structure vivante d’une architecture biologique et
celulaire”. En Robho, nº 5-6, París,
1971 (fascímil de la revista disponible. En Suely Rolnik & Corinne Diserens
(eds.) Lygia Clark, de l’oeuvre à
l’événement. Nous sommes le moule, à vous de donner o souffle, catálogo de
exposición, Musée de Beaux-Arts de Nantes, Nantes, 2005. Versión brasileña: Lygia Clark, da obra ao acontecimento. Somos
o molde, a você cabe o sopro. Pinacoteca del Estado de São Paulo, São
Paulo, 2006 (encarte con la traducción al portugués de los dossiers de Lygia
Clark. En: Robho). Texto disponible
en castellano en su reedición titulado "El cuerpo es la casa: sexualidad,
invasión del ‘territorio’ individual”. En Manuel J. Borja Villel y Nuria
Enguita Mayo (eds.), Lygia Clark
(catálogo de exposición), Fundació Antoni Tàpies, Barcelona, 1997, págs.
247-248.
[6] Para obtener más aclaraciones acerca de la doble capacidad de lo sensible
y su paradoja, como así también de su presencia central en la poética de Lygia
Clark, cf. Suely Rolnik, "D’une cure
pour temps dénués de poésie”, op. cit.,
pp.13-26. Versión en castellano: "Una terapéutica para tiempos desprovistos de
poesía”. En: Cuerpo y mirada: huellas del
siglo XX, MNCARS, Madrid, 2007 (en imprenta).
[7] cf. Suely Rolnik, "Molding a Contemporary Soul: The Empty-Full of Lygia
Clark”. En: Rina Carvajal y Alma Ruiz (eds.). The
Experimental Exercise of Freedom: Lygia Clark, Gego, Mathias Goeritz, Hélio
Oiticica and Mira Schendel. The Museum of Contemporary Art, Los Angeles,
1999, págs. 55-108.
[8] Lygia Clark fue docente de la —en ese entonces recién creada— U.F.R.
d’Arts Plastiques et Science de l’Art de l’Université de París I, en La Sorbona
(facultad conocida como St. Charles).
[9] "Cuerpo vibrátil” es una noción que he venido trabajando desde 1987,
cuando la propuse por primera vez en mi tesis doctoral publicada como libro en
1989 (Cartografía sentimental.
Transformações contemporâneas do deseo. Reedición Porto Alegre: Sulinas,
2006, 3ª edición 2007). Dicha noción se refiere a la capacidad de los órganos
de los sentidos de dejarse afectar por la alteridad, e indica que es todo el
cuerpo el que tiene tal poder de vibración de las fuerzas del mundo.
[10] Objetos relacionales, tal el nombre genérico que Lygia Clark asignó a los objetos que habían
migrado de propuestas anteriores a la Estructuración
del Self, o que ella creaba especialmente con este fin.
[11] cf. especialmente Nicolas
Bourriaud, Esthétique Relationnelle,
Presses du Réel, Dijon, Francia. 2002.
[12] Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolítica.
Cartografias do desejo. op. cit. pág. 132. Versión en castellano: Micropolítica.
Cartografías del deseo. Traficantes de Sueños, op. cit. págs. 132-133; o Tinta Limón, op.cit. pág. 162.
[13] Jacques Rancière, "Est-ce que l’art resiste à quelque chose?”, conferencia
dictada en el marco del V Simposio Internacional de Filosofía – Nietzsche y
Deleuze "Arte y Resistencia”, Fortaleza (CE), 8-12/11/2004.
[14] cf. Suely Rolnik, "Geopolítica
da cafetinagem” / "The geopolitics of
pimping”. En: Rizoma.net, revista electrónica, Documenta 12 Magazine Project, 2006. Versión en castellano:
"Geopolítica del chuleo”. En: Brumaria 7, Arte, máquinas, trabajo inmaterial, Madrid, Documenta 12 Magazine Project, 2006. Versión en alemán: "Geopolitik der Zuhälterei”.
En Transform.eipcp.net/Transversal
"subjectivities and machines”, 10/2006.
[15] Me refiero a la pequeña sala dedicada a algunas de las propuestas
experimentales de Lygia Clark en la Documenta X y sobre todo a la retrospectiva
itinerante de su obra organizada por la Fundació Antoni Tàpies, que circuló por
otros museos europeos y en Río de Janeiro.
[16] Veinte DVD’s subtitulados en francés acompañados de un pequeño libro
formarán parte de una caja fabricada con un tiraje de 500 ejemplares en
Francia, que se distribuirán gratuitamente en instituciones culturales y
educativas y se comercializarán en librerías. Asimismo, 53 de las 65
entrevistas filmadas estarán disponibles para el público, tanto en su versión
completa como en su montaje en el Musée de Beaux-Arts de Nantes, Francia. Para
realizarlo, además del apoyo del museo, el proyecto contó con el aporte del Ministère
de la Culture et de la Communication y de Le Fresnoy – Studio national des arts
contémporains.
[17] Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolítica.
Cartografias do desejo. op. cit. pág. 56. Versión en castellano: Micropolítica.
Cartografías del deseo. Traficantes de Sueños, op. cit. pág. 63; o Tinta Limón, op.cit. pág. 67
tomado de: http://eipcp.net/transversal/0507/rolnik/es
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