C. S. Lewis
En El diablo propone un brindis, Ed. Rialp.
Cristo Bendiciendo, Rafael
La
expresión en plural "buenas obras” es más familiar a la
cristiandad moderna que la formula "obra bien hecha”. Buenas
obras son, por ejemplo, dar limosna o "ayudar” en la parroquia.
Todas ellas se distinguen claramente del propio trabajo”. Las
buenas obras no tienen por que ser obras bien hechas, como
puede apreciar cualquiera examinando algunos objetos fabricados
para ser vendidos en los bazares con fines caritativos. Esto no
es muy ejemplar. Cuando nuestro Señor suministro un vaso extra de
buen vino en la fiesta de una boda pobre, estaba haciendo buenas
obras, pero también una obra bien hecha, pues se trataba
de un vino realmente exquisito. Desentenderse de la bondad de
nuestro "trabajo”, de nuestro quehacer, no es tampoco ejemplar.
El apóstol no dice solamente que debamos trabajar, sino también
que debemos hacerlo para producir lo que es bueno”.
La idea de obra bien hecha no ha desaparecido
completamente de nosotros. Me temo, sin embargo, que no es
característica de las personas religiosas. Yo la he podido
encontrar entre los ebanistas, zapateros y marineros. Es
completamente inútil tratar de impresionar a los marineros con un
nuevo vapor porque sea el barco más grande y más costoso
navegando por los mares. Los marineros buscan lo que llaman sus
"formas>. Solo ellas permiten predecir como se comportara la
nave cuando haya mar gruesa. Los artistas también hablan de obra
bien hecha, si bien cada vez con menos frecuencia. Ahora
empiezan a preferir adjetivos como "significativo”, "importante”,
"contemporáneo” o "atrevido”. Nada de esto es, a mi juicio, un
buen síntoma.
La mayoría de los hombres de las sociedades
industrializadas son víctimas de una situación que excluye
prácticamente desde el principio la idea de obra bien hecha.
"Construir cosas inútiles” se ha convertido en una necesidad
económica. A menos que los artículos se fabriquen para que duren
uno o dos años y para ser reemplazados por otros, será imposible
conseguir un movimiento de mercancías suficiente. Hace cien años,
el hombre suficientemente rico se construía al casarse un
carruaje en el que esperaba viajar el resto de su vida. Ahora se
compra un coche que espera vender dentro de dos años. Hoy día la
obra no debe estar bien hecha.
La cremallera tiene para el consumidor una
ventaja sobre el botón: mientras dure, le ahorrará gran cantidad
de tiempo y le evitará muchas dificultades. Para el
productor tiene un mérito aún mayor no funcionar correctamente
durante mucho tiempo. El desideratum es la obra mal hecha.
No es conveniente extraer de la situación
descrita una conclusión moral apresurada. Ese estado de cosas no
es resultado del pecado original actual exclusivamente, y
nos ha cautivado de modo imprevisto e involuntario. El
comercialismo degradado de nuestro espíritu es su resultado más
que su causa. Por lo demás, esta actitud no se puede modificar, a
mi juicio, mediante esfuerzos meramente morales.
Antiguamente los objetos se hacían para usarlos,
gozar de ellos o ambas cosas. El cazador salvaje hace un arma
de piedra o de hueso. La fabrica del mejor modo posible,
pues si no esta afilada o es frágil no servirá para matar a
ningún animal. Su mujer fabrica un recipiente de barro para traer
agua. También ella lo hace lo mejor que puede, pues deberá
servirse de la vasija. Ninguno de los dos tardará mucho tiempo,
si no lo han hecho desde el principio, en decorar los objetos
fabricados. Ambos quieren, como Dogherry, que "sean hermosas
todas las cosas a su alrededor”. Por lo demás, podemos estar
seguros que mientras trabajan cantan, silban o al menos
tararean. Tal vez cuenten también historias.
En esta situación, discreta como la serpiente
del Edén y tan inocente al principio como lo fuera ella una vez,
se introducirá antes o después algún cambio. Las familias
dejarán de fabricar todo lo que necesitan. Habrá un especialista,
un alfarero que hace vasijas para toda la aldea, un herrero que
fabrica armas para todos, un bardo (poeta y músico a la vez) que
canta y cuenta historias para todos. Es significativo que, en las
obras de Homero, el herrero de los dioses sea cojo, y el poeta
entre los hombres, ciego. Tal vez sea así como comenzó la
cosa. Los lisiados, inútiles como cazadores o guerreros, se
dedicarían a procurar recreo y demás cosas necesarias a los aptos
para aquellos menesteres.
La importancia de este cambio consiste en que
ahora hay quienes se dedican a hacer cosas (vasijas, espadas,
trovas) no para uso y goce propios, sino para los de los
demás. Como es natural, deben ser recompensados de uno u otro
modo por ello. Un cambio así es necesario. En caso contrario, la
sociedad y las artes no permanecerían en un estado de simplicidad
paradisíaca, sino de simpleza débil, desatinada y empobrecedora.
Dos hechos contribuirán a favorecer una transformación así. En
primer lugar, porque los nuevos especialistas harán sus
productos lo mejor que puedan. Si hacen malas vasijas, tendrán a
todas las mujeres de la aldea detrás suyo. Si cantan una trova
estúpida, los mandaran callar. Si hacen malas espadas, los
guerreros, en el mejor de los casos, regresaran y les golpearan
con ellas. En el peor, tal vez ni siquiera regresen. El enemigo
los habrá aniquilado, la ciudad arrasada por el fuego y ellos
hechos esclavos. En segundo lugar, porque harán lo mejor que
puedan cosas indiscutiblemente dignas de ser hechas y gozaran con
su trabajo. No debemos idealizar. No todo será deleite. El
herrero puede estar agobiado de trabajo. El bardo se puede sentir
frustrado ante la insistencia de la aldea en oír una y otra vez
su última trova (o una nueva exactamente igual a ella), mientras
que él anhela tener audiencia para alguna innovación
maravillosa. Sin embargo, de un modo general, los especialistas
tienen una vida digna del hombre: utilidad, una cantidad
razonable de honores y la alegría de ejercer su destreza.
Me falta espacio, y por supuesto conocimientos,
para seguir la huella del proceso entero desde el estado
descrito hasta la situación actual. Con todo, considero que ahora
podemos desentendernos de la esencia del cambio. Habida cuenta
de que el comienzo consiste en una situación primitiva en que
cada uno hace cosas para sí mismo, al que sigue un estadio en que
unos trabajan para otros (los cuales pagan por ello), habrá
todavía dos tipos de tareas. En relación con el primer tipo de
actividad, un hombre puede decir efectivamente: "yo hago
cosas dignas de ser hechas incluso si nadie pagara por ellas.
Pero como no soy un hombre especial y necesito comida, casa y
vestido, deben pagarme por hacerlas”. El segundo tipo de
actividad es aquél en que la gente hace cosas con el exclusivo
propósito de ganar dinero. Se trata de cosas que no tendría ni
debería hacer nadie en el mundo -y que de hecho no hace- si no se
pagara por ellas.
Debemos dar gracias a Dios porque haya multitud
de quehaceres de la primera categoría. El labriego, el
policía, el medico, el artista, el profesor, el sacerdote y
muchos otros hacen algo digno de hacerse: algo que un buen numero
de gente haría -y hace- sin sueldo, que toda familia trataría de
hacer desinteresadamente para si misma si viviera en una
situación de aislamiento como la primitiva. Menesteres como estos
no son necesariamente agradables. Atender una leprosería es un
buen ejemplo de ello.
El extremo opuesto se puede representar con dos
ejemplos. No los considero necesariamente equivalentes
desde el punto de vista moral, pero son semejantes según nuestra
presente clasificación. Uno es el trabajo de la prostituta
profesional. La peculiar ignominia de ese trabajo (antes de decir
que no debería llamar trabajo a su actividad, piénsenlo dos
veces), lo que lo hace mucho más horrible que la fornicación
normal, consiste en su carácter de ejemplo extremo de una
actividad que no persigue ningún otro fin posible salvo el
dinero. No es posible ir más lejos en esa dirección: intercambio
sexual no sólo al margen del matrimonio o sin amor, sino
incluso sin placer. El segundo ejemplo es el siguiente. A menudo
veo una valla con un anuncio, cuyo propósito consiste en que
cientos de personas miren hacia el lugar. Por su parte, la firma
anunciadora debe alquilarlo pare anunciar sus mercancías.
Consideren cuán alejado está todo esto de la idea expresada en la
formula "hacer lo que es bueno”. Un carpintero ha hecho
la valla anunciadora, inútil en sí misma. Los impresores y
fabricantes de papel han trabajado para exhibir el anuncio, sin
valor hasta que alguien alquila el espacio. La valla carece de
utilidad pare el que la alquila hasta que pega en ella el cartel.
Después de hacerlo, seguirá siendo inútil a menos que persuade a
los demás de comprar sus bienes. Las mercancías pueden ser feas,
inútiles y perniciosas, es decir, artículos que ningún
mortal compraría si los ensalmos incitantes o exóticos del
anuncio no hubieran despertado el deseo artificial de
conseguirlos. En todas las etapas de este proceso se están
haciendo cosas cuyo único valor reside en el dinero que producen.
Ese debería ser el resultado de una sociedad que
depende predominantemente de la compraventa. En un mundo
racional las cosas se deberían hacer porque fueran necesarias. En
el mundo actual es preciso crear la necesidad pare que la gente
pueda cobrar dinero por hacer las cosas. Esa es la razón por la
que no deberíamos tildar muy rápidamente de pedantería la
desconfianza o el desdén por el comercio característica de las
sociedades primitivas. Cuanto más importante es el comercio,
tanto más gente es condenada y, lo que es peor, aprende a
preferir lo que he llamado segundo tipo de quehacer. Las cosas
dignas de ser hechas al margen del salario, el trabajo deleitable
y la obra bien hecha son privilegio de una minoría afortunada.
La búsqueda competitiva del cliente domina la situación
internacional.
Durante toda mi vida se ha recaudado dinero en
Inglaterra (de forma correcta) pare comprar camisas y
entregárselas a personas desempleadas. El trabajo del que habían
sido despedidos era la fabricación de camisas.
No es difícil prever que un estado de cosas así
no puede ser permanente. Sin embargo, es muy probable,
desgraciadamente, que desaparezca por sus propias contradicciones
internas causando un sufrimiento inmenso. Sólo puede terminar
sin dolor si encontramos el modo de agotarlo voluntariamente. No
hace falta decir que yo no tengo un plan para conseguirlo. En
cualquier caso, si lo tuviera, ninguno de nuestros grandes
hombres -los grandes hombres de la política y la industria-
haría caso de él. El único signo esperanzador en este momento
es la "carrera espacial” entre Rusia y América. Dado que hemos
entrado en una situación en que el principal problema no es
procurar a la gente lo que necesitan o les gusta, sino
mantenerlas ocupadas haciendo cosas (no importa cuales),
difícilmente podrían ocuparse en algo mejor que en fabricar
objetos costosos susceptibles de ser arrojados posteriormente por
la borda. Ese proceso mantiene el dinero en circulación y
las fabricas en actividad. Nada de eso hará mucho daño, o no
durante demasiado tiempo. El alivio es, no obstante, parcial y
temporal. La principal tarea practica de la mayoría de nosotros
no consiste en proporcionar consejo a los grandes hombres acerca
de como terminar con nuestra fatal economía —no tenemos
ninguno que darle y ellos no lo escucharían—, sino en examinar
como podemos vivir dentro de ella con el menor daño y degradación
posible.
Es preciso poner de manifiesto todavía algo
fatal e insensato. Así como la ventaja de los cristianos sobre
los demás hombres no se debe a que sean seres menos caídos
ni menos condenados que ellos a vivir en un mundo caído, sino al
hecho de saber que son seres caídos en un mundo caído, nosotros
estaremos mejor si recordamos en cada momento lo que es el
trabajo bien hecho y cuán difícil se ha vuelto ahora para la
mayoría. Tal vez debamos ganarnos la vida tomando parte en la
producción de objetos de pésima calidad e indignos de ser
producidos aun cuando fueran de buena clase. La demanda o la
"compra” de productos así se logra exclusivamente anunciándolos.
Junto a las aguas de Babilonia -o el cinturón de montaje-
diremos, sin embargo, interiormente "si me olvido de ti, !oh
Jerusalen!, que mi mano derecha olvide mi astucia”.
Y naturalmente mantendremos nuestros ojos
abiertos para cualquier oportunidad de fuga. Si tenemos la
posibilidad de "elegir una carrera” (¿tiene un hombre de cada
cien una cosa así?), perseguiremos los trabajos sensatos como
galgos y nos pegaremos a ellos como lapas. Si tenemos
oportunidad, trataremos de ganarnos la vida haciendo bien
aquellas cosas que merecía la pena hacer aun cuando no tuviéramos
que ganarnos la vida. Tal vez sea necesario mortificar
considerablemente nuestra avaricia. Los trabajos insensatos
producen por lo general grandes sumas de dinero. También son
habitualmente los menos laboriosos.
Fuera de todos ellos hay, no obstante, algo más
sutil. Debemos poner mucho cuidado en preservar nuestros
hábitos intelectuales libres del contagio de quienes han sido
educados en esa situación. Una infección de ese tipo ha
corrompido profundamente, en mi opinión, a nuestros artistas.
Hasta muy recientemente—hasta la segunda mitad
del siglo pasado—se daba por supuesto que la ocupación del
artista consistía en deleitar e instruir a su público. Había,
naturalmente, diferentes públicos. Las canciones callejeras y
los oratorios no iban dirigidos a la misma audiencia (aunque, a
mi juicio, a una gran cantidad de gente les gustaban las dos). El
artista podía incitar a su público a apreciar cosas más bellas
de las que había querido al principio. Ahora bien, sólo podía
hacer una cosa así si resultaba entretenido desde el comienzo
—aun cuando no se limitara a entretener-, ofreciendo una obra
básicamente inteligible -aunque no se entendiera
completamente-. Todo esto ha cambiado. En los círculos estéticos
más elevados no se oye hoy día nada acerca del deber del artista
hacia nosotros. Todo gira acerca de nuestra obligación hacia él.
El no nos debe nada. Nosotros, en cambio, le debemos
"reconocimiento”, aun cuando no haya prestado la menor atención a
nuestros gustos, intereses o hábitos. Si no se lo damos, nuestro
nombre será vilipendiado. En esta tienda el cliente esta
equivocado siempre.
Un cambio así es parte, seguramente, de nuestra
nueva actitud hacia toda obra. Como "dar empleo” es más
importante que hacer cosas necesarias o agradables pare los
hombres, hay una tendencia a considerar que la causa de la
existencia de cualquier industria reside en quienes ejercen la
profesión en ella. El herrero no trabaja para que los guerreros
puedan luchar. Los guerreros existen y luchan para que el herrero
pueda estar ocupado. El bardo no existe pare deleitar a la
aldea: la aldea existe pare ensalzar al bardo.
Detrás de este cambio de actitud en la industria
se esconden razones estimables y cierta insensatez. El
avance real de la caridad nos prohíbe hablar de "población
sobrante”. En su lugar comenzamos a hablar de "desempleo”. El
peligro del cambio reside en que podría conducirnos a olvidar que
el empleo no es un fin en sí mismo. Queremos que la gente tenga
empleo porque es un medio pare conseguir el sustento, pues
creemos -quien sabe si acertadamente- que es mejor alimentarlos
por hacer cosas mal que a cambio de no hacer nada.
Sin embargo, aunque tenemos el deber de hablar
de dar de comer al hambriento, dudo que tengamos obligación de
"estimar” al ambicioso. Esta actitud hacia el arte es fatal
para la obra bien hecha. Muchos cuadros, poemas y novelas
modernos que hemos conseguido "estimar” no son obras bien hechas
en absoluto, pues no son siquiera obras. Son meros charcos de
sensibilidad o reflexión derramadas. Cuando un artista está
trabajando en sentido estricto, tiene en mente, por supuesto, el
gusto existente, los intereses y la capacidad de su audiencia.
Esto es parte de su materia prima, como el lenguaje, el
mármol o la pintura. Es preciso usarlo, domesticarlo, sublimarlo,
no ignorarlo ni oponerse a ello. La indiferencia altanera no es
un rasgo de genio, ni prueba de integridad, sino pereza e
incompetencia. Significa no haber aprendido el oficio. De ahí que
la obra realmente honesta para Dios aparezca ahora, en lo que
atañe al arte, de un modo nada intelectual: en el cine, las
historias de detectives o los cuentos de niños. Todos ellos son
a menudo estructuras razonables, instrumentos templados,
cuidadosamente ajustados, con todos los acentos calculados, en
los que la habilidad y el esfuerzo se emplean con éxito para
producir lo que se pretende. No me malinterpreten. Las
producciones intelectuales pueden revelar, como es lógico, una
sensibilidad más fina y un pensamiento más profundo. Pero un
charco no es una obra excelsa, por exquisitos que sean los
vinos, aceites o medicinas que contenga.
Las grandes obras (de arte) y las "buenas obras”
(de caridad) deberían ser también obras bien hechas. Hagamos
que los coros canten bien o que se callen. De otro modo
ratificaremos la conciencia mayoritaria de que el mundo de los
negocios, que fabrica con enorme eficiencia cosas que no sería
preciso realmente fabricar, es el verdadero mundo práctico de los
adultos, mientras que la "culture” y la "religion” (horrendas
palabras ambas) son actividades esencialmente marginales, propias
de aficionados y de personas algo ambiguas.
Arvo Net, 11 agosto.
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