La idea de que el arte está más allá de toda realidad social se
parece a la teología descarnada que proscribe interpretaciones políticas
en la muerte de Jesús; o a las mitologías nacionalistas impuestas como
sagrados valores universales; o a los templarios del idioma, que se
escandalizan con la impureza ideológica de la lengua que usan los
pueblos rebelados. En los tres casos, la reacción contra
interpretaciones o deconstrucciones sociales, políticas e históricas
tiene un mismo objetivo: la imposición social, política e histórica de
sus propias ideologías. La misma "muerte de las ideologías” fue una de
las ideologías más terribles ya que, al igual que los otros estados
dictatoriales del status quo, presumía de pureza y de neutralidad.
En el caso del arte, dos ejemplos de esta ideología se tradujeron en la
idea de "el arte por el arte”, en Europa, y del Modernismo en
Hispanoamérica. Este último, si bien tuvo el mérito de reflexionar y
practicar una visión nueva sobre los instrumentos de expresión, pronto
se reveló como la "torre de marfil” que era. No sin paradoja, sus
mayores representantes comenzaron cantándole a blancas princesas,
inexistentes en el trópico, y terminaron convirtiéndose en las máximas
figuras de la literatura comprometida del continente: Rubén Darío, José
Martí, José E. Rodó, etc. Décadas más tarde, el mismo Alfonso Reyes
reconocerá que en América latina no se puede hacer arte desde la torre
de marfil, como en París. A lo sumo, en medio del realismo trágico se
puede hacer realismo mágico.
Las torres de marfil nunca fueron construcciones indiferentes a la
crudeza de la realidad del pueblo, sino formas nada neutrales de
negación de la misma, por el lado de los artistas, y de consolidación de
su estado, por el lado de las elites dominantes (políticamente
dominantes, se entiende). Hay variaciones históricas: hoy la torre de
marfil es una estratégica atalaya, un minarete o un campanario laico
levantado por el mercado de consumo. El artista es menos el rey de su
torre, pero su labor consiste en hacer creer que su arte es pura
creación, incontaminada por las leyes del mercado o con la moral y la
política hegemónica. Al pie de la torre bursátil, corren ríos de gente,
de una oficina a otra, escalando en rápidos ascensores otras torres de
cristal en nombre del progreso, la liberad, la democracia y otros
productos que se derraman de las torres de comunicación. Todas
levantadas con el mismo propósito. Porque más que contradicciones —como
afirmaban los marxistas— el capitalismo tardío está construido de
coherencias, de pensamiento único, etc. El capitalismo es consecuente
con sus contradicciones.
La explicación de los más fieles consumidores de arte comercial es
siempre la misma: buscan una forma sana de diversión que no esté
contaminada de violencia o de política, todo eso que abunda en los
informativos y en los escritores "difíciles”. Lo que nos recuerda que
pocos partidos hay tan demagogos y populistas como el partido imperial
del mercantilismo, con sus eternas promesas de juventud eterna, de
satisfacción plena y de felicidad infinita. La idea de "diversión sana”
lleva implícito el entendido de que la ficción fantástica o la ciencia
ficción son géneros neutrales, aparte de la historia política del mundo y
aparte de cualquier manipulación ideológica. Hay por lo menos cinco
razones para este consenso: (1) también así pensaban grandes de la
literatura, como Jorge Luis Borges; (2) escritores mediocres han
confundido frecuentemente la profundidad o el compromiso del escritor
con el panfleto político; (3) es lícito entender el arte desde esta
perspectiva purista, porque el arte también es diversión y pasatiempo;
(4) la idea de neutralidad es parte de la fuerza de una cultura
hegemónica que es todo menos neutral; por último, (5) se confunde
neutralidad con "valores dominantes” y a éstos con lo universal.
A partir de aquí, creo que es muy fácil advertir al menos dos grandes
tipos de arte: (1) aquel que busca dis-traer, di-vertir. Es decir, aquel
que procura "salirse del mundo”. Paradójicamente, la función de este
tipo de arte es la inversa: el consumidor sale de su rutina laboral y
entra en este tipo de ficción pasatista para recuperar energías. Una vez
fuera de la sala onírica del cine, fuera del best-seller mágico, la
obra no importa más que por su valor anecdótico. Es el olvido lo que
importa: dentro de la obra se procura olvidar el mundo rutinario; al
salir de la obra, se procura olvidar el problema planteado por la misma,
ya que siempre es un problema inventado al comienzo (el muerto) y
solucionado al final (el asesino era el mayordomo). Esta es la función
del happy end. Es una función socialmente reproductiva: reproduce la
energía productiva y los valores del sistema que se sirve de ese
individuo agotado por la rutina. La obra de arte cumple aquí la misma
función que el prostíbulo y el autor es apenas la prostituta que cobra
por el placer reparador.
Diferente es el tipo de arte problemático: no es confort lo que ofrece a
quien entra en su territorio. No es olvido sino memoria lo que le
reclama a quien sale de él. El lector, el espectador no olvidan lo
expuesto en ese espacio estético porque el problema no ha sido
solucionado. La gran obra no soluciona un problema porque no ha sido
ella quien lo ha creado: es la exposición del problema existencial del
individuo, lo que se llevará al salir de ella. Está claro que en un
mundo consumista este tipo de arte no puede ser el prototipo ideal.
Paradójicamente, la obra problemática es una implosión del autor-lector,
una mirada hacia adentro que debería provocar una conciencia crítica en
el exterior que lo rodea. La obra pasatista es lo inverso: es anestesia
que impone el olvido del problema existencial reemplazándolo con la
solución de un problema creado por la obra misma.
Quiero decir que, al reconocer las múltiples dimensiones y propósitos de
una obra de arte —que incluye la diversión y el solo placer estético—,
significa también reconocer las dimensiones ideológicas en cualquier
producto cultural. Es decir, también una obra de "pura imaginación” está
recargada de valores políticos, sociales, religiosos, económicos y
morales. Bastaría con poner el ejemplo de la ciencia ficción en Julio
Verne o de la literatura fantástica de Adolfo Bioy Casares. La invención
de Morel (1940) calificada por Borges como perfecta, es también la
perfecta expresión de un escritor de la clase alta argentina que podía
darse el lujo del cultivo de la imaginación más descarnada en medio de
una sociedad convulsionada por "la década infame” (1930-1943) Un lujo y
una necesidad para una clase que no quería ver más allá de su estrecho
círculo llamado "universal”. ¿Qué hay más alejado de los problemas de la
Argentina del momento que una isla perdida en medio del océano, con una
máquina reproduciendo la nostalgia de una clase alta, hedonista por
donde se la mire, con un individuo perseguido por la justicia que busca
un Paraíso sin pobres y sin obreros? ¿Qué más alejado de un mundo en
medio del holocausto de la Segunda Guerra mundial?
No obstante, es una gran novela, lo que demuestra que el arte, si bien
no es sólo estética, tampoco es sólo política, ni solo expresión de las
relaciones de poder, ni solo moral, etc.
La libertad, quizás, sea la principal característica diferencial del
arte. Y cuando esta libertad no le da vuelta la cara a la realidad
trágica de su pueblo, entonces la característica se convierte en
conciencia moral. La estética se reconcilia con la ética. La
indiferencia nunca es neutral; sólo la ignorancia es neutral, pero
resulta un problema ético y práctico promoverla en nombre de alguna
virtud.
Jorge Majfud
The University of Georgia
Tomado de: http://www.topia.com.ar/articulos/la-terrible-inocencia-del-arte