Jean Baudrillard
Microcosmos, Chris Berens
En su monumental "Nietzsche” (1) , Martin Heidegger recuerda las frases que Hegel escribió en sus Lecciones sobre Estética:
"...Sin embargo en este sentido no hay al menos ninguna
necesidad absoluta a mano para que el asunto sea traído a la
representación por el arte … En todas estas relaciones el arte es y
permanece para nosotros, con respecto a su determinación más elevada,
algo ya pasado”.
Heidegger añade:
"No se puede refutar estas afirmaciones y llevarse por delante
toda la historia y los acontecimientos que están detrás de ellas
objetando contra Hegel que desde 1830 hemos tenido muchas obras de arte
considerables a las que podríamos señalar. Hegel nunca quiso denegar la
posibilidad de que en el futuro también se originarían y se estimarían
obras de arte. El hecho de tales obras individuales, que existen como
obras sólo para el disfrute de pocos sectores de la población, no habla
contra Hegel, sino a su favor. Es una prueba de que el arte ha perdido
su poder de ser lo absoluto, ha perdido su poder absoluto”.
Algo de esto alienta en el siguiente ensayo de Jean Baudrillard -texto extraído del libro "La transparencia del mal” (Ensayo sobre los fenómenos extremos), Jean Baudrillard, Págs. 20/25; editorial Anagrama, Barcelona, España, febrero 1991
(1) M. Heidegger: Nietzsche, tr. David Farrell Krell, ed. Harper, 1991
Vemos proliferar el Arte por
todas partes, y más rápidamente aún el discurso sobre el Arte. Pero en
lo que sería su genio propio, su aventura, su poder de ilusión, su
capacidad de denegación de lo real y de oponer a lo real otro escenario
en el que las cosas obedecieran a una regla de juego superior; una
figura trascendente en la que los seres, a imagen de las líneas y
colores en una tela, pudieran perder su sentido, superar su propio final
y, en un impulso de seducción, alcanzar su forma ideal, aunque fuera la
de su propia destrucción, en esos sentidos, digo, el Arte ha desaparecido.
Ha desaparecido como pacto simbólico por el cual se diferencia de la
pura y simple producción de valores estéticos que conocemos bajo el
nombre de cultura: proliferación hacia el infinito de los signos,
reciclaje de formas pasadas y actuales. Ya no existe regla fundamental,
criterio de juicio ni de placer.
Hoy, en el campo estético, ya no existe un Dios
que reconozca a los suyos. 0, según otra metáfora, ya no existe un
patrón-oro del juicio y el placer estéticos. Le ocurre lo mismo que a
las divisas: actualmente ya no pueden intercambiarse y cada una de ellas
flota por sí misma, sin conversión posible en valor o en riqueza
reales.
El arte se halla en la misma situación: en la fase de una
circulación super rápida y de un intercambio imposible. La «obras» ya no
se intercambian, ni entre sí ni en valor referencial. Ya no tienen la
complicidad secreta que constituye la fuerza de una cultura. Ya no las
leemos, sólo las decodificamos de acuerdo con unos criterios cada vez
más contradictorios.
En el arte nada se contradice. La
Neo-Geometría, el Nuevo Expresionismo, la Nueva Abstracción, la Nueva
Figuración, todo coexiste maravillosamente en una indiferencia total.
Como todas esas tendencias carecen de genio propio, pueden coexistir en
un mismo espacio cultural. Como suscitan en nosotros una indiferencia
profunda, podemos aceptarlas simultáneamente.
El mundo artístico ofrece un aspecto extraño. Es como si hubiera una stasis
del arte y de la inspiración. Es como si lo que se había desarrollado
magníficamente durante varios siglos se hubiera inmovilizado
súbitamente, petrificado por su propia imagen y su propia riqueza.
Detrás de todo el movimiento convulsivo del arte contemporáneo existe
una especie de inercia, algo que ya no consigue superarse y que gira
sobre sí en una recurrencia cada vez más rápida. Stasis de la
forma viva del arte y, al mismo tiempo, proliferación, inflación
tumultuosa, variaciones múltiples sobre todas las formas anteriores (la
vida motor de lo que ha muerto). Todo ello es lógico: allí donde hay estasis,
hay metástasis. Allí donde deja de ordenarse una forma viviente, allí
donde deja de funcionar una regla de juego genético (en el cáncer), las
células comienzan a proliferar en el desorden. En el fondo, dentro del
desorden actual del arte podría leerse una ruptura del código secreto de
la estética, de igual manera que en determinados desórdenes biológicos
puede leerse una ruptura del código genético.
A través de la liberación de las formas, las
líneas, los colores y las concepciones estéticas, a través de la mezcla
de todas las culturas y de todos los estilos, nuestra sociedad ha
producido una estetización general, una promoción de todas las formas de
cultura sin olvidar las formas de anticultura, una asunción de todos
los modelos de representación y de antirrepresentación. Si en el fondo
el arte sólo era una utopía, es decir, algo que escapa a cualquier
realización, hoy esta utopía se ha realizado plenamente: a través de los
media, la informática, el vídeo, todo el mundo se ha vuelto
potencialmente creativo. Incluso el antiarte, la más radical de las
utopías artísticas, se ha visto realizado a partir del momento en que
Duchamp instaló su portabotellas y de que Andy Warhol deseó convertirse
en una máquina. Toda la maquinaria industrial del mundo se ha visto
estetizada, toda la insignificancia del mundo se ha visto transfigurada
por la estética.
Se dice que la gran tarea de Occidente ha sido
la mercatilización del mundo, haberlo entregado todo al destino de la
mercancía. Convendría decir más bien que ha sido la estetización del
mundo, su puesta en escena cosmopolita, su puesta en imágenes, su
organización semiológica. Lo que estamos presenciando más allá del
materialismo mercantil es una semiurgia de todas las cosas a través de
la publicidad, los media, las imágenes. Hasta lo más marginal y lo más
banal, incluso lo más obsceno, se estetiza, se culturaliza, se
museifica. Todo se dice, todo se expresa, todo adquiere fuerza o manera
de signo. El sistema funciona menos gracias a la plusvalía de la
mercancía que a la plusvalía estética del signo.
Con el minimal art, el arte
conceptual, el arte efímero, el antiarte, se habla de desmaterialización
del arte, de toda una estética de la transparencia, de la desaparición y
de la desencarnación, pero en realidad es la estética la que se ha
materializado en todas partes bajo forma operacional. A ello se debe,
además, que el arte se haya visto forzado a hacerse minimal, a
interpretar su propia desaparición. Lleva un siglo haciéndolo,
obedeciendo todas las reglas del juego. Intenta, como todas las formas
que desaparecen, reduplicarse en la simulación, pero no tardará en
borrarse totalmente, abandonando el campo al inmenso museo artificial y a
la publicidad desencadenada.
Vértigo ecléctico de las formas, vértigo
ecléctico de los placeres: ésta era ya la figura del barroco. Pero, en
el barroco, el vértigo del artificio también es un vértigo carnal. Al
igual que los barrocos, somos creadores desenfrenados de imágenes, pero
en secreto somos iconoclastas. No aquellos que destruyen las imágenes
sino aquellos que fabrican una profusión de imágenes donde no hay nada
que ver. La mayoría de las imágenes contemporáneas, video, pintura,
artes plásticas, audiovisual, imágenes de síntesis, son literalmente
imágenes en las que no hay nada que ver, imágenes sin huella, sin
sombra, sin consecuencias. Lo máximo que se presiente es que detrás de
cada una de ellas ha desaparecido algo. Y sólo son eso: la huella de
algo que ha desaparecido. Lo que nos fascina en un cuadro monocromo es
la maravillosa ausencia de cualquier forma. Es la desaparición -bajo
forma de arte todavía- de cualquier sintaxis estética, de la misma
manera que en el transexual nos fascina la desaparición -bajo forma de
espectáculo todavía- de la diferencia sexual. Las imágenes no ocultan
nada, no revelan nada, en cierto modo tienen una intensidad negativa. La
única e inmensa ventaja de una lata Campbell de Andy Warhol es que ya
no obliga a plantearse la cuestión de lo bello y de lo feo, de lo real o
de lo irreal, de la trascendencia o de la inmanencia, exactamente igual
como los íconos bizantinos permitían dejar de plantearse la cuestión de
la existencia de Dios -sin dejar de creer en él, sin embargo.
Ahí está el milagro. Nuestras imágenes son como
los íconos: nos permiten seguir creyendo en el arte eludiendo la
cuestión de su existencia. Así pues, tal vez haya que considerar todo
nuestro arte contemporáneo como un conjunto ritual para uso ritual, sin
más consideración que su función antropológica, y sin referencia a
ningún juicio estético. Habríamos regresado de ese modo a la fase
cultural de las sociedades primitivas (el mismo fetichismo especulativo
del mercado artístico forma parte del ritual de transparencia del arte).
Nos movemos en lo ultra- o en lo infraestético.
Inútil buscarle a nuestro arte una coherencia o un destino estético. Es
como buscar el azul del cielo por el lado de los infrarrojos o los
ultravioletas.
Así pues, en este punto, no encontrándonos ya
en lo bello ni en lo feo, sino en la imposibilidad de juzgarlos, estamos
condenados a la indiferencia. Pero más allá de la indiferencia, y
sustituyendo al placer estético, emerge otra fascinación. Una vez
liberados lo bello y lo feo de sus respectivas obligaciones, en cierto
modo se multiplican: se convierten en lo más bello que lo bello o en lo
más feo que lo feo. Así, la pintura actual no cultiva exactamente la
fealdad (que sigue siendo un valor estético), sino lo más feo que lo feo
(el bad, el worse, el kitsch), una fealdad a
la segunda potencia en tanto que liberada de su relación con su
contrario. Desprendidos del «verdadero» Mondrian, somos libres de pintar
«más Mondrian que Mondrian». Liberados de los auténticos naif, podemos pintar "más naif que los naif”,
etc. Liberados de lo real, podemos pintar más real que lo real:
hiperreal. Precisamente todo comenzó con el hiperrealismo y el pop Art,
con el ensalzamiento de la vida cotidiana a la potencia irónica del
realismo fotográfico. Hoy, esta escalada engloba indeferenciadamente
todas las formas de arte y todos los estilos, que entran en el campo
transestético de la simulación.
En el propio mercado del arte existe un paralelo a esta
escalada. También allí, al haber terminado con cualquier ley mercantil
del valor, todo se vuelve «más caro que caro», caro a la potencia dos:
los precios se vuelven desorbitados, la inflación delirante. De la misma
manera que cuando desaparece la regla del juego estético éste comienza a
corretear en todas direcciones, también cuando se pierde toda
referencia a la ley de cambio, el mercado bascula en una especulación
desenfrenada.
Idéntico desbocamiento, idéntica locura, idéntico exceso. La
llamarada publicitaria del arte está en relación directa con la
imposibilidad de cualquier evaluación estética. El valor brilla en la
ausencia del juicio de valor. Es el éxtasis del valor.
Por tanto, actualmente existen dos mercados del
arte. Uno de ellos sigue regulándose a partir de una jerarquía de
valores, aunque éstos sean ya especulativos. El otro está hecho a imagen
de los capitales flotantes e incontrolables del mercado financiero; es
una especulación pura, una movilidad total que, diríase, no tiene otra
justificación que la de desafiar precisamente la ley del valor. Este
mercado del arte tiene mucho de poker o de potlatch, de space-opera en
el hiperespacio del valor. ¿Debemos escandalizarnos? No tiene nada de
inmoral. De la misma manera que el arte actual está más allá de lo bello
y de lo feo, también el mercado está más allá del bien y del mal. http://homepage.mac.com/eeskenazi/baudrillard.html
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