por GILBERT DURAND
(cap. 1 de "L'imagination symbolique")
traducido por Enrique Eskenazi
"El positivismo es la filosofía que, en un mismo movimiento, suprime a Dios y clericaliza todo pensamiento" (Jean Lacroix, "La sociologie d'Auguste Comte", p. 110)
Puede
parecer doblemente paradójico querer tratar sobre "el Occidente
iconoclasta". ¿Acaso la historia de la cultura no reserva este epíteto
para la crisis que sacudió al Oriente bizantino en el siglo VII? ¿Y como
puede tacharse de iconoclasta a la civilización que rebosa de imágenes,
que ha inventado la fotografía, el cine, los innumerables medios de
reproducción iconográfica?
Pero hay muchas formas de iconoclasia. Una, por defecto,
rigorista, es aquella de Bizancio la cual, desde el siglo V, con San
Epifanio, se manifiesta y se irá fortaleciendo bajo la influencia del
legalismo judío o musulmán, y que será más bien una exigencia
reformadora de "pureza" del símbolo contra el realismo demasiado
antropomórfico del humanismo cristológico de San Germán de
Constantinopla y después de Teodoro Estudita. Otra, más insidiosa, es de
algún modo, por exceso, inversa en intenciones a la de los píos
concilios bizantinos. Pues, si la iconoclasia del primer tipo ha sido un
simple accidente en la ortodoxia, se tratará de mostrar que la
iconoclasia del segundo tipo, por exceso, por evaporación del sentido,
ha sido el rasgo constitutivo y contínuamente agravado de la cultura
occidental.
En principio el conocimiento simbólico, definido triplemente como
pensamiento siempre indirecto, como presencia figurada de la
trascendencia y como comprehensión epifánica, aparece en las antípodas
de la pedagogía del saber tal como se instituye desde hace diez siglos
en Occidente. Si como O. Spengler se hace comenzar plausiblemente
nuestra civilización con la herencia de Carlomagno, se nota que
Occidente siempre ha opuesto a los tres criterios precedentes elementos
pedagógicos violentamente antagónicos: a la presencia epifánica de la
trascendencia, las iglesias opusieron dogmas y clericalismos, al
"pensamiento indirecto" los pragmatismos opusieron el pensamiento
directo, el "concepto" -cuando no el "percepto"- y finalmente, ante la
imaginación comprehensiva "madre de error y de falsedad", la Ciencia
dirigirá las largas cadenas de razones de la explicación semiológica,
asimilando además estas últimas a largas cadenas de "hechos" de la
explicación positivista. De alguna manera los famosos "tres estados"
sucesivos del triunfo de la explicación positivista son los tres estados
de la extinción simbólica.
Son estos "tres estados" de la iconoclasia occidental los que
recorreremos brevemente. Sin embargo esto "tres estados" no tienen la
misma evidencia iconoclasta y para proceder de lo más evidente a lo
menos evidente, en nuestro estudio debemos invertir el curso de la
historia, intentando, a partir de la iconoclasia demasiado notoria del
cientificismo, remontarnos a las fuentes más profundas de este gran
cisma del Occidente por relación a la vocación tradicional del
conocimiento humano.
La
depreciación más evidente de los símbolos que nos presenta la historia
de nuestra civilización es ciertamente la que se manifiesta en la
corriente cientificista surgida del cartesianismo. Ciertamente, como ha
escrito excelentemente un cartesiano contemporáneo, no porque Descartes
rechace usar la noción de símbolo. Pero el único símbolo para el
Descartes de la tercera Meditación, es la misma conciencia "a imagen y
semejanza" de Dios. Es por ello exacto pretender que con Descartes el
simbolismo va a perder su carta de ciudadanía en filosofía. Incluso un
epistemólogo de un no cartesianismo tan decidido como Bachelard escribe
aún en nuestros días, que los ejes de la ciencia y de lo imaginario son
primeramente opuestos, y que el científico debe ante todo limpiar al
objeto de su saber, por un "psicoanálisis objetivo", de todas las
pérfidas secuelas de la imaginación "deformadora". Descartes instaura el
reino del algoritmo matemático, y Pascal, matemático, católico y
místico, no se engañaba cuando denuncia a Descartes. El cartesianismo
asegura el triunfo de la iconoclasia, el triunfo del "signo" sobre el
símbolo. La imaginación, como también la sensación, se rechazada por
todos los cartesianos como la madre del error. Ciertamente, para
Descartes sólo el universo material se reduce al algoritmo matemático
gracias a la famosa analogía funcional: el mundo físico no es sino
figura y movimiento, es decir, res extensa, y en consecuencia toda
figura geométrica no es sino ecuación algebraica.
Pero tal método de reducción a "evidencias" analíticas pretende ser el
método universal. Se aplica justamente, y ya con Descartes, al "yo
pienso" último "símbolo" de ser cierto, más cuan temible símbolo a fin
de que el pensamiento, por tanto el método -es decir, el método
matemático- devenga el único símbolo del ser! El símbolo -cuyo
significante no tiene sino la diafanidad del signo- se difumina poco a
poco en la pura semiología, se evapora por así decirlo, metódicamente en
signo. Por este sesgo que con Malebranche y sobre todo con Spinoza el
método reductivo de la geometría analítica se aplicará al Ser absoluto,
al mismo Dios.
Con el siglo XVIII, ciertamente, comienza una reacción contra el
cartesianismo. Pero esta reacción será inspirada por el empirismo
escolástico en Leibniz como en Newton, y más adelante veremos que este
empirismo es tan iconoclasta como el método cartesiano. Todo el saber de
los dos últimos siglos se resumirá en un método de análisis y de medida
matemática nacido de un deseo de numeración y de observación en el cual
la ciencia histórica hallará recuento. Es así que se inaugura la era de
la explicación científica que en el siglo XIX, bajo las presiones de la
historia y de su filosofía, se volverá positivismo.
Esta concepción "semiológica" del mundo será la concepción oficial
de las universidades occidentales y especialmente de la universidad
francesa, primogénita de Augusto Comte y nieta de Descartes. No sólo es
pasible de exploración científica el mundo, sino que sólo la
exploración científica tiene derecho al título de conocimiento. Durante
dos siglos la imaginación fue violentamente anatemizada. Brunschvig la
considera aún como "pecado contra el espíritu" en tanto que Alain no ve
en ella sino la infancia confusa de la consciencia; Sartre descubre en
lo imaginario "la nada", "objeto fantasma", "pobreza esencial".
En la filosofía contemporánea de descendencia cartesiana se produce
una doble hemorragia de simbolismo: sea que se reduzca el cogito
a "cogitaciones" y entonces se obtiene el mundo de la ciencia donde el
signo sólo se piensa como término adecuado de una relación, se que se
"quiera tornar el ser interior a la conciencia" y entonces se obtienen
fenomenologías viudas de trascendencia para las que la colección de los
fenómenos no orienta ya hacia un polo metafísico, ya no evoca lo
ontológico puesto que no lo invoca, no alcanza sino una "verdad a
distancia, una verdad reducida". En resumen, puede decirse que la
denuncia cartesiana de las causas finales y la reducción del ser al
tejido de relaciones objetivas resultante han liquidado en el
significante todo lo que era sentido figurado, toda reconducción a la
profundidad vital del llamado ontológico.
Una iconoclasia radical de ese modo no se desarrolló sin graves
repercusiones sobre la imagen artística pintada o esculpida. El rol
cultural de la imagen pintada se minimiza al extremo en un universo
donde cada día triunfa la potencia pragmática del signo. Incluso Pascal
afirma su desprecio por la pintura, preludiando así el desamparo social
en el que será tenido "el artista" por el consenso occidental a través
mismo de la revolución artística del romanticismo. El artista, como el
icono, ya no tiene lugar en una sociedad que poco a poco ha eliminado la
función esencial de la imagen simbólica. Además, después de las vastas y
ambiciosas alegorías del Renacimiento, el arte del siglo XVII y XVIII
se pretende, en conjunto, minimizar en un mero "divertimento", en un
puro "ornamento". La misma imagen pintada, tanto en la alegoría enfriada
de Le Sueur, en la alegoría política de Lebrun y de David, como en la
"escena de género" del siglo XVIII, ya no intenta "evocar". De este
rechazo de la evocación nace el ornamentalismo académico que, desde los
epígonos de Rafael a Fernand Léger, pasando por David y los epígonos de
Ingres, reducen el rol del icono a decorado. Y aún en las revueltas
románticas e impresionistas contra esta condición devaluada, la imagen y
su artista no recuperarán más, en los tiempos modernos, la potencia de
significación plena que poseen en las sociedades iconófilas, en el
Bizancio macedónico como en la China de los Song. Y en abundante y
vindicativa anarquía de las imagenes que repentinamente se desencadena y
sumerge al siglo XX, el artista busca desesperadamente anclar su
evocación más allá del desierto cientificista de nuestra pedagogía
cultural.
Si
se remontan algunos siglos antes del cartesianismo, se percibe una
corriente aún más profunda de iconoclasia, corriente que repudiará la
mentalidad cartesiana. Esta corriente es vehículo, del siglo XIII al
XIX, para el conceptualismo aristotélico o más exactamente para la
variante ockhamista y averroista de este último. La Edad Media
occidental retoma por su cuenta la vieja querella filosófica de la
antigüedad clásica. El platonismo, tanto grecolatino como alejandrino,
es una filosofía de "cifra" de la trascendencia, es decir, implica una
simbólica. Ciertamente, diez siglos de racionalismo han corregido, a
nuestros ojos, los diálogos del discípulo de Sócrates donde no leemos ya
sino las premisas de la dialéctica y la lógica de Aristóteles, incluso
del matematicismo de Descartes. Pero la utilización sistemática del
simbolismo mítico y aún de juegos de palabras etimológicos, por parte
del autor del Banquete y del Timeo, basta para convencernos de que el
gran problema platónico era el de la reconducción de los objetos
sensibles al mundo de las ideas, el de la reminiscencia que, lejos de
ser una vulgar memoria, es por el contrario una imaginación epifánica.
Al otro extremo del alba medieval, es aún una doctrina semejante la
que sostendrá Juan Scoto Erígena: Cristo deviene el principio de esta reversio, inversa de la creatio, por la cual se efectuará la divinización, deificatio,
de todas las cosas. Pero la solución adecuada del problema platónica la
propone finalmente la gnosis valentiniana en aquél lejano Occidente de
los primeros siglos de la era cristiana. A la pregunta que obsesiona al
platonismo; "¿Cómo es que el Ser sin raíces y sin lugar ha llegado hasta
las cosas?", planteada por el alejandrino Basílides, Volantín responde
con una angeleología, una doctrina de los "ángeles", intermediarios, los
eones que son los modelos eternos y perfectos de este mundo imperfecto
puesto que separado, en tanto que la reunión de los eones constituye la
Plenitud (el Pléroma)
Estos ángeles, que se encuentran en otras tradiciones orientales,
son como bien ha mostrado Henri Corbin, el criterio mismo de una
ontología simbólica son símbolos de la misma función simbólica que es- ¡como ellos!- mediadora
entre la trascendencia del significado y el mundo manifiesto de los
signos concretos, encarnados, que por ella devienen símbolos.
Ahora bien, este angeleología, constitutiva de una doctrina del
sentido trascendente mediado por el humilde símbolo, consecuencia
extrema de un desarrollo histórico del platonismo, será rechazada en
nombre del "pensamiento directo" por la crisis de los universales que
inaugura en Occidente el conceptualismo aristotélico. Conceptualismo
cada vez más coloreado de empirismo al que Occidente en conjunto será
fiel durante cinco o seis siglos al menos (si se hace acabar la era
peripatética con Descartes, sin tener en cuenta el conceptualismo
kantiano ni el positivismo comtiano...). El aristotelismo medieval,
aquel surgido de Averroes y al que se acogen Siger de Brabante y Ockham,
es la apología del "pensamiento directo" contra todos los prestigios
del pensamiento indirecto. El mundo de la percepción, lo sensible, ya no
es un mundo de intercesión ontológica donde se epifaniza un misterio
como era el caso en Escoto Erígena o aún en San Buenaventura. Es un
mundo material, el de lugar propio, separado de un motor inmóvil tan
abstracto que no merece el nombre de Dios. La "física" de Aristóteles,
que la cristiandad adoptará hasta Galileo, es la física de un mundo dado
de baja, combinación de cualidades sensibles que no reconducen sino a
lo sensible o a la ilusión ontológica que bautiza con la palabra "ser" a
la cópula que une un sujeto a un atributo. Lo que Descartes denunciará
en esta física en primera instancia no es su positivismo sino su
precipitación. Ciertamente, para el conceptualismo la idea posee una
realidad "in re", en la cosa sensible de donde la extrae el intelecto,
pero no conducen sino a un concepto, a una definición pedestre que se pretende sentido estricto,
ya no reconduce, como la idea platónica, de impulso meditativo en
impulso meditativo al supremo sentido trascendente que está "más allá
del ser en dignidad y en potencia". Y se sabe con qué facilidad este
conceptualismo se difuminará en el nominalismo de Ockham. Los
comentadores de los tratados de física peripatéticos no se engañan al
oponer las "historiai" (las investigaciones) aristotélicas, tan cercanas
en espíritu de la entidad "histórica" del positivismo moderno, a los
"mirabilia" (los acontecimiento extraños y maravillosos) o bien a los
"idiotes" (acontecimientos singulares) de todas las tradiciones
herméticas. Estas últimas procedían por relaciones "simpáticas", por
homologías simbólicas.
Este delizamiento hacia el mundo del realismo perceptivo, donde el
expresionismo es decir el sensualismo- reemplaza la evocación simbólica,
es más visible en el paso del arte románico al arte gótico. La
primavera románica vio florecer una iconografía simbólica heredada del
Oriente, pero esta primavera fue muy breve con respecto a los tres
siglos de arte "occidental", de arte llamado gótico. El arte románico es
un arte "indirecto", pleno de evocación simbólica, frente al arte
gótico tan "directo" del cual será prolongación natural el sorprendente
"trompe-l'oeil'. Aquello que se transparentaba en la encarnación
escultural del símbolo románico era la gloria de Dios y su victoria
sobrehumana sobre la muerte. Lo que muestra cada vez más la estatuaria
gótica son los sufrimientos del hombre-Dios.
Mientras que el estilo románico, con menos continuidad ciertamente
que Bizancio, conserva un arte del icono que reposa sobre el principio
teofánico de una angeleología, el arte gótico aparece en su proceso como
el tipo mismo de iconoclasia por exceso: acentúa a tal punto el
significante que se desliza del icono a la imagen muy naturalista, que
pierde su sentido sagrado y deviene simple ornamento realista, simple
"objeto de arte". Paradójicamente, es menos iconoclasta el purismo
austero de San Bernardo que el realismo estético de los góticos
alimentado por la escolástica peripatética de Santo Tomás. Ciertamente,
esta depreciación del "pensamiento indirecto" y de la evocación angélica
que se le asocia, por parte del buen sentido pedestre de la filosofía
aristotélica y del averroismo latino, no se cumplirá en un sólo día.
Habrá resistencias difícilmente ocultadas; la floración del estilo
cortés, del culto del amor platónico por los Fedeli d'Amore,
como el renacimiento franciscano del simbolismo con San Buenaventura.
Igualmente, es necesario señalar que en el realismo de ciertos artistas,
de Memling por ejemplo y más tarde del Bosco, se transparenta un
misticismo oculto que transfigura la minuciosidad trivial de la visión.
Pero no es menos verdad que el régimen de pensamiento que adopta el
Occidente fáustico del siglo XIII, haciendo del aristotelismo la
filosofía oficial de la cristiandad, es un régimen que privilegia el
"pensamiento directo" en detrimento de la imaginación simbólica y de los
modos de pensamiento indirecto.
Desde el siglo XIII las artes y la conciencia ya no tienen por
objetivo reconducir a un sentido, sino "copiar la naturaleza". El
conceptualismo gótico pretende ser una copia realista de las cosas tal
como son. La imagen del mundo, sea pintada, esculpida o pensada, se
des-figura y reemplaza el sentido de la Belleza y la invocación al Ser
por el manierismo de la gracia o el expresionismo de las angustias de la
fealdad. Puede escribirse que si el cartesianismo y el cientificismo
que de él brota era una iconoclasia por defecto y por desprecio
generalizado a la imagen, la iconoclasia peripatética el tipo de
iconoclasia por exceso: en el símbolo descuida el significado para no
inculcarse sino a la epidermis del sentido, al significante. Todo el
arte, toda la imaginación, se pone al servicio de la única curiosidad
fáustica y conquistadora de la cristiandad. Es verdad que aún más
profundamente la consciencia de Occidente había sido preparada para este
papel ornamentalista por una corriente de iconoclasia más primitiva y
más fundamental, que ahora examinaremos.
El
racionalismo, aristotélico o cartesiano, tienen la inmensa ventaja de
pretenderse universales por distribución individual del "sentido común" o
del "buen sentido". No vale lo mismo para las imágenes; son
esclavizadas a un acontecimiento, a una situación histórica o
existencial que las colorea. Por ello una imagen simbólica necesita sin
cesar ser revivida, un poco como un trozo de música o un personaje de
teatro que necesitan de un intérprete. Y el símbolo, como toda imagen,
es amenazado por el regionalismo de la significación, y corre el riesgo
de transformarse en cada instante en lo que R. Alleau nombra
juiciosamente un "sintema", es decir, una imagen que ante todo tiene por
función un reconocimiento social, una segregación convencional. Podría
decirse que es un símbolo reducido a su potencia sociológica. Toda
"convención", aunque esté animada por las mejores intenciones de
"defensa simbólica" es fatalmente dogmática. En el plano de la
reconducción ontológica y de la vocación personal se produce una
degeneración que distingue claramente el pastor Bernard Morel: "La
teología latina ha traducido la palabra griega "misterio" por
"sacramento", pero la palabra latina no tiene toda la riqueza de la
palabra griega. En el misterio griego hay una apertura al cielo, un respeto por lo inefable, un realismo espiritual, una fuerza en la exultación,
que no expresa la moderación lógica y la concisión jurídica del
sacramento romano". La imagen simbólica perderá esas virtudes de
apertura a la trascendencia en el seno de la libre inmanencia. Al
devenir sintema, se funcionaliza podríamos decir, con respecto a
los clericalismos que pretenden definirla, y así se funcionariza. La
imagen simbólica que se encarna en una cultura y en un lenguaje
cultural, corre el riesgo de esclerosamiento en dogma y en sintaxis. En
este punto la letra amenaza al espíritu, en tanto la poética profética
se vuelve sospechosa y amordazada. Ciertamente, es una de las grandes
paradojas del símbolo el no expresarse sino por una "letra" más o menos
sintemática. Pero la inspiración simbólica aspira a despertar al
espíritu más allá de la letra, so riesgo de morir. Pero toda Iglesia es
funcionalmente dogmática, institucionalmente está del lado de la letra.
Una Iglesia, como cuerpo sociológico, "corta el mundo en dos; los fieles
y los sacrílegos", y especialmente la Iglesia romana que, en el momento
culminante de su historia, teniendo con mano firme el cuchillo de doble
filo, no podrá admitir la libertad de inspiración y la imaginación
simbólica. La virtud esencial del símbolo, ya hemos dicho, consiste en
asegurar en el seno del misterio personal la presencia misma de la
trascendencia. Tal pretensión aparece como la puerta abierta al
sacrilegio para un pensamiento eclesiástico. Ya sea fariseo, sunita o
"romano", el legalismo religioso se enfrenta siempre fundamentalmente
con la afirmación de que para cada individualidad espiritual hay una
"inteligencia agente separada, su Espíritu Santo, su señor personal que
le vincula con el Pléroma sin otra mediación". Dicho de otro modo, en el
proceso simbólico puro, el Mediador, Angel o Espíritu Santo, es
personal, emano de algún modo del libre examen, o mejor aún de la libre
exultación, y por ello escapa a toda formulación dogmática impuesta
desde fuera. El vínculo de la persona, por mediación de su ángel, con lo
Absoluto ontológico, escamotea incluso la segregación sacramental de la
Iglesia. Como en el platonismo, y especialmente el platonismo
valentiniano, bajo la cubierta de la angeleología, existe una relación personal con el ángel del conocimiento y de la revelación.
Todo simbolismo es por tanto un tipo de gnosis, es decir, un proceso
de mediación por un conocimiento concreto y experimental. Como una
gnosis, el símbolo es un "conocimiento beatificante", un "conocimiento
redentor", que no necesita de un intermediario social, es decir,
sacramental y eclesiástico. Pero esta gnosis, puesto que concreta y
experimental, siempre tendrá la tendencia a figurar al ángel en
mediadores personales de segundo grado: profetas, mesías y sobre todo la
mujer. Para la gnosis propiamente dicha lo "ángeles supremos" son
Sofia, Barbeló, Nuestra-Señora-Espíritu-Santo, Helena, etc., de las
cuales la caída y la salvación figuran las mismas esperanzas de la via
simbólica: la reconducción de lo concreto a su sentido iluminante. Pues
la Mujer, como los Ángeles de la teofanía plotiniana, posee en oposición
al hombre una doble naturaleza que es la doble naturaleza del
"symbolon" mismo: creadora de un sentido y a la vez receptáculo
concreto de ese sentido. La feminidad es la única mediadora porque es a
la vez "pasiva" y "activa". Eso era lo que ya había expresado Platón, y
lo que expresa la figura judía de Shejiná así como la figura musulmana
de Fátima. La Mujer es por tanto como el ángel, el símbolo de los
símbolos, tal como aparece en la mariología ortodoxa bajo la figura de
la Theotokos, o en la liturgia de las Iglesias cristianas, que se
identifican voluntariamente como intermediaria suprema con "La Esposa".
Ahora bien, es significativo que todo el misticismo de Occidente
abrevará en estas fuentes platónicas. San Agustín jamás renegó el neo
platonismo. Y Escoto Erígena introdujo en el siglo XI en Occidente los
escritos de Dionisio Areopagita. Bernardo de Claraval, como su amigo
Guillermo de Saint Thierry, como Hildegarde de Bingen, todos son
familiares de la anámnesis platónica. Pero ante esta transfusión de
misticismo la Iglesia vigilia funcionalmente con sospecha.
Tocamos aquí el factor más importante de la iconoclasia occidental,
pues la actitud dogmática implica un rechazo categórico del icono en
tanto que apertura espiritual para una sensibilidad, una epifanía de
comunión individual. Para las Iglesias orientales, el icono
está ciertamente pintado según medios canónicamente fijos, y pareciera
que más rígidamente fijos que en la iconografía occidental. Pero no es
menos cierto que el culto de los iconos utiliza plenamente el doble
poder de reconducción y de epifanía sobrenatural del símbolo. Sólo la
Iglesia ortodoxa, aplicando plenamente las decisiones del concilio
ecuménico VIIº, que prescribe la veneración de los iconos, da a la
imagen el rol sacramental plenamente de "doble esclavitud" que hace que,
por el vehículo de la imagen, del significante, las conexiones entre el
significado y la conciencia que adora "no son puramente convencionales,
sino que son radicalmente íntimos". Ahora se revela el rol profundo del
símbolo: es confirmación de un sentido en una libertad personal.
Es por esto que el símbolo no puede explicarse: la alquimia de la
transmutación, de la transfiguración simbólica sólo puede efectuarse, en
última instancia, en el crisol de una libertad. Y la potencia poética
del símbolo define la libertad humana mejor que cualquier especulación
filosófica: esta última se obstina en ver en la libertad algo objetivo,
mientras que en la experiencia del símbolo experimentamos que la
libertad es creadora de un sentido; es poética de una trascendencia
en el seno del sujeto más objetivo, más comprometido en el
acontecimiento concreto. Es el motor de la simbólica. Es el Ala del
Ángel.
Henri Gouhier escribió que la Edad Media se extingue cuando
desaparecen los Ángeles. Puede añadirse que se disuelve una
espiritualidad concreta cuando quedan vacantes los iconos y se los
reemplaza por alegorías. Ahora bien, en épocas de reanudación de
dogmatismo y endurecimiento doctrinal, en el apogeo del poder papal bajo
Inocencio III o después del Concilio de Trento, el arte occidental es
esencialmente alegórico. El arte católico romano es un arte dictado por
la formulación conceptual de un dogma. No reconduce a una iluminación,
simplemente ilustra las verdades de la Fe dogmáticamente
definidas. Decir que la catedral gótica es una "biblia de piedra" no
implica en absoluto que aquí se tolere una libre interpretación que la
Iglesia rehúsa a la Biblia escrita. Simplemente esas expresiones quieren
decir que la escultura, el vitral, el fresco son ilustraciones de la
interpretación dogmática del Libro. Si el gran arte cristiano se
confunde con el arte bizantino y el arte románico (que son artes del
icono del símbolo) se confunde con el "realismo" y la ornamentación
gótica como con la ornamentación el expresionismo barroco. La pintura
del "triunfo de la Iglesia" es Rubens, no André Roublev o cuando menos
Rembrandt.
Así, en al alba del pensamiento
contemporáneo, en el instante en que la Revolución Francesa terminó de
desarticular los soportes culturales de la civilización de Occidente,
uno advierte que la iconoclasia occidental sale notablemente reforzada
de seis siglos de "progreso de la conciencia". Pues si el dogmatismo de
la letra, el empirismo del pensamiento directo y el cientificismo
semiológico son iconoclasias divergentes, su común efecto se va
reforzando en el curso de la historia. Es esta acumulación de "tres
estadios de nuestras concepciones principales" la que constató A. Comte y
la que funda el positivismo del siglo XX. Pues el positivismo que Comte
destaca del balance de la historia occidental del pensamiento es a la
vez dogmatismo "dictatorial" y "clerical", pensamiento directo al nivel
de los "hechos" "reales" por oposición a las "quimeras", y legalismo
cientificista. Para retomar una expresión que Jean Lacroix aplica al
positivismo de Augusto Comte, podría decirse que el "encogimiento"
progresivo del campo simbólico conduce en el alba del siglo XIX a una
concepción y a un papel extremadamente "estrecho" del simbolismo. Uno
puede preguntarse a justo título si estos "tres estadios" que son los
del progreso de la conciencia, no son acaso sino tres etapas de la
obnubilación y sobre todo de la alienación del espíritu. Dogmatismo
"teológico", conceptualismo "metafísico" con sus prolongaciones
ockhamistas, y finalmente semiología "positivista", no son más que una
progresiva extinción del poder humano de relacionarse con la
trascendencia, del poder de mediación natural del símbolo.
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