por Rosa Olivares Exit, Imagen y Cultura nº 18
Joel Peter Witkin
Cuando los primeros fotógrafos iniciaban lo que
sería una acelerada carrera estética, sus modelos preferidos fueron,
inevitablemente, objetos y edificios, el patio de atrás, los objetos de
uso doméstico sacados de la alacena. Necesitaban modelos inanimados que
pudieran permanecer inmóviles el tiempo necesario de exposición para que
la imagen fuera captada por la nueva técnica fotográfica. Nada más
fácil ni más cómodo que organizar, sobre la mesa del estudio, un
conjunto de objetos que, tal vez al azar, recondujesen nuevamente la
memoria cultural: un busto, un libro, tal vez alguna otra curiosidad...
una composición que demostraba nuevamente algo que el artista venía
haciendo desde hace más de 4.000 años. Louis Jacques-Mandé Daguerre
realizaba el primer daguerrotipo, datado en 1837, fotografiando una
naturaleza muerta, una vanitas . La más nueva de las técnicas
artísticas repetía una fórmula tan vieja como la historia del arte,
ahora bien, lo hacía a la moda del momento, sustituyendo los elementos
alimenticios del cuerpo por el alimento del espíritu, en la forma
novelesca que los principios del siglo XIX asentaron... "como si la
fotografía no tuviera nada nuevo que aportar al arte de la naturaleza
muerta", asevera Guy Davenport.
Lo
que demostraba Daguerre al realizar esta naturaleza muerta no era una
cultura refinada, sino algo mucho más importante. Por un lado el
conocimiento de la época que vivía y de los movimientos intelectuales
del momento y, muy especialmente, que la cultura llega a ser algo
genético, adquirido a lo largo de las diferentes generaciones hasta
convertirse en un lenguaje autóctono, algo que existe y se manifiesta de
manera casi inevitable en el hacer de los hombres.
¿Tiene la fotografía algo nuevo que aportar al
arte de la naturaleza muerta? En gran medida la fotografía se ha
convertido en manos de los artistas actuales en una prolongación de la
pintura. En muy pocos casos su uso ha significado un enriquecimiento
lingüístico, siendo la mayoría de las veces un puente tendido entre la
pintura y la pintura, suplantándola momentáneamente en virtud de una
necesidad coyuntural. Curiosamente, en las últimas décadas la fotografía
ha servido para desarrollar géneros clásicos que a través de la pintura
resultaban obsoletos, faltos de interés y, sobre todo, ajenos a los
intereses formales del momento. Entre los géneros que la pintura más
actual ha desbancado de su campo de acción está la naturaleza muerta, la
vanitas , un género cuyo origen podríamos cifrar en el arte
funerario y que ha pervivido desde las pinturas rupestres hasta Picasso,
siguiendo así, como decíamos antes, hasta hoy día a través de la
fotografía. En este sentido, como en tantos otros, los nuevos lenguajes
no necesariamente han aportado nuevos contenidos sino relecturas o
actualizaciones de los contenidos tradicionales.
En la historia del arte hay pocos temas tan
cargados de simbología, tan centrados en los sentimientos humanos
trascendentes como en las naturalezas muertas. En muchas ocasiones se ha
escrito de la naturaleza muerta como de un arte menor, de un arte de
uso doméstico pero nunca se ha llegado a la negligente afirmación de que
su significado sea trivial. Si bien es cierto que con la llegada del
impresionismo y su posterior uso en el cubismo y muy especialmente en la
obra picassiana se ha reforzado en exceso su valor como iconos de paz,
como representación del calor del hogar y de cierto carácter doméstico,
perdiendo así ese reflejo de los ecos de la vanidad de nuestra efímera
vida. Sin detallar una bien visible y conocida historia de la naturaleza
muerta, el sentido esencial de su representación formal, de la comida
real, de los elementos que la componen, desde las frutas hasta los
libros, calaveras, velas, animales, todo ello dispuesto sobre una mesa,
evoluciona oscilando de lo puramente alimenticio hasta esa idea más
ligada a una "alimentación del espíritu y del intelecto". Pero tanto si
son higos, peras o manzanas, ostras o peces, libros o instrumentos
musicales, calaveras o cualquier otro elemento, éstos están
representando diferentes formas de alimentar nuestro cuerpo, nuestros
sentidos y nuestra alma. Y están, sobre todo, poniendo sobre la mesa
todo aquello que vamos a perder. Nos hablan del paso del tiempo, de todo
lo que el tiempo nos va a quitar, de la muerte y de la pérdida.
El paso del tiempo destruirá la hermosura de
estas frutas y pudrirá la carne de estos animales. La vela, el reloj, el
libro, la calavera, son más claramente explícitos de que el tiempo se
acaba, y de que, vanitas vanitatis , todo en nuestra vida es
vanidad. Este paso del tiempo persigue al hombre desde que es consciente
de su propio cuerpo, y la fotografía es, sin duda, uno de los lenguajes
artísticos que actúan con el tiempo, la memoria y la muerte como
elementos inseparables. Sin embargo, la aportación de la fotografía a la
naturaleza muerta es desigual. En una gran mayoría, los fotógrafos se
limitan a reconstruirlas con una estética decadente, en la que se
recupera el concepto pictorialista, si bien la ironía en unos casos, el
claro remake en otros y, en algunos más, una utilización contemporánea de los conocimientos de la historia del arte justifican el esfuerzo.
Sin
embargo, nunca como en estos momentos, y esto sí será una aportación de
la fotografía, aparecen en las naturalezas muertas esos estados de
podredumbre de algunas de las imágenes que veremos en las siguientes
páginas. Ahora ya no es solamente la hermosura de lo que la naturaleza
ofrece, sino la comida basura, el detritus, los alimentos con moho,
desechados. Ya no es lo que la vida nos va a quitar, sino lo que ya
hemos desechado nosotros mismos, despojos de nuestra civilización,
manteles sucios, migajas de comidas vulgares, bandejas de comida de
avión. Se siguen utilizando, cómo no, los enseres, los referentes
objetuales junto a los alimentos y no es suficiente decir que estos
elementos son diferentes, porque su significado sigue siendo similar, y
ésta es una característica cultural del bodegón: adecuarse a los
tiempos, cambiar la lira por los cristales de bohemia, la calavera por
el libro... La fotografía es el arte del siglo XX y por lo tanto corre
el riesgo de ser anacrónico muy fácilmente.
Nombres como Wolfgang Tillmans o Joel-Peter
Witkin tienen en la naturaleza muerta uno de sus temas habituales y son,
ciertamente, dos de los artistas que han sabido aportar elementos
propios de nuestra época y del lenguaje fotográfico. En este sentido el
clasicismo de Witkin, con unas composiciones estrictamente legibles en
el orden tradicional del género, se nos presenta como algo totalmente
diferente, imposible antes de la fotografía. Y cómo, curiosamente, la
reutilización de elementos pictóricos esenciales como el color, perviven
en una fotografía totalmente pura y a la vez clásica como es la de
Manuel Vilariño. Todos los artistas que aparecen en este número, desde
la revisión de la historia de la pintura de Pere Formiguera hasta la
reutilización del bodegón en el sentido más tradicional de Toni Catany,
Evelyn Hofer, Flor Garduño, Douglas W. Mellor, Olivier Richon o Zachary
Zavislak, nos hablan de las mismas cosas que cientos de artistas antes
que ellos. Nos están diciendo que la vida se va como el humo de esas
velas que se empiezan a apagar, en silencio, sin darnos cuenta. Y con
ese humo, nuestras vidas y todo lo que hemos derrochado como si nunca se
fuera a acabar.
El arte vive gracias al significado, y éste no se pierde, se condensa,
se transforma, se desarrolla, se cambia. En la naturaleza muerta, vanitas o memento mori ,
abundan los símbolos, los dobles sentidos, y si su lectura puede
parecer lineal, hay matices e historias que sólo la mitología y la
religión, junto con la historia de una civilización cada vez más
compleja, pueden desentrañar. Si Vincent Van Gogh llegó a pintar 194
naturalezas muertas, tal vez su sentido no sea sencillamente tan simple.
Tal vez tengan un sentido renovado los cientos de naturalezas muertas
que estos artistas, y otros muchos, llevan hechas en sus cortas y
efímeras vidas contemporáneas.
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