Federico Fernández Giordano
Por una suerte probablemente nunca deseada por los autores más
contumaces de esa extraña miscelánea que conforma la inefable clase de
los "artistas malditos”, solemos englobar con semejante título no
carente de sensacionalismo a una serie heterogénea de artistas,
escritores, pensadores, etc, aun a riesgo de que estos autores hayan
pasado a engrosar en su mayoría, con su bendición o sin ella, el coloso
cultural de Occidente (ese famoso, para bien o para mal, "canon
occidental”). Irónicamente, ese canon es el mismo que en ocasiones trata
de apartar de su seno a estos autores, como se aparta a un bicho
molesto, o como se rasca desesperadamente y sin fruto un picor
insoportable en mitad de la espalda. Gran parte de esa cultura que en
los libros de texto podría pasar por "académica” o "clásica” se la
debemos en verdad a "autores malditos” o que en su día fueron malditos.
Un hecho que ejemplifica perfectamente esta paradoja es la música del
siglo XX, en concreto los músicos de jazz, blues y rock tradicionales,
que hoy son material de estudio en las escuelas, así como en otros
ámbitos se aprenden y siguen las líneas de seres tan cáusticos y
transgresores como en su día lo fueron Schönberg o Stravinski.
Caravaggio, Rembrandt, Monet, fueron en su tiempo artistas con voz
propia o sencillamente contracorriente, mientras que en la actualidad
son material de estudio académico. "Impresionismo”, "gótico”, "barroco”,
"manierismo”, eran originalmente adjetivos peyorativos. Shakespeare fue
un autor rebelde y deslenguado que hizo temblar los pilares de la
hipocresía isabelina. A Sócrates lo mataron sus conciudadanos. Dante,
Cervantes o Voltaire fueron objeto de controversias en nombre de la
"modernidad” que les tocó vivir y que, paradójicamente, estarían
llamados a retratar. Giordano Bruno, Galileo, Darwin, o el propio Jesús
de Nazareth, fueron parias en el mundo que los vio nacer.
Todo ello demuestra cuán infundadas y faltas de relevancia son a la
postre las inclusiones en cierto tipo de grupúsculos o ideas maniqueas
(con lo que, de entrada, la sola posibilidad de una categoría de
"artistas malditos” se hace irrelevante por cuanto de relativo y
generalista existe en semejante categoría). Nos centraremos, por tanto,
en un rasgo que acaso sea común a todos los artistas y creadores
malditos, pero que no obstante trasciende la mera clasificación en ese
orbe para adentrarse en terrenos que son afines a la actividad artística
misma.
La actividad artística ha atravesado a lo largo de nuestra historia
diferentes estados y situaciones, fruto del carácter mutable de
Occidente. El ascenso del secularismo desde los siglos de la
Ilustración, y en mayor medida la era industrial y la cultura del "final
de siècle”, han hecho del arte sinónimo de causas perdidas, enajenación
y alienación, cercando paulatinamente los valores y aspiraciones
artísticas a un plano de abstracción alejado de la realidad. De este
modo, la realidad parece compartir cada vez menos los motivos y objetos
que insuflan vida al artista y, cuanto más pretende éste afinar y
engrandecer su arte, más parece distanciarse de aquélla. Por este camino
el arte se desnaturaliza, se hace "suprahumano” y sus obras llegan a
cotizarse por cantidades astronómicas en las subastas de Sotheby’s,
mientras que, inversamente a este proceso, el artista como figura humana
individual accede a un segundo plano.
La cultura de masas y el desarrollo de los medios de comunicación
confieren a la humanidad cierta aparente unidad, se tiene la noción de
un "todo”, y no hay lugar en esa "aldea global” para un artista que se
diga independiente, porque la premisa para ser un artista independiente,
para ser un artista "outsider” o maldito, es el egoísmo. No hay más que
echar un vistazo a las numerosas ayudas y fomentos por parte de los
gobiernos y comunidades de nuestro país hacia todos los creadores que se
dicen "comprometidos” con algún tipo de causa altruista, y si esta
causa enaltece de paso los aspectos más superficiales de la naturaleza
humana, o si por el contrario pone su mira en obviedades y nos recuerda
lo dañino, salvaje y destructivo que puede ser el ser humano, mejor. Un
Rousseau, un Jaques Louis-David, un Breton, un La Rochefoucault, todos
ellos grandes cultores del arte, pero más preocupados en sancionar
moralmente a la humanidad que en cuestiones puramente estéticas, serían
los antagonistas de nuestros personajes. Desgraciadamente, hoy en día un
arte que se ocupe por entero del arte tiene pocos visos de ser
atendido. Y es en este punto donde la figura del artista maldito se
desdibuja: cualquiera de nosotros es un artista maldito, desde el
momento en que nos olvidamos del mundo para centrarnos en la consecución
de una obra de carácter personal, desoyendo las connotaciones sociales,
culturales o simplemente circunstanciales de la vida.
El artista maldito es frecuentemente impermeable (aun de un modo
involuntario) a las mareas ideológicas, sociales o políticas, e incluso a
las corrientes artísticas de su tiempo. Construye con su labor un
edificio paralelo al explícitamente impuesto por la corriente de marras
de tal o cual periodo, un edificio que aparece a la mirada cuando ésta
no se halla perdida entre cuestiones de moda, de utilitarismo, de causas
de ninguna clase. Como toda causa, estos artistas admiten sólo las
puramente estéticas. Pues, a pesar de Arnold Hauser, el arte puede y
debe existir separado de la ideología. Un arte a pesar de la ideología. Y
si alguien dijo que un gentilhombre sólo sabe defender causas perdidas,
el artista maldito sabe que esas causas valen de todo su esfuerzo. El
artista-gentilhombre, aquejado de lo que Marthe Robert llamaba "vocación
quijotesca”, es "sordo ante las enseñanzas de la experiencia,
infatigable y melancólico, está destinado a una continua derrota; pero
no se desanima porque en el fondo no espera nada, pues sabe muy bien que
su proyecto es tan irrealizable como necesario” (Marthe Robert; en "Lo
viejo y lo nuevo”).
Por más que sabemos muy bien hasta qué punto es importante para el
arte que a un cierto estilo o periodo se sumen en piña generaciones
enteras de poetas, escultores, arquitectos, ebanistas, orfebres o
diseñadores, sabemos también que los giros en ese arte suelen venir de
la mano de los individuos. Por ello, estas líneas son un homenaje a la
individualidad en el arte, a ese artista que se distingue de sus
iguales, en el fragor de los grandes movimientos, por servirse de
motivaciones y fines singulares. En él se reavivan unos valores
estéticos que por desgracia en el mundo moderno no existen o se
minimizan. Su arte apunta a mundos de experiencia estética pura, en las
antípodas de las causas prácticas y/o morales. Se rige, sí, por las
pulsiones propias de la vida, pero no se tuerce a mirar otra cosa que la
perfección de su oficio, que es, al fin y al cabo, la perfección del
espíritu. Una perfección de estilo en oposición a cualquier tipo de
ética, como sabían los (mal llamados) "artistas obreros” que poblaban
las cortes italianas del Renacimiento o el Flandes del XVII.
En suma, los artistas malditos no son más ni menos que los
no-malditos, y al final el motivo de su afinidad no es otro que el mutuo
desapego por cuanto de intrascendente y trivial hay en la fama
enciclopédica. A menudo sus historias estuvieron tocadas por el halo de
la fatalidad, y sus vidas, por incomprendidas, puede que encarnen la
esencia de la tragedia. Ellos han cargado sobre sus hombros el peso de
la estética, tan infravalorada entre el común de los mortales, sin ceder
al empuje de la multitud que tiende a mecernos ahora aquí ahora allá,
que como una interferencia contamina el juicio y la admiración simple de
una obra de arte. No en vano, aquel artista afamado con espíritu de
maldito que fue Salvador Dalí dijo en una ocasión: "El universo, como
toda cosa material, tiene un aire terriblemente mezquino y estrecho si
se lo compara, por ejemplo, con la amplitud de una frente pintada por
Rafael.”
Tomado de:
http://www.espacioluke.com/2008/Marzo2008/fernandez.html
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