Fernando Checa LEO & HIS CIRCLE:
THE LIFE OF LEO CASTELLI Alfred A. Knopf, Nueva York
A finales de los años veinte del siglo pasado, apenas transcurridos
veinticinco desde las primeras manifestaciones de lo que, poco tiempo
más tarde, se denominarán «vanguardias históricas», un escogido grupo de
coleccionistas y de ricos aficionados al arte, entre los que estaban la
señorita Lizzie Bliss, Josephine Porter Boardman (la viuda del
millonario Winthrop Murray Crane) y Abby Aldrich Rockefeller,
encabezados por Alfred H. Barr, un joven historiador del arte que había
estudiado en las universidades de Princeton y Harvard y en el Fogg
Museum, fundaban, en 1929, el Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva
York.
No era, por supuesto, el primer aldabonazo que el arte europeo
de vanguardia daba en la gran ciudad norteamericana. En 1913 se había
organizado una exposición, en el Armory Show (de donde tomó el nombre
por el que se la conoce), en la que el público neoyorquino más despierto
ya había admirado, rechazado o, en todo caso, discutido ciertas obras
de Marcel Duchamp (como su célebre Nu descendant un escalier),
Vasili Kandinski, Pablo Picasso y otros artistas europeos. Sin embargo,
la fundación del célebre MoMA tuvo una proyección de mucho más calado,
cuyos efectos son perceptibles aún hoy día.
Alfred Barr planteó la creación del museo como un auténtico
«torpedo» respecto al Metropolitan Museum de Nueva York, donde se
exponían ya muy importantes colecciones de arte antiguo: así lo expresó
en un escrito del momento en el que llegó a dibujar el famoso torpedo.
El MoMA fue la manifestación del interés que tenía Barr por dotar a la
ciudad y al ambiente estadounidense de un museo que comenzara a exponer
las obras maestras de la producción pictórica y escultórica europea
–fundamentalmente las realizadas en Francia– desde los últimos años del
siglo xix y que habían conducido al arte en poco menos de cuarenta años a
soluciones tan radicales como las propuestas por la abstracción o el
surrealismo.
La idea consistía no solo en introducir una carga de profundo
calado en una institución ya muy consolidada en la cultura de la ciudad,
como era el Metropolitan, y en plantear al público norteamericano las
producciones de la vanguardia europea, sino en estructurar y narrar una
historia de la misma. La inteligencia de Alfred Barr, unida a la
importancia y el significado de las colecciones que comenzaba a reunir
en torno a «su» museo, le animó a proponer una lectura del arte de las
tres primeras décadas del siglo XX a partir de algunas figuras
rupturistas de la pintura de los últimos años de la centuria anterior en
Francia, según una «continuidad» que se analizaba de manera
eminentemente formalista. Irving -Sandler, al presentar en 1986 los
escritos de Barr, que hacía ya unos veinte años que había dejado la
dirección del museo, expuso concisamente sus aportaciones al debate
crítico y museístico en el período que transcurrió entre los años
treinta y sesenta del siglo XX: «Entre aquellos temas [de Barr] que aún
son motivo de discusión se encuentran los siguientes: definición del
arte moderno y de vanguardia; la censura en el arte; los argumentos
opuestos de nacionalismo e internacionalismo en arte; el arte por el
arte, o el arte al servicio de una causa; modernismo y posmodernismo o
antimodernismo en arte y arquitectura; formalismo y antiformalismo en la
crítica de arte y la historia». Y, un poco más adelante, destaca otra
de las cuestiones capitales por lo que respecta a un museo de arte
moderno: «¿Debería un museo cumplir tanto la función de depositario de
obras maestras reconocidas como la de ejercer de patrocinador de un arte
nuevo y problemático?», es decir, la de intervenir activamente en el
devenir cotidiano de la actividad artística.
Estas eran las principales cuestiones a las que el responsable del
museo fue respondiendo a lo largo de su carrera como director, no solo a
través de escritos y publicaciones, sino, sobre todo, con el desarrollo
de las actividades de la institución, del despliegue de su colección y
de una importantísima serie de exposiciones temporales (acompañadas de
catálogos muchas veces escritos y diseñados por él mismo), que fueron
conformando el sistema expositivo de la colección permanente, y con
ello, una manera de narrar el arte europeo del siglo XX. En una de las
muestras más célebres, Cubismo y arte abstracto, que se celebró
en 1936, Barr insertó al final de su introducción su famoso árbol
genealógico del arte del siglo XX o «Mapa del arte moderno», en el que,
partiendo de la fecha de 1890, encabezado por el arte japonés, Gauguin,
Cézanne y Seurat y el neoimpresionismo, mostraba, a través de una serie
de flechas, cómo se llegaba, en el año de 1935, al arte abstracto no
geométrico y al arte abstracto geométrico.
No es este el momento de discutir la pertinencia de este esquema,
pero sí el de señalar su extraordinaria influencia en la historiografía y
en la práctica museística del siglo XX, y el de resaltar el hecho
fundamental de que Barr proponía la idea de que hacia finales del siglo
xix, en Francia, determinados artistas plantearon una nueva manera de
creación artística con un significado radicalmente rupturista, solo
equivalente en este sentido a lo que sucedió en Italia y en Flandes
durante el siglo XV en los inicios del Renacimiento. Del interés de
estos artistas antiguos por imitar la naturaleza se había pasado a
principios del siglo XX a casi exactamente lo contrario: «Los artistas
más atrevidos y originales habían terminado por cansarse de pintar
realidades. Un poderoso impulso común les arrastró a abandonar la
imitación de la apariencia natural», dejando así clara su perspectiva de
que el desarrollo de la modernidad culminaba, a la altura de mediados
de los años treinta, en la abstracción.
Se ha repetido mucho en los últimos años que la historia del arte
moderno que se narraba, y se narra, en las paredes del MoMA no es solo
una historia lineal, sino que es, sustancialmente, una única historia
confeccionada a través de los sucesivos «triunfos» del arte de la
vanguardia europea hasta 1945-1950, y de artistas fundamentalmente
norteamericanos para la segunda mitad del pasado siglo. Manuel
Borja-Villel, actual director del Museo Nacional Centro de Arte Reina
Sofía de Madrid, lo ha expresado con claridad al opinar que el MoMA
«cuenta una única historia sin derivaciones, excluyente, homogeneizante,
universalista, que cree que es aplicable a todo el mundo».
La potencia de este «pensamiento único» en torno a la historia del
arte del siglo XX que solo ha comenzado a ser cuestionada en nuestros
días, resulta clara, tal y como se pone de manifiesto en los sucesivos
intentos –que, en realidad, no acaban de cuajar– de elaboración de
discursos museísticos distintos al ya comentado del Museo de XX Moderno
de Nueva York, y resultará determinante, sobre todo por lo que se
refiere al triunfo del arte abstracto –ahora ya norteamericano– de los
años de la segunda posguerra, que centrarán la segunda parte de este
escrito.
El mismo MoMA, tras su reciente reapertura después de la
construcción de un nuevo edificio situado en su solar habitual, ha
tratado de eliminar las rigideces del esquema historiográfico planteado
por Barr sin, en realidad, conseguirlo: todavía sigue presentando lo
esencial de su colección de pintura y escultura del siglo XX en dos
plantas con la cesura entre ambas situada en torno a las fechas de
finales de los años treinta e inicios de los cuarenta, alrededor del
surrealismo y la Segunda Guerra Mundial. Su discurso sigue estando
basado en la sucesión de los llamados «ismos» a partir de la obra, que
se presenta como inaugural, de Cézanne, Seurat, Signac o Van Gogh. La
primera de estas dos plantas es, de manera prácticamente exclusiva,
europea y, más en concreto, francesa (parisiense), alemana –con las
vanguardias expresionistas– y soviética y holandesa –con la abstracción
geométrica–, mientras que la segunda se articula, a la manera
tradicional, como un diálogo entre Estados Unidos y Europa, con claro
predominio del primer país. En esencia, las dos plantas del MoMA siguen
presentando el arte del siglo XX como un asunto de las vanguardias y
como un diálogo entre dos ámbitos: Europa (los países mencionados) y
Estados Unidos (fundamentalmente, Nueva York y, en menor grado,
California). Un esquema sobre el que volveremos más adelante, ya que se
trata de una de las cuestiones capitales a la hora de definir algunos
aspectos del arte contemporáneo.
Ahora queremos glosar también brevemente las ideas de otro de los
grandes críticos, junto con Alfred Barr, de la abstracción, uno de los
modeladores del estado de la cuestión intelectual en torno al tema de la
incorporación del arte norteamericano al discurso vanguardista que tuvo
su epicentro en la ciudad de Nueva York a finales de los años cuarenta.
Nos referimos al crítico Clement Greenberg, que desarrolló su actividad
a lo largo de los años cuarenta y cincuenta en diversos medios de la
vanguardia estadounidense, sobre todo en la influyente Partisan Review.
Greenberg fue quien mejor analizó el hecho del paso de la primacía
artística, desde el punto de vista vanguardista, de Europa, y
concretamente París, a Estados Unidos, y concretamente a Nueva York, que
se produce desde finales de los años treinta y se consolida de manera
definitiva a lo largo de la siguiente década, ya en la época de la
Segunda Guerra Mundial y los años inmediatamente posteriores.
Entre 1957 y 1960, Greenberg publicó uno de sus más influyentes ensayos, Pintura norteamericana,
donde resume de forma crítica la situación. Desde su punto de vista,
los nuevos pintores estadounidenses, que comenzaban a reparar en ciertos
artistas europeos de más edad como Klee, Kandinski o algunos de los más
jóvenes surrealistas, causaron una gran sorpresa en el nuevo escenario
artístico por basar su creatividad en lo que denominaba, por un lado,
«espontaneidad artística» y en los «efectos fortuitos», o, en el otro
extremo, por presentar «superficies que parecen desprovistas de
incidentes pictóricos». Se refería Greenberg con ello a lo que denomina
«expresionismo abstracto», un movimiento que, a pesar de su aparente
radicalidad y novedad, hunde sus raíces en tendencias europeas
anteriores. Es claro el deseo de Greenberg de subrayar tanto la novedad
de los artistas norteamericanos que defiende como el prestigio de las
propuestas europeas de las que procedían: «Lo cierto es que todos ellos
partieron del arte francés y tomaron de él su instinto estilístico, y
fue también de lo francés de donde consiguieron sus ideas más claras
sobre cómo sentir un arte ambicioso e importante». Nos interesa resaltar
los factores que, según este crítico, habían hecho posible el
florecimiento del expresionismo abstracto, que concreta en los
siguientes: el alejamiento estadounidense del escenario bélico, la
presencia en Norteamérica de artistas como Mondrian, Masson, Léger,
Chagall, Ernst o Lipchitz, y la de numerosos críticos, marchantes y
coleccionistas europeos, destacando la significación de un personaje
como la coleccionista Peggy Guggenheim y su famosa galería Art of This
Century. Es en este ambiente, como veremos de inmediato, en el que se
introdujo, con éxito e inteligencia, la figura de Leo Castelli.
El escrito más significativo e influyente, sin embargo, de Clement
Greenberg es su famoso ensayo aparecido en la temprana fecha de 1939, Vanguardia y kitsch.
Desde una clara postura política izquierdista, su autor contrapone las
realizaciones del arte de vanguardia –destacando su carácter
intelectual, elitista y formalista– a las que, de forma pionera,
denomina kitsch, un arte popular de carácter urbano, pronto
absorbido, por la facilidad de su comunicación a las masas, por los
regímenes autoritarios y las dictaduras de los años treinta encabezadas
por Hitler, Mussolini o Stalin. Estamos ante una de las más tempranas
reflexiones en torno a un tema que ha continuado fascinando a críticos e
historiadores del arte del siglo XX, como es el de las relaciones entre
la alta cultura y la cultura popular, con importantes consecuencias en
la práctica artística americana y europea, sobre todo a partir de la
aparición, ya a finales de los años cincuenta, del pop art.
Greenberg sitúa, pues, a un lado el arte de vanguardia, elitista y
distanciado de la sociedad, que repudia la política, ya fuese
revolucionaria o burguesa, y al otro, el kitsch, producto de la
revolución industrial y del acceso de las grandes masas a la cultura de
manera acrítica e indiscriminada, en una situación que denomina de
«alfabetismo universal». Fue esta una de las grandes discusiones
teórico-políticas del momento en medios como la Partisan Review y en autores, a los que glosa ampliamente, como Dwight Macdonald y sus análisis de la presencia del kitsch en el arte oficial de la Unión Soviética.
Desde nuestra perspectiva, no nos interesa tanto analizar el escrito de Greenberg en lo que tiene de descripción del kitsch
como desde el punto de vista de sus apreciaciones del arte de la
vanguardia, pues constituye uno de los primeros puntos de vista,
extraordinariamente influyentes en la crítica posterior, en torno a la
interpretación formalista del arte y, sobre todo, de la pintura
vanguardista que venimos comentando. Según Greenberg, la superación del
arte decadente de la segunda mitad del siglo xix se produce desde los
años cincuenta y sesenta de esa centuria, coincidiendo «cronológica y
geográficamente con el primer y audaz desarrollo del pensamiento
científico revolucionario en Europa». Ello tiene lugar, sin embargo, a
través de actitudes manifiestamente desinteresadas de la política,
aunque con el apoyo moral de un pensamiento social y político avanzado y
revolucionario. «Retirándose totalmente de lo público, el poeta y el
artista de vanguardia buscaban mantener el alto nivel de su arte
estrechándolo y elevándolo a la expresión de un absoluto en el que se
resolverían, o se marginarían, todas las relatividades y
contradicciones. Aparecen el "arte por el arte” y la "poesía pura”, y
tema o contenido se convierten en algo de lo que hay que huir como de la
peste». Es este el punto clave del análisis greenberguiano de la
pintura de vanguardia en 1939, y el que justifica su entusiasmo y
defensa –que hará con pasión e inteligencia, a lo largo de los años
cuarenta y cincuenta del siglo pasado– de la pintura abstracta. Sus
palabras resultan clarividentes: «He aquí la génesis de lo "abstracto”.
Al desviar la atención del tema nacido de la experiencia común, el poeta
o el artista la fija en el medio de su propio oficio. Lo no figurativo o
"abstracto”, si ha de tener validez estética, no puede ser arbitrario y
accidental, sino que debe nacer de la obediencia a alguna restricción
valiosa u original. Esta restricción, una vez que se ha renunciado al
mundo de la experiencia común, externa, puede encontrarse únicamente en
los mismos procesos o disciplinas por los que el arte y la literatura
han imitado ya esa experiencia. Y son estos los que se convierten en el
tema del arte y la literatura». La conclusión es, pues, clara:
«Continuando con Aristóteles, si todo arte y toda literatura es su
imitación, lo único que nos queda al final es imitación del imitar». Es
esto lo que sucedió con los artistas de las primeras vanguardias
(Picasso, Braque, Mondrian, Miró, Kandinski, Brancusi, Klee, Matisse y
Cézanne), cuya fuente de inspiración son sus propios procesos creativos y
su interés radica, más que en el tema, en su preocupación por inventar,
disponer y componer espacios, superficies, contornos y colores, hasta
el extremo de excluir todo aquello que no sea esto y, por tanto, verse
abocados a la abstracción. Ello explica el alto intelectualismo de las
producciones vanguardistas y la defección del mismo por parte de las
masas. Que los artistas sean artistas de artistas y los poetas, poetas
de poetas, ha provocado esta deserción del gran público respecto al arte
de vanguardia, pues «las masas siempre han permanecido más o menos
indiferentes a los procesos de desarrollo de la cultura», lo que no
parece preocupar excesivamente a Clement Greenberg, aunque sí, sin
embargo, la paralela defección de la clase dirigente, ya que la
vanguardia pertenece a esta clase.
Recordemos que el escrito se fecha en un momento tan significativo
como 1939 y que, desde una perspectiva izquierdista como aquella en la
que se sitúa el crítico, es obvio que las posibilidades de la alta
cultura se encuentran seriamente amenazadas: «Como la vanguardia –dice–
constituye la única cultura viva de la que disponemos hoy, la
supervivencia de la cultura en general está amenazada a corto plazo».
No es nuestra intención analizar ahora en profundidad estos
planteamientos, aunque sí retener en la memoria algunos hechos. El
primero es que, desde el lado norteamericano, tanto en las ideas de
Greenberg como en las de Barr (al que el crítico califica
despreciativamente como «ese inveterado defensor de arte menor»), las
producciones de la vanguardia europea se analizaban desde puntos de
vista decididamente formalistas, que servían para explicar la deriva
hacia la abstracción de los propios pintores estadounidenses del
«expresionismo abstracto». En segundo lugar, la importancia que la
diáspora cultural europea de los años treinta tuvo en el estímulo de
actitudes decididamente vanguardistas en Estados Unidos. En tercer
término, y muy en contacto con todo ello, el papel que personajes como
Alfred Barr y Clement Greenberg desempeñaron en la orientación de un
coleccionista, dealer y galerista como Leo Castelli, sobre el
que queremos llamar la atención en estas páginas. Es por ello por lo que
hemos resumido brevemente algunas de sus principales ideas. No solo
Castelli tuvo a estos dos personajes, en cierta manera, como mentores en
los primeros años de su vida en Nueva York, sino que ambos representan
dos de los puntos de vista más recurrentes de las actividades del
galerista: si con Greenberg aprendió una estricta valoración del arte de
vanguardia como un asunto de puras formas, así como la importancia del
paso de la primacía de la creación vanguardista desde Europa a Estados
Unidos, con Alfred Barr fue consciente de la importancia que las
instituciones como museos o galerías comerciales tenían en el estímulo
de la creación propiamente dicha. Como Barr con el MoMA, Castelli con su
galería o, mejor, con su red de galerías y de coleccionistas afines, no
desempeñó un papel pasivo y meramente receptor de las obras de los
artistas, sino que intervino activamente en la vida, en las personas y
en los trabajos de artistas y creadores, introduciendo así un factor no
estrictamente artístico, sino, en buena medida, social y comercial en el
desarrollo del arte contemporáneo.
La reciente biografía sobre esta atrayente personalidad escrita por Annie Cohen-Solal, Leo & His Circle. The Life of Leo Castelli (el original francés fue publicado por Gallimard en 2009 con el título de Leo Castelli et les siens),
apenas se detiene en los temas que hemos resumido en los párrafos
anteriores, aunque sí señala repetidas veces el papel decisivo que
algunos intelectuales estadounidenses, como los dos que hemos destacado,
desempeñaron no tanto en la formación artística como en los primeros
pasos de Leo Castelli en el mundo artístico de Estados Unidos y, sobre
todo, en el de Nueva York a partir de 1941.
La perspectiva de la autora es eminentemente biográfica (estamos
ante la narración de una vida más que frente a un ensayo sobre el
desarrollo del arte de la vanguardia norteamericana a lo largo de la
segunda mitad del siglo XX) y sus intereses se centran en la
personalidad, atractiva y enigmática, de Castelli, que ejerce una
confesada fascinación sobre ella. Ello no impide que, como comentaremos
de inmediato, el libro pueda ser considerado como una interesante
aportación a la comprensión de determinados aspectos del debate y el
desarrollo del arte en la segunda mitad del siglo XX, que la autora no
ve tanto en términos de discusiones teóricas o de práctica artística, ni
de polémicas entre variadas alternativas vanguardistas, sino como el
resultado de relaciones personales entre artistas, museos o galerías y,
sobre todo, como asuntos de poder cultural ligados a actividades
comerciales.
La pretensión de la autora es mostrarnos la figura de su protagonista como la de un goetheano Weltbürger,
nacido en Trieste, como Leo Krausz, en 1907 en una acomodada familia
semita y fallecido, ya como Leo Castelli (adoptó su apellido italiano
materno cuando el fascismo de Mussolini requirió la italianización de
los nombres) en Nueva York en agosto de 1999. Una vida, como la del arte
de vanguardia, primero europea y más tarde americana, que se desarrolló
en lugares como Trieste, Viena, Bucarest o París.
Tras una amplia consideración de los orígenes familiares, paternos y
maternos de Leo, cuyas noticias estudia la autora remontándose hasta la
Toscana del Renacimiento, la primera parte del libro se centra en la
narración de la vida del protagonista desde su infancia hasta finales de
los años treinta en los lugares señalados, relacionándolos siempre con
la situación social y política y, en no tan gran medida, cultural, de la
convulsa historia europea de los cuarenta primeros años del siglo XX,
muy marcados, naturalmente, por las dos guerras mundiales. Es una parte
del libro de longitud quizás excesiva para un lector interesado por la
historia artística de la pasada centuria, aunque en cierta medida
necesaria para comprender esa naturaleza cosmopolita y de ciudadano del
mundo que poseía Leo Castelli (una naturaleza internacional que, por
otra parte, es connatural al desarrollo del arte de vanguardia del siglo
XX), en la que el hecho central es el de su primer matrimonio con
Ileana Schapira, miembro de una rica familia húngara, que catapultó al
educado y atractivo Leo hacia el gran mundo de la alta sociedad
centroeuropea en vísperas de la catástrofe. Lujosas casas, buenos
automóviles, vacaciones en Suiza o en Francia y la adquisición de
dibujos de Matisse o Picasso marcaron la entrada del joven Leo en este
gran mundo, en el que iba a continuar, bajo la protección económica de
la familia de su mujer, durante décadas.
El momento inicial decisivo para la futura carrera de ambos
personajes fue su llegada al París de 1937, una ciudad y un ambiente
cultural ya marcados por la crisis política y el auge del surrealismo, y
la entrada en contacto –al margen, sin embargo, de buena parte de estas
agitaciones– con personajes como el decorador René Drouin, con el que,
en julio de 1939, en una situación histórica ya al borde del abismo,
inauguró una famosa exposición en la galería que llevaba el nombre de su
socio, nada menos que en la Place Vendôme: era la primera exposición de
Leo y en ella se mostraban ya piezas maestras como L’Ange du Foyer
de Max Ernst, a la vez que resultaba clara la atracción que ejercía
sobre Castelli la alta sociedad, los ambientes elegantes y las
especulaciones comerciales.
El desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial y los orígenes y
fuertes relaciones semitas del matrimonio Castelli-Schapira explican su
éxodo a Estados Unidos, no todavía sin una breve estancia en el Bucarest
de la guerra, donde Leo trabajó como intérprete. Sin embargo, el
matrimonio se traslada definitivamente, ya en 1946, a Nueva York. Es
entonces, y ya nos encontramos prácticamente mediado el libro, cuando se
inicia la auténtica carrera de Leo Castelli, una carrera que hizo de él
durante más de treinta años uno de los personajes decisivos en la
configuración, y aun diríamos la invención, del arte contemporáneo. Es
desde este punto de vista desde el que el libro de Annie Cohen-Solal se
transmuta en una apasionante narración no solo de la vida de Castelli,
sino del desarrollo artístico de su amplio círculo de poder e influencia
que alcanzó su clímax tanto en Nueva York como en Europa a mediados de
los años sesenta.
Una de las características más sorprendentes en la carrera del
galerista es, precisamente, lo tardío, en términos biográficos, de su
apogeo. Todavía en el período 1946-1956, lo que en la segunda parte de
la biografía que comentamos se califica como «Los años de la
metamorfosis», nos encontramos ante un Castelli bajo la influencia
intelectual de Alfred Barr y Clement Greenberg y la tutela económica y
profesional de Ileana y su familia. Leo había regresado a Nueva York en
un momento de cambio decisivo: la autora nos recuerda cómo en el período
inmediatamente anterior, los años de la guerra, el escenario de la
ciudad había cambiado y se había redibujado con nuevos territorios,
nuevas fuerzas y nuevos personajes de la relevancia de Betty Parsons o
Charles Egan, indicando así la significación e importancia que
galeristas y coleccionistas estaban llamados a tener en la construcción
del arte contemporáneo. Son los años de la introducción en el mundo del
comercio y coleccionismo estadounidense de nombres como Vasili
Kandinski, algo a lo que igualmente contribuyó de manera decisiva Peggy
Guggenheim, y, sobre todo, es el tiempo en el que, tras el auge del
surrealismo, se produjo la auténtica oleada de lo que ya comenzaba a
llamarse la «Escuela de Nueva York». Leo Castelli estaba allí, y ya en
1951, como curator de la exposición Young U. S. and French Paintings,
todavía no en una galería suya, sino en la influyentísima entonces de
Sidney Janis, y en mayo de aquel mismo año en el llamado Ninth Street
Show, nuestro personaje se presentaba como el hombre perfecto para
pilotar uno de los cambios decisivos en el ambiente artístico de todo el
siglo XX, como fue el del paso del testigo de la hegemonía vanguardista
de París a Nueva York. La autora resalta la importancia del hecho de
que Leo Castelli se convirtiera en el agente americano de Vasili
Kandinski y, sobre todo, de su «implacable» viuda, entrando así en la
dinámica del mundo de los museos neoyorquinos, el MoMA fundamentalmente,
e imponiendo su personal estilo, es decir, el del establecimiento de
redes y relaciones personales que resultaron decisivas en su posterior
éxito como galerista.
Lo peculiar, por tanto, del asunto en el caso de Castelli fue el
hecho de que no se planteara esta actividad como una operación
intelectual, crítica o académica, sino que lo hiciera actuando de manera
muy activa sobre el propio medio, descubriendo, protegiendo, exponiendo
y vendiendo a, por lo menos, dos generaciones de artistas que
fabricaron lo que hoy llamamos arte contemporáneo. Si durante los años
anteriores Alfred Barr, el americano, había guiado los pasos de Castelli
en su aprendizaje y comprensión de la vanguardia europea de la primera
mitad del siglo XX, a partir de 1951, Castelli, el europeo, fue quien
enseñó al director del MoMA cómo había que actuar en el museo con la
joven pintura norteamericana, partiendo de sus primeros maestros Jackson
Pollock o Willem de Kooning.
Es, pues, la tercera, y más amplia, parte de esta biografía, «Líder
absoluto del arte estadounidense 1957-1998», la que nos narra, con una
excelente trabazón de datos, declaraciones de los protagonistas y hechos
históricos, las vicisitudes de la tardía carrera de Castelli como
galerista independiente, su extraño divorcio de Ileana, el matrimonio de
esta última con -Michael Sonnabend, la fundación de la Galería
Sonnabend en París y en Ginebra (que configuraría decisivamente el arte
europeo durante dos décadas, en continua colaboración –prácticamente
hasta su muerte– con la galería neoyorquina de su exmarido), el
descubrimiento y la promoción de artistas como Jasper Johns o Robert
Rauschenberg hasta convertirlos en referencias mundiales, la creación de
una red de galerías –no solo en Nueva York, sino también en Europa–
bajo su tutela directa, la invención de una nueva manera de relacionarse
con clientes y coleccionistas, o la extraordinaria habilidad social y
política para influir en el mundo de los museos, uno de cuyos puntos
culminantes podríamos establecer en 1989 con su donación al MoMA de nada
menos que de la obra Bed de Robert Rauschenberg, hasta
culminar en el que quizá sea el momento culminante de su carrera: la
Bienal de Venecia de 1964, con las apasionantes maniobras, muy bien
contadas por la autora, para conseguir el León de Oro para Robert
Rauschenberg, que supuso, entre otras muchas cosas, el triunfo y la
consagración definitiva del arte norteamericano en Europa, en vísperas
del auge del pop.
El 3 de febrero de 1957, Leo Castelli abrió su propio espacio
neoyorquino, Leo Castelli 4 East 77, y lo inauguró con una muestra en la
que, siguiendo uno de sus temas predilectos, confrontaba la vanguardia
francesa con la estadounidense, concretamente una de las extraordinarias
pinturas abstractas de esta época de Jackson Pollock con una vista de
la Torre Eiffel de Robert Delaunay. El año siguiente, 1958, se produce
la presentación y triunfo de Jasper -Johns, quizás el descubrimiento,
junto con el de Rauschenberg, más decisivo del galerista, en cuya
promoción es posible observar la complejidad y el interés de la
personalidad de Castelli. Su pasión por las vanguardias tenía, por
supuesto, mucho de interés desde el punto de vista social y de avidez
económica, configurando de manera acorde con sus intereses y sus gustos
el mercado y el coleccionismo del arte contemporáneo, si bien su
aproximación al arte fue siempre más intuitiva que conceptual. Pero Leo
nunca renunció a sus orígenes europeos, a sus continuas lecturas de
Dante, La Fontaine o James Joyce, a esa «aura» de cultura que siempre
cultivó como una de sus señas de identidad (sin olvidar, por supuesto,
sus sempiternas corbatas de Hermès). Es desde este punto de vista desde
el que debemos comprender sus personales interpretaciones sobre uno de
sus temas favoritos, como fue la confrontación Jasper Johns-Robert
Rauschenberg.
En una entrevista de la autora de este libro con Ileana Sonnabend,
la exmujer de Castelli explica cómo el arte de Jasper Johns era «un
mundo aparte». Sus «cuadros extrañísimos y sus temas que no habíamos
visto nunca, sus pinturas hechas de números y letras, absolutamente
perfectos tanto en términos de forma como de materiales», resultaban
–dice– «distantes, neutrales y monumentales». «Jasper y Bob
[Rauschenberg] –continúa– eran como el sol y la luna: dos estrellas
complementarias. Lo que hacía Johns era extraño; lo de Rauschenberg,
misterioso». Entonces, apostilla Leo en esta conversación, «Jasper era
Ingres y Bob era Delacroix».
Aquí radica justamente la clave del tema, y el quid de la
cuestión de este «Renacimiento del Sur», como bautizó por estos años la
aparición neoyorquina de esta pareja –debido a la procedencia sureña de
ambos artistas– el compositor John Cage: una conjunción complementaria
de dos puntos de vista que pretendía encontrar su explicación en otro
momento estelar del nacimiento de la modernidad como es el siglo xix
francés que, a su vez, se remonta al que quizá sea el tiempo del origen
de todo: la confrontación renacentista de Miguel Ángel y Tiziano. Una
idea, esta de Ileana Sonnabend y Leo Castelli, de indudable habilidad,
pero obviamente desenfocada. Observado el tema desde un punto de vista
crítico, la oposición entre ambos pintores no supone en ningún momento
la claridad de dos alternativas, sensuales e intelectuales, pictóricas y
conceptuales, dibujísticas o colorísticas, tal como se plantearon en el
siglo xix, al oponer al maestro clásico o neoclásico (Ingres) con el
romántico (Delacroix), una dualidad que, en buena medida, pretende
continuar la ya mencionada entre Miguel Ángel y Tiziano, que actúa como
uno de los ejes sobre los que se articula el desarrollo del arte europeo
desde el siglo XVI hasta comienzos del xix. Pero no cabe duda, sin
embargo, de que sobre este momento neoyorquino de finales de los años
cincuenta planeaba, por tanto, toda una historia de la pintura europea
que Castelli captaba de una manera intuitiva y comercial, mientras que
otros como Alfred Barr, Clement Greenberg, Meyer Schapiro o Leo
Steinberg lo hacían de manera histórica e intelectual.
Por encima de todos estos artistas estadounidenses –sobre ello
llama la atención Annie Cohen-Solal, y esto no dejó de ser tenido en
cuenta por el propio Castelli– planeaba una figura decisiva que, sin
embargo, nunca expuso en la famosa galería: el inclasificable francés
Marcel Duchamp, quien no solo con sus obras, sino también con sus
escritos y sus comportamientos, había señalado el camino de lo que había
de ser el arte en la modernidad y había puesto en cuestión, antes que
Pollock, Johns, Rauschenberg o Andy Warhol, el estatus de la obra
artística misma. Un proceso intelectual en el que lo retiniano y lo
visual –hasta el momento dos de los fundamentos clave del arte– debían
batirse en retirada frente a lo mental y lo conceptual, y en el que los
procesos, los comportamientos y las actitudes del artista se
convertirían en decisivos frente a la habilidad en la ejecución, y no
digamos ya las cualidades estéticas del producto.
A finales de los años cincuenta, Leo Castelli conoció y entabló una
estrecha amistad con Alan Solomon, nacido en Brooklyn, educado en
Harvard y que había dirigido el museo universitario de Cornell. Solomon
pasó por entonces a dirigir el Museo Judío de Nueva York, que había sido
fundado merced al mecenazgo del banquero Felix Warburg, donde programó
en 1963 y 1964 dos retrospectivas sobre Robert Rauschenberg y Jasper
Johns, respectivamente. Resulta interesante constatar que la
interpretación que hizo Salomon de estos dos artistas en el catálogo
difiere de la de Castelli de manera muy significativa.
El director del Museo Judío derivaba las creaciones de los dos
artistas de una tradición europea diríamos picassiana, en el sentido de
que ambos estaban envueltos en una tensión entre el ilusionismo de la
pintura, al que nunca renunciaron, y la presencia efectiva de objetos y
fragmentos de la realidad en sus obras. Castelli, sin embargo, que tenía
a Picasso más bien por un «pomposo académico» [pompous
academician], ve el origen de sus dos artistas en la estela dadá y
neodadá del recién citado Marcel Duchamp y en la ya comentada
-conceptualización e intelectualización de la creación artística.
La clave, sin embargo, para comprender el papel que desempeñó Leo
Castelli en la creación y difusión de una parte considerable de lo que
hoy conocemos como arte contemporáneo fue su habilidad en la creación de
mitos, es decir, de relatos en buena medida alejados de la realidad,
pero que inciden en ella con fuerza. Cuando se le preguntaba qué es lo
que induce a un coleccionista a pagar ochocientos mil dólares por un
Cézanne, contestaba que el comprador estaba dispuesto a hacerlo debido a
que se trataba de un mito, que su responsabilidad como dealer
era la mitificación de un material digno de ser convertido en tal y que
su trabajo consistía en la manipulación adecuada e imaginativa de todo
ello, a través de un conocimiento extremadamente sofisticado de un
sistema a un tiempo económico y simbólico. El libro de Annie Cohen-Solal
nos ofrece ejemplos fascinantes de esta actividad, y no solo en la
descripción de cómo Castelli construyó la fama y el influjo
internacional de artistas como Rauschenberg, Johns o Andy Warhol, sino
en la de coleccionistas que se convirtieron en inmediatos promotores del
arte contemporáneo, como el conde Panza di Biumo o Ludwig Richter.
Panza comenzó a interesarse desde 1959 por las obras de
Rauschenberg y a solicitar fotografías de las mismas a la galería
Castelli de Nueva York: tras mostrar inicialmente un cierto desdén, Leo
accedió a visitar la «casa de campo» del conde en el verano de 1960. Se
trataba, en realidad, de una villa del siglo XVII cerca de Milán, a
orillas del lago de Varese, literalmente cubierta de cuadros de Rothko y
de Kline. La cuestión era, en palabras de Panza, pasar un test ante el
galerista, en el que Leo decidió que, efectivamente, el conde poseía la
madera de un gran coleccionista. Esta era la manera de actuar de
Castelli, es decir, la de situarse, incluso ante personajes de indudable
potencia, como el caso que estamos comentando, en una postura de
desdeñosa superioridad. No todo rico era digno de comprar en su galería,
de manera que en este juego, muchas veces de tira y afloja, el que
acababa ganando (prestigio, poder y dinero) siempre era él. Una historia
muy similar podría contarse de otro gran coleccionista europeo de estos
momentos como fue el alemán Peter Ludwig, también inicialmente
rechazado por Castelli, pero que acabó creando una de las mayores
colecciones de pop art, al ser uno de los grandes compradores
de este tipo de arte en la galería de Ileana Sonnabend –de la que era el
principal cliente–, en la de Rudolf Zwirner en Colonia o en la de Leo
Castelli en Nueva York. Ludwig, que a la vez que magnate del chocolate
era historiador del arte, fue decisivo a la hora de convencer al mundo
académico europeo de que el arte pop era algo más que una ocurrencia.
Como defiende la autora de este libro, gracias a estas habilidades a
la vez sociales, intelectuales y económicas, Castelli creó una amplia
red de galerías satélites, primero en Nueva York y, poco después, en
Estados Unidos e incluso en Europa, a las que unió un número importante y
prestigioso de coleccionistas ricos y cultos, como Panza o Ludwig, y un
grupo, también significativo, de directores y gestores de museos y curators
de exposiciones, como el caso del famoso Pontus Hultén (director del
Museo de Arte Moderno de Estocolmo, el Museo Pompidou o la Kunsthalle de
Bonn). Quien movía buena parte de los hilos de todo este tinglado del
arte contemporáneo, un mundo en realidad todavía más complicado de lo
que se presenta en esta obra centrada en una sola de las muchas
personalidades de la trama, pero que se convirtió en uno de los
personajes más poderosos e influyentes del arte de su momento, fue Leo
Castelli. En buena medida debido a la red de estas galerías satélites,
de museos y colecciones afines, Castelli representa por primera vez al
galerista que alcanza un monopolio prácticamente global de una actividad
como la artística, incluso, como afirma Annie Cohen-Solal, actuando
sobre la vida particular y el comportamiento de los artistas.
La última reflexión que suscita entre nosotros la apasionante vida
de este personaje, muy bien narrada en este libro e ilustrada con un
abundante y muy significativo material gráfico, tiene que ver con los
orígenes y las características del arte contemporáneo propiamente dicho a
partir de los años cuarenta. Ya se ha hecho mención de cómo analizó
Clement Greenberg el paso de la primacía de la creación artística desde
Europa (París) a Estados Unidos (Nueva York), es decir, como un cambio
geográfico y cultural –eso sí, de primera magnitud–, o como el proceso
por medio del cual el arte de las vanguardias acentúa el
experimentalismo formal que lo había caracterizado desde finales del
siglo xix. Y esta monografía tan detallada de la vida de Leo Castelli
nos presenta a este galerista, dealer y coleccionista como el
gran protagonista y promotor de este fenómeno. La autora se recrea en la
personalidad del hombre: culto, indudablemente, pero, sobre todo, pleno
de habilidades sociales y económicas extraordinarias. Y fue Castelli
quien logró tejer la madeja decisiva, al menos en una buena parte de lo
que hoy llamamos «arte contemporáneo», una madeja que en cierta medida
empequeñece y difumina la producción artística misma e introduce una
inquietante neblina en lo que en otros tiempos se conocía como creación.
Tomado de: http://www.revistadelibros.com/articulos/los-origenes-del-arte-contemporaneo
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