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MÁQUINAS DE LEER






VELOCIDAD DE LAS VANGUARDIAS

Es bien conocida la afición de Filippo Tomasso Marinetti por la velocidad, que no se reducía a su admiración por los coches de carrera y su desprecio por la Niké de Samotracia, sino que irrumpía en la profecía ontológica. "Nosotros ya vivimos en lo absoluto", escribió, "pues hemos creado ya la eterna velocidad onmipresente." Menos citada es su aversión por los libros y todo lo libresco, que compartía con otros futuristas. En una carta fechada en abril de 1915, el poeta y dramaturgo Corrado Gavoni le decía:

"¿Por qué no hacer que los libros se abran como organillos como máquinas fotográficas como parasoles como abanicos? Estarían mucho mejor adaptados para la palabra en libertad. Soy un entusiasta descomedido de esta idea y tú deberías apoyarme, porque también estás más que harto y disgustado con las formas bestiales de los libros comunes."

Tres años antes, en el Manifiesto técnico de la literatura futurista, Marinetti, casi en simultáneo con su declaración de "guerra tipográfica" contra el libro tradicional, la poesía encolumnada de D'Annunzio e incluso las epístolas manuscritas del siglo XVII, escribía:

"El hombre, completamente averiado por la biblioteca y el museo, sometido a una lógica y a una sabiduría espantosas, ya no ofrece ningún interés. Por tanto, debemos abolirlo de la literatura y finalmente sustituirlo por la materia."

Por entonces, Guillaume Apollinaire componía sus caligramas y si algo debemos agradecerle además de la poesía es que, aunque se lo haga responsable de haber inventado la palabra "surrealismo", nunca se dedicó al género literario por excelencia de la época: el manifiesto, que es a las artes lo que el plan de marketing a las corporaciones.

Mientras tanto, en Londres, Ezra Pound organizaba una visión del mundo que preparara su carrera como poeta central del centro del Imperio. Los futuristas le habían ganado de mano en cuestión de absolutos, pero la ciencia victoriana le proporcionaría el concepto de vórtice: en la quietud absoluta de los fluidos ideales, que mucho más tarde se convirtieron en los superfluidos de la hidrodinámica cuántica, se producía el movimiento absoluto, vertiginoso y eterno de las partículas. Y en el centro de esa vorágine, en él vórtice, también hecho de quietud absoluta, Ezra Pound, el poeta.
El texto liminar de esta concepción del artista es su ensayo "The Serious Artist", editado en forma de libro por T. S. Eliot cuando era director de Faber&Faber. Sin embargo, la palabra vorticismo para denominar al único movimiento de vanguardia que darían las islas británicas no aparecería hasta junio de 1914, cuando junto con Wyndham Lewis y Henri Gaudier-Brzeska, publicaron el primero de los dos únicos números de Blast, la legendaria revista de cubiertas color fucsia, donde ninguno de los tres decía lo mismo cuando decía "vorticismo".

A comienzos del decenio de 1920, el futurismo estaba más o menos olvidado, hasta por Marinetti, que dirigió sus energías hacia el fascismo. El vorticismo, por su parte, pasó más o menos inadvertido en su momento, tal vez porque entró en escena justo antes la Gran Guerra. Brzeska murió muy joven en las trincheras de Verdún; Whindam Lewis renegó del nombre en los años 40 y Pound lo protegió de la atención pública como su talismán secreto. Después de todo, tal y como él deseaba, nadie había entendido dónde estaba el vórtice; aunque él, porque gran poeta, logró lo que Marinetti apenas enunció en su manifiesto: la abolición del hombre en la literatura.
Apollinaire, que no pertenecía a ninguno de los dos movimientos, fue víctima de la entonces llamada Gripe Española, que no es otra que la gripe porcina contra la cual quieren vacunarnos hoy.

De todos ellos fue amigo o admirador, o ambas cosas a la vez, Bob Brown, el abuelo de las máquinas de leer. 



SOY LEGIÓN 

Bob Brown nació en Chicago en 1886 y, a la espera de que Craig Saper termine la biografía que tiene entre manos, me atreveré a definirlo como un buscavidas apegado a las vanguardias, un ácrata simpático cuya mayor contribución a la deconstrucción de la literatura y la cultura del libro fue el frecuentar, con un rotundo éxito efímero, todos los géneros literarios hasta entonces conocidos. Hizo publicidad, periodismo, etnografía, narrativa, poesía, guiones para la naciente industria del cine y libros de cocina. 
Sería un error pensar que Bob Brown era un impaciente, que saltaba de una cosa a otra sin profundizar en ninguna. De hecho, su producción narrativa suma mil cuentos de historias criminales y de suspense, algunas de las cuales dieron origen a los primeros cortos seriados del cine, que aparecieron en 1912 y, durante cierto tiempo, Hollywood lo empleó por un puñado de dólares para que escribiera los guiones de algunas películas de relleno. En materia de periodismo, no se conformó con sus colaboraciones en ciertas revistas de la vanguardia. También fue miembro del comité editorial de The Masses, la revista de ideas socialistas tan ligada al nacimiento de la bohemia del Greenwich Village, que se decantaba por el realismo de autores como Sherwood Andersen o Theodor Dreiser y que cerró el FBI en 1917, a causa de sus ideas pacifistas y su campaña contra el servicio militar obligatorio en pleno esfuerzo de guerra. Este pecadillo de juventud no le impidió, muchos años más tarde, fundar una exitosa revista de negocios en Brasil. En cuanto a la literatura gastronómica, Brown fue autor de treinta libros de cocina, algunos de los cuales escribió en colaboración con su mujer y su madre: una auténtica empresa familiar. En la época del macarthismo, cayó bajo sospecha: tal vez por su antigua participación en The Masses, tal vez porque había visitado la Unión Soviética, o tal vez porque en uno de los libros de cocina se permitió algún elogio del paisaje estepario y las cristalinas aguas de los ríos de Rusia. 
Se jactaba de conocer a todo el mundo, desde Gertrude Stein hasta William Carlos Williams o Marcel Duchamp. Y también presumía abiertamente de haber vivido, al menos, en cien ciudades. Y si de deconstruir se trata, hasta logró deshacer su identidad, sin intención deliberada, provocando el error de los bibliotecarios. Según Jennifer Schuessler, su vida fue tan extravagante y aventurera y su obra tan voluminosa y dispersa, que muchas bibliotecas de los Estados Unidos lo tienen catalogado en sus fichas bibliográficas como varias personas distintas, aunque bajo el mismo nombre.


Sin embargo, el rescate de la figura de Bob Brown como tenaz diablillo de la modernidad llega de su única incursión en el género literario más prestigioso de la primera mitad del siglo XX: el manifiesto. 
Algo tarde ya en comparación con los esfuerzos de Marinetti y de Pound, Brown publicó, en 1930 y en una edición de 150 ejemplares, su manifiesto The Readies, eficaz juego semántico que contiene, en una sola palabra, tanto el concepto de lectura como el de instantaneidad.
"Estoy empeñado en una sangrienta revolución de la palabra", escribe Brown en su manifiesto. Y aclara que sería el trovador de cualquier morralla retórica de Rabelais, que se baña en Apollinaire, que con Tristram Shandy aprendió a escribir notas al margen sin necesidad de un texto de partida y que, cuanto más, lo que hoy se necesita para hacer una obra es un punto (.), un guión corto (-) y un guión largo, hipodérmico y hermafrodita, un espacio en blanco y, quizás, algún vocablo. A continuación, da como ejemplo un poema, que es lo más parecido al código html de inicio de página de cualquier blog de los que usamos hoy:
  • 00
(Explain yourself)
  • (Title)
(Bullet) — (Hyphen) 0 (Head)
(00 (Heads)
Bullet-Heads

Si se trataba de abolir al hombre de la literatura, si es cierto que cada verso de los Cantos equivale a un link al saber universal de una enciclopedia china que ni siquiera Jorge Luis Borges concibió (C. XXXIII: "...not that they loved General Washington, but merely to disgrace the old Whigs..."), esa literatura "deshumanizada" necesitaba un nuevo lector (un lector que quisiera su ojo ahíto) y, si el hombre había dejado paso a la materia como sujeto de la literatura, tal vez una máquina de leer no vendría mal.

Es del todo caprichoso suponer que Filippo Tomasso Marinetti, cuando en 1909 afirmó que "el Tiempo y el Espacio murieron ayer" y se entregó a la pasión de la velocidad "eterna y omnipresente", había leído la teoría de la relatividad restringida, publicada cuatro años antes por Albert Einstein. Más antojadiza parece la sospecha de que Ezra Pound hubiese estado en contacto con un best-seller de divulgación científica titulado The Unseen Universe, de Balfour Stewart y Peter Guthrie Tait, en el cual se exponían las teorías que William Thompson Kelvin desarrolló en On Vortex Atoms y que, pese al error de afirmar la existencia del éter, dieron lugar a la hidrodinámica cuántica, cuyo héroe es el helio, ese líquido que en la Tabla de los Elementos figura como un gas. Sin embargo, la inspiración del futurismo y del vorticismo en las ciencias de la época es innegable. 
La "revolución sangrienta" a la que se disponía Bob Brown en nombre de las vanguardias, en cambio, puso todo su énfasis en la tecnología.



LA MAQUINA DE BOB BROWN

The Readies es un destilado de todos los géneros y estilos practicados por el autor a lo largo de su vida. 
Hay un programa de vanguardias, como exige cualquier manifiesto: "La escritura ha sido embotellada en libros desde el comienzo. Es hora de que la descorchemos [...] A la revolución de la lectura y a la Revolución de la Palabra se llegará sin tinta". 
Hay crítica literaria, como cuando compara lo que James Joyce o Gertrude Stein han hecho por la literatura con lo que Pablo Picasso significa para la pintura. 
Hay antropología de la cultura, como cuando afirma: "Sólo la mitad de la Literatura, la que corresponde a la lectura, se ha quedado atrás, anticuada, desaliñada, esquiva"
Hay publicidad autocomplaciente: "Mi máquina de leer con tipografía adaptable al ojo está equipada con todos los adelantos modernos"
Ecologismo de andar por casa: "Las ventajas materiales de mi máquina de leer son obvias: ahorro de papel por condensación tipográfica y por eliminación del desperdiciado espacio en blanco de los márgenes, etc."
Humor corrosivo: "Los editores estadounidenses ya están descartando las sobrecubiertas para producir más libros a precios más económicos; su próximo paso será descartar el Libro en sí mismo para volcarse al rollo de lectura."
Hay también una obra de muestra de la nueva literatura de máquina, cuyas oraciones, de las que ha eliminado lo superfluo, se parecen de manera inquietante a los millones de mensajes diarios de Twitter: "Misunderstood-Harry-Miserable-Ma-Swapping- - -"

Y una descripción de la máquina de leer tan detallada que le habría permitido sacar una patente:

"Para seguir leyendo a la velocidad de hoy, debo tener una máquina de leer. Una sencilla máquina de leer que pueda llevar o desplazar de un sitio a otro, cuya clavija pueda enchufar en cualquier tomacorriente viejo y leer novelas de miles de palabras en diez minutos, si eso es lo que quiero; y es lo que quiero. Una máquina tan accesible como un fonógrafo portátil, una máquina de escribir o una radio [...] en la cual la impresión, por medio del nuevo proceso fotográfico, se haga microcóspicamente sobre un rollo de película fuerte y transparente que transporta íntegro el contenido de un libro y que, al mismo tiempo, no es más grande que la cinta de una máquina de escribir: un rollo parecido a una serpentina en miniatura que puede guardarse en un pastillero."

El cuerpo de la letra de los rollos de Brown equivalía a 1 punto Didot y, para que el ojo humano pudiera decodificarlo, la película se desenrollaba debajo de una "delgada franja de poderosas lupas de entre 13 y 15 cm de ancho, fijadas en los cortes de lectura [es curioso comprobar que es la anchura de la columna recomendada por los tipógrafos desde hace siglos]; las lupas aumentan la tipografía, de otra manera ilegible, hasta una tamaño cómodo para el ojo y el lector se libra, de una vez por todas, de sostener la mole del libro, de dar vuelta sus páginas, de mantenerlas limpias, de zarandear sus ojos fatigados de aquí allá en la torpe e incómoda persecución de las palabras desde el margen superior izquierdo hasta el margen inferior derecho a través de toda la superficie confusa de la página encolumnada".

A diferencia de los rollos del Mar Muerto o del scrolling de la Red y de muchos dispositivos de lectura en los que hoy disfrutamos de los libros digitales, el rollo de Bob Brown se desarrollaba en la horizontalidad, en un desafío radical de lo que conocemos por texto. Sin embargo, el abuelo de las máquinas de leer estaba convencido de que "el principio subyacente de la lectura se mantiene inalterable, sólo que su ámbito se amplía y sus posibilidades se subrayan". Creía que "todo lo necesario para modernizar la lectura es un poco de imaginación y lupas muy potentes".

Bob Brown llegó a fabricar un prototipo de su máquina de leer, pero lo hizo en un material tan degradable como la madera, por lo cual no nos quedan más que sus palabras para imaginarlo o reconstruirlo. Y como las reconstrucciones no están de moda, para tener una idea (aunque no muy cabal) de su Revolución de las Palabras hay que recurrir a la simulación. En esta simulación, concretada con amorosa entereza por el profesor Craig Sapr, se pueden leer los textos que al proyecto contribuyeron Gertrude Stein, Marinetti o Norman Macleod, por supuesto, a la velocidad y en el cuerpo de letra que a uno le apetezca.

Cualquier parecido con la lucrativa utopía de Amazon, que anuncia la maravilla de Kindle como la posibilidad de llevar 1500 libros en el bolsillo o en en el bolso, es pura y sencillamente una casualidad.



The Readies ha sido publicado por Rice University Press, en la actualidad una editorial académica que funciona con el modelo POD. Su edición, a cargo de Craig Saper está disponible en Red y puede ser compartida bajo las condiciones impuesta por su licencia de Creative Commons.
Tomado de:
librosenlanube.blogspot.com/2010/05/maquinas-de-leer.html
Categoría: Cultura | Visiones: 1966 | Ha añadido: esquimal | Tags: caligramas, Filippo Tomasso Marinetti, surrealismo | Ranking: 5.0/1

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