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16.29
MULTICULTURALISMO: El reconocimiento de la diferencia como mecanismo de marginación social
José Luis Rodríguez Regueira
Universidad Católica San Antonio, Murcia
"La identidad no deja de ser una especie de juego virtual al que nos es
imprescindible referirnos para explicar cierto tipo de cosas, pero sin
que tenga nunca una existencia real, ... un límite al cual no
corresponde en realidad ninguna experiencia."
Lévi-Strauss, La identidad.
La mistificación de la diferencia cultural. ¿El multiculturalismo es un
espacio para la diversidad cultural o una estrategia de marginación
social?
Al hablar de multiculturalismo estamos haciendo uso de una categoría que
ha transcendido el marco académico y de la investigación especializada,
pudiéndonos atrever a afirmar que se ha convertido en una moda de
obligada alusión en los medios de comunicación y los prólogos de toda
publicación que se las pretenda de actual. Aquí revisaremos precisamente
este uso corriente y que establecería una equivalencia entre la
tolerancia, uno de los valores constituyentes de la democracia liberal
en lo que a los individuos se refiere, y el multiculturalismo como
espacio de libertad y convivencia entre distintos grupos culturales:
Cuando hablamos de tolerancia tomamos como referente al ciudadano,
mientras que cuando aludimos al multiculturalismo presuponemos la
existencia de comunidades como "personas morales" y, por tanto,
susceptibles de derechos y obligaciones colectivas.
En ambos casos subyace una concepción diferente de lo público: en la
primera, como espacio que posibilita la individuación sin que ello vaya
en detrimento del interés general, de la sociedad en una concepción
puramente durkheimiana. En la segunda -la del segregacionismo cultural-,
estamos asistiendo a un sistema de cuotas, o democracia
"representativa", en que existen unidades corporativas que prescriben
identidad al margen de la "voluntad" individual de sus representados,
situación que ni tan siquiera viene problematizada. Reflexionaremos, por
tanto, en torno a cómo se construyen -el contexto estructural y actores
que intervienen en su definición- esas comunidades. Otra paradoja, de
hecho la sospecha que me ha llevado a reflexionar sobre el tema, es que
bajo eso que llamamos globalización y que a priori debería desdibujar
las fronteras culturales surge un interés por parte de los mecanismos
institucionales hegemónicos para mantenerlas. A la homogeneización del
capitalismo, en tanto productor de consumidores, en el orden económico,
se le contrapone en lo político (público) y la teoría del conocimiento
(de lo social) la exaltación del derecho a la diferencia cultural.
Slavoj Zizek ilustra muy bien en este párrafo el peligro o sesgo que
corremos al centrarnos sólo en uno de estos dos componentes de la
relación capitalismo/diversidad cultural:
"La conclusión que se desprende de lo expuesto es que la problemática
del multiculturalismo que se impone hoy -la coexistencia híbrida de
mundos culturalmente diversos- es el modo en que se manifiesta la
problemática opuesta: la presencia masiva del capitalismo como sistema
mundial universal. Dicha problemática multiculturalista da testimonio de
la homogeneización sin precedentes del mundo contemporáneo. Es como si,
dado que el horizonte de la imaginación social ya no nos permite
considerar la idea de una eventual caída del capitalismo, la energía
crítica hubiera encontrado una válvula de escape en la pelea por
diferencias culturales que dejan intacta la homogeneidad básica del
sistema capitalista mundial. Entonces, nuestras batallas electrónicas
giran sobre los derechos a las minorías étnicas, los gays y las
lesbianas, los diferentes estilos de vida y otras cuestiones de ese
tipo, mientras el capitalismo continúa su marcha triunfal" (Slavoj Zizek
1998: 176).
Este razonamiento puede ser mantenido tanto a nivel macro, ejemplificado
en lo que algunos han clasificado como relación local-global (Harnnerz
1998: 33) y que ha devenido punto de mira de una parte significativa de
la intelectualidad, y a nivel micro al dirigir nuestra atención hacía
las crecientes oleadas de inmigrantes que invaden los países del llamado
primer mundo. Yo voy a centrarme en esta última relación -la que
acostumbra a establecerse entre multiculturalismo e inmigración-,
tratando de hacer explícitos los axiomas en los que se basa.
Llamamos inmigrantes a quienes por razones estructurales -sean éstas
económicas, políticas, psicológicas, bélicas, etc.- se ven empujados a
salir de sus zonas de origen en busca de mayores oportunidades para
mejorar su calidad de vida. Hoy en día también podríamos hablar de
inmigrantes estéticos para nombrar a quienes vienen a los grandes
centros urbanos seducidos por el "estilo de vida" que conlleva lo
urbano; desde la atracción que les sugieren las posibilidades de consumo
y la heterotopía propia de las grandes urbes al espíritu cosmopolita y
variabilidad que ofrece la ciudad como escenario que favorece la
"individuación". Ambas dimensiones toman sentido en un mundo globalizado
y al que los científicos sociales -y especialmente los antropólogos
como guardianes de la pureza del "otro"- pretenden imponerle límites
convirtiéndose en defensores de la diversidad cultural. Ahora bien,
venir a Occidente persiguiendo un sueño -sueño capitalista no lo
olvidemos- hace partícipes a esos "otros", en cierta manera, de muchas
de las dimensiones del contexto en el que nosotros también tratamos de
insertarle sentido a nuestra vida. Pero, una vez aquí, los discursos que
se producen sobre la alteridad únicamente focalizan lo que nos
diferencia, lo que les aleja de nosotros, más que las condiciones de
posibilidad -capitalistas, y no me cansaré de reiterarlo- que les han
traído aquí.
Estos discursos se construyen considerando al inmigrante de fuera por
definición, y su diferencia se define a partir de su contraposición
frente a quienes son del lugar y representan su "normalidad" cultural.
Al aplicar esta distinción a nivel colectivo fijamos una trampa:
presuponemos que existen fronteras entre nosotros y ellos y, aún más,
que es posible mantenerlas a pesar de las interacciones en un marco -que
hemos idealizado como heterogéneo y abierto- que propone la
inorganicidad y recombinación constante de sus posibilidades para
vivirlo. El uso más frecuente del término multiculturalismo y la
aplicación de políticas que se nos aparecen como cómplices de la defensa
de la diversidad cultural van en contra de estas sugerencias
cosmopolitas, dibujando, antes de que el juego tenga lugar, los límites
dentro de los que el "diferente" podrá moverse. El científico social
puede contribuir a legitimar las reglas de este juego, dictadas para
preservar las diferencias entre los dos "grupos", al no denunciar las
desigualdades estructurales que convierten esas fronteras en los límites
de su mundo posible. El derecho a su diferencia como "colectivo"
subsume el derecho a su igualdad como ciudadanos.
Son muchos los científicos sociales que escriben hojas y hojas sobre un
tema en el que no consideran lo que gente más mundana, empresarios que
los explotan y fuerzas de seguridad que deportan a estos protagonistas
de la diversidad cultural -los inmigrantes- ven con absoluta claridad:
son no-ciudadanos, con menos derechos por tanto, con los que se cuenta y
a los que se les hecha una mano, pues en su país están peor. Su
foraneidad será un estigma y un atributo a la vez. El ser esencialista
se impone sobre un tener histórico. Se ocultan las relaciones de
explotación que se esconden bajo esta disimulada liminaridad mientras
nuestro ego se ratifica en un narcisismo cosmopolita y filantrópico que
sitúa en su "propio bien", el de los otros, la crueldad de su
explotación.
El contexto en el que se desarrolla la elaboración de discursos sobre el
multiculturalismo creo que viene bien ilustrado en este fragmento que
pertenece a uno de las "autoridades" intelectuales sobre el tema, Manuel
Castells. Antes, pero, les advierto y sugiero que centren su atención
en como intenta conceptualizarse la relación globalización-diversidad:
"Nuestro mundo es étnica y culturalmente diverso y las ciudades
concentran y expresan dicha diversidad. Frente a la homogeneidad
afirmada e impuesta por el Estado a lo largo de la historia, la mayoría
de las sociedades civiles se han constituido históricamente a partir de
una multiplicidad de etnias y culturas que han resistido generalmente
las presiones burocráticas hacia la normalización cultural y limpieza
étnica. Incluso en sociedades, como la japonesa o la española,
étnicamente muy homogéneas, las diferencias culturales regionales (o
nacionales, en el caso español), marcan territorialmente tradiciones y
formas de vida específicas, que se reflejan en patrones de
comportamiento diversos y, a veces, en tensiones interculturales.
La gestión de dichas tensiones, la construcción de la convivencia en el
respeto de la diferencia son algunos de los retos más importantes que
han tenido y tienen todas las sociedades. Y la expresión concentrada de
esa diversidad cultural, de las tensiones consiguientes y de la riqueza
de posibilidades que también encierra la diversidad se da
preferentemente en las ciudades, receptáculo y crisol de culturas, que
se recombinan en la construcción de un proyecto ciudadano común".
En los últimos años del siglo XX, la globalización de la economía y la
aceleración del proceso de urbanización han incrementado la pluralidad
étnica y cultural de las ciudades, a través de procesos de migraciones,
nacionales a internacionales, que conducen a la interpenetración de
poblaciones y formas de vida dispares en el espacio de las principales
áreas metropolitanas del mundo. Lo global se localiza, de formas
socialmente segmentada y especialmente segregada, mediante los
desplazamientos humanos provocados por la destrucción de viejas formas
productivas y la creación de nuevos centros de actividad. La
diferenciación territorial de los dos procesos, el de creación y el de
destrucción, incrementa el desarrollo desigual entre regiones y entre
países, e introduce una diversidad creciente en la estructura social
urbana" (Jordi Borja y Manuel Castells, La ciudad multicultural, 1).
La distinción local-global en muchos casos produce un discurso que en su
afán de denunciar las dinámicas generadoras de desigualdades del
capitalismo, y la necesidad de salvaguardar la diversidad cultural, no
acierta a la hora de "delimitar" las repercusiones de ese capitalismo y
contribuye a legitimar, mediante su visión cartográfica, la idea de
control- de lo público como político- sobre el capitalismo, cuando en
realidad son los mecanismos del mercado los que limitan las acciones
desde lo político. Debemos adoptar una perspectiva más integral que nos
permita contextualizar la problematización y las premisas a partir de
las cuales elaboramos nuestros discursos. Nuestro marco (capitalismo,
democracia liberal y una legislación que legitima y sirve de soporte a
ambas) es aquel que dicta las condiciones de posibilidad y en última
instancia define la diferencia. Así, puede que nuestro interés por la
defensa de la diversidad cultural -en su intento desesperado por generar
la sensación de orden- sea un mecanismo de poder que marginaliza, a
consta de salvaguardar nuestro mundo, a un "otro" idealizado al que se
constriñe a ser diferente, obviando la posibilidad de elección, la
individuación en definitiva, como otro de los efectos de la
globalización.
Frente al estatus adquirido que constituía al individuo libre, en tanto
sujeto de derechos y obligaciones que le ponían en pié de igualdad con
sus compatriotas, la extensión de la lógica liberal le impone a quienes
no son los que homogeneizan (los locales) y a quienes vienen al primer
mundo (inmigrantes) una marca (¿estatus adscrito?); ellos llevan otra
cultura, convirtiéndoles en héroes de la resistencia contra un mundo que
obviamos que ya llevan dentro y que no pueden acabar de digerir pues
nosotros les obligamos a conservar una liminaridad que ni les permite
disponer de libertad para disfrutar de las ventajas de nuestro mundo
(desigualdades estructurales socioeconómicas y legales) ni les es
posible eludir un marco en el que están inmersos y en el que su
diferencia actúa como un estigma que les recuerda su anomalía: ser
diferentes para no poder llegar a ser ellos mismos en sus propios
términos.
En lugar de las tendencias universalistas que hacían de la mistificación
de la razón un argumento de legitimación del capitalismo y el
colonialismo, resurge ahora un nuevo colonialismo autorreferencial, en
donde la desterritorialización de los centros de poder no niega la
consolidación de un capitalismo que más que inscribirse en los límites
de la relación local/global, vuelve sobre sus focos originarios
desligado del control y límites sociales que desde lo político le fijaba
el Estado-nación. Lo político, ahora garante de la no intervención
neoliberal (de lo económico y no de lo social), pretende mantenerse aquí
y ahora con su nueva función de proteccionista cultural. La teoría del
conocimiento, así como la nueva concepción neoliberal de lo político,
proyecta su nostalgia de un desfasado orden de lo público como colectivo
para marginalizar a quienes son también producto de un orden del mundo
inscrito en un "capitalismo total". Desfocalizado el capital, invalidado
el Estado-Nación como estructura de mediación en una realidad
plenamente neoliberal hemos sustituido al universalismo racionalista
como legitimación de la dominación sobre "los países pobres" -siempre
primitivos y más allá de nuestras fronteras culturales y, entonces,
también geográficas- por el relativismo estético- desligado de las
condiciones materiales- y la exaltación de la diversidad cultural. Amin
Maalouf ilustra con este párrafo esta situación en la que modernización
(capitalismo) y diferenciación cultural se mueven en planos paralelos,
aunque ¿no es una falacia aislar la particularidad cultural del marco
capitalista -este sí universal- que dicta sus condiciones de
posibilidad?:
"Para los chinos, los africanos, los japoneses, los indios o los
americanos, y también para los griegos y los rusos, ... , la
modernización siempre ha implicado el abandono de una parte de sí
mismos. Incluso cuando ha suscitado entusiasmo, siempre ha ido
acompañada de una cierta amargor, de un sentimiento de humillación y
renuncia. De una interrogación incisiva sobre los peligros de la
asimilación. De una profunda crisis de identidad" (Maalouf 1999: 95).
Esta frontera, en cierta manera, devuelve a sus propios protagonistas el
peso del concepto resistencia que hasta hace unos años la izquierda
veía en muchas de las manifestaciones culturales de la llamada "cultura
popular". Frente a la intención de las clases hegemónicas de imponer una
cosmovisión favorable a sus intereses y de la que participasen todos
(una concepción hegemónica del mundo), las clases subalternas trazaban
límites a estas pretensiones, invirtiendo en ocasiones el orden
simbólico establecido y, en otras ocasiones, simplemente manteniendo
elementos en sus discursos incompatibles con el ideal hegemónico,
siempre con el fin de dotarle de cierto orden a su existencia. La
falacia consiste en creer que existe un discurso subalterno al margen
del discurso hegemónico, en pretender organicidad en las contradicciones
que ilustraban su resistencia. Se había romantizado su autonomía,
trazando una línea que proyectaba el optimismo de una izquierda que
creía que era posible un cambio del orden social a partir de la
vitalidad que representaban esas clases subalternas en su resistencia
(Angelini 1977). Al igual que en nuestro caso, era el intelectual quien
construía una cultura descontextualizada de la que exaltaba su
autonomía, considerando sólo fragmentos de la existencia de quienes
únicamente tratan de vivir (usar sobrevivir es una falta de respeto).
La película Rocco y sus hermanos, de Luchino Visconti, es otra manera de
ilustrar el tema, sin romper del todo con muchos de los pre-supuestos
de esta intelectualidad. Contextualizada en la Italia de los años
cincuenta presenta la desilusión de una intelectualidad que ha visto
como sus agentes revolucionarios -los campesinos meridionales- emigran
al norte industrial para mejorar sus condiciones de existencia, y cómo,
si el nuevo contexto se lo ofrece, no dudan en aceptar toda mejora
existencial -nosotros ahora le llamaríamos mejora de la calidad de vida-
que le ofrezca ese nuevo medio. Sus relaciones sociales se rehacen en
una nueva realidad, llegando a cuestionar -más que a maximizar, que es
como normalmente se nos suele presentar- el nivel de solidaridad más
"primordial" como es el de la familia. La relaciones sociales son
recursos a través de los cuáles discurren experiencias, expectativas y
desengaños, conforman redes de ayuda y de explotación, y la ciudad,
haciendo buena la dicotomía entre sociedad y comunidad, ofrece a las
mismas un marco mucho más denso y complejo. Los procesos de
individuación resultantes no son ni malos ni buenos, sino fruto de un
nuevo contexto que posibilita de una manera sin parangón la
fragmentación de las esferas de actuación en las que interaccionan sus
moradores. ¿Es Rocco, por ejemplo, un esclavo de su "cultura
meridional"? Una vez más, y de eso va este artículo, de lo que se trata
es de problematizar el contexto estructural, es decir, ese capitalismo
total escondido bajo esa "globalización" -como problematización cultural
y productor de legitimaciones del mismo- y las dinámicas que contribuye
a generar.
Volviendo al multiculturalismo, y ahí radica mi tesis que espero que ya
haya emergido, puede que con nuestra actuación más que contribuir a la
convivencia multicultural, al reafirmar nuestra deformación profesional
por la preservación de la diferencia, estemos trazando fronteras a
partir de las cuáles se les presuponen ciertos rasgos culturales a las
"comunidades" que visualizamos que coaccionan el resto de su vida
social. La mistificación romántica de su diferencia no sólo contribuye a
esta visualización sino que desplaza el centro de atención sobre la
reivindicación de su igualdad estructural como ciudadanos -como mínimo
legal y con posibilidades de intervenir políticamente de cara a velar
por sus intereses- para problematizar y concentrarse únicamente en una
dimensión colectiva que actúa como telón de acero para quienes quieren
"vivir" gozando de todas las libertades posibles a las que les da acceso
el escenario en que viven.
El antropólogo, algunos dicen que impropiamente, se ha apropiado de la
"cultura" -la cultura del "otro" principalmente- como dimensión
disciplinaria que nos diferencia del resto de las ciencias sociales. Y
resulta que es esa dimensión, la identidad cultural, la que sirve de eje
sobre el que problematizar la convivencia; o bien su distinta
naturaleza cultural se convierte en la base de un supuesto "conflicto" a
regular o bien pensamos que requieren compensaciones institucionales
que contribuyan a la protección de quienes son portadores de "estilos de
vida" diferentes al hegemónico (discriminación positiva). Esta
situación lleva a algunos autores (Touraine 1995) a recuperar la
distinción entre sociedad, considerándola como al grupo máximo compuesto
por ambos sexos y todas las edades que mantienen entre sí una amplia
gama de interacciones sociales (Harris 1981), y cultura, entendida ésta
"simplistamente" como código transmitido de generación en generación a
través de los procesos de socialización y a partir del cual se regulan
las relaciones sociales y maneras de pensar de una comunidad,
apareciendo lo económico y lo legal como las dimensiones sobre las que
es posible la convivencia entre estas "comunidades" que comparten un
mismo espacio social. Si bien es cierto que no se incide directamente
sobre la problematización de la diversidad, sino sobre la construcción
de un marco en el que ésta sea posible, se presupone la existencia de
"comunidades" sin reflexionar sobre las razones estructurales de su
aparición. Esta situación reproduce una vez más la paradoja que contiene
en sí el multiculturalismo: en un presente abierto, en donde el cambio
es lo característico, la genealogía -el parentesco clásico y en
oposición a la sociedad durkheimiana- se convierte una vez más en el
continuador de la tradición, de la multiculturalidad (Bestard 1999).
La identidad cultural se convierte en límite corporativo, en transmisora
de estatus en sociedades aparentemente más fundamentadas que nunca en
el contrato y la individuación. Lo privado se convierte en generador de
diversidad, en constructor de comunidades, mientras el rol de lo
público- alejado de las pretensiones modernas de centralismo, unicidad,
universalismo, etc..- consistiría en regular la convivencia entre esas
comunidades. La libertad -hasta ahora vista por el mito moderno como
individuación sin que ello fuera en detrimento de su contribución al
interés general- se ha corporativizado, debiendo ser el individuo, antes
que tal, en primer lugar uno mismo -alguien definido por su pertenencia
a un determinado grupo étnico- y después ciudadano. Sorprendentemente
-como afirmamos al inicio- la idea de "comunidad" en un mundo
globalizado y deslocalizado se impone a la idea de "sociedad". Aunque,
también es cierto que el término sociedad ya no tiene razón de ser en un
mundo en el que los Estado-nación ya no son estructuras dentro de las
cuales se concretiza un determinado tipo de interacciones sociales, pese
a la peripecias de quienes hablan de lo local -paradójicamente
reproduciendo la misma dicotomía comunidad (cara a cara)/sociedad
(Hannerz1998)-.
En este mundo deslocalizado, en el que todo es posible, pues la
"identidad" -identidad cultural si sólo queremos entender como tal
"esa"- ya no depende tanto de aquello implícito que hemos interiorizado
desde nuestra más tierna infancia, sino que el acceso a todo tipo de
información y de interacciones -que rompen con esos mundos conocidos
ligados a una coordenadas espacio temporales localizadas- hacen de la
identidad algo explícito, algo reflexivo que la convierte en elección
más que en algo dado. Sin embargo, ante la pérdida de consistencia de la
identidad, más aún si hablamos de identidad cultural, muchos
científicos sociales se empeñan en fijar un orden natural, precisamente
porque ya no lo es. La teoría social del conocimiento que sigue
definiendo -construyendo- la existencia de comunidades se convierte así
en reaccionaria.
Otros autores, sin embargo, siguen hablando del mito de la libertad,
redefiniendo un neo-individualismo en el que desaparece la estructura
-las comunidades orgánicas de Durkheim- como fin último al que
contribuirían los individuos. La era posmoralista (Lipovetski 1994) en
la que nos encontraríamos inmersos apuntaría hacia el final de los
deberes hacia esas totalidades externas -familia y patria- con las que
nuestros coetáneos -pudiendo ser definidos como narcisistas- ya no se
sienten comprometidos si ello conlleva sacrificar parte de sus sueños
individualistas. Una vez más comunitaristas y individualistas
representan discursos antagónicos, siendo los primeros más afines a la
manipulación reaccionaria de sus enunciados, si bien los primeros pueden
ajustarse mejor a la legitimación de las nuevas dinámicas de ese mismo
capitalismo global.
El reconocimiento de la diferencia como mecanismo de marginación social
Intentaremos llevar ahora esta reflexión a ese mundo interconectado y
globalizado tomando como punto de referencia esa relación entre
multiculturalismo e inmigración a la que aludimos al principio del
ensayo. La inmigración es un fenómeno social que conviene a receptores
(mano de obra) y dadores de inmigrantes (receptores de divisas
internacionales). Esto no es algo nuevo, si tomamos como ejemplo
Cataluña -que es el que mejor conozco- nos daremos cuenta que
difícilmente hubiera podido incrementar su población en casi cuatro
millones de habitantes entre 1939 y 1990 sin la incorporación de
primeras y segundas generaciones venidas de todo el estado. Esta
situación, traducible a muchos otros contextos, haría bastante difícil
el uso de grupo étnico para referirse a los catalanes ¡Ni que fueran una
tribu! En todo caso se hace referencia a la existencia de dos
comunidades lingüísticas diferenciadas, la castellana y la catalana.
Aquí, el de fuera (aunque sea nacido en el lugar), el castellanohablante
en este caso, es visualizado y participa de una liminaridad que no le
permitirá ser catalán en los términos de los puristas del nacionalismo
catalán. Para el nacionalismo local, los "auténticos" catalanes serían
los catalanohablantes, mientras la barbarie del resto se visualizaría en
el registro lingüístico utilizado. Sin necesidad de polemizar acerca de
un bilingüismo que sí funciona en la calle, lo que resulta falaz del
enunciado anterior es su concepción inventarial de la cultura. El
registro lingüístico se aísla del conjunto de espacios y dimensiones en
los que se produce la vida social y se inscribe en una totalidad que
sirve para dotar de identidad y delimitar dos grupos diferentes, el de
aquí y el de fuera. Es una estrategia de exclusión social. Todos,
castellanohablantes y catalanohablantes, disponen del abanico de
posibilidades que ofrece el escenario en que diariamente representan y
reformulan el halo de significados que dan vida y constituyen la
realidad del mismo.
El ejemplo del caso catalán creo que ilustra muy bien los límites de una
concepción inventarial de la cultura, así como los riesgos que los
científicos sociales corremos al tratar de identificar los referentes a
partir de los cuales definimos -construimos- una comunidad. En los años
setenta era posible dibujar en el área metropolitana de Barcelona un
mapa en el que visualmente era fácil distinguir a catalanohablantes y
castellanohablantes, mayoritariamente inmigrantes que por su condición
social se habían establecido en el área periférica de la ciudad y en
numerosas ocasiones, en agrupamientos en los que coincidían gentes
venidas de la misma zona y que mantenían entre ellos relaciones de
reciprocidad y solidaridad. Las fronteras lingüísticas tal y como
llegaron a percatarse muchos intelectuales, eran además de clase y
geográficas. Un peligro nada despreciable podría ser el que lleva a
considerar a algunos demagogos esta situación como la constatación de la
existencia de dos culturas diferentes coexistiendo en Cataluña, cuya
principal diferencia residiría en el registro lingüístico, como
referente de tradiciones diferentes. En sintonía con un más elaborado
determinismo lingüístico la lengua sería el garante de la tradición,
condensando en sí misma una manera particular de concebir el mundo. Las
fiestas rocieras y la fiesta nacional -los toros- serían marcadores
étnicos de esa diferencia que, si bien se habían adaptado a un nuevo
contexto estructural, expresaban su naturaleza foránea. Ni ellos eran
considerados catalanes, ni lo que hacían sería nunca tratado como
catalán, pues la genealogía de la autenticidad catalana venía preservada
por un idioma catalán que más que medio de comunicación se nos aparecía
como límite a la catalanidad. Esa liminaridad, en otra escala, es una
metáfora que ilustra muy bien esas fronteras que constriñen a "los
diferentes" a reproducirse dentro de las límites de la no plena
ciudadanía.
Han pasado unos años y ya tenemos otra generación de hijos de esos
primeros inmigrantes, gente nacida y educada en Cataluña. Pese a las
limitaciones a las que hemos hecho mención, muchos de esos primeros
inmigrantes hicieron fortuna y se han trasladado a otros barrios que se
ajustan más a su nuevo estatus social. Igualmente, y la especulación
urbana ha contribuido paradójicamente al desvanecimiento de esos límites
geográficos, muchas parejas catalanohablantes se han desplazado a
núcleos que la inmigración había convertido en castellanohablantes, pero
que ahora ofrecen un precio e incluso una calidad de vida que las
convierte en alternativa al centro urbano. La escolarización en los dos
idiomas ha favorecido el conocimiento por parte de todos de ambas
lenguas. En definitiva, ya no es posible trazar esas fronteras sociales,
lingüísticas y mucho menos geográficas. Por tanto, podemos
preguntarnos, ¿existen o han existido nunca esas comunidades? Lo que
resulta evidente es que son circunstanciales y, muchas veces, el
resultado de la marginación social más que de su propia voluntad y,
sobretodo, de la falta de libertad para participar de todas las
posibilidades que ofrece el escenario en que viven.
Contraponemos un "nosotros" histórico y cultural versus un "ellos"
exógeno que contiene en sí y para sí su propia naturaleza cultural.
Incluso "comunidades" que llevan muchos años viviendo entre nosotros se
han visto confinadas, y ellas a su vez han instrumentalizado su
naturaleza histórico-cultural exógena para legitimar sus
reivindicaciones de reconocimiento social. Esta frase ilustra toda la
violencia simbólica que el científico social en su defensa de la
diversidad y reconocimiento de derechos de los diferentes encierra. Es
posible que los gitanos, que es el grupo que mejor queda conceptualizado
en este enunciado, proviniesen originariamente de la India, algo de lo
que muchos de los diferentes miembros de a pié de quienes agrupamos bajo
la comunidad gitana no tienen conciencia ni les importa. Ellos, junto
al resto de gentes venidas con la inmigración, constituyen minorías
étnicas cuyo reconocimiento no es más que una visualización de su
naturaleza externa y, por tanto, legitimación de su subordinación con
respecto a los límites que impone la sociedad mayoritaria.
Desde el punto de vista del discurso hegemónico las dos distinciones
cognitivas más significativas a la hora de construir y delimitar la
identidad del "otro" son su procedencia y su cultura, ésta última
entendida en su concepción inventarial y genealógica. Es posible que
quienes informan (dan conciencia y construyen realidad), legislan (dan
la base estructural a la aplicación y legitimación de esa realidad) y
aplican (para nuestra desgracia materializan esa realidad no
"académica") medidas en favor de la convivencia multicultural estén
incurriendo, en defensa del reconocimiento de la diversidad, en una
contradicción flagrante con la definición liberal y democrática de
igualdad. Recordemos que el antónimo de diversidad es identidad, al
mismo tiempo que el de igualdad es desigualdad. La segunda dicotomía
suele centrar los debates que toman como matriz las condiciones y
constricciones sociales, mientras la primera sí vendría marcada por
matices de naturaleza cultural, incluyendo las dimensiones existenciales
y las trayectorias vitales de quienes definimos y contraponemos como
diferentes. Nosotros hemos formado una pareja extraña,
diversidad-igualdad. ¡Ellos tienen el derecho a ser diferentes! Pero,
¿no tienen acaso también el derecho a ser invisibles al igual que los
miembros, estos sí individuos con todo el peso del término, de la
sociedad hegemónica?
Podemos añorar y reconstruir imaginariamente un tiempo y espacio social
en el que, como si de un puzzle se tratara, "la diferencia" no fuera
algo conflictivo, pues cada "grupo" contaría con su propia parcela para
exteriorizarla. Los nuevos tiempos, la famosa globalización, han roto
esa tranquilidad armónica empujándonos a reflexionar y tratar de
construir un nuevo marco de convivencia en que las "diferencias" son más
bien algo que identifica y estructura las nuevas formas de sociabilidad
de nuestro paisaje cotidiano ¿Está amenazada la convivencia? ¡Por que
yo sí que creo en una sociedad multicultural y plural contestaré
negativamente! Los procesos de individuación se benefician de esta
creciente heterogeneidad que engloba lo urbano y que se alimentaría
precisamente de incorporaciones culturales de lo más diverso,
recombinadas siempre de forma ecléctica. Pero, ¿este tipo de libertad es
compatible con lo que estamos diciendo acerca del uso que se hace de lo
multicultural? ¡No! Problematizamos al grupo, a aquello que lo
caracteriza (identifica) y percibimos como amenazado o conflictivo (a
eso le llaman su cultura). Sin llegar a debatir acerca de sus derechos
como ciudadanos, pues no lo son en numerosas ocasiones, ¡son
inmigrantes! se intenta compaginar su identidad como grupo, su
diferencia con respecto a la sociedad hegemónica, con los principios
democráticos entendidos interesadamente como capacidad de expresar
libremente su estilo de vida. Este planteamiento, en términos únicamente
colectivos, añade límites internos, aquellos principios
consuetudinarios que conforman su cultura y a quienes han nacido en su
seno, a sus desigualdades socioeconómicas y legales con respecto a su
situación en la sociedad hegemónica en la que viven. Se olvida que si se
tiene derecho a reivindicar "la pertenencia" a un determinado grupo,
sea político o folklórico, también se tiene el derecho a salir de él
cuando el afectado en cuestión lo crea pertinente. Eso no es posible si
por el hecho de venir de "fuera" son ya portadores de una tradición que
les constituye en su esencia, que marca su diferencia y su estilo de
vida, que debe pasar genealógicamente a las siguientes generaciones.
Pero si la tradición, el modelo cultural en que vive, atrapa a quienes
han sido educados en él no habría que preocuparse tanto por la defensa
de sus derechos colectivos, sino más bien de que, como ciudadanos en pie
de igualdad con cualquier otro, puedan recombinar y hacer el uso
privado que gusten de las costumbres de sus padres, así como de las de
sus vecinos y amigos. No sólo se trata de reivindicar el derecho a
mantener determinadas pautas de su tradición de origen, como pueda ser
el de seguir siendo "ecuatorianos" en Madrid, sin que ello evite el ser
al mismo tiempo madrileño, sino cuestionarse también por qué nos
limitamos a tratar sólo esa dimensión de la identidad, ignorando que
quizás sean colchoneros y fans de Metálica, y que esas dimensiones son
referentes emocionales e identitarios tan o más importantes que su
identidad ecuatoriana. No son sólo ecuatorianos, sino amantes del fútbol
y la música, además de trabajadores de una pizzería, por ejemplo. Pero
¿por qué hemos convertido en un problema el que sean ecuatorianos? ¿Por
qué sólo pintamos esa característica de entre las muchas dimensiones que
dan sentido a su experiencia vital? ¿Estamos acaso, con nuestro énfasis
en esa identidad cultural territorializada, negando su plena
participación de los recursos y posibilidades que le ofrece el espacio
social de Madrid de cara a la formación de una identidad más compleja y
rica?
Lo cultural (visto como tradición exógena), a partir de su
problematización por un nosotros virtual, deviene conflictivo y
confinable. Estas son las dos caras de una misma moneda que deben
empujarnos a la reflexión. Instrumentalizando a Pierre Bourdieu: tenemos
que revisar reflexivamente tanto nuestro arsenal conceptual como las
prenociones a partir de las cuales construimos nuestros discursos, pues
sólo esta actitud nos permitirá romper con una antropología espontánea
que en sus pretensiones científicas no hace más que reproducir el
discurso de poder hegemónico. No hace falta recalcar la importancia que
esta revisión adquiere para los antropólogos, en especial, para la
elaboración de discursos sobre quienes ya de partida son diferentes y,
por ello, objeto de investigación.
Ahora, para finalizar, usaré una anécdota que me ocurrió hace unos meses
y que bien merece una reflexión, pese a su cotidianidad. Estaba en la
estación de tren de Tarragona con un amigo y tres "argelinos" (vemos la
fuerza del adjetivo territorial) se nos acercaron para preguntar la vía
en la que debían coger un tren con destino a Barcelona, hacia donde
nosotros también nos dirigíamos. Mi compañero inició una conversación
con ellos que se prolongó durante todo el viaje. Eran tres hermanos que
llevaban una semana en el país, y que apenas nos hubimos sentado nos
mostraron los papeles que demostraban su legalidad. Eran francófonos,
aunque uno de ellos hablaba correctamente el español, los otros dos
apenas lo chapurreaban. La conversación discurrió entre estereotipos
¡conocían mucho mejor que yo cómo estaba la liga nacional de fútbol!
Habían venido a buscar trabajo y disponían de una fotocopia con
direcciones y teléfonos de centros de acogida y las ONG de Barcelona.
Nosotros les preguntamos por su país y ellos enseguida enfatizaron que
la situación no era tan mala como se creía en el exterior y que, a
diferencia de los marroquíes, ellos tenían democracia. Dos de ellos
estaban casados y uno nos contó que ahora podría enviar dinero a su
país. ¡Argelia siempre estaría presente en España! Pero la impresión que
me dieron es que estaban bastante desconcertados en un país del que
desconocían muchas cosas. Estaban abiertos a lo que el nuevo marco les
podía ofrecer, de hecho sus rostros y la conversación reflejaba el temor
e ilusión que siempre se vislumbra en lo nuevo. No venían a resistir,
así como tampoco nadie creo que pueda obligarles a renunciar a lo que
llevan y dejan atrás, Argelia.
El desenlace le dará un vuelco a este viaje. Era un sábado noche, así
que al llegar les acompañamos hasta una cabina en donde llamaron a
varios de los teléfonos que tenían, aunque en uno les informaron que, al
ser sábado, todos los centros estarían cerrados. No conocían Barcelona y
nuestra curiosidad, más cosmopolita que comprometida, ya había
satisfecho sus inquietudes. ¿A dónde podían ir para iniciar sus andadas
en Barcelona? Mi amigo y yo les orientamos hacía la Plaza de Cataluña en
donde les informamos que había muchos más como "ellos" y que ahí
obtendrían información y conocerían gente que les podría ayudar en estas
sus primeras andadas en nuestro país. Tres días más tarde pasamos por
esa plaza y ahí estaban, no nos paramos a hablar con ellos, ¡cada uno ya
había encontrado su sitio! En fin, ¿a dónde quiero llegar? Ellos no
vienen necesariamente a resistir, sino a "buscarse la vida" y la vida
misma debería redefinir las coordenadas en las que su existencia toma
sentido. Ahora bien, es la interacción con ese nuevo contexto la que
redefine su realidad, de la que su origen argelino debería ser un
recurso más -y no un límite que fije su marginación- que puede ayudarles
a enfrentarse a ese día a día, en Barcelona.
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José Luis Rodríguez Regueira. Profesor Ayudante de Antropología social y
cultural. Campus Los Jerónimos, Universidad Católica San Antonio de
Murcia. 30107 Guadalupe (Murcia).jlrodriguez@uvenf-s1.uvenf.net
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Resumen
Multiculturalismo. El reconocimiento de la diferencia como mecanismo de marginación social
La distinción local-global en muchos casos produce un discurso que, en
su afán de denunciar las dinámicas generadoras de desigualdades del
capitalismo, y la necesidad de salvaguardar la diversidad cultural, no
acierta a la hora de "delimitar" las repercusiones de ese capitalismo y
contribuye a legitimar, mediante su visión cartográfica, la idea de
control -de lo público como político- sobre el capitalismo, cuando en
realidad son los mecanismos del mercado los que limitan las acciones
desde lo político. Debemos adoptar una perspectiva más integral que nos
permita contextualizar la problematización y las premisas a partir de
las cuales elaboramos nuestros discursos. Nuestro marco (capitalismo,
democracia liberal y una legislación que legitima y sirve de soporte a
ambas) es aquel que dicta las condiciones de posibilidad y en última
instancia define la diferencia. Así, puede que nuestro interés por la
defensa de la diversidad cultural -en su intento desesperado por generar
la sensación de orden- sea un mecanismo de poder que marginaliza, a
costa de salvaguardar nuestro mundo, a un "otro" idealizado al que se
constriñe a ser diferente, obviando la posibilidad de elección, la
individuación en definitiva, como otro de los efectos de la
globalización.
José Luis Rodríguez Regueira
Universidad Católica San Antonio, Murcia
http://www.ugr.es/~pwlac/G17_04JoseLuis_Rodriguez_Regueira.html