The work of art in the age of mechanical reproduction, de la serie Connoiseurs (1986-1988), Karen Knorr
La relación que la fotografía guarda con los museos es compleja. Las
primeras fotografías que entraron en un museo no lo hicieron por su
valor artístico, sino como herramienta auxiliar para la catalogación y
la organización de los fondos, y por supuesto también para la
investigación, ya que la fotografía modificó profundamente, y para bien,
el desarrollo de la historia del arte como ciencia. En El museo Imaginario
(1947) André Malraux celebraba la eclosión de imágenes y el nuevo don
de la ubicuidad que alcanzaba el arte a través de la fotografía y otros
procedimientos de reproducción. Para Malraux, la fotografía transformaba
decisivamente la percepción de escuelas y estilos, y la difusión de
imágenes a escala industrial colocaba por primera vez al especialista y
al neófito en una posición privilegiada, dejando en una difícil tesitura
la forma en que los museos había ofrecido hasta ese momento sus
tesoros, no tanto por los métodos expositivos o de clasificación, sino
por el espíritu vagamente paternalista que perpetuaban y el juicio de
gusto que implícitamente imponían. Malraux, como antes Walter Benjamin,
sembraba otra semilla más para una discusión que saltaría abiertamente
al ring intelectual a lo largo de la década de los sesenta y los setenta
con John Berger y sus Modos de ver (1972).
Musée du Louvre, Alécio de Andrade, 1969
En esta contienda la fotografía quiso dejar de ser un mero auxilio
documental para convertirse en un elemento activo que terminaría por
conquistar el espacio museístico como un asunto más para elaboración de
significados, para la creación artística. La galería de arte y la sala
de exposiciones eran ya lugares consagrados, pero si había un espacio
destinado a ser investigado y puesto en cuestión era el museo. Porque
del museo salían las fotos tomadas, por ejemplo, en ruedas de prensa
(los grandes descubrimientos arqueológicos, las atribuciones polémicas),
y la infinidad de postales que, a precios asequibles, reproducían las
grandes obras; incluso los copistas seguían –y siguen hoy- realizando
lenta y pacientemente sus copias autorizadas, pero estaban por llegar
los fotógrafos que iban a aplicar a aquel lugar su propia y creativa
mirada. Del mismo modo que el análisis cultural había comenzado a
desplazar su atención desde las obras a los espectadores, al modo un
poco impredecible en que una misma obra puede variar su significado
dependiendo de aquel que toma el papel de receptor, la captación de
reacciones en el museo era un campo por explotar.
Au Musée du Louvre, Alécio de Andrade, 1970
De la inmovilidad de los personajes bíblicos o mitológicos atrapados
en el interior de los lienzos a la infinita variedad de gentes que
peregrinan ante las obras. En una serie titulada Le Louvre et ses visiteurs, el brasileño Alécio de Andrade
(1938-2003) reunió fotografías tomadas durante treinta años de visitas a
este museo. El punto de vista de Andrade extrae simpáticas resonancias
entre las imágenes que cuelgan de las paredes y las actitudes de los
visitantes, pero también es un amplio catálogo de tipos sociales y de
reacciones, desde la del avezado estudioso que escruta los cuadros a un
centímetro de distancia (un tema que ya había abordado Norman Rockwell
en 1955) hasta la festiva indiferencia de los niños. Algo de esto hay en la famosa serie que el fotógrafo estadounidense Andy Freeberg dedicó a las guardianas de los museos rusos.
Konchalovsky’s Family Portrait, State Tretyakov Gallery, Andy Freeberg, 2008
Claro está que, en comparación con Andrade, Freeberg ha acotado
enormemente su radio de acción. No le interesa el trasiego de visitantes
sino esas señoras afables y un poco decrépitas que han pasado su vida
rodeadas de grandes obras de arte. El efecto es cómico, en primer lugar
porque, en la calma total de las salas, estas viejecitas nos parecen
entrañables, o inútilmente severas, o melancólicamente ausentes, y a
menudo no vemos en ellas sino abuelitas a punto de hacer calceta, lo que
resta seriedad a estas salas. El efecto es cómico, en segundo lugar,
porque Freeberg, como Andrade, extrae a veces rimas visuales entre las
imágenes de los cuadros y las señoras, como si la convivencia continuada
hubiera desembocado en una contaminación mutua, y es algo que logra a
través de cuidadosos encuadres y un control de la luz y el color que
contribuye a homogeneízar el espacio fotografiado, haciéndolo más pictórico.
Kugach’s Before the Dance, State Tretyakov Gallery, Andy Freeberg, 2008
Por otro lado, una sala de un museo siempre es un lugar seductor para
un artífice de imágenes, como lo es un fotógrafo, principalmente porque
el museo es un recipiente de imágenes, y fotografiar el recipiente
permite al artista ensayar una poética de la imagen dentro de la imagen.
Andrade y Freeberg proponen su obra con un alto de nivel de austeridad
acotando mucho las objetos y las personas que aparecen en ellas, y las
rimas que buscan son sutiles, pero este asunto de la imagen dentro de la
imagen es un tema que cuenta con un lugar propio en la historia de la
pintura, sobre todo a partir del siglo XVII, cuando los grandes monarcas
de Europa encargan a sus pintores que den fe de la riqueza de sus
colecciones. Las pinacotecas de Teniers o las alegorías de los sentidosBrueghel de Velours
son visiones mareantes que se proponen al espectador, también, como un
juego y un reto, aunque siempre bajo el signo de la ostentación y la
cornucopia barroca. que pintó
El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas en Bruselas, David Teniers, ca. 1647
A veces los fotógrafos prefieren prescindir por completo de los
molestos turistas y de toda presencia humana en el museo. Del mismo modo
que Bernd y Hilla Becher
fotografiaron series de torres de extracción minera o depósitos de agua
para documentar tipologías arquitectónicas marginales, su discípula
Candida Höfer trata de captar la psicología de edificios y espacios
dedicados al ocio, la socialización, o para la custodia de la cultura,
es decir, archivos, bibliotecas, palacios, parques zoológicos, y, claro
está, también museos.
Peinture française, Musée du Louvre, Candida Höfer, 2005
Según Höfer "la gente se hace más visible al estar ausente del espacio”,
y solo al fotografiar lugares completamente vacíos le parece que pueda
saltar a escena lo que la arquitectura, en combinación con el mobiliario
o la iluminación, implícitamente expresa como reflejo de un orden
social o una jerarquía de valores. Sin embargo, en su extrema
objetividad, estas imágenes pueden llegar a ser ligeramente
inquietantes. La escrupulosa observancia de la simetría no evita una
cierta sensación de vértigo, no solo por las pronunciadas líneas de fuga
de la composición, sino por lo que sugieren como sobrenatural
suspensión del tiempo y del discurrir de la vida normal, siendo además
el museo un lugar donde el tiempo, o sus vestigios, cobran sentido en
tanto que enunciados de un discurso cultural más amplio.
Chateau de Versailles III, Candida Höfer, 2007
Por su parte, la fotógrafa –también de origen alemán- Karen Knorr
ha escogido aquello de lo que carecen todas las fotografías anteriores:
la ficción y la escenificación, una vía que le permite articular
mensajes algo más complejos, o al menos claramente más mordaces. Knorr
reitera la simetría, la calma y la límpida atmósfera del museo, y en
esto su obra debe mucho a la de Höfer, pero coloca siempre un elemento
que viene a enriquecer o reordenar el conjunto, ya sea una figura humana
(pero nunca un simple espectador), un animal, o una serie de objetos
dotados de una fuerte carga simbólica. El conjunto transforma la sala
del museo en el escenario de un tableau vivant de clara intención simbólica o emblemática. Como vamos a ver a continuación, el término tableau vivant es particularmente conveniente en el caso de esta fotógrafa.
The Artist, the Model, the Art Critic and the Spectator, de la serie Academies (1994-), Karen Knorr
Knorr trata sobre todo de introducir una mirada irónica sobre los
valores absolutos del mundo del arte, sobre el papel que ejercen la
crítica especializada y los museos en la conformación de un gusto pocas
veces sujeto a discusión, pero por ello mismo a menudo solipsista,
ingenuo, o enrarecido. Y aunque acude a museos dotados de colecciones
claramente academicistas y ensaya conceptos anclados en la tradición
artística (la imitación, la noción de belleza, los rasgos de estilo),
sus fotografías nos hablan en realidad del mundo actual, un contexto el
nuestro en que el buen gusto de los antiguos eruditos (formados en la
literatura y los viajes por Europa) ha sido sustituido por la a menudo
incomprensible labor crítica de los entendidos en arte, dejando intacta
una aristocracia intelectual no exenta de decadencia. En esto, sus
fotografías museológicasaristocráticos. conectan con un tema que reitera a
menudo: la puesta en evidencia del ropaje arquitectónico, artístico o
meramente ornamental que, cuidadosamente instrumentalizado, envuelve y
protege a unas determinadas clases sociales, favoreciendo la pervivencia
de valores
Portrait of a virgin, de la serie Muses and avatars (2009), Karen Knorr
Por eso la crítica de Knorr actúa como tal en tanto que dislocación
de la habitual corrección que inunda las salas, transformando el museo
en una suerte de museo imaginario. En los ejemplos más interesantes esta
dislocación se produce por un sutil desbordamiento del marco que acota
las obras de arte, sobre todo la pintura. En la serie Muses and Avatars
unas mujeres desnudas, trasunto de las musas que rigen la creación
artística, posan en las frías salas del museo, como si la inspiración de
los pintores hubiera escapado de los lienzos y se hubiera corporeizado,
recordándonos que la pureza original del arte solo puede ser ajena o
extraña en un espacio alienante para el arte como lo es el museo. En la
serie Fables
los animales (perros, jabalíes, pájaros, e incluso una jirafa), que
habitualmente tienen prohibida la entrada a estos lugares, han saltado
desde lienzos de temas selváticos o de caza para corretear a su gusto.
El efecto es surreal, pero no solo por el onirismo de las imágenes, que
es bastante inofensivo, sino por el contraste –poético, mordaz- que se
establece entre la indómita belleza de los animales y la aséptica
moderación que rige las estancias de los museos.
Richmond Hill, de la serie Fables (2009), Karen Knorr
-
Página web de Alécio de Andrade
Página web de Andy Freeberg
Candida Höfer en artnet
Página web de Karen Knorr
-
Tomado de: http://maquinariadelanube.wordpress.com/2010/05/24/museos-imaginarios/
|